viernes, 23 de mayo de 2014

Crónicas de la amistad: Elx (6)

Debemos buscar a alguien con quien comer y beber antes de buscar algo que comer y beber,
pues comer solo es llevar la vida de un león o de un lobo.
(Epicuro)

Parece que fue ayer y ya ha pasado un año desde que nos encontramos en Aspe, también en otra mañana primaveral y espléndida, igual de caprichosamente propicia para los encuentros y los ágapes y para la invocación de los afectos. El pasado miércoles todos los caminos conducían a Elx, que era el destino acordado.

Elías ejerció de anfitrión y nos citó en Sabors, un restaurante céntrico que preparó una cuchipanda copiosa y sabrosa, servida en un espacio privativo que facilitó que lo disfrutásemos mejor, trufándola con los habituales comentarios y chascarrillos de nuestras citas. Una pequeña sobremesa fue la antesala de un breve paseo por la calle Troneta, hasta la cafetería Viena, donde la prolongamos hasta apurar las primeras copas. Desde allí, Antonio Antón nos llevó a su casa en la carretera de Santa Pola. Algunos conocimos a su hija mayor y a sus nietos y todos disfrutamos de una corta y apacible velada, que compartimos con Paqui, su mujer, en la acogedora terraza de su espléndido chalé.

Cuando me pongo frente al ordenador para contar mis percepciones sobre lo que aconteció, apenas encuentro algo que añadir a los relatos anteriores, salvo pequeños detalles circunstanciales. Pero según completo los primeros renglones, me runrunean pensamientos que ofrecen viejas y nuevas reflexiones sobre el apasionante territorio de la amistad. Esa telaraña compleja en la que entran y salen las ideas, en la que se cruzan y entremezclan los sentimientos, en la que se confunden o se dejan avasallar mutuamente, amagándose, reapareciendo y configurando una tupida urdimbre de significados, que a veces son imprecisos y casi siempre gratificantes.

Porque la amistad es un sentimiento positivo que incluye variopintas experiencias y que nos hace protagonistas de una actitud placentera, que recorre nuestra intimidad y nos predispone bien. Es una experiencia que conocemos en primera persona y no por lo que otros nos cuentan. Es un estado anímico que vivimos con intensidad diversa y que propicia especialmente la comunicación.  Por ello y por mucho más, es una de las grandes fuerzas vitales que, por un lado, tira de nosotros y, por otro, nos ayuda a mantener los pies sobre la tierra.

No sé exactamente cuándo ni cómo iniciamos la construcción del caleidoscopio de convicciones, emociones y sentimientos que es nuestra amistad. Me gusta imaginarla asociada a ese sencillo y extraordinario artilugio que con pocos ingredientes ofrece realidades maravillosas, que se reinventan con un leve gesto, sorprendiéndonos siempre y empujándonos a explorar nuevas posibilidades.

Tenemos la fortuna de compartir un asombroso vademécum que integra una lista casi completa de los elementos que conforman la amistad, que hemos ido agrandando y reinventando con nuestras vivencias, con nuestras relaciones y con nuestros afectos a lo largo de los años. Por eso, ahora, cuando coincidimos, nos ofrece nuevas aristas y vertientes, viejos gozos y nuevas sensaciones. Es artefacto tan caprichoso y excepcional que logra integrar la nostalgia y el alborozo, lo vivido y lo imaginado, el cabreo socioambiental y el embeleso y la fascinación por vivir la vida en armonía. Y esa es la grandeza de nuestra amistad, que no es solo nostálgica porque no se sustenta exclusivamente en las vivencias del pasado y en los recuerdos que nos amalgaman, sino que incluye también la construcción optimista que hacemos de la vida cada día, siempre con la mirada puesta en el que está por venir.

Yo lo veo así. Y tal vez por ello, me seduce vagar y perderme en la sinfonía de colores que aporta una de las mejores arquitecturas de la condición humana. Ese caleidoscopio cuyos espejos son los ingredientes de la amistad: afinidad,  generosidad, confidencia, correspondencia, respeto, no hablar si es mejor callar, empatía, urbanidad… Ese artefacto que esconde los mejores colores: cada uno de nosotros. Así que he de reconocer que tomarlo sigilosamente en mis manos, echármelo cuidadosamente a la cara, dirigirlo secretamente a la luna y emborracharme de luces, esmaltes y tornasoles es uno de mis inconfesables vicios. Me declaro irrecuperable. Así que nadie intente disuadirme.

domingo, 18 de mayo de 2014

Apagón digital.

