miércoles, 27 de agosto de 2014

¿Qué está pasando?

Diariamente nos hacemos decenas de preguntas sobre lo que está sucediendo a nivel económico, sociológico, político, cultural y, en general, a todos los niveles. No hay duda de que la realidad es extremadamente compleja y que intentar simplificarla, explicándola en cuatro líneas, es imposible, además de una temeridad. Pero ello no es razón que deslegitime la curiosidad como tentativa para entender y analizar sus facetas y manifestaciones. A partir de ahí, tal vez surjan propuestas y hasta alguna solución para las dificultades y los problemas abordados.

Me preocupan algunos acontecimientos que he conocido en las últimas semanas, que me han golpeado con fuerza. En un intervalo de quince días se han producido dos sucesos dramáticos que, más allá de su impacto social, de su proyección mediática y del amarillismo con que pueden abordarse y ser utilizados, no dejan de ser asuntos graves que nos conciernen a todos los ciudadanos. Hace dos semanas, la prensa difundía en grandes titulares que una joven residente en Alcoi había apuñalado al niño que acababa de alumbrar, depositándolo en un contenedor de basura cercano a su casa. La chica acudió posteriormente a un hospital para recibir asistencia médica y, lógicamente, la policía no tardó en averiguar qué, cómo y dónde había sucedido la desgracia. Seguramente facilitó las pesquisas que la protagonista del suceso fuese una muchacha con escasos recursos económicos. El pasado día veintitrés, un nuevo titular en la primera página del diario Información destacaba que había aparecido el cadáver de otro recién nacido con su placenta, en una mochila hallada en la planta de basuras de Elche.

Ambas noticias son carnaza para la prensa amarilla y munición para las organizaciones que han hecho de una singular manera de entender el derecho a la vida su alimento espiritual y su sostén material, que tratan de imponer a todo el mundo. Organizaciones intransigentes, que mercadean e intoxican con la expectativa vital de los embriones y de los óvulos incluso antes de ser fecundados, o que criminalizan los abortos legales y combaten toda práctica anticonceptiva sin importarles ni una sola de las causas que la motivan, ni su legalidad y legitimidad. Muchísimo menos las personas que pasan por semejantes trances. Naturalmente, me opongo intelectual, social y éticamente a tales desatinos, lo que no equivale a que me despreocupe de lo que está sucediendo en un ámbito tan sensible y trascendente.

Me pregunto qué puede motivar que una muchacha con escasos veinte años, que está embarazada y decide llevar a término su gestación (no importa el por qué), cuando alumbra, decida quitarle la vida a su criatura y deshacerse de ella arrojándola al contenedor de la basura. Me inquieta desconocer qué propicia que esas personas, generalmente provenientes de ambientes socioeconómicos desfavorecidos o con recursos muy limitados, que encajan en patrones socioculturales relativamente convencionales, que glorifican la infancia y practican el paidocentrismo, decidan truncar la vida de un hijo de manera tan violenta, irreflexiva e inmediata. Inicialmente, la tendencia del impulso explicativo se orienta al terreno de la ética o de la sensiblería, con proclividad al enjuiciamiento moral de las conductas ajenas. Es una tentación facilona e inadecuada para intentar explicar comportamientos que exigen un análisis multifactorial, sosegado y riguroso, que considere aspectos personales, culturales, sociales, legales y éticos. Sin embargo, es evidente que el hecho en sí produce conmoción y gran preocupación porque, al margen de consideraciones antropológicas, axiológicas o éticas, supone un desafío frontal a la propia biología humana porque quebranta el instinto de conservación de la especie, que suele ser prevalente tras el de supervivencia.

