martes, 27 de agosto de 2013

Sin héroes, pero con ídolos.

En su último artículo, Jürgen Habermas (El País, 20 de agosto) insistía en una prevención que todo heredero activo del pensamiento ilustrado asume sin vacilar. Se alegraba de “vivir desde 1945 en un país que no necesita héroes”. La ilustración repudia los héroes y yo también. El heroísmo no está de moda. Sin embargo, sí lo están los héroes de pacotilla, ídolos de barro que proliferan y se presentan como símbolos cuando en realidad son una manufactura orquestada casi exclusivamente por los ‘medios’. Abundan los superhéroes de ficción y los que no son de ninguna manera modelos de vida. Su gloria es frágil y superficial. Sacrifican la dignidad de la palabra a su vanidad, su lenguaje no tiene destinatario, muere con los aplausos y el éxito. Actúan y hablan, pero no conversan. Lo que atrae de ellos  no  son sus virtudes sino su éxito construido sobre lo material (mansiones, coches,  amoríos, etc.). Tienen gran desfachatez y pontifican sobre lo divino y lo humano, como si fueran los nuevos maestros de las jóvenes generaciones.

La sociedad mediática es probablemente uno de los  mayores monumentos a la estupidez que hemos engendrado los humanos. Es una entelequia real, omnipresente, en la que las personas se reconocen, se definen y se juzgan por la imagen que ofrecen de ellas los mass media. Es una especie de nuevo escenario social en el que la máxima aspiración de las personas es ocupar un espacio en el cosmos mediático. En gran medida se les valora por la capacidad, la habilidad o la posibilidad que tienen de conseguirlo. Los medios audiovisuales –mucho menos los impresos- son aglutinadores sociales, creadores de opinión e instrumentos publicitarios en los mercados. El auge de Internet apenas ha modificado su impacto. Sorprendentemente, su capacidad globalizadora sólo afecta al mercado,  no a los individuos, que permanecen tras los ordenadores o los móviles, sin verse ni tocarse. Pese al deseo interesado de una élite vinculada a la Red y a la ilusión de muchas personas bienintencionadas y necesitadas de nuevas utopías, no parece que Internet sea el instrumento que vaya a cambiar definitivamente a la Humanidad. Los contenidos que se difunden son superficiales y efímeros, los foros temáticos juiciosos afectan a grupos muy reducidos de personas y los blogs son tantos que cuesta vislumbrar su utilidad. Las ingentes cantidades de imágenes y videos colgados en YouTube o en Instagram sirven más para el entretenimiento y la superficialidad que para la formación de las personas. Ahora bien, no se puede negar que Internet es una inmensa central de correos y de teléfonos, cuya utilidad fundamental es ser un mercado de todo tipo de bienes y productos. Una herramienta económica, pero en ningún caso moral, ni educativa.

Hay centenares, miles de ejemplos de personajes mediáticos, idolatrados, sobre los que podríamos enfocar la mirada. Los hay nacionales, internacionales, monotemáticos, polifacéticos, discretos, exuberantes, de todo pelaje y condición. Intentar siquiera definir su espectro es una quimera. Por eso me detendré solamente en algunos ídolos del deporte, aprovechando que estos días se disputa el Open USA. Aquí, además del trono del tenis, está en juego la ‘bolsa’ más abultada de la historia de ese deporte. Si Nadal se impone en Nueva York, como ha ganado los Masters 1.000 de Montreal y Cincinnati, se embolsará 3,6 millones de dólares (2,7 de euros). Nada que sorprenda a los actuales campeones de los grandes torneos, como el Open de Australia, Roland Garros y Wimbledon, que recibieron 1,6; 1,2 y 1,8 millones, respectivamente.

Y si esa es la remuneración de los jugadores (parias, al fin y al cabo, como todos los que ocupan la base de la pirámide de cualquier actividad ociosa o productiva), ¿qué no amasarán los promotores, organizadores, camarillas y acólitos? Y lo peor no es eso, porque si fuesen ingresos transparentes estarían contribuyendo a sostener el erario y los servicios públicos. El problema es que no sabemos ni lo que cobran realmente ni dónde lo hacen, qué impuestos pagan, de qué manera y en qué lugar, etc. Porque si hoy interesa Andorra o Suiza, mañana será Luxemburgo y el mes próximo Barbados o las Islas Caimán. Y nosotros, el público en general, aplaudiendo a rabiar, jaleando las hazañas de los eximios conciudadanos envueltos en las banderas patrias, pagando religiosamente por verlos (en directo y en la tele) y por lo que ellos no pagan, aunque lo hagan de acuerdo con la ley. ¿Puede alcanzarse mayor nivel de estupidez?

Pues aunque parezca mentira, sí. Fijémonos, si no, en alguna de las muchas listas que existen de los deportistas mejor pagados (por su trabajo y por sus ingresos en publicidad), que cada año compiten con los hombres y mujeres más ricos del mundo. Por ejemplo, en la que ofrece la revista Forbes para el año 2013 (http://www.forbes.com/athletes/), los diez deportistas que más cobran son 2 jugadores de golf, 2 de baloncesto, 2 de rugby, 3 futbolistas y 1 tenista.  Estas diez personas ingresaron en el último año 552 millones de dólares (413 millones de euros). Pero, si consultamos la lista correspondiente a 2012, la sorpresa será mayor: los dos deportistas mejor pagados, con casi 150 millones de dólares entre ambos, fueron dos boxeadores. Increíble, pero cierto.

A nivel más doméstico, estos días está de actualidad el más que probable traspaso del futbolista galés Gareth Bale al Real Madrid por una cantidad cercana a los 100 millones de euros. El entrenador de Barcelona, Gerardo Martino (un recién llegado al país desde el otro lado del Atlántico), criticó esa decisión diciendo que  “los números que se mueven me parecen una falta de respeto para el mundo en general”. Le han dicho de todo, sin duda por lo obvio de su afirmación.

