Un
país que intencionadamente o no renuncia a administrar la educación de sus
ciudadanos es un país torpe, miserable e infame. Si además consiente por acción u omisión que cualquier
instancia o institución le usurpe esa atribución -que no admite dejación ni
renuncia-, tolera que le reemplacen en sus legítimos derechos o deja que coarten
por la vía de los hechos el desarrollo efectivo de un derecho fundamental de la
ciudadanía, entonces estamos ante un estado tercermundista, frente a una sociedad
del Antiguo Régimen, que no ha alcanzado el estadio de la modernidad. Las
sociedades modernas e ilustradas apuestan convencidas por mejorar la educación
de los ciudadanos y, especialmente, por desvincularla del control eclesiástico
y gregario, optando sin ambages por su laicización. El pensamiento de la
modernidad se asienta en un postulado incontrovertible: si nosotros, las
instancias gubernamentales, la representación legítima de la ciudadanía no procuramos
por el desarrollo y la emancipación plena de los ciudadanos, otros (las
iglesias, los gremios, los grupos de interés…) lo harán por nosotros, de
acuerdo con su conveniencia, como vienen haciéndolo desde el principio de los
tiempos.
En
España, el Ministerio de Educación se creó mediante la ley de presupuestos de
31 de marzo de 1900, siendo presidente del gobierno el conservador Francisco
Silvela. Adoptó inicialmente la denominación de Ministerio de Instrucción
Pública y Bellas Artes, siendo su primer titular Antonio García Alix. Naturalmente,
la acción del gobierno en materia educativa no empieza aquí sino que venía de
lejos. La Constitución de Cádiz, por ejemplo, instauró una Dirección General de
Estudios para la Inspección de la Enseñanza Pública, subordinada del Gobierno
del Reino. Esa Dirección General, con sucesivas denominaciones a lo largo del
siglo XIX, dependió de instancias superiores como la Secretaría de Gracia y Justicia y la Secretaria de Estado del Despacho de
Fomento General del Reino. Tenía competencias sobre instrucción pública,
universidades, sociedades económicas, colegios, reales academias, escuelas de
primera enseñanza y conservatorios de arte y música. En las postrimerías del siglo XIX, las
consecuencias de la crisis del 98, y singularmente la escisión en dos del Ministerio
de Fomento en 1900, propiciaron el nacimiento del Ministerio de Educación, que
conservó esa denominación hasta el inicio de la Guerra Civil, incorporando
también las competencias de cultura. Desde
entonces hasta hoy, el Ministerio de Educación se ha denominado de distintas
maneras, según qué periodos:
·
Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes
(1900-1937)
·
Ministerio de Instrucción Pública y Sanidad
(1937-1939)
·
Comisión de Cultura y Enseñanza de la Junta
Técnica del Estado (1936-1938)
·
Ministerio de Educación Nacional (1938-1966)
·
Ministerio de Educación y Ciencia (1966-1976,
1978-1981, 1981-1996) y (2004-2008)
·
Ministerio de Educación (1976-1978, 2009-2011)
·
Ministerio de Educación y Universidad 1981
·
Ministerio de Educación y Cultura (1996-2000)
·
Ministerio de Educación, Cultura y Deporte
(2000-2004, 2011-actualidad)
·
Ministerio de Educación, Política Social y
Deporte (2008- 2009)
A lo
largo de esos ciento trece años, el “ministerio” ha sido desempeñado por un
centenar de ministros. Corrijo, salvo error u omisión, realmente han sido 100
mandatos ministeriales porque once ministros han repetido en el cargo. Así pues, nos corresponde el dudoso mérito de haber contado con 89 Ministros de
Educación durante el periodo mencionado. Y, por tanto, hemos tenido el placer de conocer un nuevo
ministro cada quince meses. ¡No se puede negar que somos unos privilegiados!.