Hace un centenar de años, mi abuela tuvo seis hijos que llegaron a adultos. Desconozco, porque nadie me lo ha dicho, cuantos de sus posibles embarazos adicionales se malograron. Era analfabeta absoluta, como lo era mi abuelo, lo que no impidió que constituyeran una familia y que la sacaran adelante con escasísimos recursos y muchas dificultades para sobrevivir. Y no se les ocurrió prescindir de ninguno de sus hijos. Obviamente, igual que mis abuelos, millones de personas criaron sus familias como buenamente pudieron y, en general, lo hicieron bien. Aquí estamos sus nietos y sus bisnietos para dar testimonio de que así fue, porque no solo atendieron sus necesidades esenciales sino que tuvieron tiempo para darles una educación básica y cívica, que es lo único que tenían a su alcance. La inmensa mayoría recordamos a nuestros abuelos como seres maravillosos que, después de criar a sus hijos y de atender sus obligaciones como madres y padres, supieron querernos, ‘malcriarnos’ y hacernos felices, en suma. Algo muy grave debe suceder para que algunos de nuestros conciudadanos, pese a vivir en una sociedad con muchísimos más recursos y oportunidades, estén tan desnortados y equivocados que llegan a rebasar los límites de la propia biología.  

Cambiando radicalmente de registro, me ha afectado casi con idéntica intensidad el drama del balconing, esa nueva afición que practican jóvenes 'voladores' en los hoteles, que desde hace algunos años deja en nuestra costa una estadística aterradora de accidentes/suicidios. El balconing ya es parte del imaginario del llamado “turismo de excesos”, con amplia repercusión en los medios y en las redes. Algunos de sus amantes, incluidos entre las decenas de miles de hooligans que cada temporada pasan sus vacaciones en el Mediterráneo español, hacen equilibrios en los balcones de los hoteles, se lanzan a las piscinas desde la terraza de sus habitaciones o cruzan de unas a otras por las fachadas o los huecos de las escaleras con los consiguientes e innecesarios riesgos. Y suelen hacerlo cuando ya no les cabe en sus cuerpos más alcohol, estupefacientes o ambas cosas. Naturalmente, son conductas extremas y no generalizadas, pero no por ello menos censurables. No debe permitirse que se haga negocio propiciando situaciones que ponen en riesgo la vida de las personas, proporcionándoles los medios o las condiciones necesarias para ingerir desaforadamente drogas legales e ilegales y, como consecuencia de ello, protagonizar actuaciones que atentan gratuitamente contra el propio instinto de supervivencia. Ese límite no se puede rebasar.

Nuestros gobernantes y la ralea de aduladores interesados que los acunan se llenan la boca asegurando que son iniciativas que “producen riqueza”, que generan empleo y que reactivan el tejido productivo. Hay que ser sinvergüenzas para mentir de semejante manera, justificando lo injustificable y manipulando lucrativamente el infraempleo y la precariedad, utilizando sus negocios de tenderete, discoteca y barra libre, que orientan descaradamente al turismo juvenil, sin reloj, con calles y zonas casi exclusivizadas para el desenfreno y el consumo sin límites, despreciando los derechos de los ciudadanos, de sus propios trabajadores y atentando contra la más elemental sensatez. Esas gentes carentes de escrúpulos alientan excursiones etílicas y retos entre los jóvenes consumidores, que rayan en la depravación y que son inadmisibles porque constituyen una apología de la indignidad. El penúltimo de ellos es el llamado mamading, entiéndase, jovencitas/os con sponsor haciendo felaciones en serie en las terrazas para premiar grandes consumos u obtener nuevos vales para canjearlos por copas. Me parece inaplazable resituar los objetivos, las finalidades y la perspectiva de la sociedad. No podemos seguir inhibiéndonos y amparando acrítica y silenciosamente esta temeraria y enajenada carrera.

Se podrá argüir que infanticidios y suicidios han existido siempre. Que los primeros, históricamente, han sido una práctica permisible, aceptada socialmente y hasta legal, y que incluso pervive en algunas sociedades contemporáneas. Pero tampoco cabe duda de que, en el mundo moderno y particularmente en la sociedad occidental, constituye una conducta inaceptable, inmoral y criminal, que debe prevenirse y lograr evitarse activando cuantos recursos e iniciativas de protección social sean necesarios. Por otro lado, los suicidios son conductas asociadas a la enfermedad psíquica (depresiones, trastornos de ansiedad, adicciones…) en más del 90 % de los casos, que también correlacionan positivamente con situaciones de crisis económica y social. Pero lo que aquí comentamos no son los actos deliberados, originados por patologías o situaciones calamitosas, sino las muertes provocadas por conductas temerarias, inducidas por la ingestión abusiva e incentivada de alcohol o sustancias tóxicas, en un contexto social de permisividad o inhibición de los poderes públicos, que toleran prácticas económicas indecentes y comportamientos ciudadanos que no pueden encontrar amparo en una sociedad moderna y civilizada.

