viernes, 28 de febrero de 2014

Cenas del atún.

La bromatología es una antigua preocupación de la humanidad y actualmente una ciencia que estudia los alimentos, su adecuada preparación y su asimilación por el organismo, facilitándonos el conocimiento de sus propiedades y de los principios de la alimentación saludable.  Hace años que los nutricionistas (individuos y empresas) se están poniendo las botas, asesorando en el arte del bien comer a los ciudadanos del mal llamado primer mundo: un colectivo maleducado, ‘mal-alimentado’ y sujeto paciente de prescripciones alimentarias y terapéuticas, que se derivan de patologías generadas por la malnutrición.

Así pues, tenemos una deuda importante con los profesionales de la educación alimentaria porque se ganan la vida ayudándonos a mejorar y a prolongar la nuestra, contribuyendo, de paso, a rebajar el gasto sanitario y asistencial que todos pagamos. Pero, con todo y con eso, hay cosas que se les escapan. Algunos alimentos tienen propiedades que trascienden los límites de la bioquímica y hasta los parámetros de la investigación científica. Son atributos relacionados con convicciones y comportamientos sociales aleatorios e imprevisibles y de difícil encaje en el quehacer investigador y/o comercial.

Un caso paradigmático es el atún. Si buscamos en la Wikipedia, constataremos que es un género integrado por una docena de especies de peces que viven en el mar. Si consultamos sus propiedades nutritivas, conoceremos que ayuda a disminuir los niveles de colesterol y de triglicéridos y que, por ello, es recomendable su consumo por quienes padecen enfermedades cardiovasculares. Tiene mayor contenido en proteínas que las carnes y, además, aporta una cantidad importante de vitaminas y minerales. Estas son las principales propiedades de tan excelso manjar. No obstante, con el debido respeto a los profesionales, me permito discrepar y añado: no solamente. Estoy convencido de que los científicos y nutricionistas que han acreditado cuanto antecede olvidan un atributo fundamental del atún: es uno de los peces que mejor congrega la amistad.

Me explicaré. El sábado pasado nos tocó hacer la “cena del atún”: una arraigada costumbre que practicamos una decena de parejas desde hace más de una década. No recuerdo exactamente cuando empezó, pero sí quién la promovió: Emilio Soler. Gran político y mejor persona que, por encima o por debajo de ello (como se prefiera), es un formidable “niño grande”. Tan es así que le encantan tres de las principales pasiones infantiles: el fútbol, los cómics y el chocolate. Y, más que las tres juntas, el Barça, cuando juega con verticalidad  (que es casi nunca) y golea, y el atún. No he visto a nadie relamerse como él con esta vianda.

Todo empezó con una reunión circunstancial de amigos, de procedencias diversas, para la que alguien preparó atún. Aquello cuajó y ese ha sido el pretexto para convocar cuantas le han seguido. Aproximadamente cada bimestre, concurrimos a una velada, que se celebra rotatoriamente en cada una de nuestras casas, para la que puede proyectarse cualquier cosa, pero en la que no debe faltar el atún. Lo hemos comido con tomate, a la naranja, encebollado, con salsa de ñoras y nectarina, con tomate y pimiento, con chocolate, etc., etc. Hemos cenado atún de almadraba, de aleta azul, bonito, albacora… Por muchos aperitivos que precedan o postres que rematen el ágape, el atún es siempre la estrella de la reunión.

No pueden hacerse una idea de la variedad de personajes que nos sentamos a cenar. Es verdad que tenemos un denominador común: todos somos amigos. Pero, salvada esa circunstancia, sumamos una amalgama de caracteres, de experiencias y de vidas radicalmente diferentes. Ello hace que pensemos y sintamos de muy distintas maneras y que disintamos y discutamos con apasionamiento en numerosas ocasiones. No obstante, por arduas o agrias que sean las discrepancias, siempre concluimos la velada en concordia. Algunos estamos convencidos de que la culpa de ello la tienen unas propiedades secretas que tiene el atún, que propician el afecto y la armonía y que no han descubierto todavía ni científicos ni nutricionistas. A mi me convence tal explicación porque mantiene viva una de mis mayores aspiraciones: disfrutar de la amistad y del afecto. ¿No les apetece comprobarlo personalmente?

jueves, 13 de febrero de 2014

Crónicas de la amistad: Novelda (5)

Esta semana se inició con auténticos días de perros, epílogo del temporal (ciclogénesis, le llaman ahora los hombres y las mujeres del tiempo) que ha asolado España y Europa. Sin embargo, ayer, miércoles, la climatología se alió con nosotros contribuyendo a acrecentar el gozo de reencontrarnos. Amaneció un día espléndido, diáfano y soleado. Parecía como si la atmósfera hubiese declarado una tregua unilateral para ayudarnos a disfrutar de la amistad, en el quinto cónclave de esta nueva era.

