jueves, 31 de octubre de 2013

Para ser maestro hay que ser aprendiz.

Todos recordamos a muchos de nuestros maestros. Es verdad que no a todos, pero sí que evocamos, y muy vivamente, a esas personas que en algún momento del itinerario vital nos han enseñado algo importante, nos han ayudado cuando atravesábamos dificultades, han sido un apoyo moral cuando estábamos en horas bajas o nos han orientado en circunstancias en las que nos hallábamos confundidos. Entre ese grupo de personas, a las que recordamos con afecto y gratitud, probablemente destacaremos a dos o tres (quizá alguna más) cuya aportación a nuestra trayectoria personal ha sido especialmente importante. Son esos maestros y maestras, profesores y profesoras, que nos han dejado una profunda huella, muchas veces sin saberlo ni pretenderlo. Creo que casi todos nos hemos mirado en esos espejos que han iluminado nuestras vidas y/o nuestras profesiones, ayudándonos a conformar las identidades y las trayectorias.

Podría pensarse que esas personas, tan importantes para nosotros, no han tenido otros ejemplos donde mirarse. A veces parece que la condición de maestro o de profesor es una especie de atribución unidireccional, exclusivamente dirigida a mostrar o enseñar los conocimientos o las grandes virtudes que se atesoran personalmente. Los maestros auténticos saben que no es así, porque han aprendido que las relaciones humanas se caracterizan por la reciprocidad. Saben que nadie enseña sin aprender y que nadie aprende sin enseñar. Lo que equivale a decir que mientras enseñamos aprendemos, y que aprendemos porque de alguna manera enseñamos. Una estimada colega ha resumido bien este juego de palabras en una frase afortunada, que da título a uno de sus libros: el oficio de maestro es aprender. Estoy plenamente de acuerdo con ello. Así pues, igual que todos recordamos a algunos de nuestros maestros, todo maestro que se precie rememora a algunos de sus alumnos. Precisaré más, recuerda a muchos, hasta a muchísimos de ellos, pero sobre todo perpetúa a unos pocos, a los que más le han ayudado a aprender.

Pondré un ejemplo para que se entienda lo que digo. Década de los setenta del siglo pasado. Pepe, un niño de unos doce o trece años, con parálisis cerebral, alumno de un centro específico de educación especial, como se les conoce ahora. Entonces, los poquísimos chavales con discapacidad escolarizados lo estaban en escuelas segregadas, denominadas colegios para niños subnormales. Yo, joven titulado en Magisterio y recién “especializado” en Pedagogía Terapeútica, obtengo destino en ese centro. Me corresponde atender al grupo al que pertenecía Pepe. Tras las primeras semanas de acomodación, exploración y comprensión de las problemáticas y necesidades educativas de mis alumnos, me enfrento con sus dificultades. La parálisis cerebral ha hecho que Pepe sea una persona espástica, con movimientos descoordinados y con una dificultad enorme para desarrollar la motricidad fina, que es una capacidad imprescindible para lograr escribir. Escolarizado desde los seis años, ha sido adiestrado sistemáticamente, siguiendo un método sintético, para que aprendiese las letras y sus combinaciones, es decir, a leer. Esta metodología, incompatible en la práctica con sus características psicofísicas, ha fracasado estrepitosamente con él. De modo que ha cumplido los doce-trece años sin aprender a leer y mucho menos a escribir. Trabajando afanosamente durante toda la mañana apenas consigue “dibujar” dos o tres letras aisladas, sin significado alguno para él.

Hablo largamente con mis colegas. Todos dudamos de que Pepe sea capaz de aprender a leer y mucho menos a escribir. Un determinado día, percibimos algo que nos convenció de que debíamos buscar otras alternativas. Y lo que hicimos fue cambiar el método que utilizábamos para que aprendiese. Abandonamos la metodología sintética en favor de otra analítica y globalizada. Intentábamos que encontrase sentido a lo que pretendíamos que leyese. Asombrosamente, en apenas tres meses, sabía leer y entendía perfectamente lo que leía. A continuación abordamos el siguiente reto: enseñarle a escribir con cierta fluidez. Y, sin saberlo, ensayamos lo que ahora se llama una “adaptación en los elementos de acceso al curriculum”. Sabíamos que la motricidad de Pepe era un hándicap casi insalvable para que lograse escribir convencionalmente. Por ello, le ofrecimos una experiencia sencilla. Lo pusimos frente a una máquina de escribir y le invitamos a que lo intentase. Pese a las dificultades iniciales, en pocos días aquella propuesta dejo de ser tal y se convirtió en una solución. Con un solo ademán, aunque fuese dificultoso y forzado, conseguía hacer en pocos segundos el trabajo que antes le ocupaba casi media mañana. Lo que siguió fue encontrar una máquina de ocasión, recia y vetusta, con una tipografía especialmente grande, que nos regaló un comerciante y que un herrero filántropo adaptó para disfrute del chaval, que con su inestimable ayuda, a los pocos meses, escribía casi una página cada mañana.

