domingo, 23 de junio de 2013

Gaviotas, I’m sorry!

Hoy el protagonista de la anécdota ha sido un 'pollo' de gaviota. Diez de la noche del día anterior. JuanRa al teléfono. Llamada urgente. ¡Auxilio, socorro, favor…!. Una cría de gaviota atrapada en el patio interior de la calle Castaños, 36. Es apremiante organizar un dispositivo de salvamento. No puede perecer. La respuesta debe ser inmediata. Nosotros acabamos de regresar de Madrid. Volvemos de la “Boda”, (¡la única boda, la mejor de las bodas!). La situación es complicada. Y justamente por ello,  y porque no sabemos cómo resolverla, nos vamos a dormir. Nada mejor que consultar con la almohada las grandes decisiones.

Día siguiente, noche de San Juan. Sueño reparador y vigilia clarividente. Nos levantamos y activamos el operativo. La ciudad se despereza entre los efluvios de los chorizos y de las paellas a medio hacer que manan de los chiringuitos callejeros; entre el perfume de las egagrópilas de las ‘aves nocturnas’ y las toneladas de mierda, sin paliativos, que dejan los ineducados ciudadanos cada madrugada y que resuelven no limpiar las irresponsables autoridades. Por enésima vez siento vergüenza ajena; por milésima aborrezco el ‘menfotismo’ apático con que reaccionamos los habitantes de esta ciudad frente a tantas cosas intolerables.

Rápido paseo sorteando obstáculos, vallas, basuras…, entreverado de pasacalles, músicas y viandantes. Los más, entrados en años; algunos, exhibiendo sin pudor los devastadores efectos de la noche/s anterior/es. Llego a mi destino. Abro la puerta de la casa y me dirijo al primero de los baños. Entreabro la ventana y veo allí, en medio del patio, posado sobre la especie de pedestal que lo domina, el huérfano alado. Sigiloso, sorprendido y, a la vez, con apariencia desolada y petulante, perdido en la infinitud de un espacio que ejerce de prisión insorteable Mientras nos miramos desconcertados, en apenas diez segundos pactamos silenciosa y tácitamente un desenlace incruento para tan indeseada situación.

Cierro la puerta del aseo, avanzo por el largo pasillo y, dos habitaciones más adelante, abro la puerta que conduce al  improvisado penal. Observo el entorno y pondero los riesgos. Retrocedo y me pertrecho en el trastero de los útiles necesarios para afrontar la aventura con garantías: cordeles, capazo negro, bolsa de IKEA y escoba. Me decido, abro la puerta, paso al interior del patio y la cierro tras de mi. Despliego el instrumental y acoso levemente a la 'víctima', que huye despavorida graznando insistentemente. Se suceden las idas y venidas. Saltos e intentos vanos de emprender el vuelo salvador. Todos resultan entrecortados e insuficientes. El patio es demasiado vertical y le impide tomar altura gradualmente y escapar por encima de sus muros. A cada intento de despegue le sucede una caída más estrepitosa y una nueva huída a pie sorteando macetas y vallas. Aprovecho uno de sus desfallecimientos para atrapar a la indefensa criatura bajo el capazo. Una vez reducida, situo en uno de sus bordes la  bolsa de IKEA e inclino levemente la improvisada tapadera, que ofrece una tentadora rendija luminosa. El incauto animal sucumbe a la seducción y sale de su protector caparazón para caer atrapado definitivamente en el envoltorio amarillo. Una vez allí, solo me resta neutralizar sus defensas, tomando sus alas con una de mis manos y acomodando el resto de su cuerpo en el interior de la bolsa para su traslado.