Ambos problemas son muy importantes y no tienen fácil solución. Sin embargo, otros también graves (consumo de tabaco, accidentes de tráfico…) se han abordado con determinación, avanzándose significativamente en su resolución. Ello exige recursos, pero fundamentalmente lo que demanda de la ciudadanía y de sus gobernantes es determinación y ganas de acrecentar la civilidad y el progreso.

domingo, 24 de agosto de 2014

Aquellos años en que fui inspector.

A veces he reflexionado sobre cuándo y por qué me dejé convencer para incorporarme a la inspección educativa. El cuándo lo recuerdo perfectamente, un momento de mi vida profesional en el que estaba flotando en una nube. Había reenfocado mi itinerario docente, tras una decisión que me llevó al mundo de la educación de adultos y me dio la oportunidad de materializar un proyecto de desarrollo comunitario desafiante, así como de trabajar con un equipo profesional irrepetible. Esta circunstancia me hizo entrar en una espiral de ilusión y de ambición. Estoy seguro de que ese tiempo de bonanza influyó en la decisión de imprimir otro rumbo a mi carrera. Eso sucedió en 1986, un año que señala un punto de inflexión importantísimo en mi vida laboral porque en él adopté una de las decisiones más equivocadas de mi vida.

Lo hice inmerso en el contexto profesional que mencionaba. Acertar al diseñar un proyecto ilusionante, compartirlo con una colectividad compleja y reivindicativa y coordinar un equipo de trabajo excelente y comprometido fueron ingredientes que, sin duda, contribuyeron a ofuscarme y a hacerme creer que podía ir más lejos. Por otro lado, en aquellos años, por primera vez sentía cerca el apoyo de la administración educativa. Dicho con más propiedad, percibía el respaldo y el ánimo de algunos superiores inmediatos. Tenía la convicción de que creían en lo que hacía. Probablemente, todo ello me convenció de que podía seguir creciendo y materializando nuevos retos profesionales. Seguramente, llevado de la ambición (narcótico recurrente que ha empapado mi existencia) me dejé arrastrar por la torrentera del entusiasmo, que entonces impregnaba casi todo y que nos enredó a muchos, confundiéndome y alentándome a tomar un derrotero del que no acabé especialmente satisfecho.

Empleé las vacaciones del verano en la lectura de tres o cuatro libros con poca miga, que eran meras compilaciones y/o refritos realizados por autores sin relevancia profesional ni talla académica, que me ayudaron a argumentar las ideas que surgieron en mi imaginación, ajena por completo a semejante ámbito. Como exigía la convocatoria, redacté un proyecto para el acceso al ejercicio de la función inspectora, como eufemísticamente se denominaba entonces, recién promulgada la Ley 30/1984 de Medidas Urgentes para la Reforma de la Función pública. Ni la documentación que consulté era la idónea (tampoco es que abundase, como comprobé a posteriori), ni dispuse del asesoramiento de profesionales con conocimiento del oficio. En pocas semanas comprobé que mi proyecto, lejos de ser una guía para la actuación, apenas servía para nada, porque nada tenía de verosímil. Ni contemplaba las competencias y actuaciones que los inspectores desarrollaban efectivamente, ni incorporaba una propuesta argumentada para la materialización de las funciones y atribuciones que la normativa atribuía a la inspección.

En aquella promoción, accedimos un grupo de personas tan dispares y heterogéneas como lo eran nuestros particulares itinerarios profesionales. Tal es así, que fue incorporarnos a la tarea y esfumarse el trabajo en equipo, así como reaparecer los viejos enfoques individualistas del ejercicio profesional, propios de grupos heterogéneos y artificiosos, cuando no antagónicos, como era el caso.