De verdad que no tengo animosidad alguna contra los deportistas porque, de tenerla, elegiría antes otros colectivos con los que ensayarla. No obstante, aún a sabiendas de que todas las comparaciones son odiosas, al hilo de lo que vengo relatando, recuerdo haber leído que los gastos de funcionamiento del CSIC han pasado de 710 millones en 2009, a 500 millones en 2013, una cantidad casi equivalente a lo que ingresan los diez ‘mejores deportistas’. Como sabemos, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) es la mayor institución pública dedicada a la investigación en España y la tercera de Europa. Su objetivo fundamental es desarrollar y promover investigaciones en beneficio del progreso científico y tecnológico, abarcando desde la investigación básica a la transferencia del conocimiento al sector productivo. Sus centros e institutos están distribuidos por todas las comunidades autónomas y emplean a más de 15.000 trabajadores excelentemente cualificados. Cuenta con el 6 por ciento del personal dedicado a la Investigación y el Desarrollo en España, que genera aproximadamente el 20 por ciento de la producción científica nacional.

En fin, lo dicho, esto es lo que hay: deporte de élite versus ciencia y tecnología de excelencia. Sensatez versus disparates. Idolatría versus modernidad. Las cartas están servidas. ¡Hagan juego, señores!

domingo, 25 de agosto de 2013

¡Coñazo de vejez!

Hacía tiempo que no veía las avionetas sobrevolar la playa haciendo ondear tras su cola pancartas que anuncian de todo: refrescos, espectáculos, electrodomésticos y cualquier cosa imaginable. Ayer por la tarde, paseando por la orilla de la Playa de San Juan, me sorprendió el runrún de ese motor tan característico y miré al cielo. Allí estaba la avioneta y su pancarta con un sorprendente anuncio: “El abuelo de los melones”, que publicitaba una empresa que, según averigüé más tarde, comercializa esos frutos desde 1928. Una de esas inexplicables asociaciones de ideas trajo a mi mente un artículo que leí hace unos meses en Presseurop (http://www.presseurop.eu/es) con un rótulo llamativo: “Mandamos a la abuela a vivir a Eslovaquia”, firmado por Anette Dowideit. En él se redundaba en la constatación de que Alemania envejece a la carrera y en que, paradójicamente, carece de personal cualificado para ocuparse de sus jubilados y de sus viejos, que necesitan centros especializados y mucho dinero, en justa compensación a su dilatado y previo esfuerzo para incrementar la riqueza y el bienestar de los ciudadanos de un país que, todavía hoy, sigue siendo la admiración de Europa.

La demografía y la crisis son tozudos a más no poder. Cada vez hay más alemanes dependientes cuyas pensiones están estancadas o decrecen, mientras aumentan sus solicitudes de ayudas sociales. Las autoridades, en sintonía con el resto de Europa, han comenzado a instaurar los recortes y el copago. De modo que los mayores o sus familias deben atender parte del coste de sus necesidades asistenciales. Evidentemente, se trata de un problema que es necesario resolver. Lo dramático es cómo lo están haciendo algunos. La periodista constata que muchas familias han empezado a ‘desterrar’ a sus mayores, enviándolos, de momento, a países europeos donde su cuidado resulta más económico. Según ella, son muchos los alemanes cuyo 'último viaje' les lleva a una residencia para la tercera edad de países como Hungría, República Checa, Eslovaquia, Polonia, España… y hasta Tailandia. Residencias, dirigidas muchas veces por alemanes, cuyos servicios son equiparables a los propios, solo que cuestan la tercera parte del precio que se paga en casa.

Decía la periodista que hasta había surgido la figura del ‘intermediario’ para proveer la distribución de los viejos alemanes y austriacos en residencias del Este, con una relación calidad/precio muy correcta, según el estándar alemán. Podría decirse que se trata de ‘soluciones rentables’ porque lo que en Alemania cuesta 3.000 €/mes, en Eslovenia, por ejemplo, supone 1.100. De modo que, como el gobierno alemán asigna 700 € al interesado/a por su dependencia, con sólo añadir 400 a cuenta de su pensión tendría resuelto el problema. Incluso dispondría de un superávit que le alcanzaría para disfrutar de una conexión de televisión/video con tarifa plana o visitas filantrópicas semanales, retribuidas a discreción. Desconozco si estas iniciativas son puro emprendedurismo individual o están incentivadas con algún programa institucional, a modo de globo sonda para explorar nuevas fórmulas para incrementar la eficiencia en el gasto social. Visto lo visto, no seria de extrañar que los gestores de los servicios sociales alemanes estuviesen ideando concertar esas prestaciones con sus homónimos de los países europeos más baratos y con menores garantías legales.

Por otro lado, esta realidad está alumbrando nuevas perspectivas sociológicas. Muchas familias y personas de mediana edad, con familiares ‘residentes forzosos’ en países que no son los suyos, comentan en sus tertulias el fantástico clima mediterráneo que tienen Eslovenia o España, que papá o mamá disfrutan, y lo encantados que están con la amabilidad de sus gentes. Por otro lado, exponen lo maravilloso que resulta que Liubliana  o Alicante estén a dos horas de Múnich o de Viena, accesibles con un viaje de ida y vuelta que apenas cuesta 100 euros, con Ryanair o Air Berlín. De modo que una visita al trimestre está al alcance de cualquiera. Además, dicen que, como mamá tiene Alzheimer  o demencia senil, su noción del tiempo es diferente. Por eso, es lo mismo visitarla cada tres o cuatro meses que cada seis. Sin embargo, confiesan que les resultan más emotivas las visitas cuando las circunstancias se complican y tardan seis o más meses en reencontrarse con sus familiares. ¡Qué entrañables son estos piadosos teutones!

Claro que, bien mirado, los alemanes siguen siendo los ricos de Europa. Entonces, ¿a qué podemos aspirar los europeos del sur? Tal vez la adaptación de sus formulas de gestión eficiente nos lleven a vivir ‘destierros dorados’ en las residencias que proliferarán en las praderas de Angola, Mozambique, Tanzania, o Madagascar, donde gozaremos de la amabilidad y de las atenciones de trabajadores sociales autóctonos, bien uniformados, mal pagados y con una permanente sonrisa en sus rostros. Tal vez iniciativas como esta sean el principio de la solución para que África empiece a dejar de ser el continente olvidado.