Alguien dijo que toda generación cree que vive un periodo de cambios trascendentales. En eso, la nuestra no se diferencia de las demás. También nosotros estamos convencidos de que las tecnologías de la información están transformando nuestras vidas profundamente, como las generaciones que nos precedieron creyeron que lo hacían la máquina de vapor, los vuelos de las aeronaves o la electricidad.

Ahora bien, si es verdad que lo que sucedió en el pasado se parece bastante a lo que ocurre actualmente, no lo es menos que vivimos en un comienzo de siglo en el que todo está en tela de juicio, tal es el abrumador poder de las transformaciones contemporáneas. Son de tal calado que el cambio económico, social y cultural propiciado por la innovación tecnológica tiene alcance mundial, impulsando un capitalismo de dimensión global con una velocidad, una inevitabilidad y una fuerza que jamás hemos conocido.

Entre otras consecuencias, el mundo que vivimos ha originado una reinvención de la percepción cultural del universo de la empresa y del capitalismo, hasta el  punto de que las compañías relacionadas con las nuevas tecnologías se consideran la esencia de la actual modernidad. Incluso han conseguido liberarse de aquella vieja imagen que las identificaba como corporaciones productivas intrínsecamente explotadoras. Esta situación tiene su reflejo en la economía política del mundo occidental. Gobiernos y estados han perdido la confianza en las posibilidades y en el significado del sector público y dejan crecientemente la iniciativa en manos del sector privado o buscan cómo asociarse con él.

Cada vez aumenta más la percepción de que debe reinventarse la gobernanza y las estructuras de participación social. Por otro lado, las acciones de los escalones inferiores del sistema productivo se impregnan cada vez más de un espíritu más activista. Los nuevos pobres se organizan en estructuras de autoayuda, que recurren al antiguo trueque y a las viejas formas de lucha para salir de su condición. Decrece progresivamente el papel del estado del bienestar y las presiones competitivas de la parte baja del mercado de trabajo hacen que la vida sea cada vez más dura, pareciéndose gradualmente a los periodos menos regulados del siglo XIX. Son muchas las vertientes que podrían abordarse, pero lo que parece incuestionable es que la situación actual es compleja e impredecible.

No hace muchas semanas leía una entrevista que le hicieron a Dan Dennett, que es un respetado filósofo estadounidense, catedrático en la Universidad de Tufts (Boston, Massachusetts)  y reconocida autoridad en el ámbito de las ciencias cognitivas, de la inteligencia artificial y de la memética. También ha hecho importantes aportaciones acerca de la significación actual del darwinismo y la religión. El profesor Dennett es famoso por sus teorías sobre la conciencia y la evolución y se le considera uno de los grandes teóricos del ateísmo.

Dennet está convencido de que Internet se vendrá abajo y de que viviremos oleadas de pánico mundial. Decía en la aludida entrevista que si queremos evitarlo debemos construir botes salvavidas que, según él, no son otra cosa que los recursos del antiguo tejido social, los que tenían organizaciones de todo tipo, que Internet ha ido aniquilando. Las nuevas tecnologías han conseguido hacernos dependientes absolutos: todo está subordinado a la red. Por ello se pregunta qué pasaría si se viniese abajo. Y no duda en responder que todo se iría al garete en pocas horas. Sin móvil, sin TV, sin tarjetas de crédito, sin gasolina, sin identidad digital, etc., no sería posible hacer nada, al menos en su país.

Lejos de lo que pudiera parecer, el veterano profesor no intenta alarmar cargando las tintas, sino que elude intencionadamente el alarmismo y el catastrofismo. Pero ello no resta un ápice de firmeza a su convicción de que es cuestión de tiempo que la red caiga, como también aseguran la mayoría de los expertos en globalización. Él añade una propuesta que considero indispensable: deberíamos prepararnos antes de que ello suceda. Porque en tiempos pretéritos había organizaciones sociales, congregaciones laicas, iglesias, sociedades filantrópicas, etc., etc. Como sabemos, todo este armazón de protección social ha desaparecido ya en nuestras sociedades o está en vías de hacerlo. Cada vez son menos las redes de apoyo y solidaridad. Y cada vez es mayor la intranquilidad porque apenas existe alguien en quien poder confiar cuando vengan las cosas peor dadas de lo que ya están. 