Por otro lado, los primeros años de convivencia con los colegas veteranos fueron duros y difíciles. Ellos vivían instalados en una cultura profesional individualista, impregnada de una intensa jerarquización que, en ocasiones, rayaba en el autoritarismo. Muchos percibieron nuestra llegada como una amenaza, considerándonos arribistas. Pensaban, y lo decían abiertamente, que éramos gentes con escaso mérito y sin capacidad acreditada para desempeñar semejante cargo, por no habernos sometido a procedimientos de acceso equiparables a los que ellos superaron. Incluso llegaron a considerarnos meros comisarios políticos que, naturalmente, no éramos. Evidentemente no todos pensaban así, pero ciertamente fueron años complicados porque algunos nos combatieron con acritud, utilizando cuantos instrumentos tenían a su alcance: el rechazo frontal en las relaciones personales, la negación de nuestras capacidades y el cuestionamiento del sistema de acceso, por indigno y espurio. Paradójicamente, aquella enrevesada coexistencia coincidió con los años más productivos en mi nueva ocupación. En esa etapa, me encargaron supervisar y asesorar la educación compensatoria y la educación de adultos y, apoyándome en el impulso que traía, creo que logré resultados satisfactorios en ambos sectores, como atestiguan evidencias objetivas.

A aquel primer estadio le siguió una etapa más enmarañada y ambigua. En ella se redefinieron nuevamente los términos del ejercicio profesional, emergieron distintas relaciones corporativas y casi se convirtió en costumbre el relevo continuo de los responsables políticos en la Conselleria y en el Servicio de Inspección, haciendo imposible la continuidad de cualquier iniciativa. Ello contribuyó a instaurar una permanente sensación de provisionalidad y determinó un significativo cambio en las normas y en la práctica profesional. De un día para otro, todos los inspectores nos transformamos en expertos supervisores del conjunto del sistema educativo, lo que resulta imposible por definición. El embrollo y la desidia afectaron al gobierno y a la organización de la inspección, restándole eficiencia y especialización y burocratizando excesivamente la práctica profesional.

Fue un tiempo en el que apenas hubo iniciativas para asegurar la formación continua de los inspectores, en el que desaparecieron las coordinaciones y los encuentros profesionales, en el que aumentó la práctica rutinaria y la intervención orientada al control y la supervisión burocrática de los centros. Un tiempo, en fin, que limitaba la cultura profesional y las ambiciones intelectuales de los inspectores a la lectura e interpretación de las disposiciones del Diario Oficial de la Generalitat y del Boletín Oficial del Estado. En mi opinión, este estadio representó el punto de inflexión en el que todo cambió definitivamente, y para mal. Muchas veces he pensado que fue entonces cuando debí dejar la inspección y volver a mi labor docente. No lo hice y creo me equivoqué. Continuar allí me deparó innegables satisfacciones pero también tuvo grandísimos costes personales y profesionales. En un espacio como este es difícil hacer un balance justo y ponderado de nueve años de trayectoria pero, desapasionadamente, creo que no miento ni me equivoco al afirmar que aquella experiencia fue ruinosa en lo personal, en lo familiar y en lo estrictamente profesional.

La enorme dedicación que me autoimpuse dificultó la convivencia familiar, que hasta entonces habíamos ajustado bastante acertadamente a nuestros respectivos parámetros laborales. Yo los modifique unilateral y significativamente y el equilibrio se resintió, pagando todos unos réditos que en modo alguno compensaban las hipotéticas ventajas de mi nueva ocupación y la mayor remuneración económica que percibía.

En el ámbito profesional el tiempo que dediqué a ejercer la función inspectora representó una ruina intelectual. Como acredita mi curriculum, desde que inicié la carrera hasta la incorporación a la inspección mi trayectoria sigue un itinerario sólido, creciente y diversificado. En ese punto, el desarrollo académico y profesional se paraliza casi completamente, abriéndose un amplio paréntesis de penuria formativa e intelectual. Fueron nueve años prácticamente reducidos al aprendizaje experiencial, cuya aportación más valiosa son unas amplias relaciones socio-profesionales y las consiguientes habilidades socio-emocionales, junto con una importante agenda de contactos. Poco más. De modo que, si tuviese que caracterizar este tiempo, lo definiría como un estadio profesional inmerso en una penuria intelectual abrumadora. En él apenas hubo lugar para el crecimiento en competencias profesionales y personales, ni oportunidades para adquirir otras habilidades académicas o para debatir más allá de la simple reivindicación laboral.

