miércoles, 18 de diciembre de 2013

Invierno.

Aún faltan tres días para que llegue el invierno, pese a que hace semanas que nos acompañan la cortedad de los días, la levedad del sol y la luz mortecina. No tanto el frío que, en este territorio definitivamente primaveral, es un fenómeno que se hace de rogar, estando casi permanentemente ausente. Hace un par de semanas que nos visitó inopinada y virulentamente, como de costumbre. Y es que en esta acogedora y entrañable tierra las casas nunca se construyeron para combatir el frío. ¿Para qué, si apenas nos cita unas pocas semanas al año? Por eso, temporada tras temporada, nos sorprende la ‘frescoreta alacantina’, ese eufemismo que encubre un helor sustantivo, que congela los huesos y hasta el espíritu en un santiamén.

Hoy hemos encendido la calefacción por primera vez en este otoño. Lo de prender la calefacción es un decir porque, simplemente, hemos puesto en marcha uno de esos artilugios denominados “bomba de calor”, que curiosamente lo mismo sirven para caldear que para refrigerar. Al rato, el reconfortante calorcillo y la modorra que me produce habitualmente la televisión me han transportado a un leve sueño, de esos que echamos perezosamente en el sofá antes de decidirnos a ir a la cama, a dormir como Dios manda. Ha sido un sueño breve, de esos que se consume casi en un ‘plis-plas’, pero de los que te despiertas sorprendido, diciendo: ¡arrea!, si he soñado y todo. Esta vez la ensoñación me ha transportado otra vez a la niñez y al pueblo, espacios donde suelo recrear mi memoria personal, seguramente de manera tan distorsionada como apasionada.

Soñaba que allí el invierno era otra cosa. Algo sinónimo de viento y de lluvias. Especialmente el primero ululaba frecuentemente, noche y día, afilando esquinas y salientes de casas y corrales, meciendo cables y lámparas del alumbrado con un soniquete característico, colándose por cuantas rendijas había en aquella población, estrecha, larga y abigarrada, en la que las casas servían exclusivamente para guarecerse de las inclemencias atmosféricas mayores, porque sus puertas y ventanas no cerraban bien ni una. El aire penetraba por las incontables rendijas que todas tenían, invadiendo estancias, recovecos y alcobas. Intentábamos eludirlo con fogatas contundentes que prendíamos en las chimeneas. Eran muy generosas, porque allí abunda la leña, pero apenas conseguían calentar la parte anterior de nuestros cuerpos, quedando la posterior fuera de aquella bendita influencia. Lograr que ambas gozasen simultáneamente de la dicha del calor era imposible. Si mirábamos al fuego, se helaban nuestras espaldas. Si se las ofrecíamos desdeñosamente, el torso y las piernas quedaban huérfanas de bienestar, expuestos a la intemperie de los flujos que, de una manera u otra, acababan trayendo el frío al cuerpo.

Nos arrimábamos al fuego exageradamente. Se nos encendían los rostros y casi llegábamos a quemarnos las manos y las piernas, que delataban a las claras aquellas adicciones, exhibiendo sabañones y ’cabras’ (Eritema ab igne o eritema reticulado con hiperpigmentación residual, parece que se denominan). Todos teníamos alguna ‘cabra’ en las extremidades inferiores, aunque eran las mujeres, singularmente las de más edad, las que las lucían abundantemente en invierno. La chimenea era el lugar que nos congregaba a cualquier hora pero, sobre todo, por la noche, después de cenar. A las ocho y media de la tarde todo el mundo estaba cenando y, a las nueve, el liviano ágape, generalmente integrado por el celebérrimo hervido de verduras y algo más, había concluido y empezaba el tiempo compartido frente al fuego. Allí aprendíamos los primeros cuentos y dichos y sabíamos de historias que habían acontecido a familiares y vecinos. Allí me tomaba mi padre las lecciones para asegurarse de que las había aprendido durante la tarde. Allí asábamos castañas, mazorcas de maíz y despojos de la matanza. Aquel rincón acogedor era la patria de los viejos, que apenas se apartaban de él, cabizbajos y encorvados, casi siempre taciturnos y quejándose del frío.