Si lo pensamos fríamente, no deja de ser irónico que lo que nos ha traído hasta aquí nos pueda llevar también de vuelta a la Edad de Piedra. Tiempo al tiempo.

martes, 13 de mayo de 2014

Puente de los suspiros.

Venecia es un destino clásico del turismo romántico. Centenares de trasatlánticos, decenas de miles de vuelos con destino al aeropuerto que lleva el nombre de su hijo más ilustre y varios millones de visitantes anuales lo avalan. Se ha escrito tanto de ella que más que una realidad casi parece una fantasía producto del lucrativo espíritu comercial que caracteriza a los venecianos. Y debe reconocerse que un poco de ello hay. Pese a todo, tienen razones de sobra para sentirse orgullosos y para reivindicar el título de ciudad romántica por excelencia. A mí, particularmente, hasta me resultan sugerentes por su musicalidad los nombres de algunos de sus sestiere: Canareggio, Dorsodouro…, como me seduce el exclusivo sistema de numeración de las viviendas, que no desmerece la natural complejidad del callejero.

Venecia es una postal en cada esquina. No importa a dónde o cómo enfoques la cámara fotográfica porque siempre aciertas con la instantánea. La ciudad acoge infinitos y maravillosos rincones distribuidos aleatoriamente entre las miles de callejuelas, esquinas, plazas, puentes y canales que la conforman, que tienen denominaciones genéricas evocadoras de regustos novelescos y románticos: fondamenta, campiello, corte, ramo... Podría desgranar nombres propios de calles, rincones, puentes y espacios sugerentes e inspiradores hasta cansarme. Obviamente, no es mi intención porque hoy me interesa exclusivamente uno de los iconos venecianos por antonomasia: el puente de los suspiros.

Antes de conocer la ciudad, las imágenes que me forjaron en la mente los libros, el cine y la televisión asociaron el puente de los suspiros con los resuellos que el imaginario popular atribuye a las personas enamoradas. Como supongo que tantos otros, cuando visité Venecia descubrí sorprendido que esos suspiros no tienen relación alguna con el amor sino con el sufrimiento, la preocupación y los congojos que embargaban a los reos cuando transitaban desde el lugar donde habían sido juzgados (el Palacio Ducal, en este caso) a otro colindante (la prisión de la ciudad) donde cumplirían sus penas. Aquellos suspiros amorosos, que tan gratuitamente imaginé, sin fundamento alguno y llevado por los prejuicios, se trocaron en algo tan decepcionante y prosaico como el lamento del malhechor cuando inicia el cumplimiento de su condena.

Pero afortunadamente las cosas no son monocromáticas ni unidireccionales. Hace unos años descubrí con complacencia que ese puente elevado que atraviesa el Río de Canonica,  visible desde la góndola, el vaporetto o desde el viaducto que conduce a la Riva degli Schiavoni, tiene su réplica en Alicante. Con matices, naturalmente, porque el nuestro no une edificios o vías de una ciudad inundada. Es una simple pasarela metálica, que se alza en las áridas y solitarias tierras que contornean los barrios de Rabasa y Divina Pastora atravesando la carretera que conecta la ciudad con la Universidad. Un espacio al noroeste, despoblado y bastante abandonado, que acoge los suspiros más románticos, visibles y ecológicos de los alicantinos.  

La pasarela que enlaza la calle Penáguila con el Camí Fondo Piqueres es el lugar que aprovechan los ciudadanos y ciudadanas de ambos barrios para declararse a sus amados o amadas (que parecen mayoría, todo hay que decirlo, según la  estimación que hago a tanto alzado de las rúbricas que recuerdo). Desde hace años, sobre esa especie de frontera que cruza el puente, los enamorados de uno y otro barrio cuelgan lienzos y pancartas de todo color y condición, haciéndolos pender de sus pretiles. Los he visto blancos, rojos, azules y hasta verde esmeralda. He leído en ellos mensajes personales primorosamente escritos con  letra caligráfica y redondilla y otros que he logrado descifrar, no sin esfuerzo, ocultos en graffitis casi inescrutables. Independientemente de su formato, calidad artística o riqueza léxica, todos ellos incluían un único mensaje: el amor que una persona expresa a otra, anónimamente o con firma, y hasta rúbrica. He leído y disfrutado declaraciones ingenuas, rebuscadas, artísticas y desmadejadas, directas, indirectas, anónimas, intituladas, etc., que unas veces me han recordado otros tiempos y otras me han provocado una sonrisa cómplice y complacida.

