Debemos buscar a alguien con quien comer
y beber antes de buscar algo que comer y beber,
pues comer solo es llevar la vida de un
león o de un lobo.
(Epicuro)
(Epicuro)
Parece que fue ayer y ya ha pasado un año desde que nos
encontramos en Aspe, también en otra mañana primaveral y espléndida, igual de
caprichosamente propicia para los encuentros y los ágapes y para la invocación de
los afectos. El pasado miércoles todos los caminos conducían a Elx, que era el destino
acordado.
Elías ejerció de anfitrión y nos citó en Sabors, un restaurante céntrico que preparó
una cuchipanda copiosa y sabrosa, servida en un espacio privativo que facilitó que lo
disfrutásemos mejor, trufándola con los habituales comentarios y chascarrillos
de nuestras citas. Una pequeña sobremesa fue la antesala de un breve paseo por
la calle Troneta, hasta la cafetería Viena, donde la prolongamos hasta apurar
las primeras copas. Desde allí, Antonio Antón nos llevó a su casa en la
carretera de Santa Pola. Algunos conocimos a su hija mayor y a sus nietos y todos
disfrutamos de una corta y apacible velada, que compartimos con Paqui, su mujer,
en la acogedora terraza de su espléndido chalé.
Cuando me pongo frente al ordenador para contar mis
percepciones sobre lo que aconteció, apenas encuentro algo que añadir a los relatos
anteriores, salvo pequeños detalles circunstanciales. Pero según completo
los primeros renglones, me runrunean pensamientos que ofrecen viejas y
nuevas reflexiones sobre el apasionante territorio de la amistad. Esa telaraña
compleja en la que entran y salen las ideas, en la que se cruzan y entremezclan
los sentimientos, en la que se confunden o se dejan avasallar mutuamente, amagándose,
reapareciendo y configurando una tupida urdimbre de significados, que a veces son
imprecisos y casi siempre gratificantes.
Porque la amistad es un sentimiento positivo que incluye
variopintas experiencias y que nos hace protagonistas de una actitud placentera, que
recorre nuestra intimidad y nos predispone bien. Es una experiencia que
conocemos en primera persona y no por lo que otros nos cuentan. Es un estado
anímico que vivimos con intensidad diversa y que propicia especialmente la
comunicación. Por ello y por mucho más,
es una de las grandes fuerzas vitales que, por un lado, tira de nosotros y, por
otro, nos ayuda a mantener los pies sobre la tierra.
No sé exactamente cuándo ni cómo iniciamos la construcción
del caleidoscopio de convicciones, emociones y sentimientos que es nuestra
amistad. Me gusta imaginarla asociada a ese sencillo y extraordinario artilugio
que con pocos ingredientes ofrece realidades maravillosas, que se reinventan
con un leve gesto, sorprendiéndonos siempre y empujándonos a explorar nuevas
posibilidades.
Tenemos la fortuna de compartir un asombroso vademécum que integra una lista casi completa de los elementos que conforman la amistad,
que hemos ido agrandando y reinventando con nuestras vivencias, con nuestras relaciones
y con nuestros afectos a lo largo de los años. Por eso, ahora, cuando
coincidimos, nos ofrece nuevas aristas y vertientes, viejos gozos y nuevas
sensaciones. Es artefacto tan caprichoso y excepcional que logra integrar la
nostalgia y el alborozo, lo vivido y lo imaginado, el cabreo socioambiental y el
embeleso y la fascinación por vivir la vida en armonía. Y esa es la grandeza de
nuestra amistad, que no es solo nostálgica porque no se sustenta exclusivamente en las
vivencias del pasado y en los recuerdos que nos amalgaman, sino que incluye
también la construcción optimista que hacemos de la vida cada día,
siempre con la mirada puesta en el que está por venir.
Yo lo veo así. Y tal
vez por ello, me seduce vagar y perderme en la sinfonía de colores que aporta
una de las mejores arquitecturas de la condición humana. Ese caleidoscopio cuyos
espejos son los ingredientes de la amistad: afinidad, generosidad, confidencia, correspondencia,
respeto, no hablar si es mejor callar, empatía, urbanidad… Ese artefacto que
esconde los mejores colores: cada uno de nosotros. Así que he de reconocer que
tomarlo sigilosamente en mis manos, echármelo cuidadosamente a la cara,
dirigirlo secretamente a la luna y emborracharme de luces, esmaltes y
tornasoles es uno de mis inconfesables vicios. Me declaro irrecuperable. Así
que nadie intente disuadirme.