lunes, 29 de julio de 2013

El bolígrafo de color verde.

En mi casa, como en casi todas, tenemos colgado un block de notas en la puerta del frigorífico. Bien mirado, no es exactamente un block, porque es una pequeña tableta de plástico que sujeta una especie de octavillas recicladas, que mi esposa trae del colegio en el que trabaja cuando se las ofrece el conserje, que reutiliza así los excedentes de papeletas sobrantes de las contiendas electorales que siempre tienen allí algunos de sus colegios. Por otro lado, la verdad es que tampoco está colgado, sino sujeto con un imán que lo adhiere a la puerta, mimetizado entre una cuarentena de pegatinas-imán que nos recuerdan algunos viajes que nuestros familiares y amigos han hecho por ese mundo: desde La Habana a París o desde Nueva York a Berlín, pasando incluso por Bocairent y Doñana. De todo puede encontrarse allí, porque ya se sabe lo socorrido que es el imán para el frigo, especialmente cuando, ya en el aeropuerto o en la estación, reparamos en que hemos olvidado comprar un recuerdo para alguien.

Cuando hoy he puesto la mesa para la comida del mediodía, he advertido que escaseaban las servilletas y, como de costumbre, me he dirigido a nuestro block para anotar la circunstancia y evitar el olvido cuando vayamos a hacer la compra semanal. Pero esta vez había algo diferente que ha llamado mi atención. Un bolígrafo de color verde estaba sujeto a la tableta por su clip. Ciertamente, no sería nada extraño si no fuera porque, desde hace años, el bolígrafo que suele estar allí es de cualquier color, menos verde. ¿Y por qué?. Sencillo. Mi esposa requisa cuantos bolígrafos verdes tiene a su alcance. ¿Y para qué?. Pues para hacer lo que no debiera (la mayoría de los profesores lo hacemos  o lo hemos hecho igualmente), es decir, corregir en casa las tareas escolares de sus alumnos (ejercicios, trabajos, exámenes…) con bolígrafos de ese color, que prefiere a los de cualquier otro.

Pero, ¿qué importancia tiene una anécdota semejante?. Pues considero que la tiene, y mucha. Creo que con esa acción, sea intencionada o circunstancial, consciente o inconsciente, ha dado corporeidad a su vivencia del importante cambio de estatus que le espera a la vuelta de la esquina. Me parece que, dejando el bolígrafo verde junto al bloc de notas, lo ha desposeído de su cualidad de herramienta de trabajo y lo ha devuelto a su categoría de objeto de uso común. Y tal vez sea la primera de sus decisiones relacionada con la condición de jubilada que estrenará a mediados de agosto. Con ese gesto, imaginariamente, abandona su rango de maestra y se reencuentra con su propia persona, desnuda, integra  y desposeída de la atribución que ha venido adjetivándola durante las dos terceras partes de su vida.

Ello me lleva ineludiblemente a pensar en las muchas decisiones que le quedan por tomar. También reflexiono sobre el año de reacomodo que tengo vivido y que ella deberá afrontar. Especulo sobre la “nueva vida” que se ofrece ante los dos: sin obligaciones laborales, libres después de cuarenta y tantos años ininterrumpidos de obligaciones y devociones. Demasiadas cosas, otras tantas incertidumbres. La vida, al fin y al cabo.



viernes, 19 de julio de 2013

Un país ineducado.

Un país que intencionadamente o no renuncia a administrar la educación de sus ciudadanos es un país torpe, miserable e infame. Si además consiente por acción u omisión que cualquier instancia o institución le usurpe esa atribución -que no admite dejación ni renuncia-, tolera que le reemplacen en sus legítimos derechos o deja que coarten por la vía de los hechos el desarrollo efectivo de un derecho fundamental de la ciudadanía, entonces estamos ante un estado tercermundista, frente a una sociedad del Antiguo Régimen, que no ha alcanzado el estadio de la modernidad. Las sociedades modernas e ilustradas apuestan convencidas por mejorar la educación de los ciudadanos y, especialmente, por desvincularla del control eclesiástico y gregario, optando sin ambages por su laicización. El pensamiento de la modernidad se asienta en un postulado incontrovertible: si nosotros, las instancias gubernamentales, la representación legítima de la ciudadanía no procuramos por el desarrollo y la emancipación plena de los ciudadanos, otros (las iglesias, los gremios, los grupos de interés…) lo harán por nosotros, de acuerdo con su conveniencia, como vienen haciéndolo desde el principio de los tiempos.

En España, el Ministerio de Educación se creó mediante la ley de presupuestos de 31 de marzo de 1900, siendo presidente del gobierno el conservador Francisco Silvela. Adoptó inicialmente la denominación de Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, siendo su primer titular Antonio García Alix. Naturalmente, la acción del gobierno en materia educativa no empieza aquí sino que venía de lejos. La Constitución de Cádiz, por ejemplo, instauró una Dirección General de Estudios para la Inspección de la Enseñanza Pública, subordinada del Gobierno del Reino. Esa Dirección General, con sucesivas denominaciones a lo largo del siglo XIX, dependió de instancias superiores como la Secretaría de Gracia y Justicia y la Secretaria de Estado del Despacho de Fomento General del Reino. Tenía competencias sobre instrucción pública, universidades, sociedades económicas, colegios, reales academias, escuelas de primera enseñanza y conservatorios de arte y música.  En las postrimerías del siglo XIX, las consecuencias de la crisis del 98, y singularmente la escisión en dos del Ministerio de Fomento en 1900, propiciaron el nacimiento del Ministerio de Educación, que conservó esa denominación hasta el inicio de la Guerra Civil, incorporando también las competencias de cultura. Desde entonces hasta hoy, el Ministerio de Educación se ha denominado de distintas maneras, según qué periodos:
          ·      Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes (1900-1937)
          ·      Ministerio de Instrucción Pública y Sanidad (1937-1939)
          ·      Comisión de Cultura y Enseñanza de la Junta Técnica del Estado (1936-1938)
          ·      Ministerio de Educación Nacional (1938-1966)
          ·      Ministerio de Educación y Ciencia (1966-1976, 1978-1981, 1981-1996) y (2004-2008)
          ·      Ministerio de Educación (1976-1978, 2009-2011)
          ·      Ministerio de Educación y Universidad 1981
          ·      Ministerio de Educación y Cultura (1996-2000)
          ·      Ministerio de Educación, Cultura y Deporte (2000-2004, 2011-actualidad)
          ·      Ministerio de Educación, Política Social y Deporte (2008- 2009)