A ello no fue ajeno un estatus profesional precarizado y lastrado desde el origen por su chapucera regulación normativa, tanto a nivel estatal como comunitario. Ese estado de práctica administrativa desmañada y cicatera tuvo un colofón inédito y desproporcionado. Una sentencia justa y condenatoria de la práctica administrativa de la Generalitat Valenciana fue aprovechada con un oportunismo escandaloso por el PP que, recién llegado al poder en la Comunidad Valenciana y llevado de la fe de los nuevos conversos, desplegó una actuación administrativa miserable, depurando y apartando injustamente de la inspección a cincuenta profesionales que no tuvimos responsabilidad alguna ni en su regulación, ni en el desarrollo de los procedimientos de acceso, ni en los procesos de evaluación y renovación que hubimos de superar, tras habernos dejado los mejores años de nuestra vida en llevar a cabo tareas que creímos tan necesarias como inútiles fueron. El plus de coste personal que este dilatado y traumático proceso supuso para todos, y singularmente para mí, no compensa ni de lejos las satisfacciones que hipotéticamente obtuvimos con el acceso al ejercicio de la inspección que valoro como la mayor equivocación de mi vida profesional.

Aunque bien mirado, visto lo que siguió a nuestro expolio y conociendo la recluta y la práctica que ha propiciado el PP, plenamente consonante con su "conducta y logros" de los últimos veinte años en la Comunidad, creo que es inevitable concluir con aquello de: “Menos mal que nos echaron. No saben el favor que nos hicieron”.

martes, 19 de agosto de 2014

Los hombres del palito.

La sociedad numérica y global, que en pocos años ha dejado de ser efímero edén del bienestar y de la opulencia, salvo para unos pocos, que son cada vez menos (me pregunto si, por reducción al absurdo, acabaremos siendo todos pobres), aflora diariamente fenómenos y protagonistas novedosos.

Hace años que los médicos prescriben caminar a quienes rebasamos la ‘cincuentena’. No indican hacia donde, ni tampoco exactamente cómo. Dicen que andar ayuda a prevenir la osteoporosis, el riesgo de parada cardiaca y determinados cánceres. Que facilita el sueño, mejora la capacidad de concentración y ayuda a controlar el peso y a sentirse mejor. Que reduce la probabilidad de padecer enfermedades comunes y que hasta nos hace respetuosos con el medio ambiente. Este contundente vademécum nos pone a casi todos en el camino: amas de casa, oficinistas, prejubilados, profesores, comerciales, etc. Actúa como una gran campaña para revitalizar el título de aquella película (Camina o revienta), que Vicente Aranda dedicó uno de los delincuentes más geniales de este país. Me refiero a los de antes, porque ahora cualquier chiquilicuatre o político del tres al cuatro puede llegar a ser un forajido importante.

Los ciudadanos, que cada día estamos más ‘amorcillados’ y somos más serviles, obedecemos a los galenos e indirectamente a sus interesados y medicamentosos mecenas, plegándonos sin discusión a sus prescripciones, tengan fundamento o no. Sin preguntar demasiado ni encomendarnos a nadie, nos metemos en el cuerpo 5, 6 ó 7 kilómetros diarios a paso ligero, arrastrando nuestras desdichas por calles y caminos, por veredas y avenidas, obviando los dolores articulares, las molestias musculares, la empanada mental que nos turba, o lo que se tercie tal día.  Durante esos paseos que no conducen a lugar alguno, nos cruzamos con otros conciudadanos a quienes desconocemos aunque los veamos a diario. Paradójicamente, esos interminables e insulsos recorridos nos hacen partícipes involuntarios de múltiples historias que suceden junto a nosotros y que muchas veces ni percibimos. Una de ellas es la de los hombres con palito.