Y ello sucedía justamente en Novelda, el doce de febrero, el día en que el doodle de Google homenajeaba a Clara Campoamor, que nació esa misma fecha del año 1888. Gracias a su incansable lucha por los derechos de las mujeres, votaron en las elecciones de 1933. Y no fue sencillo porque, como es sabido, en los primeros años de la II República, las mujeres podían ser diputadas, pero no podían votar. Las tesis de Clara sobre el sufragio universal sin discriminación de raza y sexo no cuajaron entre los políticos de izquierdas y, obviamente, mucho menos entre los de derechas. Los primeros estaban convencidos de que el voto femenino sería más conservador que el masculino. En ese sentido, es famosa su disputa con Victoria Kent, la otra mujer de aquel primer parlamento democrático español. Y diréis, ¿a santo de qué  viene este excurso del cronista? Pues, para disipar cábalas, os recordaré que ayer se incorporaron a la celebración tres genuinas compañeras: Concha Azorín,  María Pellín y Loli Gutiérrez.  Y quiero subrayarlo como se merece porque, de otra manera, ellas también han sido luchadoras como lo fueron Clara y Victoria. Y, por ello, creo que merecen este pequeño reconocimiento.

El periplo empezó en el bar Saoro, un clásico en Novelda. Era el lugar señalado, justo al mediodía, para agrupar la concurrencia. A los habituales de encuentros anteriores, se añadieron en esta ocasión las mujeres mencionadas y Raimundo Muñoz, otro viejo compañero y noveldense de pro. Unas leves cervezas precedieron al breve paseo por la calle Mayor que, de la mano de Luis y Loli (nuestros anfitriones), nos condujo a dos de las mejores casas modernistas que pueden disfrutarse en la localidad. Ambas son construcciones magníficas, que exhiben los atributos que adornan las edificaciones levantadas siguiendo esta tendencia arquitectónica. Concretamente, la Casa Museo Modernista, conocida popularmente como “Casa de la Pichocha”(en alusión al apodo familiar de la inicial propietaria), fue un proyecto personal de Antonia Navarro. Dicen las crónicas que era persona de gran carácter, muy bien relacionada y con gran capacidad para los negocios, cosa inhabitual en las mujeres de la época. Encargó el diseño y la construcción de la obra a un arquitecto murciano, Pedro Cerdán Martínez, que la ejecutó, entre 1900 y 1903, con la colaboración de algunos de los mejores artesanos del momento, que trajo expresamente de sus lugares de origen. La casa resume en su esplendor el momento que vivía la burguesía terrateniente de Novelda, singularmente la familia Gómez Navarro, enriquecida al amparo de la  crisis vitivinícola en Europa, asolada por la expansión de la plaga de la filoxera en Francia, Austria y otros países durante el último tercio del siglo XIX. Esos años que precedieron a la contaminación final de los viñedos españoles fueron la época dorada de esta nueva burguesía del Vinalopó.

Aún con el regusto de los escorzos y los dinteles, de las balaustradas tejidas con alusivos zarzillos y pámpanos de vid y de los centenares de adornos y detalles decorativos, labrados  y torneados en materiales nobles a lo largo y alto de las mansiones, nos dirigimos a completar la novedad del día: el periplo cultural por la localidad de acogida. Los coches nos llevaron al Santuario de Santa María Magdalena, una obra pretendidamente modernista que diseñó el ingeniero textil José Sala Sala. Impactante en su interior el órgano de piedra que construye el gemólogo y organero Iván Larrea. Un instrumento muy peculiar, no sólo por su tamaño sino porque su mecanismo instrumental es de mármol.  Por último, una mirada, casi de reojo, al castillo de la Mola, con su torre triangular, despidió el recorrido cultural y nos encaminó al restaurante La Villa, asentado a escasos metros de allí. Teníamos apetito y, por ello, los doce nos dispusimos rápidamente en torno a una estupenda mesa redonda. En un par de horas, sucumbieron aperitivos varios, gazpachos manchegos y de mero, chuletones de buey y chuletillas de cordero, postres varios y alguna copa final. Los recalcitrantes remataron el ágape con algún cigarro o cigarrillo, a gusto de cada cual.