En esa pasarela he comprobado semana tras semana, mes tras mes y año tras año que en ciertos aspectos las cosas apenas han cambiado. Allí visualizo que la vida sigue su curso, que las personas timoratas expresan y publicitan sus sentimientos con recursos sencillos, lenguajes educados y medios naturales. Y lo hacen de manera espontánea y ecológica, sin manchar ni desmerecer los espacios privativos o comunes que, contrariamente a lo que suele ocurrir, quedan preservados de sus arrebatados impulsos. Y todo ello lo hacen utilizando paños y tejidos que son banderas auténticas, que expresan emociones y sentimientos verdaderos, y no ideas y prejuicios interesados.

Allí compruebo que la vida se ha congelado en un formato primordial, que conjuga  la expresión de los sentimientos y el respeto al entorno, a las construcciones sociales y a las precarias condiciones en que vivimos. Y me congratula admirar esas sentidas, efímeras, tradicionales, educadas y maravillosas declaraciones.


lunes, 12 de mayo de 2014

Comer bien.

Cuando apenas era un niño viví algunos años en Chiva, en casa de mis tíos Amparo y Bernardo. No sería quien soy sin la ayuda que prestaron a mis padres, al acogerme tan generosamente en su hogar para que pudiese cursar estudios de bachillerato, y sin los cuidados que me procuraron. Una de las muchas cosas que les agradeceré siempre es haber contribuido a perfeccionarme en el arte del bien comer, cuyos secretos me enseñó sustancialmente mi madre.

Yo procedía de un pueblo de apenas 1500 habitantes, en el que las costumbres culinarias eran las que eran: menús sencillos y saludables, generalmente de plato único, poco copiosos y reiterativos. Pese a ello, era un privilegiado porque mi madre, que había pasado sus años mozos sirviendo en una buena casa de Valencia, había aprendido allí no sólo las artes culinarias sino otras muchas habilidades relativas al buen gobierno de la casa. Así que me contaba entre los afortunados que no solo comíamos los guisotes y hervidos habituales en aquellos pagos, sino que conocíamos y tomábamos viandas y elaboraciones que eran inusuales allí. No obstante, no hay capítulo que no tenga su mácula y, en este caso, el recetario de mi madre no incluía los macarrones.

Vivía ya algunas semanas en casa de mis parientes cuando un día mi tía preparó una gran fuente de macarrones con tomate y atún. Como siempre, ocupamos nuestro lugar en una gran mesa que era, a su vez, el tablero donde se heñía el pan. Cada día nos acomodábamos en él las doce o catorce personas, que incluían la familia y otras que trabajaban en el horno. Empezó a servir los macarrones en los respectivos platos, empezando por su marido y siguiendo el orden sistemático que se utilizaba en aquella casa. Cuando me correspondió, me entregó un buen plato de pasta, exquisitamente preparado y con una presencia magnífica. Cuando lo vi, me quedé tan sorprendido que tardé algunos segundos en reaccionar. Finalmente miré a los ojos a mi tía y le dije: “Tía yo no quiero de esto”. Y ella, cariñosamente me replicó: “¿Qué significa eso de que no quieres? Escúchame. Esta comida son macarrones. Es un plato exquisito. Mira cuantos les he puesto al tío, a la tía Dolores, a Manolo, a Emilia… A todos les encantan. Te aseguro que son extraordinarios y que saben estupendamente. Los he preparado con todo el cariño del mundo”.