Entramos en casa, cierro puertas y ventanas, por si acaso se me escapa el animal. Salgo al descansillo de la escalera y desde allí bajo hasta el zaguán. Abro la puerta de la calle y enfilo raudo en dirección a la mar con la bolsa entre las manos. Llego a la Explanada y cruzo hacia el puerto a la altura del antiguo Hotel Carlton. Centenares de barcos inmóviles y sin tripulación están amarrados a los pantalanes a pleno sol de junio. Apenas pueblan el paseo algunos senegaleses, sentados en un banco de piedra con los muestrarios de gafas desplegados a sus pies, que reparan con alguna sorpresa en el aspecto que ofrezco. Creo que lo que realmente les llama la atención es la gran bolsa que llevo entre las manos, de la que sobresalen algunas plumas de ave. Me dirijo al borde del paseo y elijo el lugar por donde soltar a mi acompañante. Llegó el momento de abrir la bolsa y ofrecer la libertad a la involuntaria víctima. Dicho y hecho. El pollo asoma la cabeza y duda. Finalmente, se decide y rápidamente, con decisión, salta al agua posando su cuerpo mansamente sobre la superficie plateada. Mueve con buen compás sus palmeadas extremidades y se adentra en la mar entre los yates, veleros y artilugios de alto standing que se ofrecen ante su mirada. El animal los ignora, rema y busca una salida nadando hacia el interior de la instalación portuaria. Yo permanezco unos minutos siguiendo su trayectoria con la mirada. Cuando, por fin, desaparece entre las embarcaciones, me doy la vuelta y enfilo el camino de regreso. Esta vez lo hago subiendo por la Rambla, que está más concurrida. Guiris, madrugadores y algún despistado apuran sus cafés en las terrazas, mientras los concesionarios de los bares de los 'racós' se afanan en los preparativos de la comida. 

Reflexiono sobre la gaviota: ha tenido suerte y dispone de otra oportunidad para elegir su vuelo. En Alicante, en su puerto, en el mismo lugar donde hace 74 años miles de seres humanos no la tuvieron. La libertad del pájaro es el pequeño homenaje que ofrezco a la memoria de las víctimas y exilados republicanos con el deseo ferviente de que la Comisión Cívica para la Recuperación de la Memoria Histórica de Alicante o quién sea consiga instalar un monumento solemne, que dignifique y guarde permanentemente su recuerdo.   






domingo, 16 de junio de 2013

Vini Maio, en Alicante.

Sábado, 15 de junio. Luceros, olor a pólvora, cóctel de pasacalles con la Entrada de Bandas, “belleas” por doquier.  Alicante, Hogueras 2013.

Luceros, 16. Se anuncia Vini Mayo. El eterno aprendiz de artista se reinventa otra vez  y vuelve a su ciudad. Ocho y media de la tarde. Algo más de medio aforo. ¡Buena entrada para un debut en solitario!. Emilio, Concha y Laura, en primera fila, con Amalia, Elisa y Yasmina. Juanra y Charlie, junto con las hermanas Foriscot y familia. María, cámara de fotos en ristre, inmortalizando el evento en video, y sus amigas alicantinas. David, Rocío y Julia, también en primera fila. Tomás y Mariano. Pascual Ruso y sus jóvenes y dinámicas acompañantes. Verónica, la de Wanadoo, inteligente y ocurrente, con su amiga. Fran, Carmen y Naia. María José y Fran. Y así, hasta medio centenar de fans incondicionales y expectantes. Un lujo de auditorio, aderezado con abrazos sinceros, besos y parabienes. Roberto, a la batería, ataca los primeros redobles. Mientras, Vini Maio dedica a su amada María una de las mejores canciones de su álbum Doce: “Te encontré en Madrid”.

Empieza el concierto. Se entreveran emociones y recuerdos. David, Charlie y Vicente, los Indra. Los “locales de ensayo” en casas prestadas de la Florida, la calle Castaños y el Barrio Obrero. El Cutrón, finalmente. La carga y descarga de las guitarras, bafles, atriles y demás pertrechos en el Peugeot 307. ¿Cómo era posible cargar todo aquello, además de transportar a cuatro personas?. Los actuaciones en los baretos, diseminados por playas, huertas y pueblos, desde Cartagena a Gandía, pasando por Ibi o Alcoi. Decenas de versiones de los clásicos del rock y del pop. Los insaciables guiris pidiendo más y más bises y canturreando letras con más voluntad que tono. Luego llegó Valencia, El País de las Tentaciones y la Fnac. Los 'Cachorros' del blues. BB King y el gran premio: ganar y conseguir a Lucille.