También visualicé en mi corto sueño que apenas eran las nueve y media de la noche y nuestras madres ya estaban enviándonos a la cama, con aquella recurrente cantinela: “ A las diez, en la cama estés…”. Allí empezaba otra aventura, la de las sábanas tiesas, remendadas y frías como témpanos, que nos envolvían con todo su helor, metiéndonoslo hasta en los tétanos. Nos defendíamos de aquella agresión encogiéndonos en posición fetal, mientras soportábamos una decena de kilos de ‘mantas de muletón’, que calentaban más por presión que por sus propiedades calóricas. Nos hacíamos una especie de nido ecológico, un pequeño hueco en el que permanecíamos hieráticamente acurrucados, esperando que el propio cuerpo nos proporcionase el calor que todo el conjunto ambiental no conseguía darnos. Transcurría al menos media hora antes de que abandonásemos definitivamente las ‘tembladeras’ y empezásemos a sentir el calor reciclado del propio cuerpo y a estar en condiciones de conciliar el sueño.

Me desperté y, todavía confuso entre mis ensoñaciones y la realidad en que me hallaba, comprobé por enésima vez la nitidez con que vuelvo a los recuerdos. Volví a evocar lo que Carles Geli dijo de Juan Marsé en un artículo que publicó en el diario El País a propósito de la presentación de su novela Caligrafía de los sueños: “la única patria de Juan Marsé es su infancia”. Tal vez, a mi me sucede lo mismo.  Y por eso, salvando las distancias, también acostumbro a contar distintas versiones de mi única historia.

sábado, 14 de diciembre de 2013

A Manolo Gomis.

Emilio Lledó dijo que “ser maestro es una forma de ganarse la vida, pero sobre todo es una forma de ganar la vida de los otros”. Estoy de acuerdo con él en que la condición de maestro incluye la alteridad, la perspectiva y la posición de los otros, la empatía, la capacidad y la voluntad de ponerse en el lugar de los demás. Y eso no está al alcance de cualquiera.

La literatura pedagógica ha documentado ampliamente las características y atribuciones que deben tener los buenos maestros y profesores. Es amplio el repertorio de obras y experiencias que las enumeran y describen, y no voy a reproducirlas aquí. En síntesis, vienen a concluir que lo esencial del “ser maestro” es poseer ese compendio de cualidades y atributos, interiorizarlos y actuar conforme a ellos. Con naturalidad, sin mixtificaciones, trabando la realidad con el pensamiento, la práctica con la teoría, la acción con la reflexión.

En pocos momentos de mi vida he sentido tan intensamente la profesión como en los años que trabajé con Manolo. En esa época tenía continuamente la sensación de que estábamos haciendo lo que debíamos, cuando correspondía y de la manera que convenía que se hiciese. El nuestro era un ejercicio profesional impregnado de sentido, de convicción y, por qué no decirlo, de pasión por lo que hacíamos. Pocas veces he disfrutado personal y profesionalmente tanto como lo hice entonces. La tarea diaria fluía con naturalidad, sin retóricas, artificiosidades o imposturas. Era habitual la coherencia entre lo que pensábamos, lo que se sentíamos y lo que hacíamos. Los otros, nuestros alumnos y sus familias, y muchos compañeros, lo percibían y lo vivían con idéntica intensidad y simultaneidad. Aquella realidad no era flor excepcional, producto de un día de trabajo inspirado, sino un eje conductor que vertebraba nuestro ocupación docente a lo largo de las semanas, los meses y los cursos académicos. Hay centenares de testigos que ratificarán lo que digo.

Pocos han comprendido, como Manolo, que los profesores y los maestros enseñamos siempre lo que somos y lo que hacemos. Y que sólo a veces conseguimos que nuestros alumnos aprendan lo que explícitamente nos proponemos enseñarles. No he conocido otro maestro ni profesor que haya difuminado mejor los límites entre la educación formal y la informal o la no formal, ni que haya logrado desdibujar tan claramente las fronteras que existen entre el aprendizaje auténtico y los aprendizajes formales que se producen en las escuelas. Pocos profesionales como él han trabado tan eficientemente el trabajo escolar con el extraescolar y el paraescolar, sin hacer distingos entre lo que se hace de lunes a viernes y lo que se puede realizar en un fin de semana o en un periodo de vacaciones. Rara vez he conocido personas que tengan tantas habilidades para trabajar en la formalidad del aula como para abordar la informalidad de otros ambientes de aprendizaje, desde un centro de vacaciones escolares a un taller de animación juvenil o una experiencia estrictamente lúdica.