Me refiero a unos seres taciturnos, generalmente varones, con piel requemada y gorra de visera, que recorren diariamente itinerarios urbanos que escogen por su “rentabilidad”, cuyos hitos principales señalan los contenedores de basura. Son personas que encontramos en calles y avenidas, con quienes nos cruzamos o caminamos en paralelo, ajenos unos a los otros, sin cruzar un mísero saludo. Actúan como androides o zombis, absortos en lo que parece su único objetivo existencial: los cubos de la basura. El resto de cuanto ofrece la ciudad parece no importarles. ¿Por qué tendría que hacerlo?, me pregunto entre paréntesis. Mientras los observamos, discretamente o con el rabillo del ojo, se comportan aparentemente como autómatas, ajenos a lo que sucede a su alrededor, centrados exclusivamente en localizar sus objetivos y activar sus particulares protocolos de actuación.

Se plantan frente al contenedor blandiendo unas varitas metálicas que sujetan con manos robustas y habilidosas, mientras descuidan sobre la acera el carrito de bebé ‘customizado’ para el transporte de pequeñas mercancías o la mochila en la que depositan sus presas. Los más aviesos descubren fácilmente las más apetecibles. Apenas levantan la tapa del contenedor y han identificado sus objetivos. Introducen  su palito, lo proyectan sobre el despojo, lo trincan, lo extraen y lo mondan con una limpieza y rapidez que amilana. Inmediatamente, lo guardan en la mochila o lo cargan en el carrito, y se acabó la función. A otra cosa. Otros, menos diestros, pasan mayores apuros. Por ello, levantan la tapa y se introducen en el contenedor para localizar las piezas interesantes, respirando sus efluvios, pringándose con las miasmas y revolviéndose entre la mierda ajena para, con suerte, tal vez descubrir algún desecho para echarlo en el talego y ver qué se puede hacer con él. Ambos son nuestros parias privativos, los que cada día nos recuerdan que existen otras vidas.

Unos y otros proseguimos nuestro caminar. Algunos de los viandantes, espectadores de las escenas descritas, nos miramos, mudos, intuyendo que nos preguntamos lo mismo: ¿para este viaje hacían falta tantas alforjas? Llevamos décadas viviendo de espaldas a la realidad, convencidos de que solamente cabía la salida hacia delante porque volver atrás era imposible. ¡Atrás, ni un paso, ni para tomar carrera! Pero la realidad es tozuda y estamos retrocediendo, inexorablemente y en casi todo: en bienestar y en derechos, a nivel local y en clave global.

Hoy la cuestión no es preguntarnos cómo, por qué y quiénes son los mayores culpables de la gran involución que vivimos. Eso ya lo conocemos quienes queremos saberlo, sin recurrir a las trampas ni hacer valer los prejuicios. Lo realmente preocupante es que da la impresión de que la situación se ha instalado entre nosotros y va para rato. Por otro lado, pasan los años y seguimos viviendo de espaldas a ella, ignorándola. Y en algún momento habrá que mirarla a la cara, antes de que se nos lleve a todos por delante.

Me parece que los políticos no son únicamente quienes se equivocan. También los ciudadanos estamos engañándonos a nosotros mismos. Preferimos vivir en la engañifa que afrontar los auténticos problemas. Por razones distintas y con argumentos diferentes, jóvenes, mayores y viejos nos declaramos impotentes, nos resignamos a vivir al día, sin perspectivas ni esperanzas, a perder progresivamente lo poco o mucho que hemos ahorrado o conseguido a lo largo de los años y con muchos sacrificios. Todo se resume en aquello de: “¿Y qué vas a hacer?” O en el socorrido “virgencita, virgencita…”

Los hombres del palito, como sus antagonistas, los “de negro”, me parecen una metáfora de nuestro tiempo. Una dolorosa analogía con la vida ensimismada, empobrecida, miserable e indigna. Con la que espera a quienes carezcan de otro horizonte que no sea sobrevivir de los despojos y de la mierda ajena, mientras quede.

sábado, 16 de agosto de 2014

Campo de los Almendros.