Fin de una etapa y primera vuelta a casa para reinventar Indras. Y de nuevo la aventura. Esta vez con más pretensiones: Madrid. El piso en Atocha, herencia de los Guaraná. Las primeras actuaciones en los bares madrileños (Honky Tonk, Kitty O'Sheas, O'Neils...).  Las búsquedas incansables, contumaces, desesperadas. El peregrinar  por discográficas, promotoras, editoriales… Cinco años de gestiones, trabajo intenso, fiestas, vida insalubre, disputas, crisis, crecimiento personal y profesional, relaciones sociales, aprendizaje, sufrimiento... Hasta hubo tiempo para el amor. Allí surgió María y rebrotó Elena. La mitad de los Indras emparejados y todos autodisueltos, finalmente. Tres discos en el mercado. Una gran tournee con los 40 Principales, todo un verano sonando en la radio y al final…no quedó otra alternativa que el desistimiento. La crisis de la industria discográfica y la explosión de internet pudo con todo. Todos para casa y cada uno a lo suyo.

Empezaba la tercera re-invención, personal y profesional, de Vicente: ahora Vini Maio. Y entremedias,  alumbramiento de la nueva opera prima en solitario: Doce. Doce canciones, para el año dos mil doce, creadas a lo largo de él y editadas en su mes de diciembre. Casi todas sonaron esta tarde-noche: Mejor que Bob Dylan, Lay Down Sally, Te lo di todo, Quiero creer, Un día perfecto, I Love Benidorm, El día D, Otra vida vendrá. Las exigencias del directo descartaron algunas, lo que nos dio la oportunidad de escucharle otras, inéditas o versionadas: Voy a luchar por ti, Waiting for my Baby on a Sunny Day, Sweet Child O'Mine y la inefable While my Guitar Gently Weeps, de George Harrison.

Las 22:15 h.  Final del concierto. Nuevos besos, otra despedida. Recogida de bártulos y de nuevo al camino. Vini Maio, aquí y ahora. A inventar y a reinventarse. Volverá y nos traerá más canciones, porque lo cierto es que nunca se ha ido. ¡Salud y suerte!.


viernes, 14 de junio de 2013

El bocadillo mágico: pan con pan.

Hace unos días un diario nacional ofrecía un reportaje sobre el hambre infantil que existe actualmente en España. Su título encabeza esta entrada. Remeda el diálogo entre una maestra de Girona y uno de sus alumnos: “Profesora, hoy para desayunar traigo el bocadillo mágico: pan con pan. Y yo decido qué lleva dentro”. La escena no deja de ser ocurrente, más allá de la dramática realidad social que evidencia. La respuesta de otro niño también la desenmascara con contundencia. A éste lo encontraron rebuscando entre la basura y, cuando le explicaron que lo que hacía estaba mal, contestó: “Es lo que hace mi mamá”.

Son miles las situaciones similares que se producen cada día en nuestros pueblos y ciudades. Como son centenares las denuncias que se suceden cada vez con mayor frecuencia sobre niños y jóvenes que se marean en clase por no haber desayunado o cenado la noche anterior. ONGs, APAS, Sindicatos de profesores… reclaman a las Administraciones actuaciones urgentes. Mientras, el Gobierno de la Nación se defiende arguyendo que son competencias atribuidas a las Comunidades Autónomas y éstas replican diciendo y haciendo de todo, menos lo que debieran. Es verdad que algunas arriman algo el hombro (Canarias, Andalucía). Otras, en cambio, miran para otro lado o deciden subvencionar con “pastizales” obscenos (90 millones de euros) la compra de uniformes escolares en las escuelas concertadas, como la Comunidad de Madrid. Pero si esto es un despropósito, todavía puede mejorarse: Cataluña dedica casi 30 millones de euros a concertar escuelas de élite.

El enquistamiento de la crisis y los recortes están aumentando no sólo la deuda pública (hoy representa el 88,2% del PIB, casi  un billón de euros. Por primera vez, más que la media europea), sino también las necesidades sociales. El incremento del desempleo y de familias enteras en paro, sumado al descenso de las becas, está creando una situación desastrosa para mucha gente. Al inicio del curso actual, CEAPA y CONCAPA advertían de que la brutalidad de los recortes que se anunciaban en las becas de comedor (entre el 30 y el 50 %, según CC.AA) tendrían consecuencias dramáticas para miles de familias. Para terminar de “arreglar” la situación, el Gobierno de la Nación recortó además 65% el presupuesto en la Red Básica de Servicios Sociales. Lo que está produciéndose es una consecuencia lógica de estas políticas, que tienen intenciones definidas y responsables concretos. Como le gusta decir a una conocida responsable política del partido gubernamental, “que cada palo aguante su vela”. 