Un nuevo desplazamiento, igualmente breve, nos llevó a la casa de Luis y Guti, que tomamos inmisericordemente con su aquiescencia. Ocupamos literalmente su salón para seguir con las copas y las canciones. Antonio Antón se había provisto de guitarra y empezó a desgranar algunas, cuyas letras  -que no músicas- conserva en las decenas de folios, cuartillas y octavillas que guarda en viejas carpetas azules, de aquellas que cierran con gomas elásticas. Unas están impresas y otras tipografiadas con máquinas Olivetti en papel de cebolla. Muchas hojas amarillean y otras denotan el paso del tiempo, que solo afecta al aspecto del soporte porque, lamentablemente, sus contenidos tienen plena actualidad, como acostumbra a remachar Antonio.

En fin, ¿qué contar que no sepáis? La voz de Antonio filtró (para mejor, según opinión unánime) las viejas canciones de Raimon y de Lluís Llach, los poemas de Nicolás Guillén, Miguel Hernández y otros insignes poetas que él mismo, Paco Armengol y Fernando Celdrán musicaron en su día, y que hoy interpreta mejor que entonces. Los demás desafinamos y le acompañamos en lo que pudimos porque otra cosa no, pero voluntad y ganas le echamos. Y así concluyó este día, con un nuevo proyecto en mente para abril o mayo, esta vez en Elx. Seguramente, todos lo esperamos ya. Abrazo para todas y todos.

sábado, 8 de febrero de 2014

Carlos III.

El título de ese post puede parecer una humorada, especialmente en el día en que una infanta de España ha comparecido como imputada ante la Justicia, por segunda vez. ¿Qué diría uno de sus ancestros: Carlos III, hijo de Felipe V, y rey de Nápoles y de España?

¡Ay de aquel Carolus Rex!  Uno de los pocos borbones que aportaron aires renovadores a la monarquía española y que, como dicen las crónicas, reinó larga y fructíferamente. ¿Qué diría el monarca icono de lo que los manuales de Historia llaman “despotismo ilustrado”, aquel rey (excelso alcalde de Madrid) que ansiaba “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”? (Lo mismo que ahora, vamos).

Hay que reconocer que Carlos III impulsó importantes reformas que, aunque cueste creerlo, fueron bastante respetuosas con el orden social, político y económico de la época. Supo rodearse de un lúcido equipo de ministros y colaboradores que le ayudaron a diseñar el camino a seguir. Esquilache, Aranda, Campomanes, Floridablanca, Wall y Grimaldi fueron algunos de los que contribuyeron a reorganizar los gobiernos y las haciendas municipales y pusieron cierto coto a los poderes de la Iglesia, recortando la jurisdicción de la Inquisición y limitando su capacidad para adquirir bienes raíces. En síntesis, podría decirse que Carlos III fue un monarca reformista y hasta moderno. ¡Quién lo diría en los tiempos que corren! ¡Cómo hemos cambiado!

Pero lo que quiero decir no tiene relación alguna ni con la monarquía ni con la tradición. Hoy he conocido a Carlitos, que nada tiene que ver con Carlos III, aunque sus progenitores lo conozcan ya como Carlitos tercero, según le ha bautizado mi hijo, con la aquiescencia de su progenitora.  Nació hace nueve días y es el tercer varón de una saga iniciada por Carlos Arnaiz, que engendró un vástago, conocido como Charlie, que es el padre del mencionado Carlitos.

Los apenas siete u ocho minutos que hemos compartido en la acera de mi casa, junto al coche de sus padres, han sido suficientes para verificar que Carlitos es un ser encantador. Es una criatura sonrosada, tranquila, silenciosa, preciosa y muy buena (esto lo acreditan sus padres). Yo también lo he percibido así. No ha dicho ni pío en el breve intervalo que hemos compartido. Nos ha mirado a todos con los ojos extraviados e inteligentes que tienen los bebés recién nacidos y, cuando se ha hartado de aguantar nuestras carantoñas, los ha cerrado displicentemente y se ha dormido. ¿Puede ofrecerse mejor muestra de inteligencia y cordura?

Carlitos es hijo de Elena y de Charlie, unas personas a las que conozco desde hace muchos años y que son como de mi familia. Son unos de los mejores amigos de Vicente y María, mis hijos, con los que han compartido muchísimas experiencias  que les han llevado a quererse profundamente. Obviamente, no somos ajenos a ese afecto y por eso nos hemos alegrado tanto de conocer a un niño que encarna la continuidad de esa familia.