Pepe era un ‘forofo’ del Real Madrid. Otra paradoja más en un chaval que apenas podía caminar y, sin embargo, seguía apasionadamente las vicisitudes de un equipo de fútbol. Hasta el punto de que confesaba que sus dos mayores anhelos eran conseguir leer los tebeos de su hermano pequeño y los diarios Marca y As. Todavía recuerdo el texto de la carta que escribió a su tío, que vivía en Albacete, para decirle que ya sabía leer y que podía leer tebeos y periódicos. Todavía se me ponen los pelos de punta recordando aquel texto original y magnífico, que leí con ojos vidriosos y corazón emocionado. Un texto que ha tenido un excepcional valor simbólico en mi vida profesional, porque me mostró por primera vez una de las evidencias de mi profesión: todos los métodos son buenos. Lo ineludible es utilizarlos adecuadamente, es decir, saber cómo, cuando y con quién hacerlo. Y este axioma, que aprendí a los pocos años de concluir mi formación inicial de maestro, me lo enseñó Pepe.

A lo largo de mi vida profesional he ido cambiando mi modo de entender la educación. He recorrido muchos itinerarios. He tenido certezas, dudas, inseguridades, aciertos y fracasos. He cometido errores y he conseguido sacar adelante buenos proyectos. Todo ello me ha permitido acumular una gran experiencia, acopiar numerosos recursos didácticos, desarrollar mucho oficio, etc., cualidades que han destacado y valorado especialmente mis alumnos de la Facultad de Educación. Pero yo creo que lo que más me ha ayudado a conformar mi identidad profesional ha sido observar y escuchar atentamente lo que hacían y decían mis alumnos y mis colegas. Eso es lo que me ha revelado las claves estratégicas para actuar en cada caso y ha sido el hilo conductor al que he ido anudando mi idea de la educación y de la profesión de educador a lo largo de mi trayectoria. Lo demás, el vademécum pedagógico y didáctico, ha sido fácil apropiármelo a través de las múltiples oportunidades que se me han presentado. Así que, Pepe, estés donde estés, muchas gracias porque, sin saberlo, me enseñaste uno de los fundamentos de mi profesión. Tú agradeciste entonces que te ayudase a aprender. Yo ni reparé en hacerlo porque aún debieron pasar algunos años para fuese consciente de tu ayuda. Pero, aunque tú no lo sepas, desde entonces te he recordado infinidad de veces.


lunes, 28 de octubre de 2013

¡Vaya tropa!

A Álvaro de Figueroa y Torres, primer conde de Romanones, se le atribuyen algunas frases célebres, que a veces han sido adoptadas por el lenguaje popular. Una de ellas es la consabida “¡Vaya tropa!”. Se dice que, habiendo sido propuesto para ingresar en una de las Reales Academias a las que se honró pertenecer, visitó uno a uno a todos los académicos para solicitarles su voto favorable, y todos se lo prometieron. Sin embargo, el día de la votación, su secretario le informó que no había sido elegido y, al preguntarle cuántos votos había obtenido, aquél le contestó: “Ninguno”. Justo entonces pronunció la famosa frase, con la que aludía a los que tan falsamente le habían prometido su apoyo.

Ayer, día 27 de octubre, la Asociación Víctimas del Terrorismo (AVT) celebró en Madrid una manifestación para expresar su disconformidad con la reciente sentencia del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo (TDHE) y para reivindicar un final de ETA “con vencedores y vencidos”. Es comprensible la actitud de las víctimas del terrorismo y de sus familiares y amigos, aunque no sean solamente ellos los únicos damnificados por la irracionalidad de la condición humana y, a veces, hasta de las instituciones. Existen otras víctimas y otros familiares, menos organizados y mediáticos, que también han sufrido y sufren lo que no está escrito. Y a ellos también hay que escucharlos, comprenderlos y resarcirlos con justicia y generosidad.

Estoy de acuerdo con la afirmación que incluye el editorial que ayer publicaba la edición digital del diario El País destacando que “la sociedad española ha evitado la tentación de tomarse la justicia por su mano hasta en los peores momentos de los años de plomo, y ha creído que la democracia iba a imponerse sobre la vesania terrorista porque así ha sido: ETA ha resultado derrotada, aunque a costa de mucha sangre”. Sinceramente, defender que eso no supone un final con vencedores y vencidos es aceptar sin más la demagogia mediática, que niega otra solución que no sea que los terroristas se “pudran” en las prisiones de un Estado en cuyo ordenamiento jurídico, hoy por hoy, no se incluye la cadena perpetua.

El PP, Rajoy y su Gobierno están ante un nuevo dilema porque, cuando estaban en la oposición, salieron a la calle junto a las asociaciones de víctimas y en contra del Gobierno socialista, al que llamaron “traidor a los muertos”. Hoy, Rajoy, siguiendo su táctica habitual, juega al “sí, pero no”. Para aparentar que respeta la legalidad, evita que el Gobierno como tal asista a la manifestación convocada por la AVT. Y para intentar evitar que lo ‘pongan a caldo’ y/o perder rédito electoral, envía a la dirección del PP a sumarse a ella. Una estratagema truculenta que fracasará en ambos propósitos porque no se puede nadar y guardar la ropa.