El liderazgo no es una función que pueda aprenderse fácilmente, sino que es un concepto multidimensional y poliédrico en el que la visión y los valores culturales del líder dan sentido al proyecto que se ejecuta, sea de forma individual o colectiva. Muchas son las teorías elaboradas sobre el liderazgo pedagógico. Todas ellas se diluyen cuando se confrontan con la conducta docente de un profesor que ejerce el liderazgo de manera natural, con un reconocimiento prácticamente unánime. Manolo ha sabido subsumir en su comportamiento como maestro los patrones característicos de las acciones de los líderes auténticos, haciendo del ejercicio profesional una obra compartida, aparentemente sencilla y que, sin embargo, es a la vez inmensa y trascendente porque deja una profunda huella en quienes participan de ella. Puedo escribir mil detalles más. No lo haré porque es innecesario. Quienes hemos visto y compartido a Manolo en la faena sabemos de qué estamos hablando.

Le debía a Manolo este pequeño homenaje. Y aquí está, por merecido y justo. Se lo hago por escrito porque es la única manera que veo de materializarlo. Sé que no me dejaría terminar el ‘discursito’ si me oyese iniciarlo. Así que… ¡va por ti, maestro!.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Oposiciones.

En los años noventa conocí a una maestra de educación infantil en un pueblo de la provincia de Alicante. Yo ejercía como inspector de educación y era responsable de la supervisión de los centros educativos de aquella localidad. Rara era la semana que no recibía una o varias llamadas telefónicas del director de uno de ellos, en el que estaba destinada, expresándome su disgusto por su insolvencia y por las consecuencias que ello tenía para la educación del grupo de alumnos que tenía a su cargo e incluso para el funcionamiento del centro. Se lamentaba de que los conflictos con los niños y con sus familias eran casi diarios y que estaba en un continuo brete por causa de la inadmisible conducta profesional de la maestra.

Viajé reiteradamente al centro e intervine con diferentes estrategias para reconducir la situación y poner paz donde el conflicto estaba instalado casi permanentemente. Intenté remediar aquella desastrosa situación, que excedía los límites del ejercicio profesional, con la colaboración del claustro y del propio director. Pero aquella persona era absolutamente incapaz de controlar a los niños o de imponer en clase la más elemental disciplina, de enseñarles algo o de evitar las situaciones caóticas y los peligros para su integridad física. Aquellas pequeñas criaturas escapaban continuamente a su control, campaban a lo largo y ancho del colegio y ponían “patas arriba” cuanto encontraban a su paso.

El centro y las familias sufrieron intensa y largamente aquellas anomalías e intentaron ponerles coto. Fue un empeño en el que fracasamos todos. Lamentablemente, no encontramos una solución satisfactoria a la situación. Así que, en el ámbito de nuestras respectivas atribuciones, sorteamos el temporal como pudimos durante todo el curso hasta que, una vez finalizado, la profesora obtuvo destino en otra localidad. Eludimos un problema cuya solución nos excedía, que seguramente encontraron otros. Así que, como aquella buena mujer se hizo notar, recordé largo tiempo su nombre y apellidos (de hecho, todavía los recuerdo, aunque obviamente los omitiré).

Años después fui designado presidente de un tribunal de oposiciones, en el que sorprendentemente me reencontré con ella. La situación era radicalmente distinta y me esforcé en desproveerme de prejuicios que pudiesen afectar mi conducta durante el proceso selectivo. Paradójicamente, la tarea me resultó enormemente sencilla porque, desde su inicio, demostró unas capacidades para superar las pruebas que estaban muy por encima de las que poseían el resto de los opositores. El primer ejercicio consistía en desarrollar por escrito un tema de la especialidad durante dos horas. Recuerdo con nitidez que escribió casi el doble que el contrincante que le siguió en productividad. Y no era una cuestión de cantidad. Lo que relató, además de ser riguroso y conceptualmente coherente, incluía ejemplificaciones de las aportaciones teóricas, con ejercicios y propuestas de actividades que ofrecían un contrapunto pertinente y creíble. Rubricó un ejercicio paradigmático, brillante y sobresaliente. Y lo que hizo en esa primera prueba, lo repitió en las siguientes. Hasta el punto de que logró ser el número uno de su tribunal, obteniendo una calificación que superó en casi un punto a la de su inmediato oponente. Un triunfo absoluto en una prueba selectiva para ingresar en el cuerpo de maestros.

A veces he recordado a esta profesora y he imaginado que sus altas capacidades probablemente le hayan permitido alcanzar cotas más altas en la carrera profesional. Puede que hoy esté dirigiendo algún centro educativo, o que ilustre a los futuros profesores sobre cómo deben organizar la enseñanza. Me reconforta pensar que tal vez las leyes de Murphy se hayan activado otra vez. El sistema educativo y los ciudadanos lo agradecerán y la buena mujer disfrutará de su mejorada situación profesional. Hago votos para que así sea porque, como dijo el clásico,  ad impossibilia nemo tenetur (nadie está obligado a hacer lo imposible). 