Yo propongo algunas más para favorecer tan loable y justo empeño. La primera de ellas es convocar un concurso internacional de ideas para tal fin, en el que solo participen jubilados y personas mayores, dependientes o no. Además, propongo que a los políticos que aprueben recortes, se les apliquen con carácter inmediato y por triplicado a sus retribuciones íntegras (Por aquello de que “no hay mejor cuña que la de la misma madera”). Propongo que a los familiares o tutores legales que ‘confinen’ a sus mayores se les exija la solidaridad responsable, haciéndoles firmar sin retracto posible la aceptación explícita de la misma solución para ellos cuando se den las circunstancias. Tampoco podrán lucrarse con los bienes relictos de la persona expatriada, si los hubiese, que pasarán a formar parte del erario público. Propongo que se apruebe una directiva europea que obligue a los países que concierten servicios con otros más baratos a pagarles la compensación que corresponda. Todos los caudales provenientes de la implementación de estas iniciativas deberán transferirse a los países receptores de las personas mayores, mediante tratados e instrumentos de gestión de los recursos que supervisarán organizaciones humanitarias internacionales. Finalmente, propongo que las principales ideas que surjan del concurso planteado se sometan a referéndum de los participantes para su ratificación. Las que obtengan un refrendo mayoritario deberán ser aceptadas por las administraciones, que las pondrán en marcha con carácter preferente. A ver si así vamos acabando con la puñetera vejez y con sus problemas. No obstante, siempre nos quedara la expeditiva solución japonesa, expresada por el actual viceprimer ministro y titular de la cartera de finanzas Taro Aso: urgir a los ancianos para que se den prisa en morir, evitando que el Estado tenga que pagar su atención médica y asistencial. ¡Qué Dios los pille confesados!

jueves, 15 de agosto de 2013

Fiestas en agosto.


Hoy es 15 de agosto, ecuador del mes y referencia inequívoca de miles de festejos populares a lo largo y ancho de España. Este año, como el pasado, hay menos o son más cortos que lo eran en la prolongada época de las vacas gordas, que se extendió desde el final de la crisis de los noventa hasta la gran depresión sobrevenida en 2008. Aunque la tendencia ya se había iniciado, es entonces cuando, contraviniendo nuestra propia historia, hicimos definitivamente del mes de agosto -muy especialmente de su decena central- un tiempo para las fiestas, las celebraciones, los exhibicionismos y hasta los despropósitos. Tal vez sea el exceso el calificativo idóneo para una eventualidad nacida al socaire de las nuevas ocupaciones de los españoles, que abandonaron las tradicionales tareas agropecuarias en los años sesenta y setenta del pasado siglo, corriendo en pos de las extraordinarias promesas que ofrecía la fugaz y superficial industrialización del país. Centenares de miles de familias se desplazaron desde sus localidades de origen hasta la periferia de las ciudades, atraídos por unos empleos novedosos y más lucrativos que los que tenían. Años después, la construcción y los servicios lo colonizaron casi todo, haciendo emerger nuevas realidades laborales, demográficas, económicas, sociales, territoriales, políticas, etc. que nos han conducido a la calamitosa situación actual.

Las fiestas populares son construcciones sociales fruto de las condiciones históricas y de los procesos complejos de simbolización del mundo. Tradicionalmente han sido una especie de escenarios sociales vivos, en los que se han expresado interpretaciones particulares del tiempo y del espacio, distintas concepciones del mundo, a través de la participación directa, como premisa fundamental. Frente a esta opción, la universalización del neoliberalismo ha instituido la “no-participación” en la norma genérica, y no en la excepción. Triunfa el individuo sobre la comunidad, al tiempo en que se privatiza la esfera pública y los problemas colectivos se truecan en individuales. Definitivamente, la democracia representativa se impone a la participativa.

Pero, antes de que la 'modernor' invadiese y uniformase prácticamente todo, las fiestas tenían otra secuencia condicionada por el santoral, las contingencias astronómicas, los ciclos de las cosechas, o varios de estos elementos concurriendo simultáneamente. Cada pueblo y ciudad celebraba la festividad de su santo patrón o patrona, el inicio de una determinada estación o el final de una cosecha en la fecha que correspondiese y no al unísono, durante la segunda y tercera semanas del mes de agosto, como ahora. Hay que reconocer que la mayoría de las ciudades y de los pueblos importantes mantienen sus costumbres inveteradas, pese a los cambios acaecidos en ellos, que son tan grandes o más que los que han afectado a los pequeños municipios. Tienen recursos suficientes, cosa que no sucede en los pueblos de muchas provincias, despoblados durante once meses al año, que apenas alcanzan a recuperar su antiguo brío en agosto. Y por ello celebran entonces sus fiestas, para predisponer al reencuentro de quienes viven habitualmente allí con quienes regresan de visita, para recuperar siquiera por unos días los rastros de la memoria casi perdida y las señas de identidad prácticamente olvidadas. Y también por algo mucho más prosaico: para financiar los festejos. Porque si no hay gente, no hay recursos; y sin recursos, no hay fiesta.

Antes, en mi pueblo, las fiestas mayores se celebraban en honor a su patrón, San Blas. ¿Por qué se eligieron patrón y fecha tan irrelevantes? Lo desconozco. A veces, he asociado tal circunstancia con el refrán valenciano que alude al acortamiento del invierno que se produce algunos años. Ese que reza: “Si en la Candelaria plora, l’hivern és fóra” (La Candelaria se celebra el día anterior a la festividad de San Blas, que es el 3 de febrero). Pero, bien mirado, la conjetura es inverosímil porque, de serlo, solo celebraríamos las fiestas patronales los años que tienen inviernos cortos. Y aseguro que ni era, ni es así.