Si en las escuelas se producen situaciones espeluznantes, que soliviantan hasta a los más tibios, no es menos lacerante la realidad de los adolescentes que cursan ESO. Éstos, en general, no son usuarios de los comedores. Así que, cuando llegan a casa, como mucho se calientan lo que hay en la nevera, si es que hay algo. Y si no hay nada, no comen. Así que las parroquias, los centros sociales, las ONGs… han empezado a dispensar miles de meriendas y, en algunos casos, a ofrecer refuerzo y apoyo escolar a muchachos que no tienen otra alternativa. Y por lo que parece, esto es sólo el principio de lo que se avecina.

¿Cuánto queda para que empecemos a conocer, impertérritos, los datos de la mendicidad o del trabajo infantil?. ¿Cuánto tardará en aparecer entre nosotros un nuevo Dickens que nos relate en folletones por capítulos –eso sí, a través del iPhone- la humillación y el abandono que acompañan su vida miserable desde que se reconoce?. ¿Se reinventarán nuevos Oliver Twist o David Copperfield, ahora disfrazados de héroes manga, para echarnos en cara las miserables condiciones en que viven tantos niños y ciudadanos?.

Las transformaciones enormes y aceleradas que se han producido en las sociedades occidentales en los últimos 25 años  parece que apenas han servido para combatir las grandes lacras sociales: injusticias, miseria, marginación, explotación… Por ver alguna vertiente positiva a tan deplorable coyuntura, tal vez esta circunstancia tan crítica sea una buena oportunidad para que despierten, por fin, las ideologías y los movimientos intelectuales y sociales.… En su tiempo, Balzac, Zola o Víctor Hugo describieron la miseria, el abuso y la exclusión que existía en Francia, como Carrol, Wilde y Dickens retrataron y censuraron los abusos de la Inglaterra victoriana. En nuestro mundo, apenas tenemos voces discordantes y autorizadas que resuenen con contundencia. Solamente algunos filósofos, aisladamente, enhebran discursos alternativos al “corrientón” dominante. Entre ellos, quiero recordar brevemente a Bauman. Hace pocos días, en una entrevista que le hizo Pilar Álvarez (El País) en la Universidad Europea de Madrid, donde presentó su último libro (Sobre la educación en un mundo líquido), decía  que “la búsqueda de una vida mejor es lo que nos ha sacado de las cuevas, un instinto natural y perfectamente comprensible, pero en el último medio siglo se ha llegado a pensar que es equivalente al aumento del consumo y eso es muy peligroso”. Y añadía “Hemos olvidado el amor, la amistad, los sentimientos, el trabajo bien hecho”. Lo que se consume, lo que se compra “son solo sedantes morales que tranquilizan los escrúpulos éticos”. Describía un círculo vicioso familiar a propósito de la asociación de felicidad y consumo. El padre o la madre dedican parte del sueldo a comprar la consola al hijo, porque se sienten culpables al no dedicarle el tiempo que requiere. Le hacen el regalo, pero el modelo queda obsoleto pronto y se comprometen a facilitarle el siguiente. “Para pagarlo necesitarán más éxito profesional, estar más disponibles para el jefe, usar un tiempo que quitarás a tu familia...”.

Bauman no tiene teléfono móvil ni perfil en las redes sociales. Estudia profesionalmente estos fenómenos, aunque los abomina porque considera que invaden todos los espacios y diluyen las relaciones humanas. Dice que “El viejo límite sagrado entre el horario laboral y el tiempo personal ha desaparecido. Estamos permanentemente disponibles, siempre en el puesto de trabajo”. Ni le gusta el papel que juegan en la vida laboral, ni que el de suplantadores de la autenticidad en las relaciones personales. Subraya al respecto que Mark Zuckerberg ideó la red Facebook para ser un chico popular y dice. “Claramente ha encontrado una mina de oro, pero el oro que él buscaba era otro: quería tener amigos”. Y concluye, “todo es más fácil en la vida virtual, pero hemos perdido el arte de las relaciones sociales y la amistad”. Las pandillas de amigos o las comunidades de vecinos “no te aceptan porque sí, pero ser miembro de un grupo en Facebook es facilísimo. Puedes tener más de 500 contactos sin moverte de casa, le das a un botón y ya”.