A lo largo de esos ciento trece años, el “ministerio” ha sido desempeñado por un centenar de ministros. Corrijo, salvo error u omisión, realmente han sido 100 mandatos ministeriales porque once ministros han repetido en el cargo. Así pues, nos corresponde el dudoso mérito de haber contado con 89 Ministros de Educación durante el periodo mencionado. Y, por tanto, hemos tenido el placer de conocer un nuevo ministro cada quince meses. ¡No se puede negar que somos unos privilegiados!.

Más allá de la ironía o de la simpleza de los datos constatados (obviamente, ni todos los mandatos duraron lo mismo, ni todos tuvieron la misma intensidad y/o productividad), creemos que son innecesarios los comentarios. Realmente, ¿qué se puede hacer gestionando un departamento ministerial durante quince meses?. Sinceramente, la experiencia nos dice que poca cosa. Si acaso, disponer de oportunidades para impulsar ocurrencias y/o caprichos, enfadar a los ciudadanos y/o a los profesionales o, sencillamente, pasar sin pena ni gloria. La celebérrima frase de los conserjes ministeriales: “Buenos días, señor ministro; adiós, señor ministro”, resume a las claras esa realidad.  

En la desatinada carrera por dejar improntas, tan irrelevantes unas veces como malintencionadas otras, hemos conocido bufonadas espectaculares.  Alguna de ellas ha sido antológica. Recuerdo, por ejemplo, aquella del ministro opusdeísta Julio Rodríguez, del gobierno de Carrero Blanco. Lo que se llamó  el “calendario juliano”, que reformó el homónimo universitario. Establecía el comienzo del curso en las universidades el siete de enero de cada año y su conclusión a finales del mes de diciembre. La disposición solamente se llevó a cabo para primero de carrera en todas las universidades españolas. En lugar de empezar en octubre de 1973 empezaron en enero de 1974. La medida produjo el rechazo absoluto de la comunidad universitaria y de la administración de la época. La orden que implantaba el calendario fue derogada a los pocos meses por un decreto promovido por el nuevo ministro, Cruz Martínez Esteruelas, volviendo todas las facultades a recuperar el calendario ordinario en el curso siguiente.
Tampoco es manca la necedad del consejero de educación valenciano, Font de Mora, ordenando la impartición de la asignatura Educación para la Ciudadanía en inglés. Un formato docente pretendidamente innovador, con dos profesores actuando exaequo en clase, emulando un servicio de traducción simultánea: mientras el experto orienta en cuestiones morales, otro profesor de igual categoría profesional y especializado en lengua extranjera, le auxilia en calidad de ayudante traductor. Es decir, enseñar lo mismo, en el doble de tiempo, por el doble de precio y conculcando los principios fundamentales que rigen el estatus profesional de los docentes, ¿hay quién dé más?.

Entre ocurrencias y astracanadas, unos y otros han conseguido que la Iglesia Católica haya detentado y detente el control ideológico – y fáctico- de la educación en España. Han conseguido limitar todo lo que han podido el acceso universal a la educación, han restringido las posibilidades educativas de los que tienen menos recursos, han logrado que España siga siendo un país de analfabetos funcionales, aunque muchos sean titulados universitarios. En esa carrera de despropósitos, para dar la razón por enésima vez al señor Murphy (“cuando parece que ya nada puede ir peor, empeora”) el actual ministro educación, señor Wert, se ha aupado al culmen de los desatinos. En pocos meses ha conseguido arrumbar los cimientos de la timorata modernización de la escuela pública llevada a cabo en este país en las dos últimas décadas. Con su propuesta de LOMCE, actualmente en trámite parlamentario, ha hecho emerger la caspa y la caverna más reaccionarias (reválidas, religión como materia evaluable…), poniendo en valor realidades que creíamos desterradas definitivamente de la educación española. Entretanto, por la vía de los hechos, ha reducido brutalmente las ayudas al estudio, tanto universitarias como no universitarias, ha impulsado un alza desmesurada de las tasas universitarias, ha recortado extraordinariamente los programas de compensación educativa y de atención a las necesidades educativas especiales, ha logrado la desasistencia plena de los comedores escolares y de otros servicios básicos educativos. Ha laminado buena parte de las infraestructuras de investigación científica en España, ha hecho emigrantes forzosos a nuestros mejores investigadores. Y todo ello, con la sonrisa cínica de tertuliano que le caracteriza, con el fariseísmo del reaccionarismo más genuinamente liberal del que hace gala y con la desvergüenza de quién sabe que hace mal y disfruta con ello. Naturalmente, contando con la aquiescencia de sus colegas del Consejo de Ministros y de su Presidente y, obviamente, con el aliento fervoroso del partido que da soporte al Gobierno y el de sus facciones sociales, políticas y económicas más retrógradas.

En fin…¡País!, que diría Forges. Ineducado, añadiría yo.