En Gestalgar, como sucede en muchísimos otros lugares de la geografía valenciana, de la aragonesa y de otras partes de España, si no hay toros no hay fiestas. Por otro lado, las de febrero se han trasladado casi por entero al mes de agosto. Apenas perduran la misa solemne y la procesión del patrón y alguna verbena para ayudar a financiar un par de toros embolados y alguna suelta de vaquillas. Este año, con la crisis, la penuria invernal parece que se ha prolongado al estío. Por primera vez en muchos años no habrá toros durante las fiestas de agosto.

¡Cómo ha cambiado todo! Hace muchos años, pese a que la penuria económica era incomparablemente mayor, las fiestas se celebraban con otra solemnidad y representaban una ocasión excepcional para gozar de placeres inimaginables durante el resto del año. Verdaderamente, en aquellos días y en las semanas precedentes, sucedían cosas extraordinarias. Niños y mayores ocupaban sus ratos libres en hacer sus respectivos preparativos. Unos buscaban los mejores granados y lidoneros para escoger sus ramas más robustas y rectilíneas que, bien peladas y alisadas, les servirían para defenderse de las presumibles acometidas de los cornúpetas (la verdad es que, más que para ello, las utilizaban para agredirles furibundamente, encaramados en las ventanas de las casas que jalonaban el recorrido por el que los animales hacían su entrada hacia la plaza). Los jóvenes y mayores preparaban los carros, hacían acopio de palos, vigas, puertas viejas, cuñas de madera, cuerdas y cuantos utensilios eran necesarios para construir las talanqueras, las barreras y los entablados que debían conformar la plaza, adaptándola para los festejos taurinos. Cada familia o grupo de ellas tenía su propio entablado y allí se encaramaban los niños y las mujeres para presenciar la suelta de las vaquillas en las tardes o de los toros embolados por las noches, mientras daban buena cuenta de la merienda y de los dulces que compraban a los feriantes que nos visitaban en esas fechas. Algunas veces lo hacían pasados por agua o tiritando de frío, porque no en vano estaba alboreando febrero. Los hombres y los mozos se guarecían debajo de los entablados, protegidos tras los palos verticales que los sostenían, viendo las evoluciones de los animales 'desde la barrera'. A su vez, estos singulares antepechos eran las cancelas que atravesaban velozmente los recortadores y los aficionados guareciéndose de las acometidas de los toros.

Hay un sinfín de anécdotas relativas a la fiesta de los toros que podría contar. Ganaderías de solera, como las de los Sentos y Marchancoses. Aquellos bizarros pastores, entre los que deben destacarse los hermanos Moya, cuya sola presencia en los toriles hacía temblar al ganado. Apenas enseñaban su vara blanca de sabina a una vaquilla y le faltaba tiempo para salir a la plaza. Hasta la más díscola se tornaba diligente. Una tarde, un toro se le arrancó a uno de ellos en el toril y lo derribó. El otro hermano entró al chiquero y los dos, a pecho descubierto, lo sacaron a la plaza y allí, ante el asombro general, le propinaron tal paliza que, acobardado, acabó refugiándose contra las talanqueras, de las que únicamente consiguió despegarlo la persistencia y el buen hacer de los cabestros.

Cómo no recordar aquellas tempranas horas en que los pastores elegían de entre la manada las reses que debían correr ese día (‘estajar’, es como se denomina a esa tarea en el argot de Gestalgar). Era un placer verlos seleccionar los animales a golpe de vara, al son de sus voces y con la única ayuda de los cabestros. Sin artificios, sin corrales, sin apenas nada. Luego, nuestro silencioso y paralelo discurrir por las laderas de los montes acompañando, en sincronía, el viaje de los animales, desde el barranco Ribera hasta el viejo corral que había a la entrada del pueblo, donde permanecían hasta la hora de la entrada, custodiados a ratos por Ignacio, el santo inocente más popular y, sin duda, el mejor aficionado.

También eran espectaculares aquellas 'entradas' (así es como se denominan los pequeños encierros) de los toros, en las que el inefable Chicago corría como un descosido tras el manso, que solía ir un tanto por delante de la manada. Mientras, los mozos más aguerridos porfiaban por detener la carrera de alguna vaquilla o toro, sujetándolos por sus cuernos (‘parándolos’), inmovilizándolos durante unos segundos y volviéndolos a soltar. La algarabía y el desconcierto que generaban esos animales retrasados, que a veces se encontraban de frente con los que volvían desde la plaza en dirección al corral desde el que iniciaron la carrera, eran divertidísimos. Cuando esto sucedía, la ‘entrada’ triplicaba su duración y aumentaba significativamente la satisfacción general de los espectadores.

Para mí, los actores que he ido describiendo, unos nominados y otros anónimos, son artífices de la auténtica cultura participativa, la que se construye con los discursos de los figurantes sociales, que se definen y narran a sí mismos entendiendo y comprendiendo su mundo de manera compartida. En esta visión intersubjetiva entran en escena las identidades colectivas. La comunidad, el pueblo o el grupo adquieren no solo un sentido de referencia sino su razón de ser. Como dice Bauman, pertenecer a un grupo parece ser una necesidad universal, la de ser acogido por otros, la de ser aceptado, la de estar seguro de los apoyos con los que se puede contar, etc. La identidad colectiva permite hablar del nosotros y sobre todo confiere un significado al yo. Las fiestas populares son, por definición, escenarios donde esas identidades se constituyen mediante representaciones que escenifican cómo somos. De alguna manera, como decía Isambert, las fiestas son a un tiempo transitivas y reflexivas: la colectividad celebra algo y se celebra a sí misma. Y así debe ser.



sábado, 10 de agosto de 2013

Días de verano.



“No quedan días de verano 
para pedirte perdón,
para borrar del pasado
el daño que te hice yo”.
(Amaral, Pájaros en la cabeza, 2005)


Tengo que confesar que soy un privilegiado. Vivo en una pequeña urbanización en la periferia de Alicante, tan cerca y a la vez tan alejado del centro de la ciudad que puedo disfrutar de muchas de sus ventajas y eludir casi todos sus inconvenientes. En la urbanización apenas convivimos cincuenta familias. La verdad es que nos vemos poco, especialmente los que, como yo, hacemos una mínima vida social. Pero la realidad es que coexistimos sosegada y cómodamente, sin apenas sobresaltos. Disfrutamos de la vida comunitaria que hoy se estila: verse lo justo, saludarse educadamente, soportarse lo imprescindible e ir cada uno a lo suyo. Unos más y otros menos, todo hay que decirlo. Pero sería injusto no reconocer que, en general, nos respetamos y convivimos razonablemente bien.

