Todos
recordamos a muchos de nuestros maestros. Es verdad que no a todos, pero sí que
evocamos, y muy vivamente, a esas personas que en algún momento del itinerario
vital nos han enseñado algo importante, nos han ayudado cuando atravesábamos
dificultades, han sido un apoyo moral cuando estábamos en horas bajas o nos han
orientado en circunstancias en las que nos hallábamos confundidos. Entre ese grupo
de personas, a las que recordamos con afecto y gratitud, probablemente destacaremos
a dos o tres (quizá alguna más) cuya aportación a nuestra trayectoria personal
ha sido especialmente importante. Son esos maestros y maestras, profesores y profesoras,
que nos han dejado una profunda huella, muchas veces sin saberlo ni pretenderlo.
Creo que casi todos nos hemos mirado en esos espejos que han iluminado nuestras
vidas y/o nuestras profesiones, ayudándonos a conformar las identidades y las
trayectorias.
Podría
pensarse que esas personas, tan importantes para nosotros, no han tenido otros ejemplos
donde mirarse. A veces parece que la condición de maestro o de profesor es una
especie de atribución unidireccional, exclusivamente dirigida a mostrar o
enseñar los conocimientos o las grandes virtudes que se atesoran personalmente.
Los maestros auténticos saben que no es así, porque han aprendido que las
relaciones humanas se caracterizan por la reciprocidad. Saben que nadie enseña
sin aprender y que nadie aprende sin enseñar. Lo que equivale a decir que
mientras enseñamos aprendemos, y que aprendemos porque de alguna manera
enseñamos. Una estimada colega ha resumido bien este juego de palabras en una
frase afortunada, que da título a uno de sus libros: el oficio de maestro es aprender. Estoy plenamente de acuerdo con ello. Así pues, igual que todos
recordamos a algunos de nuestros maestros, todo maestro que se precie rememora
a algunos de sus alumnos. Precisaré más, recuerda a muchos, hasta a muchísimos
de ellos, pero sobre todo perpetúa a unos pocos, a los que más le han ayudado a
aprender.
Pondré
un ejemplo para que se entienda lo que digo. Década de los setenta del siglo
pasado. Pepe, un niño de unos doce o trece años, con parálisis cerebral, alumno
de un centro específico de educación especial, como se les conoce ahora.
Entonces, los poquísimos chavales con discapacidad escolarizados lo estaban en escuelas
segregadas, denominadas colegios para niños subnormales. Yo, joven titulado en
Magisterio y recién “especializado” en Pedagogía Terapeútica, obtengo destino
en ese centro. Me corresponde atender al grupo al que pertenecía Pepe. Tras las
primeras semanas de acomodación, exploración y comprensión de las problemáticas
y necesidades educativas de mis alumnos, me enfrento con sus dificultades. La parálisis
cerebral ha hecho que Pepe sea una persona espástica, con movimientos descoordinados
y con una dificultad enorme para desarrollar la motricidad fina, que es una capacidad
imprescindible para lograr escribir. Escolarizado desde los seis años, ha sido
adiestrado sistemáticamente, siguiendo un método sintético, para que aprendiese
las letras y sus combinaciones, es decir, a leer. Esta metodología, incompatible
en la práctica con sus características psicofísicas, ha fracasado
estrepitosamente con él. De modo que ha cumplido los doce-trece años sin
aprender a leer y mucho menos a escribir. Trabajando afanosamente durante toda
la mañana apenas consigue “dibujar” dos o tres letras aisladas, sin significado
alguno para él.
Hablo
largamente con mis colegas. Todos dudamos de que Pepe sea capaz de aprender a
leer y mucho menos a escribir. Un
determinado día, percibimos algo que nos convenció de que debíamos buscar otras
alternativas. Y lo que hicimos fue cambiar el método que utilizábamos para que
aprendiese. Abandonamos la metodología sintética en favor de otra analítica y globalizada. Intentábamos que encontrase
sentido a lo que pretendíamos que leyese. Asombrosamente, en apenas tres meses,
sabía leer y entendía perfectamente lo que leía. A continuación abordamos el
siguiente reto: enseñarle a escribir con cierta fluidez. Y, sin saberlo, ensayamos
lo que ahora se llama una “adaptación en los elementos de acceso al curriculum”.
Sabíamos que la motricidad de Pepe era un hándicap casi insalvable para que
lograse escribir convencionalmente. Por ello, le ofrecimos una experiencia
sencilla. Lo pusimos frente a una máquina de escribir y le invitamos a que lo
intentase. Pese a las dificultades iniciales, en pocos días aquella propuesta
dejo de ser tal y se convirtió en una solución. Con un solo ademán, aunque
fuese dificultoso y forzado, conseguía hacer en pocos segundos el trabajo que
antes le ocupaba casi media mañana. Lo que siguió fue encontrar una máquina de
ocasión, recia y vetusta, con una tipografía especialmente grande, que nos
regaló un comerciante y que un herrero filántropo adaptó para disfrute del
chaval, que con su inestimable ayuda, a los pocos meses, escribía casi una
página cada mañana.
Pepe
era un ‘forofo’ del Real Madrid. Otra paradoja más en un chaval que apenas
podía caminar y, sin embargo, seguía apasionadamente las vicisitudes de un
equipo de fútbol. Hasta el punto de que confesaba que sus dos mayores anhelos
eran conseguir leer los tebeos de su hermano pequeño y los diarios Marca y As. Todavía
recuerdo el texto de la carta que escribió a su tío, que vivía en Albacete,
para decirle que ya sabía leer y que podía leer tebeos y periódicos. Todavía se
me ponen los pelos de punta recordando aquel texto original y magnífico, que
leí con ojos vidriosos y corazón emocionado. Un texto que ha tenido un
excepcional valor simbólico en mi vida profesional, porque me mostró por
primera vez una de las evidencias de mi profesión: todos los métodos son buenos.
Lo ineludible es utilizarlos adecuadamente, es decir, saber cómo, cuando y con
quién hacerlo. Y este axioma, que aprendí a los pocos años de concluir mi
formación inicial de maestro, me lo enseñó Pepe.
A lo
largo de mi vida profesional he ido cambiando mi modo de entender la educación.
He recorrido muchos itinerarios. He tenido certezas, dudas, inseguridades,
aciertos y fracasos. He cometido errores y he conseguido sacar adelante buenos
proyectos. Todo ello me ha permitido acumular una gran experiencia, acopiar numerosos
recursos didácticos, desarrollar mucho oficio, etc., cualidades que han destacado
y valorado especialmente mis alumnos de la Facultad de Educación. Pero yo creo
que lo que más me ha ayudado a conformar mi identidad profesional ha sido
observar y escuchar atentamente lo que hacían y decían mis alumnos y mis colegas. Eso es lo
que me ha revelado las claves estratégicas para actuar en cada caso y ha sido
el hilo conductor al que he ido anudando mi idea de la educación y de la
profesión de educador a lo largo de mi trayectoria. Lo demás, el vademécum
pedagógico y didáctico, ha sido fácil apropiármelo a través de las múltiples
oportunidades que se me han presentado. Así que, Pepe, estés donde estés, muchas gracias porque, sin saberlo, me enseñaste uno de los fundamentos de mi
profesión. Tú agradeciste entonces que te ayudase a aprender. Yo ni reparé en hacerlo porque aún debieron pasar algunos años para fuese consciente de tu ayuda. Pero, aunque tú no lo sepas, desde entonces te he recordado infinidad de veces.