Más allá de estas añagazas y retóricas gubernamentales y partidistas, como se ha explicado reiteradamente, hasta 1995, en España estuvo vigente el Código Penal de 1973, excepto en los preceptos que eran incompatibles con la Constitución de 1978. Así pues, entre otras, siguieron vigentes la disposición que concedía a los condenados por cualquier delito la posibilidad de redimir un día de condena por cada dos días de trabajo en prisión, o la  que impedía cumplir más de 30 años en prisión, aunque la condena fuera de miles de años. En consecuencia, la Administración y los tribunales aplicaron sistemáticamente la reducción de penas por trabajo a partir del máximo de pena que podía cumplirse en prisión. Así eran la ley y su aplicación unánime a terroristas y a autores de delitos gravísimos, cometidos durante la vigencia del referido Código Penal, es decir, antes de 1996.  Como sostiene el catedrático de Derecho Penal Gómez Benítez: “Esto es así porque los delitos se juzgan siempre conforme a la ley vigente en el momento de su comisión, aunque luego esa ley resulte derogada”.  

Sin embargo, a principios de 2006, el Tribunal Supremo cambió la interpretación del Código Penal y empezó a contar la reducción de pena por el trabajo penitenciario desde la totalidad de los años de condena, y no desde el máximo de su cumplimiento en prisión. Así empezó la doctrina Parot, que acaba de ser declarada ilegal por el pleno del TEDH, que ha resuelto por unanimidad de 22 magistrados, de otros tantos países, que España ha vulnerado el Convenio Europeo de Derechos Humanos porque ha mantenido ilegalmente en prisión a personas cuyas condenas se han prolongado ilegalmente, al aplicárseles una pena no prevista en su momento en la ley y, por tanto, imprevisible objetivamente.

Curiosamente, algunos especialistas en derecho penal hace tiempo que advirtieron sobre la inconstitucionalidad de la doctrina Parot, por ser contraria al Convenio Europeo de Derechos Humanos. Incluso el propio Tribunal Constitucional así lo reconoció, aunque de manera muy limitada. La aplicación de penas diferentes de las vigentes en el momento de la comisión de los delitos e imprevisibles es contraria al principio de seguridad jurídica reconocido en el mencionado Convenio, que está ratificado por España y, por tanto, incorporado a su derecho. De modo que la obligación de cumplir esta sentencia recae directamente sobre los jueces españoles, que no tienen otra alternativa que poner en libertad a todas las personas a las que se les haya aplicado la doctrina Parot, que se encuentren indebidamente en prisión.

Insisto en que entiendo la indignación y el desánimo de las víctimas,  los de sus familiares y amigos y los de muchos ciudadanos. Pero no entiendo la inexplicable actitud y la actuación del Gobierno de España. Aún con la que está cayendo y pese a los comportamientos y actitudes de algunos de nuestros socios, frente a quiénes promueven el desacato a la sentencia del TEDH, situándonos al margen de Europa, no cabe otra alternativa que no sea defender nuestra cultura y nuestra civilización y, por tanto, reivindicar enfáticamente el imperio de la ley y la seguridad jurídica. No son tolerables declaraciones gubernamentales, como las expresadas por los titulares de Interior y Justicia, sobre lo que el Gobierno hará o no para aplicar esta sentencia porque no es su competencia poner en libertad o no a los reclusos, sino de los jueces. Tampoco se deben hacer interpretaciones jurídicas sobre cómo se aplicará la sentencia a cada caso concreto, porque ello es competencia exclusiva de los tribunales. El Gobierno ya intentó en su momento, con cuantos medios disponía, que Estrasburgo diese una solución distinta a los asesinos condenados por un solo crimen y a los que lo habían sido por decenas. Esa fase del procedimiento ya concluyó. Ahora, lo único que debe hacerse es supervisar que la sentencia se cumple en sus estrictos términos.

Un tribunal europeo, legítimo e independiente, ha decidido. Y su resolución hay que respetarla, porque el artículo 10 de nuestra Constitución deja meridianamente claro el sometimiento de las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades a los tratados y acuerdos ratificados por España en materia de derechos humanos. En las dictaduras, los poderes se confunden y el ejecutivo hace lo que le da la gana, pero en las democracias no es así. En consecuencia, se puede disentir de un fallo judicial, pero no hacer políticas o pretender articular la convivencia sobre la base de incumplir sentencias firmes o de generar estados de opinión proclives a que los gobiernos puedan caer en la tentación de hacer lo que no está en su mano.

Así es que, en un ambiente tan tenso emocionalmente y con la sensibilidad social y mediática que existe respecto al tema que nos ocupa, los comportamientos y las declaraciones de significados miembros del Partido Popular, calificando de “infame” el fallo de Estrasburgo, las del  propio Rajoy, afirmando en Bruselas que “no vamos a la manifestación como Gobierno, pero sí como partido”, o su justificación de que “Vamos a apoyar a las víctimas, no nos manifestamos contra ningún tribunal” no es que ayuden precisamente a sosegar y a normalizar la convivencia. Es fácil imaginar lo que el locuaz don Álvaro de Figueroa diría al respecto.

domingo, 20 de octubre de 2013

Barrabasadas.

