La bromatología es una antigua preocupación
de la humanidad y actualmente una ciencia que estudia los alimentos, su adecuada
preparación y su asimilación por el organismo, facilitándonos el conocimiento
de sus propiedades y de los principios de la alimentación saludable. Hace años que los nutricionistas (individuos y
empresas) se están poniendo las botas, asesorando en el arte del bien comer a
los ciudadanos del mal llamado primer mundo: un colectivo maleducado, ‘mal-alimentado’
y sujeto paciente de prescripciones alimentarias y terapéuticas, que se derivan
de patologías generadas por la malnutrición.
Así pues, tenemos una deuda importante con los
profesionales de la educación alimentaria porque se ganan la vida ayudándonos a
mejorar y a prolongar la nuestra, contribuyendo, de paso, a rebajar el gasto
sanitario y asistencial que todos pagamos. Pero, con todo y con eso, hay cosas
que se les escapan. Algunos alimentos tienen propiedades que trascienden los
límites de la bioquímica y hasta los parámetros de la investigación científica.
Son atributos relacionados con convicciones y comportamientos sociales
aleatorios e imprevisibles y de difícil encaje en el quehacer investigador y/o
comercial.
Un caso paradigmático es el atún. Si
buscamos en la Wikipedia, constataremos que es un género integrado por una
docena de especies de peces que viven en el mar. Si consultamos sus propiedades
nutritivas, conoceremos que ayuda a disminuir
los niveles de colesterol y de triglicéridos y que, por ello, es recomendable su
consumo por quienes padecen enfermedades cardiovasculares. Tiene mayor
contenido en proteínas que las carnes y, además, aporta una cantidad importante
de vitaminas y minerales. Estas son las principales
propiedades de tan excelso manjar. No obstante, con el debido respeto a los
profesionales, me permito discrepar y añado: no solamente. Estoy convencido de que los científicos y
nutricionistas que han acreditado cuanto antecede olvidan un atributo
fundamental del atún: es uno de los peces que mejor congrega la amistad.
Me explicaré. El sábado pasado nos tocó hacer
la “cena del atún”: una arraigada costumbre que practicamos una decena de parejas
desde hace más de una década. No recuerdo exactamente cuando empezó, pero sí quién la promovió: Emilio Soler. Gran político y mejor persona que, por encima
o por debajo de ello (como se prefiera), es un formidable “niño grande”. Tan es
así que le encantan tres de las principales pasiones infantiles: el fútbol, los cómics y el chocolate. Y, más que las tres juntas, el Barça, cuando juega con
verticalidad (que es casi nunca) y golea,
y el atún. No he visto a nadie relamerse como él con esta vianda.
Todo empezó con una reunión circunstancial de
amigos, de procedencias diversas, para la que alguien preparó atún. Aquello
cuajó y ese ha sido el pretexto para convocar cuantas le han seguido. Aproximadamente
cada bimestre, concurrimos a una velada, que se celebra rotatoriamente en cada
una de nuestras casas, para la que puede proyectarse cualquier cosa, pero en la
que no debe faltar el atún. Lo hemos comido con tomate, a la naranja,
encebollado, con salsa de ñoras y nectarina, con tomate y pimiento, con
chocolate, etc., etc. Hemos cenado atún de almadraba, de aleta azul, bonito,
albacora… Por muchos aperitivos que precedan o postres que rematen el ágape, el
atún es siempre la estrella de la reunión.
No pueden hacerse una idea de la variedad
de personajes que nos sentamos a cenar. Es verdad que tenemos un denominador
común: todos somos amigos. Pero, salvada esa circunstancia, sumamos una
amalgama de caracteres, de experiencias y de vidas radicalmente diferentes.
Ello hace que pensemos y sintamos de muy distintas maneras y que disintamos y
discutamos con apasionamiento en numerosas ocasiones. No obstante, por arduas o
agrias que sean las discrepancias, siempre concluimos la velada en concordia. Algunos
estamos convencidos de que la culpa de ello la tienen unas propiedades secretas
que tiene el atún, que propician el afecto y la armonía y que no han
descubierto todavía ni científicos ni nutricionistas. A mi me convence tal
explicación porque mantiene viva una de mis mayores aspiraciones: disfrutar de
la amistad y del afecto. ¿No les apetece comprobarlo personalmente?