Más
allá de la ironía o de la simpleza de los datos constatados (obviamente, ni todos los
mandatos duraron lo mismo, ni todos tuvieron la misma intensidad y/o productividad),
creemos que son innecesarios los comentarios. Realmente, ¿qué se puede
hacer gestionando un departamento ministerial durante quince meses?. Sinceramente,
la experiencia nos dice que poca cosa. Si acaso, disponer de oportunidades para impulsar ocurrencias y/o
caprichos, enfadar a los ciudadanos y/o a los profesionales o, sencillamente,
pasar sin pena ni gloria. La celebérrima frase de los conserjes ministeriales:
“Buenos días, señor ministro; adiós, señor ministro”, resume a las claras esa
realidad.
En la
desatinada carrera por dejar improntas, tan irrelevantes unas veces como
malintencionadas otras, hemos conocido bufonadas espectaculares. Alguna
de ellas ha sido antológica. Recuerdo, por ejemplo, aquella del ministro
opusdeísta Julio Rodríguez, del gobierno de Carrero Blanco. Lo que se
llamó el “calendario juliano”, que
reformó el homónimo universitario. Establecía el comienzo del curso en las
universidades el siete de enero de cada año y su conclusión a finales del mes
de diciembre. La disposición solamente se llevó a cabo para primero de carrera
en todas las universidades españolas. En lugar de empezar en octubre de 1973
empezaron en enero de 1974. La medida produjo el rechazo absoluto de la
comunidad universitaria y de la administración de la época. La orden que
implantaba el calendario fue derogada a los pocos meses por un decreto promovido
por el nuevo ministro, Cruz Martínez Esteruelas, volviendo todas las facultades
a recuperar el calendario ordinario en el curso siguiente.
Tampoco
es manca la necedad del consejero de educación valenciano, Font de Mora, ordenando
la impartición de la asignatura Educación para la Ciudadanía en inglés. Un formato docente pretendidamente innovador, con dos profesores actuando exaequo en clase, emulando un servicio
de traducción simultánea: mientras el experto orienta en cuestiones morales,
otro profesor de igual categoría profesional y especializado en lengua
extranjera, le auxilia en calidad de ayudante traductor. Es decir, enseñar lo
mismo, en el doble de tiempo, por el doble de precio y conculcando los
principios fundamentales que rigen el estatus profesional de los docentes, ¿hay
quién dé más?.
Entre
ocurrencias y astracanadas, unos y otros han conseguido que la Iglesia Católica
haya detentado y detente el control ideológico – y fáctico- de la educación en España.
Han conseguido limitar todo lo que han podido el acceso universal a la
educación, han restringido las posibilidades educativas de los que tienen menos
recursos, han logrado que España siga siendo un país de analfabetos
funcionales, aunque muchos sean titulados universitarios. En esa carrera de
despropósitos, para dar la razón por enésima vez al señor Murphy (“cuando
parece que ya nada puede ir peor, empeora”) el actual ministro educación, señor
Wert, se ha aupado al culmen de los desatinos. En pocos meses ha conseguido
arrumbar los cimientos de la timorata modernización de la escuela pública llevada
a cabo en este país en las dos últimas décadas. Con su propuesta de LOMCE,
actualmente en trámite parlamentario, ha hecho emerger la caspa y la caverna
más reaccionarias (reválidas, religión como materia evaluable…), poniendo en
valor realidades que creíamos desterradas definitivamente de la educación
española. Entretanto, por la vía de los hechos, ha reducido brutalmente las
ayudas al estudio, tanto universitarias como no universitarias, ha impulsado un
alza desmesurada de las tasas universitarias, ha recortado extraordinariamente
los programas de compensación educativa y de atención a las necesidades
educativas especiales, ha logrado la desasistencia plena de los comedores
escolares y de otros servicios básicos educativos. Ha laminado buena parte de
las infraestructuras de investigación científica en España, ha hecho emigrantes
forzosos a nuestros mejores investigadores. Y todo ello, con la sonrisa cínica
de tertuliano que le caracteriza, con el fariseísmo del reaccionarismo más
genuinamente liberal del que hace gala y con la desvergüenza de quién sabe que
hace mal y disfruta con ello. Naturalmente, contando con la aquiescencia de sus colegas del Consejo de Ministros y de su Presidente y, obviamente, con el aliento fervoroso del partido que da soporte al Gobierno y el de sus facciones sociales, políticas y económicas más retrógradas.
En
fin…¡País!, que diría Forges. Ineducado, añadiría yo.