A menudo oímos a  maestros, educadores, profesores y otros profesionales quejarse ásperamente de las conductas de algunos niños, adolescentes, jóvenes y hasta de estudiantes universitarios. Prometo solemnemente que no pretendo dar ideas. Solamente quiero dejar constancia de algunas ocurrencias que teníamos los niños de otras épocas.

Por suerte, los estudiantes siempre han sido y siguen siendo estudiantes que, en general, no deja de ser una condición envidiable. Como tales, su primera obligación fue, era, es y será conocer a sus maestros. Así que la primera tarea a la que deben aplicarse todos los que se precien de serlo (los que merecen tal distinción lo saben perfectamente) es a tantear y a saber hasta dónde se puede llegar con cada uno de los profesores. Ello exige habilidad, pericia, inteligencia, tino y hasta entrenamiento. Esa competencia la hemos perfeccionado los estudiantes toda la vida. Intuitiva, experiencial o reflexivamente hemos aprendido a escudriñar, a conocer, a probar, a eludir y hasta a engañar a nuestros maestros y profesores, con toda suerte de artilugios y estratagemas. En justa correspondencia, ellos han intentado hacer lo contrario con relación a nosotros. Hasta donde les han permitido las circunstancias en cada época, han indagado para intentar conocernos (a nosotros y a nuestras familias), se han formado para neutralizar nuestras desorientadas conductas, para saber cómo ayudarnos a ser mejores personas, para enseñarnos las materias de los planes de estudios, etc., etc.  En definitiva, se han empecinado en luchar contra la madre naturaleza (discúlpeme, señor Rousseau), fuerza todopoderosa que, como todos sabemos,  anida especialmente en algunas personas.

Insisto en que, sin ánimo iluminar a nadie, mentaré algunas barrabasadas de mi infancia. Dos, en concreto, para no fatigar. La primera de ellas sucedió en la escuela de mi pueblo a la que apenas asistí tres años que, por otro lado, fueron suficientes para que conociese y practicase algunas travesuras interesantes. La que voy a relatar la protagonizamos los alumnos de un maestro llamado don José. Era un hombre enjuto y pusilánime, que solía vestir un traje oscuro y raído que, seguramente, era el uniforme oficial de los docentes de la época (años cincuenta del pasado siglo). Su mujer, que no era maestra, tenía mayor presencia y temperamento. Oronda y genuina ama de casa, atesoraba el carácter, la diligencia y la disposición que no tenía su marido. Su nombre era Anita. “Ani”, como la llamaba él, era la tabla de salvación a la que recurría asiduamente para conseguir poner orden en la clase, ya que su vivienda era colindante con la escuela, antes de que nos trasladasen desde la calle Larga a las nuevas escuelas que construyeron en la calle de la Acequia.

No sé si como consecuencia de la malnutrición endémica del Magisterio de entonces o por qué razón, don José solía adormecerse en clase. Uno de esos días en los que reposaba amodorrado en su sillón, a uno de mis colegas se le ocurrió utilizar la cuerda de una de las persianas para atarlo a él, e inmovilizarlo de piernas y brazos. Además, para rematar la ignominia, otros pusimos en el cajón de la mesa ranas, lagartijas, saltamontes y otros especímenes que habíamos recolectado al efecto. Una vez materializado el atropello, salimos sigilosamente del aula, eludiendo la vigilancia de sus colegas, que atendían sus respectivas clases, y saltando la valla hasta desaparecer entre los árboles de los huertos que había alrededor de la escuela, donde quedó el pobre don José sólo, aletargado y cautivo.

Según se dijo entonces, al rato despertó y se percató del lastimoso estado en que se hallaba. Sus primeras palabras fueron para aclamarse a su habitual ángel salvador: “Ani, Ani,…”, comentaban que gritaba reiterada y desesperadamente. Y que así permaneció por espacio de algún tiempo sin que nadie le auxiliara, puesto que se espabiló cuando los demás maestros y niños ya habían concluido la jornada matinal y se habían marchado a sus casas. Siendo hora de comer y viendo que don José no aparecía por la suya, su señora, temiéndose lo peor, se desplazó hasta la escuela, encontrando a su marido en las condiciones que pueden imaginarse. Naturalmente, lo liberó de sus ataduras y se marcharon a casa. Huelga decir que reanudada la jornada por la tarde, sus colegas, que ya conocían lo sucedido, se cobraron justa venganza por aquella afrenta y todos pagamos la deuda que nos reclamaron con largas genuflexiones, copias a porrillo, algún que otro “reglazo” y demás correctivos al uso.