Yo repetí tozudamente que no los comería porque mi madre no los hacía. Ella insistió pacientemente, explicándome que de la misma manera que ella preparaba comidas que no hacía mi madre, mi madre elaboraba otras que ella no sabía preparar, sin que ello significase que unas y otras no fuesen excelentes. Reiteró con énfasis que probase los macarrones, asegurándome una y otra vez que eran una de sus especialidades y que me agradarían. Yo, que siempre he sido bastante testarudo, me cerré en banda y le dije que no los comería porque no me gustaban. En vista de mi terquedad, hizo una pausa y me dijo muy seria: “Pues no hay otra comida, así es que o comes macarrones o te quedarás sin comer”. Yo le respondí que prefería no comer. Mi tío, mis primos y las demás personas sentadas a la mesa observaron silenciosamente la escena, mientras daban buena cuenta de los macarrones. Llegó el momento de servir el segundo plato, cuyo contenido he olvidado. Lo que no se ha borrado de mi memoria es la respuesta que me dio mi tía cuando me interesé por comerlo. Me dijo con meridiana claridad que en su casa lo que se ponía en la mesa se comía y que quién no tomaba el primer plato no podía comerse el segundo. Así pues, todos disfrutaron de aquel segundo menos yo, que me quedé sin probar ni el uno ni el otro. Puede imaginarse el enfado que me embargó, que fue lo único que coseché porque ella se mantuvo firme y no cedió ni un milímetro.

Concluyó la comida y el plato con los macarrones permanecía ante mí. Ella lo retiró cuidadosamente y nos levantamos todos de la mesa. Llegó la hora de la merienda y se la pedí a mi tía. Me dijo que no tenía derecho a merendar porque quien no comía al mediodía no debía merendar. Así que no quedó otra alternativa que esperar hasta la noche para cenar. Y así fue.

Como puede imaginarse, estaba ansioso porque llegase la noche hambriento como estaba, sin probar bocado en todo el día. Así que a su hora nos volvimos a sentar en el tablero y empezó a servirse la cena. Hervido de verduras, como casi todas las noches. Mi tía sacó la marmita con el hervido y empezó a distribuirlo a las personas que estaban sentadas. Cuando llegó mi turno, se ausento por un momento y sacó de la despensa el plato de macarrones, que colocó frente a mi.

Ante semejante envite, le espeté: “Tía, quiero hervido, como los demás”. Y ella me respondió: “No hijo, en esta casa nadie desprecia la comida que se pone en la mesa; así es que cómete los macarrones y después, si tienes más apetito, yo te pongo un plato de hervido”. Dudé unos segundos, tras los cuales le dije: “ No voy a comerme los macarrones porque mi madre no los hace y no me gustan”. Ella insistió paciente y cariñosa en su argumentario del mediodía, manteniéndose en su posición con la misma firmeza. Así que me fui a la cama sin cenar.

Puede imaginarse con qué hambre me levanté al día siguiente, ansioso por hincarle el diente al desayuno. En el horno de mis tíos era habitual que tomásemos las pastas endurecidas del día o días anteriores con café con leche o con chocolate. Y así lo dispuso mi tía para todos, excepto para mí, que ya se puede imaginar lo que me correspondió. Resultado: la misma obstinación por ambas partes. Así que me encaminé al instituto sin desayunar.

Regresé famélico al mediodía. No me extenderé acerca de lo que sucedió. Lo que cabía esperar: el primer plato de mi comida fueron de nuevo los macarrones. Y ahí me venció mi tía Amparo. Finalmente, consiguió que los probase. Apenas me dejó que comiese dos o tres cucharadas, porque a la tercera me los quito de delante y me ofreció la comida del día. Ella sabía que estaba aprendiendo una importante lección, tanto que no la he olvidado. En síntesis, terminó de enseñarme a comer. Desde entonces, esté donde esté, me sirvan lo que me sirvan, me lo como todo. No tengo remilgo alguno. Y ello, en buena medida se lo debo agradecer a mi tía, que en gloria esté, como ella diría.

jueves, 8 de mayo de 2014

Paradojas.

Hay días en los que no te apetece ni mirarte. Lo mejor sería eludir la proeza de levantarte de la cama y dejarte secuestrar definitivamente por el seductor sopor de las sábanas. Pero casi siempre el dolor de los huesos, de las articulaciones, de los músculos, o de todos ellos a la vez, es aliciente que te disuade con contundencia de permanecer en el lecho. Prefieres levantarte, esforzarte en expandir tus carnaduras y mirar tu triste figura que seguir postrado y dolorido.