¿Seremos capaces de inventar cómo darle a un botón y que el iphone o la PS7 ofrezcan gratis a sus usuarios, niños o jóvenes, la posibilidad de decidir qué tipo de bocadillo, hamburguesa o perrito… debe dispensarles en tiempo real a través de la pantalla?

miércoles, 12 de junio de 2013

Cosas que he aprendido.

· La vida es como un rollo de papel higiénico: cuanto más se acerca su final, más rápido se agota.
· Las cosas pequeñas y cotidianas son las que hacen la vida espectacular.
· Ignorar las cosas no las cambia.
· Todas las personas deseamos ser apreciadas y amadas.
· Cualquier persona merece que la saludemos con una sonrisa.
· Es el amor, y no el tiempo, lo que cura las heridas.
· La mejor manera que existe de crecer es rodearse de personas que sean más listas que nosotros.
· Nadie es perfecto hasta que te enamoras de él o de ella.
· La vida es dura, pero algunos somos más duros.
· Las oportunidades nunca se pierden, porque las que unos desperdician otros las encuentran.
· Si hospedamos la amargura, la felicidad buscará otro sitio para instalarse.
. Debemos intentar que nuestras palabras sean suaves y tiernas, porque acabaremos tragándonoslas.
· Una sonrisa es la forma más barata de mejorar nuestra apariencia.
· No podemos escoger cómo nos sentimos, pero sí cómo actuar al respecto.
· Todos queremos vivir en la cumbre de la montaña, aunque la felicidad y la mejora personal ocurran mientras ascendemos sus laderas.
· Cuantos menos tiempo tenemos para trabajar, más cosas conseguimos hacer…
…y algunas más, que contaré otro día.



lunes, 10 de junio de 2013

Los burros y el verano.

Fernán Gómez forjó una metáfora luminosa con las bicicletas, que en su imaginario representaban la libertad de los jóvenes, de los estudiantes, especialmente perceptible durante los veranos. Vehículos que les permitían ir a cualquier parte, a donde les inclinasen sus pasiones o sus anhelos, mientras discurrían sus vidas en contextos normalizados, ajenos a las épocas bélicas o a los tiempos de autoritarismo. Yo, en cambio, prefiero los burros. En sentido metafórico, naturalmente. Y los antepongo a aquellas porque frente a su aséptica inocuidad son ácratas, inteligentes, tercos y hasta cariñosos. ¿Sabéis que les encanta la música?. ¿Será porque tienen mejor oído que los humanos?. Al menos, parece demostrado que oyen cincuenta veces más que lo hacemos nosotros. Así que, por todo esto y por mucho más, los burros son preferibles a  las bicicletas, sin duda, como argumentaré a continuación.

Mi primera bicicleta fue paradójicamente un triciclo. Era de color verde, fabricado con un contrachapado grueso, recortado de modo que simulaba un caballito de cartón. Tenía tres ruedas de goma negra. Casi siempre estaba en  la “cambra” (este término, equivalente a cámara, se utiliza para denominar al local que ocupaba el último piso de las casas de labranza, cuya función era mantener recogidos los granos y otras cosechas). Pocas veces pisó la calle, porque allí quedaba expuesto al apetito de mis vecinos, algunos ya machuchos, que querían montar en él sin deberlo hacer, porque lo descuajeringaban. Al menor descuido sucumbían a la tentación, rehuyendo las advertencias de los mayores y su propio sentido común. Así que, siempre que imaginariamente visualizo mi triciclo, lo veo en casa, concretamente en la cambra. Allí montaba en él, dando decenas de vueltas, sorteando jarras, cosechas, sacos y demás bártulos. Mi libertad se limitaba a los escasos cincuenta metros cuadrados que tenía esa dependencia. Recuerdo el día en que Vicente  (“El Negro”, le apodábamos), vecino, familiar y amigo, cuatro o cinco años mayor que yo, lo desguazó. Para convencerme de que debíamos hacerlo, me juró que no sería en vano porque nos serviría para hacer una carretilla estupenda, con la que podríamos ir a donde nos diese la gana y hasta transportar lo que quisiésemos. De modo que dicho y hecho. En un tris arrancó las ruedas de mi triciclo. Dejó de lado las dos pequeñas y utilizó solamente la mayor, la que estaba bajo del manillar. Con ella, con un par de cañas y con un trozo de alambre herrumbroso, con el que ensambló todo, fabricó una carretilla, precaria, insuficiente y que, realmente, sirvió para poco más que para entretenernos mientras la hacíamos. Eso sí, su invento destrozó definitivamente mi primer velocípedo y acabó con mis paseos ciclistas.