Otra de las anécdotas que recordaré sucedió en Chiva, en este caso en el Colegio Libre Adoptado “Luis Vives” (la Academia, le llamábamos todos) al que asistí para cursar mis estudios de bachillerato. Como suele suceder, a muchos de nosotros nos agradaba poco estudiar y apenas nos interesaban la mayoría de las materias que nuestros profesores querían que aprendiésemos. Así que buscábamos cualquier excusa para 'pelarnos' las clases o evitar que las impartiesen los profesores. Entre los muchos artificios que utilizábamos para conseguir tal finalidad mencionaré solo uno, que era bastante efectivo. Pasábamos la tarde anterior del día elegido cazando moscas. Previamente, habíamos preparado unos corchos (generalmente, tapones de botellas), cuyo interior vaciábamos cuidadosamente con la navajita, evitando que se rompiesen, practicándoles una ventana frontal, que cerrábamos con alfileres con cabeza. Eran como pequeñas jaulas, flexibles y ergonómicas, que se disimulaban fácilmente dentro de los bolsillos o en cualquier pliegue de la ropa. Introducíamos en esa improvisada cárcel veinte o treinta moscas, que eran más o menos las que conseguíamos cazar o cabían en el singular recipiente. Las guardábamos hasta la mañana siguiente y, una vez en la clase, a una señal convenida, todos al unísono retirábamos una de los alfileres y abríamos nuestras pequeñas mazmorras. Los incontables y diminutos prisioneros se esparcían por todas partes y hacían prácticamente imposible seguir con la tarea emprendida, dada la impresionante cantidad de insectos que pululaba por doquier. Esta situación era el detonante para que el profesor de turno decretase de inmediato que allí no se podía estar, y mucho menos dar clase, enviándonos directamente al patio de recreo. De ese modo conseguíamos evitar las clases de los profesores más exigentes o, al menos, las de los más aprensivos. Cuando esta artimaña fallaba, teníamos otras en la recámara, que no mentaré porque prometí al principio no dar ideas inadecuadas.

En fin, sirvan estos dos botones de muestra para dejar constancia que las conductas disruptivas, como se les llama ahora, son parte inherente de la condición de los estudiantes y, por tanto, han estado presentes en las escuelas de todas las épocas. Es más, ¿acaso no hemos sido todos alguna vez en la vida disruptivos y/o maleducados?. Por eso, entre otras razones, nuestras familias nos enviaban a la escuela: para que aprendiésemos a vivir y a convivir, educada y civilizadamente. Si no, ¿para qué sirven las escuelas?

viernes, 18 de octubre de 2013

Sociedad de Montes de Gestalgar (1)

Aunque tenía noticias de su existencia y de su actividad, hace años que Miguel Herráez, maestro e ilustre vecino, me introdujo en el conocimiento de la Sociedad de Montes de Gestalgar. A él debo agradecer tanto mi renovado interés por saber de ella, como buena parte de la documentación e información que poseo sobre una institución que merece ser estudiada con extensión y profundidad por historiadores, antropólogos y otros profesionales, por ser pionera en su tiempo, por su talante modélico, tanto en aspectos de su funcionamiento democrático como de su proyección humanitaria y social, y porque hoy sigue viva, administrando el uso de unas 5000 hectáreas de superficie forestal que nos pertenecen a todos los vecinos.

La historia forestal de nuestro país ha sido estudiada desde diferentes perspectivas por numerosos autores (Gil Olcina, Artiaga y Balboa, Busqueta y Vicedo, Montiel, etc.). Con relación al tema que nos ocupa, en general, han venido a decir que en España las figuras colectivas de la propiedad forestal comprenden una casuística variopinta y tienen una gran complejidad, con importantes diferencias regionales, que derivan tanto de las especificidades de los señoríos del Antiguo Régimen como de las dinámicas socioeconómicas de cada territorio.

Efectivamente, a lo largo del siglo XIX, y como consecuencia de la desaparición del régimen señorial y de los consiguientes procesos de la desamortización, en diferentes lugares de España se constituyeron sociedades de vecinos con la finalidad de adquirir la propiedad de los montes, bien a los herederos de los antiguos señoríos territoriales o bien mediante compraventa en subasta pública. Estas asociaciones de personas, generalmente integradas por los contribuyentes de un determinado municipio, solían actuar a título particular (aunque agruparan a la práctica totalidad de los vecinos que eran cabezas de familia) o como representantes del común de vecinos. En este segundo caso, que es el que da origen a la Sociedad de Montes de Gestalgar, el rematante de la subasta había adquirido previamente el compromiso de ceder los derechos de propiedad y uso al común de vecinos, de modo que los montes que se había adjudicado pasaban a formar parte del Inventario de Bienes Municipales, se inscribían en el Registro de la Propiedad  como “montes del común” y continuaban utilizándose como tal, es decir, comunalmente. Esta fórmula societaria fue utilizada reiteradamente para la compra de los bienes desamortizables en pública subasta, ya que era una especie de artificio para defenderse de los potenciales postores foráneos. Para neutralizarlos, los vecinos se agrupaban en sociedades para recaudar el importe de la tasación y adquirían los bienes que se subastaban a través de un representante que, a continuación, transmitía la propiedad en proindiviso a la comunidad de propietarios. El resultado de ello fue la formación de montes particulares de propiedad colectiva. Así pues, la Sociedad de Montes es un caso paradigmático de montes particulares pertenecientes a una sociedad vecinal.

El 30 de enero de 1879 se celebró una reunión de vecinos de Gestalgar, motivada por el anuncio de la subasta de los montes comunes de su término. Los reunidos, un total de 61 cabezas de familia, comisionaron a Miguel Vicente Jorge para que se personase en el Juzgado de Villar del Arzobispo y depositara el cinco por ciento del tipo señalado en la subasta de los montes de la otra parte del río, y para que ofreciera postura en cantidad de treinta y dos mil pesetas, que todos se obligaban a satisfacer por partes iguales en cada uno de los plazos, siempre que el rematante hiciera cesión de ellos.