En estos días veraniegos siempre suceden cosas algo extraordinarias. Si no fuera así, los veranos no serían tales. Afortunadamente, son tiempos excepcionales que en nuestra tierra se rigen por una máxima: mucha calle y poca casa. Ello invierte los términos en la ecuación de la convivencia y tal vez por eso, en esa estación, ocurren peripecias más interesantes que en cualquier otra.  ¿Acaso  no lo son las peleas de varias madres entre sí y/o con sus propios hijos y/o ajenos? ¿No son excitantes las discusiones públicas entre abuelas, madres y nietos? ¿Realmente no resulta conmovedor ver a estos refunfuñando y desobedeciendo a ambas?. Por no hablar de los sobrinos riñendo con sus tíos, de los jóvenes revolviéndose contra los viejos… Y ello se produce por cualquier motivo y en todo lugar: en la pista polideportiva, en los bancos del jardín, en la piscina… En fin, un no parar.

Ayer, sin ir más lejos, unos niños orondos y fachosos (no sé por qué digo esto, puesto que se trata de un fenotipo generalizado en la actualidad), acompañados de un tropel con diferentes edades, corrían descosidamente por la media hectárea que ocupan nuestros jardines, laminando sin remilgos cuanto se oponía a su paso y emitiendo unos chillidos agudísimos, una especie de ruidos guturales, similares a graznidos o aullidos, estridentes a más no poder, que taladraban los cerebros de quiénes nos refrescábamos tranquilamente en las terrazas. Hace algunos días que, en la tarde-noche, estos pequeños exaltados, descontrolados de sus abuelos (porque se trata de nietos que han dejado a su cuidado los respectivos progenitores), campan a sus anchas por el jardín, obsequiándonos con su particular concierto hasta la media noche, que es cuando suelen retirarse a descansar, permitiendo que también podamos hacerlo los demás. Supongo que sus familiares los oyen y los soportan como todos, porque no estarán sordos, pero evidentemente no es lo mismo, claro. Sin duda, la historia no perdona y nuestras casas están próxima a cumplir cuarenta años. Ello equivale a decir que hemos residido en ellas al menos dos generaciones, que obviamente hemos protagonizado nuestras particulares vicisitudes. Los niños y jóvenes que nos acompañan hoy, en general, son nietos de los actuales propietarios. Tampoco ello es nada extraordinario, puesto que responde al patrón de convivencia en uso. Y lo que se suele derivar de esa realidad es innecesario glosarlo, por ser conocido de todos.

Pese a todo, como decía, este verano está siendo un tanto excepcional, singularmente por dos acontecimientos. El primero es la serenata vespertina con que nos obsequian las delicadas criaturas que mencionaba, amparadas en la sordera, el consentimiento expreso y la irresponsabilidad de sus cuidadores y/o progenitores. Pero no acaba ahí nuestra diversión. Hay otro evento que toma el relevo a las peripecias que protagonizan estos pequeños mastuerzos, cuando en torno a la media noche cesan en su inagotable corretear, pisoteando los jardines que tan esforzadamente han diseñado y levantado algunos eximios vecinos, destrozando las plantas, esparciendo los guijarros que adornan las jardineras, hiriendo los tímpanos de la vecindad, colgándose de las barandillas de las rampas habilitadas para las personas con discapacidad, etc., etc. Cuando ellos terminan, empieza otro divertimento. Es la hora de los mozalbetes. Ahora el vodevil se traslada a la zona de la piscina. Amparados en la oscuridad de la noche, confiados (o no) en el hipotético sueño de los vecinos, sabedores de que tienen absoluta impunidad,  dos o tres jovencitos propios y algunos más que vienen de fuera (supongo que las mejores amistades de aquellos) se hacen los amos de la piscina, en cuya puerta pende un hermoso letrero indicando que se aconseja no bañarse a partir de las veinticuatro horas para evitar molestar al vecindario. Un espacio que se encuentra perfectamente vallado y cerrado, con puerta y cerradura que funcionan.

Quizá no saben leer, o no ven el letrero en la oscuridad de la noche o, simplemente, lo hacen porque les da la gana. Entran en el recinto y ‘malutilizan’ la piscina y sus recursos, saltando estrepitosamente sobre la superficie del agua, chapoteando estruendosamente, jugando al fútbol con alguna pelota que alguien descuidó u olvidó por allí, mientras gritan, aúllan, se arrojan sillas, etc. En fin, molestan a los vecinos de las viviendas cuyas ventanas dan a esa zona (que curiosamente no son las suyas) hasta las tres o las cuatro de la madrugada, que es la hora que consideran adecuada para acostarse y, de paso, para que los demás podamos empezar a dormir tranquilamente, sin cerrar las ventanas y contraventanas a cal y canto ni encender el aire acondicionado.  Todos los vemos y todos callamos, ¿por qué?