Mi segundo vehículo ya fue una bicicleta auténtica, una BH de hierro, que me regaló mi primo y padrino Manolo Corachán. Era una bicicleta grande, que hasta tenía cambio de marchas. Pero debo confesar que estaba roto y que por ello habían acortado la cadena. De modo que, aunque tenía el manillar bajo y parecía de carreras, era solo apariencia porque funcionaba como una normal. Eso sí, ¡pesaba como un leño!. Tenía que montar introduciendo una pierna a través del “cuadro” para conseguir pedalear porque sentado sobre el sillín no me llegaban los pies a los pedales. Tenía farol a dinamo y portamaletas, también de hierro. Con ella hice innumerables viajes entre mi pueblo y Chiva mientras estudié el bachiller. De tanto subir y bajar las cuestas de una carretera -la CV379-absolutamente descarnada, llena de pedruscos y de baches, acabé aborreciendo ese artefacto.

Así pues, las dos bicicletas de mi vida las tengo asociadas a dos situaciones un tanto calamitosas. La primera, como he dicho, fue un desguace inconsciente, sin paliativos. La segunda, unos viajes indeseados, a contratiempo, cansinos y desganados, que me llevaban a lugares a donde ni quería ir, ni nadie me esperaba. Por eso pienso que Fernán Gómez, tal vez llevado por la crudeza del escenario que habitó, restringió demasiado su mirada. Clario que las bicicletas pueden ser unos fantásticos artefactos que podían hacer soñar a los chicos de la “capi”. Pero lo cierto, es que significaban otra cosa para los muchachos de los pueblos que, en la mayoría de los casos, ni las tenían, ni podían aspirar a conseguirlas. Y cuando no era así, las utilizaban para trabajar o para atender obligaciones más prosaicas, como era mi caso. Por eso prefiero los burros. Ellos sí que se me antojan medios excelentes, que nos ayudaban a ser libres, a nuestra manera, en aquellos veranos de mi adolescencia. Eran el instrumento que utilizábamos para obtener los dinerillos que nuestras familias no podían darnos. Esos cuartos nos alegraban el verano. Nos permitían comprar cholecks y zarzaparrillas en las veladas de cine en la Pista y, también, algún paquetito de tabaco, que consumíamos ansiosos y con avaricia, embozados  con la protección cómplice que nos daban las tapias de los corrales, los maizales, los naranjos y los cañares del río.