El 30 de enero de 1880, volvieron a reunirse y, en documento privado, dijeron que: "Anunciada la venta de los montes denominados Barranco Quebrado, Sierra de Bosques, Serratilla, Carretera y Alto de Algarra, en la partida de su nombre del término de Gestalgar, comprensivos de mil ciento ochenta y cinco hectáreas, equivalentes a catorce mil doscientas cuarenta y dos hanegadas, lindantes por levante con labores del Barranco de Escoba y término de Bugarra, por poniente con labores de Marjana y término de Sot de Chera, por norte con el río Turia, labores y vega del pueblo, y por mediodía con labores de Canjarán y término de Chiva, se reunieron y comisionaron a D. Miguel Vicente Jorge para que ofreciera postura hasta treinta y dos mil pesetas, por cuya cantidad se efectuó el remate a favor del dicho Jorge, el cual, cumpliendo lo pactado, y mediante la escritura de venta otorgada a su favor, cedió todos los derechos de la misma a los vecinos de Gestalgar que se comprometieran a pagar con él las veintiocho mil ochocientas pesetas restantes del precio en nueve plazos iguales de tres mil doscientas pesetas cada uno, el día once de junio de cada año”.


Al día siguiente se celebró también reunión, en la que la Junta General acordó expresar, mediante documento privado, su agradecimiento a Miguel Vicente Jorge por su generoso desprendimiento y por el celo y actividad con que había desempeñado su cometido, se pusieron a discusión los diferentes proyectos que varios de los asistentes presentaron, aprobándose por unanimidad las “Bases y Reglamento para la mejor administración de los montes”, cuyo comentario abordaremos en otro post.


miércoles, 16 de octubre de 2013

La dula.

A principio del verano leí una noticia relativa a una dula equina que me llamó la atención y me evoco reminiscencias del pasado. Estos días atrás, en una conversación con un vecino del pueblo, volvió a aparecer la palabra “dula” y mi curiosidad se multiplicó, llevándome a buscar entre mis recuerdos, y entre los papeles, trazos que me permitan describir mínimamente qué era.

La noticia a que me refiero aludía a que la dula Laguna del Cañizar, la única trashumante equina de España, había firmado unos acuerdos con los Ayuntamientos de Cella y Villarquemado, localidades turolenses, para que sus más de 70 caballos y potros puedan pastar en la referida laguna durante los próximos cuatro años, evitando así el sacrificio de los animales, que no podrían mantener sus dueños de otra manera. Para ello, los equinos de Andilla (Valencia) realizan una trashumancia hasta las tierras de Teruel (un centenar de kilómetros), que permite a sus dueños seguir manteniéndolos y a los vecinos de las tierras que los acogen limpiar sus cortafuegos y mantener adecuadamente el espacio natural que les ceden para pastar.

Según el RAE, etimológicamente, la palabra “dula” proviene del árabe hispánico (dúla), y éste del árabe clásico “dawlah”, que significa turno. El diccionario contiene cuatro acepciones del término. A nosotros nos interesa la última, que define la dula como “conjunto de las cabezas de ganado de los vecinos de un pueblo, que se envían a pastar juntas a un terreno comunal. Se usa especialmente hablando del ganado caballar”. Pero debemos decir que, en los usos y costumbres de nuestras tierras, la dula no sólo alude al ganado caballar sino a todo tipo de ganado.

Siglos atrás, posiblemente, cada vecino llevase a pastar a sus propios animales. A medida que progresó la especialización en las tareas agrícolas, muchos de ellos no podrían atender esa servidumbre y, seguramente, surgió la dula para darle solución. En nuestros pueblos, la dula consistía en que el conjunto de reses pertenecientes a los vecinos del pueblo era apacentado por un dulero (en principio un pastor no profesional, probablemente un vecino que hacía la función bien por turno o por acuerdo) en tierras comunales, cedidas por el municipio. El sueldo del dulero se costeaba proporcionalmente entre quiénes tenían animales en la dula, aportando un tanto por cabeza.

La dula fue una institución muy significativa en muchos pueblos de nuestra geografía hasta los años cincuenta del pasado siglo. A primera hora de la mañana, los duleros daban la vuelta por el pueblo recogiendo las ovejas y cabras de los diferentes propietarios para llevárselas a pastar conjuntamente al monte. En poblaciones de escasa entidad solía establecerse un lugar al que los vecinos acudían con sus reses. Normalmente, en las casas se solía tener entre uno y tres animales para atender las necesidades de leche, queso, etc. Al pasar el pastor, los dueños abrían la puerta del corral y los animales salían a su encuentro, incorporándose al rebaño como colegiales que van de excursión. Algunos eran tan voluntariosos y espontáneos que hasta acudían solos, como esas personas inquietas que buscan cualquier excusa para salir de casa porque la sienten como si fuera a caérseles encima de un momento a otro. Una vez que se había reunido el rebaño, cuyo tamaño era variable en función de las circunstancias familiares, económicas, etc. del vecindario, se llevaba al monte a pastar durante todo el día. Normalmente, seguían los itinerarios en función del estado de los pastos y de la secuencia de recolección de las cosechas, haciendo las paradas necesarias para comer, beber y descansar. Una veces se apacentaban en la Reana, la Fuente Murté, el Pinar o la Cueva de Paulo. Otras, pasaban al otro lado del río y pastaban encima del Rajolar, en los alrededores de la Fuente El Prau, en el Higueral o en las laderas de la Peña El Cuervo.