Ambas ‘diversiones’ me han recordado las que otros protagonizamos cuando teníamos la edad de esos críos y mocitos que nos alegran las tardes y las noches. Me viene a la memoria, por ejemplo, lo que sucedió una noche de verano en el pueblo donde yo vivía, que bien mirado era de alguna manera una comunidad tan cerrada y exclusiva como la que ahora representan las urbanizaciones próximas a las ciudades. La verdad es que no recuerdo a quién se le ocurrió, pero fue una idea genial. Propuso que, una vez que se hubiesen acostado los vecinos, unos cuantos chavales se dirigiesen a las casas de las calles más cercanas a la carretera, cogiesen las cortinas que pendían de sus puertas y las trasladasen a las últimas calles, colindantes con los accesos al castillo, que está situado en la parte opuesta del pueblo. A su vez, las cortinas de esas calles debían transportarlas a las viviendas de las que colgaban las primeras, sustituyéndolas. Según dijeron, el taimado y sigiloso trasiego de las cortinas duró más de dos horas, sin que nadie oyese voces, ni se escuchase ruido alguno en todo el pueblo, que no fuese el de las acompasadas campanadas que daban las horas del reloj de la torre de la iglesia. Incluso el sereno, que aún existía por entonces, dijo que no advirtió esa noche nada anormal. Lo cierto es que, a las dos de la mañana, buena parte de las cortinas del pueblo colgaba de puertas que no eran las suyas. Y los pícaros mozalbetes debieron irse a dormir desternillándose de risa, con actitud traviesa y cómplice.

Apenas el amanecer despertó a la vecindad, no se imaginan la que organizaron nuestras madres, tías, vecinas y conocidas cuando, siguiendo su ancestral costumbre, salieron a barrer sus calles y descubrieron que las cortinas que había en sus puertas no eran las propias. Sin exagerar un punto, lo que sucedió en el pueblo aquella mañana fue uno de los espectáculos más extraordinario que habíamos presenciado. La función que tuvo lugar en sus calles es equiparable a las mejores escenas de las películas de Chaplin, Berlanga o Woody Allen. Literalmente, un auténtico toque a rebato, pero sin volteo de campanas. En un santiamén, oleadas de mujeres, cortina ajena en ristre, se desvivían buscando la propia. Proferían maledicencias y gruesos exabruptos, mentando insistentemente y con grosería a los ancestros de quienes fueran los malandrines responsables de semejante despropósito. Un sin vivir de idas y venidas, con trajín de cortinas por todo el pueblo, que parecía que no tendría fin. Las buenas mujeres ocuparon buena parte de la mañana intentando encontrar sus colgaduras, cosa que finalmente consiguieron porque conforme unas avanzaban hacía las partes altas del pueblo con las que no eran suyas, otras bajaban con las que sí lo eran. De modo que la plaza se convirtió en un improvisado baratillo, en el que nada se vendía y todo se trocaba, con acuerdo entre las partes y satisfacción general.


Entretanto, los causantes de aquel desacato (se dijo que cuatro o seis mozalbetes en edad de merecer) probablemente pasaron una mañana extraordinaria: riéndose como jamás lo habrían hecho antes. Supieron guardar silencio porque nunca se descubrió quiénes fueron y yo no pienso decirlo a estas alturas, más allá de lo mucho que ya he contado. Y es que entonces las cosas eran de otro modo. En primer lugar, casi nadie tenía impunidad. Si llega a averiguarse quienes fueron, se les acaba el verano de golpe y a golpes. En segundo lugar, lo que añadía valor a semejantes barrabasadas eran cualidades como la pericia, la osadía, la ocurrencia, el sigilo, el riesgo evidente y, ante todo, la evitación de los daños materiales. No estaban las cosas como para ir destrozando lo poco que había. ¡Qué distinta la realidad actual! Hoy los muchachos abusan de la permisividad de los adultos y actúan conscientes de que lo hacen desde la más absoluta impunidad. Si los sorprenden realizando alguna pequeña fechoría doméstica no solamente ello no tiene consecuencias, sino que a veces hasta amenazan con pinchar las ruedas o rayar el vehículo de quienes les llama la atención. Y llegan a hacerlo, doy fe. Y, en muchas ocasiones, sus propios familiares les defienden y les refuerzan. Y, de momento, no parece que exista solución. En fin, vivir para ver.

Diario El País, 10 agosto 2013

martes, 6 de agosto de 2013

¡A la garrofa!

En los países ribereños del Mediterráneo la tradición vincula el mes de agosto a los días más calurosos del año. Una tradición que se remonta a los tiempos del emperador Octavio Augusto, que da nombre al mes. En España, desde hace cuatro o cinco décadas, los últimos días de julio y especialmente los primeros de agosto señalan el inicio del éxodo masivo desde las ciudades a las playas para mitigar los rigores del calor estival.  Como dice mi tocayo Jesús, “Se nos olvida muchas veces que España es mucho más que Madrid, Barcelona, Bilbao o Valencia. Ves el telediario, donde los reporteros cogen a la gente debajo de la redacción, y parece que España es la calle de O’Donnell de Madrid. Pues no: hay gente que vive de otra manera. Pero desde el desarrollismo de los cincuenta y sesenta, el foco de los medios está en las ciudades y parece que lo demás no existe” (J. Carrasco. El País Semanal, 2 de agosto de 2013)

Pero no siempre ha sido así.  No hace muchos años, en los pueblos cercanos a las riberas del Mare Nostrum, las primeras calimas de agosto anunciaban el tiempo de la garrofa. Una de las mejores épocas: la de la recolección de la cosecha, el momento de recoger el fruto del trabajo de buena parte del año. En las sociedades agropecuarias esta fase supone un elemento esencial del sistema productivo, que está exageradamente expuesto tanto a las contingencias atmosféricas (la helada en una sola noche o una granizada de apenas diez minutos son suficientes para arruinar el trabajo de muchos meses) como ambientales (por ejemplo, cualquier intermediario desaprensivo 'compra' en los pueblos lo que encuentra, prometiendo lo que no piensa cumplir y... si te he visto, no me acuerdo). Además, añado, recolectar la cosecha era una coyuntura excepcional para que todas las familias ensayasen el auténtico trabajo cooperativo, que ahora está tan de moda en otros contextos.

En aquellos escenarios el día se iniciaba bien temprano. Sin despuntar el alba, todo era ajetreo en las casas. Madres, padres, abuelos, niños, todos cuantos tenían dos manos y podían laborar estaban en pie. Todo el mundo porfiaba frente a la pila de lavar o la jofaina por chapotear con agua fresca su rostro y espabilarse. Inmediatamente, mientras los niños (últimos en levantarse) apuraban sus desayunos, los hombres preparaban los animales, los carros y los pertrechos agrícolas. Las mujeres, entretanto, se afanaban en rematar los últimos detalles del hato que había que llevar a la faena. Paradójicamente, todo era agitación y prisa en un tiempo que parecía tener horas para todo. La voz grave y estridente de los hombres apremiaba a mujeres y niños para que concluyeran sus preparativos. Finalmente, las madres resolvían las últimas cuitas y cerraban las puertas de sus casas, echando la llave e iniciando así, definitivamente, un nuevo día de faena.