Mi pregunta entonces y ahora es la misma: ¿cómo es posible que una persona absolutamente negada para el ejercicio profesional obtenga el número uno en un proceso selectivo cuya finalidad es escoger docentes competentes para que ejerzan la profesión durante toda su vida laboral?

Así fueron y así siguen siendo las oposiciones. Soy consciente de que el caso descrito es excepcional, como sé que no se puede coger el rábano por las hojas, ni confundir la parte con el todo. Ni es correcto, ni es veraz, ni es justo. No obstante, este caso y otros que he conocido creo que me han proporcionado una idea bastante ajustada de aquello para lo que no sirven las oposiciones: seleccionar a los mejores maestros. Y por ello, si no cumplen con su finalidad, debieran sustituirse por procedimientos más adecuados, que los hay. Otra cosa es que quien tiene la responsabilidad de seleccionar a los profesores del sistema público tenga interés en escoger a los mejores.

sábado, 7 de diciembre de 2013

Simplicidad y sofisticación.

La simplicidad es la mayor sofisticación (Leonardo da Vinci)

Los arquitectos son profesionales que siempre me han llamado la atención. A la mayoría los he conocido a través de referencias textuales o visuales que han ido conformando mi idea de la arquitectura como arte y ciencia, resultado del esfuerzo de gente sesuda e imaginativa que a lo largo de la historia ha ideado y construido obras públicas trascendentales, viviendas singulares y monumentos y espacios únicos, que han resistido el paso del tiempo por encima de modas, tendencias y hasta tragedias. Es la “gran arquitectura”, la obra de los maestros insignes que se estudia en los libros y que se goza visitando las ciudades o los museos. Pero también otros profesionales, tal vez menos sesudos, han aplicado sus conocimientos e imaginación a desarrollar proyectos más efímeros, sin vocación de perdurabilidad, que resumen ideas de lo que puede ser el tiempo, el espacio o las necesidades de las personas. Y no son menos interesantes.

Pienso que la arquitectura refleja de alguna manera el devenir del mundo, de ahí que el arquitecto sea una buena metáfora para explicar la historia. El progreso humano está sembrado de artistas y obras excepcionales. Senenmut, Calícrates, Vitrubio, Alberti, Brunelleschi, Rusking, Viollet-le-Duc, Le Corbusier, Loos, Lloyd Wright, Mies van der Rohe, Niemeyer… son creadores que dejaron su impronta en paisajes y ciudades, con obras que transcienden los siglos y que señalan hitos referenciales para la humanidad. Sus extraordinarios trabajos han convivido y lo siguen haciendo con otros pequeños proyectos de andar por casa, elaborados por otros profesionales, que resuelven situaciones particulares y perentorias y que no son menos importantes para la sociedad global. Representan un concepto “distinto” de la arquitectura, sustentado en el trabajo cotidiano y en la cercanía, despojado del halo de genialidad e inaccesibilidad que envuelve a los grandes maestros.

Hace unos días conversaba con un amigo acerca de la encrucijada en la que se debate la humanidad en esta fase exacerbada del capitalismo que se ha llamado globalización. Nos preguntábamos por la sostenibilidad del actual modus vivendi y de su compatibilidad con la conservación del planeta. Especulábamos sobre si la agudísima crisis que sufre el sistema capitalista nos obligará a replantearnos la vida para asegurar la supervivencia de la especie humana y del propio planeta. La verdad es que apenas progresamos en nuestro ‘argumentario’, más allá de la elemental y mutua convicción de que no es posible salir adelante con el enfoque vital de las últimas décadas y del deseo de que la resolución de la crisis consiga reorientarlo para que se puedan atender las necesidades básicas de todas las personas, los problemas ambientales y el desarrollo sostenible del género humano.