A veces, los animales parían en la montaña y los duleros sabían cómo ayudarles para que no malograsen las crías. Luego, tomaban entre sus brazos u hombros a corderos y cabritos, llevándolos a las casas de sus dueños, a quiénes los entregaban.

Cuando regresaban los duleros, al caer la tarde,  era curioso ver cómo cada animal, al pasar delante de la casa de sus dueños, se separaba del rebaño entrando en su corral. Incluso algunos, cuando el rebaño se aproximaba al pueblo, emprendían solos el camino de regreso a sus casas y, si los dueños no estaban en ellas, se esperaban en la puerta hasta que regresaban, entrando directos a los corrales. Era fantástico comprobar la “inteligencia” de aquellos animales.

En invierno, el regreso de la dula coincidía con la salida de los niños del colegio. Entonces, se entretenían y disfrutaban viendo pasar el rebaño. A veces, provocaban a los carneros o “chotos” (machos cabríos) que padreaban el rebaño para que embistiesen. Los niños corrían y se aupaban a las rejas de las ventanas para eludir sus acometidas, pero no siempre conseguían su propósito y raro es el niño de aquellos años que no haya recibido un topetón, fruto de las provocaciones propias o ajenas a carneros y chotos.  Otras veces, distraían al pastor y espantaban las ovejas y las cabras, desviándolas de su recorrido y generando pequeñas algarabías que animaban la monotonía de las tardes en el pueblo.

El éxodo rural que acompañó al desarrollismo de los años sesenta también acabó con la dula. Otro tanto en su haber. Con él feneció esta institución secular, solidaria, colectiva, eficiente y entrañable. Hoy, afortunadamente, todavía queda alguna reliquia fósil (no sabemos por cuanto tiempo), como la que mencionamos al inicio, para recordarnos que no siempre las cosas han sido como las conocemos. 


martes, 15 de octubre de 2013

La Iglesia insolente.

El pasado domingo, trece de octubre, en un acto organizado por la Conferencia Episcopal Española y el arzobispado de Tarragona, presidido por el cardenal Amato (enviado del Papa), la Iglesia oficial beatificó en Tarragona a 522 personas, que recibieron el  honor de los altares, en tanto que mártires de la Guerra Civil española. Setenta y tantos años después, la jerarquía de la Iglesia Católica ha optado sin ambages por mantener abiertas las heridas de entonces, honrando masivamente a las víctimas de un único bando, el suyo. Si alguien albergaba alguna duda, queda claro una vez más que estuvieron dónde y con quién estuvieron, que están dónde y con quién están, y que seguirán estando en el mismo sitio y con los mismos hasta el final de los tiempos. Aquella guerra fue y sigue siendo para ellos una “cruzada”, y así es y será su sentir y su conducta.

Para disipar cualquier duda o recelo sobre el sesgo que las autoridades eclesiásticas nacionales pudieron haber infundido al acto, apresurémonos a decir que la ceremonia comenzó, nada más y nada menos, con un mensaje grabado del recién estrenado Papa, Francisco, que llamó a sus fieles a ser “cristianos con obras y no de palabras” y elogió la vida de los mártires [los de su bando] “por ser discípulos que aprendieron el sentido de amar hasta el extremo que llevó a Jesús a la cruz”. Naturalmente, eludió pedir perdón a las víctimas del franquismo por el apoyo que inequívocamente le procuró la Iglesia, pese a que así se lo había solicitado, entre otras instancias, la Plataforma por la Comisión de la Verdad, que reúne a más de cien asociaciones para la recuperación de la memoria histórica.

Entre los aproximadamente 25.000 asistentes al acto (una cuarta parte de ellos parientes de los beatificados, jerarquía eclesiástica y voluntarios), en primera fila, estaban el President de la Generalitat, Artur Mas; el Presidente del Congreso, Jesús Posada; el Ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, el Ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz y el general del ejército, Ricardo Álvarez-Espejo, representante institucional de las Fuerzas Armadas en Cataluña. Como colofón del acto, el presidente de la Conferencia Episcopal, Rouco Varela, concluyó que: “las autoridades civiles, militares y académicas han puesto de manifiesto con su presencia la armonía que existe y ha de existir en todos los ámbitos de nuestra sociedad”. Sin comentarios.

Podría hacer múltiples observaciones al contenido del acto y a las intervenciones que en él se sucedieron. Pero, como no hay mejor cuña que la de la misma madera, me limitaré a reproducir en los párrafos siguientes un extracto del manifiesto suscrito por los Colectivos Eclesiales de Base, publicado en el diario El País (Edición de Cataluña) el día 9 de los corrientes, con un título que habla por sí mismo: “Aún hay vencedores y vencidos”. Así reza el texto:

“El próximo 13 de octubre, en Tarragona, 522 personas recibirán el honor de los altares como mártires de la Guerra Civil. […] la Iglesia católica parece querer mantener abiertas las heridas de entonces honrando masivamente a las víctimas de un solo bando. Ello pone de manifiesto su incapacidad para superar las posiciones de entonces, y también que sigue considerando aquella guerra como una cruzada.