Dispuestos los carros en la calle, niños y mujeres se acomodaban en las tablas que cruzaban sus cajas, convenientemente envueltas en mantas de muletón, que amortiguaban el efecto de los baches diseminados por la carretera y los caminos  de ‘machaca’. Los hombres caminaban al lado de las bestias o detrás de los carros, que desfilaban ribeteando la carretera, unos tras otros, como si se hubiesen puesto de acuerdo para marchar. Algunos se sentaban sobre los varales, apoyando sus pies en el estribo, mientras silbaban o canturreaban tangos, coplas de moda y pasodobles.

Recuerdo que, apenas se perdían de vista las últimas casas del pueblo y se enfilaba la primera recta de la carretera, mi padre me decía. “Entra al bancal y coge unos tomates para la merienda" (con este término se aludía, genéricamente, al conjunto de alimentos que se tomaban a lo largo de la jornada de trabajo en el campo). Yo esperaba deseoso que me lo indicase para correr velozmente por encima del borde de la acequia hacia las tomateras que él, oportunamente, había plantado en un bancal cercano al río. El perfume de aquellos tomates siempre me embriagó. La leve y fresca brisa de la mañana se mezclaba con la fragancia intensísima de los tomates, entre azufrada y frutal, y hechizaba mis sentidos, haciéndome sucumbir a la tentación de mordisquear afanosamente uno de los aquellos maravillosos frutos. Con las prisas de quien está haciendo lo que no debe, guardaba la pequeña cosecha en la alforja que improvisaba con el faldón de mi vieja camisa y corría raudo para alcanzar la comitiva, que se alejaba rítmicamente por la carretera a golpe de casco de acémila y traqueteo de ruedas. Pasado el puente viejo sobre río, el cortejo de carros ascendía pausado por las vueltas y revueltas del largo recorrido que media entre el pueblo y la partida de la Casa Suay, nuestro destino. Cinco largos kilómetros repletos de curvas y contracurvas, cuestas y repechos, que ablandan las sufridas partes pudendas de quienes van sentados en los carruajes hasta un punto que es fácil imaginar.

Una vez sorteada la Cuesta de los Reoyos, cuando se inicia la bajada que conduce al Camino del Campillo y a la Casa del Cura, el sol ya se había levantado y se desperezaba asomando por la ladera del Collado de Chiva, que se recortaba en el horizonte. Apenas un cuarto de hora desde que asomó y ya alargaba las copas de algarrobos, olivos y pinos prolongando sus sombras, que ennegrecían los lentiscos, las coscojas y las viñas, entre las que correteaban conejos, perdices y algún zorro asustado, que volvía de sus correrías nocturnas. El camino desciende en el último kilómetro y conduce a la vieja casa de labor. Mi padre abría la puerta y se ofrecía ante nuestra mirada un espacio amplio, vetusto y rudo, que rezumaba paz, tranquilidad y una frescura inigualables. Descargábamos los aperos, el hato y la botija de agua fresca e instalábamos los animales en la cuadra. Rápidamente nos organizábamos y nos dirigíamos con sacos, capazos y cañas al primero de los árboles cuya cosecha debíamos recoger. Aquel día abordamos un algarrobo centenario que hay frente a la casa. Un  árbol monumental, con más de veinte metros de diámetro, que en los años de buena cosecha llega producir hasta 25 ó 30 sacos de algarrobas.

Los mayores, pertrechados con las cañas, iban abriendo camino. Vareaban los árboles con esas primitivas herramientas que habían seleccionado cuidadosamente en los cañares que hay junto al cauce del río y puesto a secar y endurecerse en la cambra de sus casas durante algunas semanas.  Habían elegido su grosor, su rectitud y longitud y, sobre todo, la forma de los rizomas que rematan uno de sus extremos, con curvas mágicas que permiten sujetar las ramas para moverlas enérgicamente, liberando los frutos que penden de ellas y haciéndolos caer al suelo para recolectarlos conjuntamente con el resto de la cosecha. Ni que decir tiene lo arduo de la faena. Todo el día vareando produce una tortícolis espantosa, que solamente se cura practicando la misma tarea de manera ininterrumpida durante las dos o tres semanas que dura la recolección. Entretanto, agazapados, en cuclillas, arrodillados o en cualquier otra posición (tal es el cansancio que produce este trabajo), todo el mundo recoge algarrobas. Las mujeres solían hacerlo por el interior del árbol, calando sombrero de ala amplia, con el barboquejo anudado bajo la barbilla y el largo delantal protegiendo sus piernas. Junto a ellas los hombres y los jóvenes. Todos se afanaban en ese espacio central del pie del árbol, donde abundaban los frutos y había que trabajar más intensamente.