Recuerdo los veranos del 63 y del 64. Especialmente, los estudiados argumentos con que enredamos al padre de Paco, mi amigo, para que nos prestase dos pollinas que tenía para ir a “espigolar” algarrobas (En el habla de Gestalgar, espigolar significa recoger cosechas, o parte de ellas, que desechan sus dueños por su escasísima rentabilidad). Bien temprano aparejamos los animales y nos dirigimos por el Rajolar hacia la fuente del Morenillo. Una vez allí, nos adentramos en el barranco Barco, recorriendo la estrecha senda que ribetea su curso hasta bien entrado su cauce, tras la Peña María. Por fin, llegamos al bancal del tío Custodio, naturalmente sin laboreo y en avanzado abandono, cuya cosecha nos pertenecía porque así lo había determinado él. A lo largo del día, conseguimos recolectar seis o siete sacos de algarrobas, trepando por las pendientes y eludiendo aliagas, espinos, romeros y brezos enormes. Nuestra epidermis dejaba visibles las consecuencias de nuestro empeño: arañazos, pinchazos, pequeñas heridas... En definitiva, mucho esfuerzo, pero habíamos logrado nuestro propósito. Más contentos que unas castañuelas, nos entregamos a la árdua tarea de cargarlos sobre los animales. Para ello, acercamos la primera burra a una enorme piedra, que nos permitía apoyar entre ella y la albarda uno de los sacos, quedando libres los dos para cargar los siguientes. A continuación, Paco levantó el segundo saco, apoyándolo sobre el lado opuesto de la albarda. Simultáneamente, yo me apresuré a afianzar ambos sacos en lo alto de la montura, rodeando carga y animal con los lazos y entrelazando sus cabos con energía. Finalmente, sujetando al alimón el tercer saco por sus cuatro esquinas, lo lanzamos a la cima de la carga, quedando acunado entre los dos laterales. Repetimos la secuencia con el otro animal, materializando a nuestra manera lo que habíamos visto hacer a otros. Una vez apretamos las lazadas con la mayor fuerza que pudimos, comenzamos el descenso por el barranco hacia el cauce del río. Apenas habíamos avanzado algunos metros, los sacos se habían escurrido por la albarda y colgaban peligrosamente de la barriga de los animales. Les hacían trastabillar por la senda y les ponía en peligro de caer al fondo del precipicio. Detuvimos la marcha varias veces e intentamos acomodar mejor la carga. Lo hicimos de diferentes maneras, pero siempre con idéntico resultado. Finalmente, nos rendimos ante la evidencia y, temerosos de perder no sólo las garrofas sino también los animales, escondimos los sacos entre la maleza y nos encaminamos hacia el pueblo, tan mohínos como las pollinas. Conservo perfectamente en mi retina la escena que protagonizamos al abrir la puerta de la casa de Paco. Su padre estaba sentado al fondo del largo zaguán. Apenas nos vio, desplegó una enorme y socarrona sonrisa, que rasgaba su cetrino rostro de oreja a oreja. No dejó de sonreir mientras recorrimos aquel pasillo interminable y llegamos frente a él. Sin duda, estaba imaginando nuestras peripecias porque estoy seguro que él había vivido antes otras parecidas, aunque nunca nos lo confesó.
         -     ¿Y las garrofas?, nos pregunto finalmente.
         -      Las hemos dejado en el monte, le respondimos casi al unísono.
         -      Pero, ¿cómo que las habéis dejado allí?. Entonces, ¿para qué queríais las burras?, replicó.
         -      Es que hemos tenido problemas para cargar los animales, confesamos.
         -      Ah sí, ¿qué habéis hecho?
     
     Tras nuestras atolondradas explicaciones, nos ofreció una lección magistral acerca de cómo cargar sacos de garrofas o de lo que fuere sobre las albardas de las bestias, sin deslizamientos ni sufrimientos para los animales. ¡Aquélla sí que fue una auténtica “máster class”!. Todavía no la he olvidado y eso que desde entonces apenas he tenido la oportunidad de cargar tres o cuatro veces a un animal. Saber disponer los sacos entre las lazadas, de manera que se traben entre sí y no se deslicen por los costados de las bestias es un arte como otro cualquiera. Nosotros lo aprendimos en aquella circunstancia y no se nos ha olvidado, como no se olvida montar en bicicleta. Naturalmente, al día siguiente volvimos a por nuestra cosecha. Esta vez sí que conseguimos llevarla al almacén del tío Panarra, que nos la compró y nos pagó unas pesetillas que nos alegraron aquél verano. Por eso, reitero que los burros son las auténticas bestias del verano. Al menos para nosotros y para entonces.

Aunque bien mirado, en la perspectiva de aquellos años, lo mismo daba burros que bicicletas. Porque jóvenes de ciudad y mozalbetes de pueblo vivíamos el drama de un tiempo que los vencedores llamaron “de Paz”. Realmente, como resume magistralmente la última frase que se escucha en la adaptación cinematográfica que hizo Jaime Chávarri de la obra de Fernán Gómez, fueron tiempos en los que no había llegado la Paz, sino la Victoria para algunos y el oprobio para la mayoría. Todavía hoy, sorprende a menudo lo poco que han cambiado las cosas. Y así nos va…


miércoles, 5 de junio de 2013

Toledo

Este fin de semana hemos vuelto a Toledo. De ella dijo Tito Livio aquello de “parva urbs sed loco munitia”, ciudad pequeña, pero bien fortificada. Me parece que la vieja Toledo sigue siendo un poco así, aunque dos mil años después. Tal vez sea la última vez que retornemos a ella en un viaje con alumnos. Poco antes de la partida, Amalia recibió una misiva de sus jefes anunciándole que en pocas semanas dejará de trabajar. Por fin, se jubilará. Cuarenta y un cursos ininterrumpidos enseñando. ¡Ya está bien! ¡Enhorabuena!