[…] Todo colectivo tiene el derecho, y probablemente la obligación, de honrar a sus muertos. Pero para cerrar heridas, y hacerlo en un clima de reconciliación, ambos bandos deben aceptar que cometieron errores, pedir perdón y reconocer en igualdad de condiciones la heroicidad de todos los muertos inocentes, y de ambos lados. A los católicos nos toca pedir perdón por la posición beligerante de la mayor parte de la jerarquía, de instituciones eclesiásticas y de un buen número de laicos, y tener la humildad necesaria que requiere la petición de perdón. Pero hasta ahora la jerarquía se ha negado a reconocer la ilegitimidad del golpe de Estado contra el Gobierno legítimo de la República y el grave error que supuso la Pastoral Colectiva. Sin este reconocimiento difícilmente puede haber reconciliación.

[…] Los ahora beatificados nunca habrían podido imaginar que, 75 años después, el sector más recalcitrante de la sociedad española pretendería sacar provecho político de su sacrificio. Ciertamente, la jerarquía aduce que nadie puede ser llevado a los altares si en la causa de su asesinato se mezclan motivaciones no estrictamente de fe. Pero olvidar los miles de obreros, maestros y sacerdotes asesinados por el franquismo por motivos de fidelidad al pueblo —y a menudo también de fe— no solo es una injusticia, sino que hace imposible una verdadera reconciliación.

[…] Para poder construir la reconciliación que este país sigue necesitando, es preciso el resarcimiento moral de todas las víctimas. Y eso todavía no se ha hecho con las víctimas republicanas. Si la Iglesia tuviera la libertad y la generosidad suficiente para hacer este gesto, podría honrar a sus mártires sin que ello supusiera ofender a nadie, porque todos, vencedores y vencidos, fueron igualmente víctimas. Y evitaría esa frase maligna: “Los de un lado, a los altares, los del otro en la cuneta como perros”. Mientras no se produzca este reconocimiento, la jerarquía de la Iglesia debe saber que sigue humillando a las víctimas inocentes del otro lado y a sus familiares, que sigue manifestando su incapacidad para ser factor de paz y reconciliación, y, objetivamente, queriendo o no, que sigue apareciendo como jerarquía del rencor.

[...] Quisiéramos que esta nueva beatificación masiva, que sigue manteniendo las heridas abiertas, sirva para que la Iglesia católica, con sincero remordimiento, pida de una vez perdón a la ciudadanía actual por su participación como impulsora del conflicto y, consecuentemente, como agresora; que se arrepienta por su colaboración en la muerte o el asesinato de miles de inocentes, acusando, denunciando, ofreciendo incluso listas de feligreses bajo sospecha a los pelotones de la muerte; que pida perdón por su responsabilidad en la ocultación del sacrificio de tantos que entregaron su vida por causa de la justicia y la verdad, y, finalmente, que pida perdón por los beneficios de todo tipo que obtuvo a lo largo de tantos años del ilegítimo régimen de la dictadura”.

Sinceramente, me parece que sobran los comentarios. Sólo haré una apostilla para dejar constancia de la dura crítica que la Asociación Jueces para la Democracia ha dirigido al Gobierno por incumplir la Ley de Memoria Histórica al no consignar fondos para su aplicación. Como es sabido, el Gobierno ha derogado de facto la Ley al dejarla sin fondos por segundo año consecutivo. Por eso, una de las peticiones que ha hecho la Asociación a los enviados de la ONU que han visitado España recientemente ha sido que su organización inste al Gobierno para que asuma como política de Estado la localización de los desaparecidos del franquismo y para que proporcione los recursos necesarios para que la Ley de Memoria pueda aplicarse eficazmente. Jueces para la Democracia asegura que el Gobierno "está llevando no solo a la impunidad de los delitos cometidos durante la dictadura, sino a que se queden materialmente sepultados en el olvido" y afirma que las autoridades están haciendo "dejación de sus funciones", permitiendo que sigan existiendo "decenas de miles de personas enterradas en fosas comunes". A tal respecto recuerdan que España, con más de 114.000 desaparecidos, es "el segundo país del mundo, tras Camboya, con mayor número de personas víctimas de desapariciones forzadas cuyos restos no han sido recuperados ni identificados". Concluyen con rotundidad que: "No podemos compartir de ningún el modo el discurso de que la recuperación de la memoria democrática suponga reabrir heridas. Resulta inadmisible que un Estado democrático siga negando a toda la sociedad el derecho a conocer el pasado y la necesidad de establecer un plan de administración programado, sistemático y financiado públicamente, que permita con agilidad la localización y la sepultura digna de todas aquellas personas que fueron asesinadas con ocasión del golpe militar de 1936 y la posterior represión franquista".  No tengo más que añadir que no sea suscribir en su integridad tanto la apostilla como su preámbulo.