A los niños se les enviaba a recoger las garrofas de lo que se denominaban ‘orillas’, es decir, aquellas esparcidas fuera del círculo que describe la propia sombra de los árboles. Eran pocas y desperdigadas y su recogida obligaba a caminar y a cambiar de posición constantemente. Un encargo perfecto para la idiosincrasia de los chiquillos, que cuando conseguían reunir pequeños puñados de algarrobas competían en lanzarlas al interior de los capazos con auténticos ejercicios de puntería, que trabajaban la motricidad gruesa como ningún otro. Por su parte, los mozalbetes, aprendices de hombre, esperaban ansiosamente que se llenasen los capazos para cogerlos y vaciarlos en los sacos. En los primeros estadios de su aprendizaje, únicamente se les permitía sostener abiertos los sacos para que los adultos vaciasen los capazos llenos, es decir, 'aparaban', como se decía en el argot. Cuando ya estaban duchos en ello, se accedía a que 'abocasen', lo que equivalía a vaciar el contenido del capazo en el interior de los sacos. Los aprendices llegaban al último estadio cuando sus fuerzas les facultaban para coger los sacos por las ‘orejas’ y ‘resalsarlos’, es decir, comprimir al máximo las algarrobas en su interior, bien levantándolos y dejándolos caer varias sobre el suelo o golpeándolos con los pies. Ello requería fuerza y destreza. Cuando ambas se tenían, el aprendizaje estaba próximo a concluir: solo restaba aprender a atar los sacos para evitar que se saliesen las algarrobas. Y ello se hacía de varias maneras. Cuando no estaban muy llenos, se les hacía un fruncido en el tramo final que se rodeaba con una lazada para cerrarlos. Si estaban muy llenos, se enhebraban sus bordes superiores con un hilo de pita, bajo el que se depositaba alguna ramita de algarrobo para taponar y evitar la salida de los frutos.

Así transcurría la mañana, llenando capazo tras capazo y saco tras saco. Concluyendo la recogida en un árbol y empezando con la del colindante. Hasta la hora del almuerzo: un pequeño descanso para tomar el ligero refrigerio, que se guardaba en los denominados ‘sacos de la merienda’, que eran de tela, como las bolsas que usan ahora los niños parvulitos para llevar sus cosas al colegio. Alguien traía los sacos con la 'merienda' e inmediatamente se enviaba a uno de los niños a por la 'botija', que era el cántaro que conservaba el agua fresca, que se bebía 'a gallete', y que se había dejado de buena mañana en la mejor sombra de los alrededores. Sentados sobre el suelo o encima de alguna piedra, todos compartían comida, sin mantel ni mesa. Todos eran expertos en manejar las pequeñas navajas para cortar el pan, los embutidos o lo que se terciase porque, aunque de hoja única, eran como las navajas suizas, servían tanto de cuchillos, como de tenedores y cucharas.

Tras la corta colación, de nuevo a la faena.  A recoger algarrobas y a llenar incansablemente capazos y sacos, a fuerza de dejarse en el empeño los riñones, las pantorrillas, las manos y hasta las ganas de recolectar, que puedo asegurar que eran muchas. Y así hasta la hora de la comida, sin descanso y sin tregua. La comida era casi la reproducción del almuerzo. Si acaso, se diferenciaba porque le seguía una pequeña siesta a la sombra de cualquier algarrobo, recostados sobre los sacos o yaciendo directamente sobre el suelo. Los niños éramos poco dados a esa maravillosa costumbre y aprovechábamos para simular que dormíamos, mientras lo que realmente hacíamos era jugar con las imágenes que nos sugerían las lucecitas que veíamos en el cielo a través de las hojas de los algarrobos, siguiendo la trayectoria de los aviones que a veces pasaban sobre nosotros o hurgando en los hormigueros que teníamos a mano. Y todo ello envueltos en una leve brisa de levante, que cada mediodía mecía las hojas de los árboles y los matojos de las cunetas y márgenes, y aliviaba el calor de nuestros cuerpos, bañados a esa hora en un sudor pegajoso fruto del esfuerzo matinal.

La tarde se hacía más corta porque realmente lo era. Apenas tres horas más y debíamos cargar los carros con los sacos. Era todo un arte emparejarlos, trabarlos, y calzarlos. Afianzarlos, en definitiva, para que permaneciesen inmóviles, sin descompensar la carga, evitando que volcasen los carruajes cuando no podían sortear los baches o tomaban mal las revueltas del camino. Los adultos los conducían sujetando a pie las riendas de los animales. Los mozalbetes se colocaban en su parte trasera, con una cuerda en cada mano, dispuestos para apretar las galgas cuando se bajaban las cuestas para aliviar el esfuerzo de las bestias al retener la carga. ¡Cómo nos gustaba tirar de las cuerdas mientras arrastrábamos las suelas de goma de nuestras esparteñas de ‘carica y talón’ sobre el lecho terroso de los caminos! Acumulábamos cansancio, sudor y polvo, pero volvíamos contentos y satisfechos. Nos sentíamos bien pagados, compensados por el deber cumplido, orgullosos de lo que habíamos conseguido en el día, sabedores de que aquello era esencial para sobrevivir en los siguientes meses. Y eso nos lo transmitían padres y mayores con pocas o ninguna palabra, simplemente con su actitud y su conducta.  

La carretera de Chiva volvía a ser una procesión de acémilas y carruajes que regresaban cargados con el preciado fruto achocolatado, manjar de dioses para los numerosos cuadrúpedos que había en España en aquellos tiempos. Su destino era doble: bien directamente los almacenes de los Panarra o de los Anicetos, donde pesaban la carga tomándola en depósito al propietario, bien las propias casas. Muchas de ellas tenían junto a las cuadras un espacio denominado ‘garrofera’ donde se vertía el contenido de los sacos, almacenándose las algarrobas para venderlas cuando el precio era más ventajoso (ya se sabe que con la abundancia los precios decrecen, y eso es exactamente lo que sucede en la plenitud de las cosechas). Este ritual precedía a las últimas tareas del día. Los hombres acomodaban las bestias en las cuadras, preparaban sacos, cordeles, cuerdas y demás herramientas para el día siguiente, antes de asearse mínimamente y disponerse para cenar. Las mujeres lo tenían peor porque debían preparar la ropa para todos, hacer la cena y servirla, comprar lo necesario para la comida del día siguiente, atender si era el caso a los abuelos que habían permanecido en casa, asearse y recogerlo finalmente todo. Y aún así, sacaban tiempo para gozar de la fresca, a la puerta de las casas, en compañía de toda la familia y de los vecinos, en amena tertulia que se iba apagando progresivamente mientras se esfumaban los minutos y ya no podía disimularse el cansancio. Con un "buenas noches y hasta mañana" empezaba el desfile, que concluía con el cierre de la última de las puertas de la vecindad y los primeros sonoros ronquidos oyéndose a través de las entreabiertas hojas de las ventanas. Mañana, más.