Qué lejos queda aquel 1972 que me llevo a Toledo para hacer la “mili”. Tres meses de otoño interminables e insufribles. Tres meses perdidos en un destierro helado y deshumanizado. En mis vagos recuerdos de aquellos días se entremezclan sufrimiento, hartazgo,  desinterés y hasta afectos contenidos para los compañeros de fatigas y para las personas ausentes. Paseos semanales brevísimos, en las tardes de miércoles o jueves, por Zocodover y las calles adyacentes (Comercio, Nueva, Alfileritos, Sillería...). Imágenes desdibujadas del castillo de San Servando, puerta por donde escapábamos raudos de aquella gran mazmorra que era la Academia de Infantería (¡Ardor guerrero!, decían ellos y berreábamos nosotros: dos mil ochocientos soldados, aprendices de oficiales de mentirijillas). Viajes liberadores a Madrid los fines de semana que se podía en aquel 600 del amigo José Luis, cuyo apellido olvidé, con el que premonitoriamente me citaba para el regreso en la Puerta de Toledo. Domingos de Cuesta de Moyano y de comida con mi tía Carmen y mis primas, que entonces eran casaderas y buscaban piso  en las populosas barriadas que crecían junto a la carretera de Extremadura.

Tardé más de 15 años en transigir por volver a aquel lugar. Ahora lo he hecho mucho más distendidamente. Hasta me ha parecido ver otro Toledo. Más grande, más hermoso, más diáfano y más habitable. He accedido de nuevo a la ciudad por la Puerta del Sol, para continuar por las calles Gerardo Lobo, Armas y Cuesta de Carlos V. He experimentado el mismo desasosiego que sentí hace cuarenta años al plantarme frente al Alcázar. ¡Imponente! Sin embargo, esta vez encuentro hay algo más: he redescubierto Toledo. Su catedral, que sorprende en cada nueva visita con ignoradas perspectivas. San Juan de los Reyes, esa perla del gótico tardío que asombra, especialmente el claustro y las gárgolas de sus vierteaguas. He revisitado las sinagogas y he vuelto a patear calles y calles, estrechas y empinadas, con escaleras y barreras que ofenden a los hombres y a las mujeres imposibilitados. (¿Cómo se las arreglarán los toledanos?) Y lo he hecho en la hora violeta, cuando la luz tamizada del sol, perdiéndose en el horizonte, acaricia los muros de ladrillo y las tejas bermejas de las casas medievales, envolviéndolas en un calor amable que les da un bruñido generoso. ¡Qué disfrute para los sentidos contemplar la judería en el atardecer de mayo!

Todavía mayor es el deleite que proporciona un recorrido nocturno por el Toledo de leyenda. La suerte de dar con un guía excepcional -quizá excesivamente locuaz- que cuenta, incansable, las más bellas leyendas que se han tejido con los hechos y los amoríos, con los dimes y diretes, de una corte multirracial y pluricultural, de los que las paredes de los palacios y de las casas toledanas han sido testigos mudos. Leyendas hermosas y, a la vez, infaustas. Tan bellas que hasta parecen contradictorias con el carácter reservado y seco que se atribuye a los toledanos, tan encerrados en sí mismos como lo está la ciudad entre sus murallas inexpugnables. Leyendas amorosas, bucólicas, sanguinarias y hasta truculentas. Leyendas de un reino que lo fue y que los toledanos viejos fían en que volverá a ser. Lo esperan con la misma intensidad que desean recuperar el cuerpo de S. Ildefonso o los cuadros de El Greco desperdigados por el mundo entero. Incluso me han asegurado que están preparando una confabulación para materializar tal propósito. Sé de buena tinta que la celebración del IV centenario de su muerte, en 2014, es la “tapadera” ideada para recuperar el patrimonio perdido. Y yo hago votos para que les salga bien la artimaña y recobren a San Ildefonso y a su casulla, a los cuadros del Greco y a la Corte. Eso sí, limpia de chorizos y gañanes, "tuneada" y puesta al día. Amén.