Hablando, hablando… Charlie me ha confesado que su padre, hombre bregado y largo, al que han visitado esta tarde antes de pasar por nuestra casa, lloraba cuando se ha despedido de su nieto: de su primer y único nieto. Mientras él lo decía, yo pensaba para mis adentros: ¡Ay Carlos, Carlos… que los años no perdonan! (¿pueden perdonar algo los años?). En ese momento he recordado a Trini, la abuela paterna del bebé, que hace años que nos dejó, pero que estará viendo a su nieto con sus ojos vivarachos y amorosos. Y se alegrará, como nosotros, de que un niño sano, pacífico, rubicundo y guapo se haya incorporado a la familia.

Y le complacerá, como a nosotros, que no sea un monarca ni un aristócrata, de esos que tienen todo sin otro mérito que el de haber nacido. Se alegrará de que sea un niño que debe pelear por encontrar su lugar en el mundo, que debe aprender a ganarse la vida y a ser una persona decente, y a vivir como tal. Vamos, como corresponde a la amplia estirpe que acoge su nombre. Salud y suerte en la vida, Carlitos.

martes, 4 de febrero de 2014

Gestalgar forever.

Por fin, después de cuatro meses, este fin de semana nos hemos ido al pueblo. Teníamos algunas cosas pendientes y era una buena ocasión para rematarlas porque se celebran los actos en honor al patrón y acude la gente. Por eso no nos sorprende que a nuestra llegada el pueblo rebose de coches y de personas que deambulan inusualmente por las calles, alimentando un runrún de conversaciones entrecortadas entre recién llegados y habituales, entre lugareños y visitantes. Trasiego, revolica, vitalidad, ¡qué gozo! Sin embargo, todo es un espejismo que apenas alcanza hasta el domingo por la tarde. El lunes vuelve irremediablemente el atronador silencio de las mañanas invernales y los silbidos sincopados de los estorninos.

Amanece. El sol se filtra entre las nuevas coscojas y las viejas pavesas de los pinos que abrasó el último incendio, hace más de un año. Los gatos se desperezan sobre los tejados y se escuchan las voces lejanas de vecinas lenguaraces y madrugadoras. Repican las campanas llamando a misa, confundiéndose su tañido con el soniquete de los cañares que enmarcan el río, empujados por la brisa ribereña que los mece permanentemente.

El piar del enjambre de gorriones que pueblan las tripas de los tejados ameniza las calles desiertas de un pueblo fantasmagórico a las siete de la tarde, que exhibe su leve palpito vital en las volutas de humo que ascienden lentamente de distanciadas chimeneas. Las madrugadas velan estridentes cortejos de gatos, ajenos al traqueteo de puertas y ventanas que empuja el cierzo y al frío de unas casas que no terminan de calentarse nunca.

Apenas han transcurrido unas horas y, sin embargo, qué lejos queda el lleno circunstancial de las calles, la chocolatada popular, los panecillos de S. Blas y las comilonas que acompañan a las fiestas. Y la felizmente recuperada jota de Gestalgar. Y el vocerío incansable de los niños en la plaza hasta las tantas. Y los diálogos a voz en grito de los vecinos retirándose a sus casas, tras la fiesta.

Regresan los ladridos de los perros solitarios, confinados en los corrales junto a la huerta. Y el cansino caminar de los viejos, volviendo a casa desde el Hogar del Jubilado o el bar de la Cooperativa Agrícola. Se enciende la luz acaramelada de unas farolas impolutas, que porfían por alumbrar las campanadas del reloj de la torre de la iglesia, que señala machaconamente las horas y las medias. Se nos echa encima el frío de las madrugadas y el golpear sobre las puertas de las cortinas de canutillo, con su soniquete personalizado.

Abundan los recuerdos para los amigos y familiares que ya no están. Se imponen obligadas visitas, insoportablemente emotivas, que ambicionan acompañar y lamentar –cada vez más a menudo– desgracias y obligadas despedidas. Hasta queda tiempo para trabar conversaciones que no sé si son flashbacks o meros ejercicios de nostalgia. Entretanto, unos altavoces estentóreos difunden bandos por las esquinas, que antes eran “receses” soleados, repletos  de mujeres remendando sábanas y ropa vieja, y hoy son piélagos perennemente habitados por cuatro gatos escuálidos que, por no tener, no tienen ni pedigrí.

Las rudas piedras que se escalonan en las faldas de las montañas amenazan siempre con caerse, rodando por las antiguas terrazas que insinúan sus laderas, abandonadas hace años por las labores, que ahora, tras el incendio, están también huérfanas de pinos, lentiscos y brezos.

Entretanto, el cielo, de un azul hiriente, diáfano e inmenso, recorta las siluetas de los espinazos pétreos que enmarcan el viejo pueblo que, indolentemente recostado sobre uno de ellos, asiste impertérrito al transcurso del infinito fluir del río y de las vidas.

Gestalgar, forever.