No se por qué, de vez en cuando, se presentan estos días proclives al ensimismamiento, al abatimiento, al dejarse llevar hacia no sabemos dónde. Son jornadas en las que el sueño parece que no alcanza a reponer las fuerzas y el empuje vital, ni evita que se nos disipen los objetivos inmediatos, los mejores propósitos y las ilusiones más urgentes. Son días en los que tienes la impresión de que antes de incorporarte de la cama ya te has colocado las gafas que agrisan los colores y que casi ciegan la luz. Son pocos, pero existen. Hoy es uno de ellos.

Apenas un par de horas en pie y suena el teléfono. Francia al otro lado. Tenemos noticias. Lo de Valerie es serio: metástasis. Empieza un nuevo ciclo: radioterapia a mansalva. Parece que no tuvo bastante con el anterior de quimioterapia. Apenas cuarenta y tantos años. Otra vez la familia en vilo, una persona muy joven en el disparadero. Un nueva desdicha.

Mediodía. Nueva llamada. En este caso es Javi. Teresa acabó la semana pasada con la quimio y debe prepararse para las sesiones de radio que empezará esta misma semana. Cuestión de protocolo. La intervención dejó claro que el mal estaba encapsulado y que no había metástasis, pero por si acaso. Javi asegura que lo lleva bien, que está un poco flojita pero bastante animosa. Él, como José, lo está menos, aunque ambos aparenten lo contrario y peleen sin desmayo por salir adelante con solvencia.

Pongo rumbo a la calle porque necesito caminar y sentir el aire a mi alrededor, aunque esté contaminado y purulento. La Organización Mundial de la Salud (OMS) acaba de alertarnos de que la calidad del aire que respiramos en la mayoría de las ciudades del mundo empeora y de que aumenta el riesgo de que padezcamos enfermedades respiratorias, coronarias y otras patologías relacionadas con la contaminación. Pero ello no me disuade en absoluto. Necesito respirar y sentir la vida en primera persona.

Afortunadamente me encuentro pronto con ella. Apenas avanzo unos metros por la acera y casi se estampa contra mi una bicicleta que montan dos mozalbetes a velocidad vertiginosa, recorriendo el carril bici en sentido contrario al establecido por la señalética que pintaron los munícipes hace cuatro o cinco años, cuando querían hacer de Alicante la abanderada del proyecto ONU-Habitat, liderando un  grupo de cien ciudades del mundo destacadas por sus buenas prácticas en sostenibilidad urbana. ¿A que parece increíble?. Pues es real. Bueno, lo dicho, uno conduce el biciclo llevando al otro de paquete, recostado acrobáticamente sobre el manillar. No puedo por menos que preguntarme, ¿cómo verá la vida ese muchacho desde su privilegiada atalaya? Seguro que vertiginosamente, sin percibir obstáculos insalvables en el delgadísimo filo del audaz itinerario que devoran, asustando personas, sorteando automóviles y disfrutando de la transgresión continua y alocada de normas y lógicas de circulación vial. Un subidón, como dicen ellos, que puede pararles en empeñar su crisma y hasta la de algún fiado peatón.

Apenas avanzo unos centenares de metros y la realidad se supera a sí misma. Observo un muchacho veinteañero lanzado en su monopatín como un poseso, cuesta abajo, ocupando el centro de una calle y circulando en sentido contrario al de los vehículos, que lo sortean como buenamente pueden. Ajeno a los bocinazos, advertencias e imprecaciones de conductores y viandantes se desliza zigzagueando por el asfalto, salta los bordillos e invade ocasionalmente las aceras, regresa a la calzada, se salva por centímetros de la embestida de varios automóviles… y desaparece de mi vista sin que apenas pueda dar crédito a la escena presenciada. Este, más que surfeando un subidón, parecía estar bien puesto con algo porque difícilmente se entiende su osadía, interpretada a palo seco.

Son las paradojas de la existencia. Algunos de los que la disfrutamos en plenitud la arriesgamos gratuita e inconscientemente. Otros, teniéndola hipotecada o en proceso de desahucio, daríamos cualquier cosa por retenerla. Condición humana. La vida misma.