Le decía a mi amigo que pienso que los arquitectos nos siguen ofreciendo soluciones como lo han hecho en las épocas pretéritas. Algunos, como Calatrava, Foster, Tom Wright, Zaha Hadid, etc. nos ofrecen propuestas radicalmente innovadoras, proyectos faraónicos, especulativos, etc. Otros profesionales menos fatuos y con menor proyección internacional también nos brindan fórmulas interesantes. Hace pocas semanas conocí el proyecto fin de carrera de un joven arquitecto alicantino, que ha sido premiado en un concurso internacional. Su nombre es Coral Systems 2.0 y concreta su visión de la casa del futuro. El proyectista plantea una vivienda que se asemeja a una planta de coral abierta, sin puertas y con forma esférica, porque según él es la fórmula que mejor minimiza los intercambios energéticos con el exterior. Su cubierta es una especie de “piel reactiva” que responde a los estímulos externos, adaptándose a las inclemencias atmosféricas, creando espacios para la ventilación, cambiando de color..., en definitiva, buscando el confort de las personas que la habitan.

Este joven arquitecto pone en entredicho los tres métodos de producción que se utilizan actualmente en la construcción: el artesanal, el industrial y el digital. Considera que su proyecto en lugar de generar un prototipo, es decir, una elección preconcebida de acuerdo con uno de estos modelos, combina los tres sistemas. Pretende que la casa que propone responda a las necesidades del lugar en que se construye y de las personas que la encargan, a la vez que permite que cada vivienda sea diferente a las demás y que se adapte al tipo de cultura y al territorio en que se inserta. Así pues, combate frontalmente la homogeneidad de la producción industrial que caracteriza a los modelos únicos y combina los tres sistemas de producción. Utiliza el sistema digital mediante los robots con los que crea la estructura del edificio. Aplica el modelo industrial para diseñar y construir la cubierta y la fachada.Y usa el modelo artesanal para diseñar el mobiliario interior, que ofrece la belleza de lo irregular y las diversas posibilidades de la autoconstrucción.

Las propuestas de este profesional me suscitan algunas reflexiones acerca de si podemos seguir exprimiendo más los modelos de producción unidireccionales basados en el despilfarro energético, la depredación de los recursos y la eficiencia sin límite del capitalismo actual. Acaso sea hora de aventurarnos con decisión en la exploración de sistemas alternativos de supervivencia, que combinen diferentes modos de regular la utilización de los recursos naturales y de garantizar la vida de las generaciones futuras. Quiero pensar, en suma,  que está en nuestra mano elegir el camino. Que no es tarde y que no transitamos ya por una senda con un único destino. Propuestas no faltarán, al menos por parte de los arquitectos.

martes, 3 de diciembre de 2013

De efluvios y miasmas.

Casi las tres cuartas partes de la gente de mi edad ‘somos de pueblo’. A las personas que integramos la generación nacida en torno a los años cincuenta del pasado siglo nos alumbraron mayoritariamente en pequeñas localidades repletas de habitantes, antes de que el éxodo y la ‘desagrarización’ las vaciasen, especialmente durante los años sesenta y setenta. Aquella vida que conocimos cuando éramos niños y/o jóvenes tenía sus ventajas y sus inconvenientes, como todo. Algunas de las cosas que entonces eran cotidianas hoy son irreconocibles en nuestro entorno por su razonada insalubridad. Me refiero, por ejemplo, a realidades como el solapamiento de los espacios vitales de animales y personas, compañeros inseparables en las sociedades agrarias.

Del mismo modo que las bestias y las personas pasaban el día juntos arando, cazando o transportando mercancías, las cuadras y corrales de las casas en que se confinaba a los animales eran colindantes o se superponían a las dependencias que utilizábamos los humanos. En consecuencia, intercambiábamos en esos espacios hálitos, efluvios y flujos corporales con absoluta normalidad, porque eran elementos constitutivos de la realidad vital de aquellos tiempos que abarcaba, entre otros elementos, una esmerada dedicación al cuidado de los animales, que eran piezas esenciales del sistema productivo. En contraste con esos escatológicos escenarios, aquel ecosistema incluía alternativamente privilegios más saludables. De hecho, a escasos metros de la bascosidad descrita, podía disfrutarse de la plenitud de unas condiciones naturales que embriagaban con sus perfumes, olores y colores, y que eran inimaginables en los espacios urbanos.

Acudíamos a las ciudades casi exclusivamente para visitar a los médicos, cuando sus homónimos de los pueblos nos lo prescribían. Y nos impactaban muchísimo y por muchas razones; entre otras, por sus característicos olores, que nos resultaban extraños. Recuerdo el olor a gas ciudad que se percibía en casa de mi tío Germán, junto a las Torres de Quart, dónde nos hospedábamos cuando íbamos a Valencia. Era tan penetrante que todavía lo tengo registrado en mi cerebro y lo rememoro nítidamente, como sigo percibiendo el vapor del éter que rezumaban las clínicas y hospitales que visité en mi niñez. Recuerdo, también, la intensidad de los tufos que emanaban de los automóviles. Especialmente el del gasóleo del autobús de línea que nos transportaba desde Valencia hasta el pueblo, que hacía que nos mareásemos casi todos y que vomitásemos cuanto habíamos ingerido antes de llegar a nuestro destino. Aquellos viajes de regreso no eran muy recomendables ya que, a la lividez de los rostros y a los dolores producidos por la incomodidad de los asientos y la infinitud de las paradas del trayecto, se añadía el olor acre de los vómitos reiterados y los desabridos gases que emanaban de unos motores con pésima combustión.

Hoy la cosa cambiado. La televisión y los media han uniformado costumbres, modas, hablas y muchas otras cosas. Simultáneamente, se han diluido los contornos que confieren peculiaridad a las ciudades y a los pueblos. Podría decirse que, en algunos casos, incluso se han cambiado las tornas. Muchos pueblos han dejado de oler a tal y, contrariamente, muchas ciudades comienzan a apestar a aquellos vetustos pueblos.

A mi juicio, una moda persistente, un comportamiento universalizado en los países desarrollados, está contribuyendo especialmente a ello. Me refiero a la proliferación de los llamados animales de compañía. Singularmente, a los perros. Después de los gatos parece que son las mascotas preferidas, estimándose que hay alrededor de doscientos millones en el mundo, que hacen las delicias de sus dueños, reportándoles un efecto placebo, ampliamente documentado, que incide muy positivamente en su salud: disminuye su presión arterial y los niveles de colesterol y triglicéridos, reduce su estrés y les ayuda a combatir los estados depresivos y el sentimientos de soledad, entre otros provechos. Utilidades todas ellas recomendables y beneficiosas que deben promoverse y explotarse, aunque no a costa de cualquier cosa.

Cuando rompe la mañana o cae la tarde en cualquier ciudad, una mera constatación visual permite comprobar cómo miles de canes de innumerables razas, tamaños y carácter invaden todos los espacios acompañados de sus dueños: calles, parques, jardines, descampados, playas…Últimamente, hasta los comercios, las grandes superficies, los restaurantes y los transportes. Como sabemos, el objetivo principal de estos sistemáticos paseos es facilitar las deposiciones de los animales. Los pobres son tan curiosos y están tan bien educados que son incapaces de deponer en casa y dar trabajo a sus dueños. Por ello, se esfuerzan por hacerlo en los espacios no privativos, supongo que creyendo que es mejor. Como nadie se esfuerza en hacérselo entender, ellos persisten día tras día y semana tras semana en su inveterada costumbre. De ese modo, tan sencillo como contundente, el espacio público se convierte en una escatológica superficie que acoge las deposiciones mayores y menores de los canes. En algunos municipios, las administraciones han habilitado espacios ad hoc para esos menesteres con escasísimo éxito, probablemente tanto por causa de su insuficiencia y/o inadecuación como por el incivismo de la población. De modo que no hay farola, árbol, alcorque, valla, señal de tráfico, semáforo, contenedor de deshechos, neumático de coche aparcado, esquina, etc., que escape a la inapreciable dicha de recibir sucesivas micciones diarias de canes incontinentes.

Paseando por las ciudades se constata que no hay acera limpia de excrementos de canes, que tienen dueños incívicos, que no se merecen, porque eluden con alevosía las obligaciones que contrajeron al adoptarlos.  Se encuentran plazuelas, jardines, calles y hasta parques recreativos para niños que hieden. Se ven las bases de la señalética urbana, las esquinas y portales de las fachadas, los troncos de los árboles, etc., ennegrecidos, costrosos y en un estado lamentable, que pide a gritos limpieza e higiene. Hay descampados y rincones en los que la pestilencia es tan patente que parece que hayamos vuelto a los viejos corrales y majadas, a través de un imposible viaje en el tiempo.

La crisis también ha hecho mella en los servicios municipales. Cada vez se limpia menos y peor. Aumenta la suciedad, como lo hace el abandono de las mascotas. Volvemos al pasado, pero sin control, desregulados. Debemos proponemos hacer algo al respecto. Si no es así, en pocos años, los espacios públicos tendrán el síndrome de Diógenes y serán tan insalubres y desagradables que desnaturalizarán nuestras vidas mucho más de lo que ya lo están. Y no será un viaje al pasado que describí al principio, sino el intolerable progreso al futuro.