Acabo de leer El año de la Victoria, el segundo tomo de la trilogía que Eduardo de Guzmán dedicó a la Guerra Civil y a la primera posguerra. Eduardo fue compañero de celda y de sumario de Miguel Hernández y, como él, fue condenado a muerte y luego indultado, logrando la libertad condicional en 1943. La muerte de la esperanza y Nosotros los asesinos completan una obra que escribió entre 1973 y 1976 y que consiguió editar, no sin pocas dificultades, entre los años 74 y 76. Aunque recibió el Premio Internacional de la Prensa en 1975 por El año de la Victoria, su trabajo ha permanecido prácticamente olvidado desde entonces. No obstante, recientemente parece que alguna gente vuelve a interesarse por él. Me la recomendó Emilio Soler y su lectura me ha dejado muy mal cuerpo, pese a su innegable valor como testimonio imprescindible sobre el horror de la guerra y la posguerra, narrado en primera persona por un periodista libertario, que vivió la represión en carne propia. El año de la Victoria es una narración dura, que estremece, sobre los campos de concentración franquistas, particularmente sobre el los Almendros y el de Albatera, en los que estuvo confinado el autor, que concluye con su regreso a Madrid en junio de 1939. Es la antesala del relato que incluye Nosotros los asesinos, que narra su periplo por diversas cárceles madrileñas, su juicio y condena a muerte y la conmutación de esta pena varios meses después.

Transcurridos treinta y cinco años desde el final de la Guerra, Eduardo de Guzmán cuenta de memoria “una historia triste y real por partes iguales”. Licencias literarias aparte y lapsus o digresiones justificables, me parece que lo que narra es la historia verídica que protagonizaron miles de personas que mayoritariamente ya no existían cuando él la escribió. Pretende ser un alegato contra la violencia y la crueldad, y particularmente contra la guerra civil que, a su juicio, representa el mayor compendio de las iniquidades imaginables. Creo que logra en buena medida su propósito porque cuida especialmente anteponer la verdad y la justicia al resentimiento y al odio.

Narra descarnadamente los primeros días de abril de 1939 en el puerto de Alicante y en el vecino Campo de los Almendros, junto a la Goteta y la Serra Grossa, primeros lugares de reclusión del contingente de republicanos que se desplazaron al puerto con la esperanza de embarcar hacia la libertad y el destierro. El uno de abril de 1939, caminando entre los soldados que lo custodian, el autor no puede dejar de recordar la larga cadena de engaños que terminaron por impedir la evacuación. Engaños de enemigos, pero también de amigos, que fueron más dolorosos. Envuelto en esa desesperanza, se afana en contar la historia de unas personas vencidas, que tenían sus manos tan vacías como su espíritu, aplastado por la convicción de la derrota. Una frase, que el autor pone en los labios de un camarada, resume el estado de ánimo general en aquellos días: “Pronto envidiaremos a los muertos”. Pero aún sobrecoge más el propio pensamiento del autor cuando afirma, tan lacónico como contundente, que salvada la inicial pérdida de toda esperanza de sobrevivir y la placidez que comporta hallarse frente a lo inevitable de la muerte, “sería espantoso volver a caer en el infierno de la esperanza”. Esa es para él la mayor tortura imaginable que sufren las personas porque trasciende el sufrimiento físico y les añade la angustia del dolor moral. “Matar la esperanza es matar el temor”, llega a decir, atormentado por recuperarla, impulsado por el instinto de conservación.
Monolito instalado por la Comisión Cívica de Alicante
para la Recuperación de la Memoria Histórica
en el Campo de los Almendros. Junio de 2014.

Describe minuciosamente el traslado desde el puerto y los primeros días de cautiverio en el Campo de los Almendros, un labrantío con algunas barracas y pozos de agua salobre junto a la carretera de Valencia, que se utilizó de manera improvisada para la concentración y clasificación de los prisioneros. Allí se reunió a más de cuarenta mil personas. Unas, las  que permanecieron en sus puestos y mantuvieron las estructuras y servicios del sector meridional del territorio republicano hasta el final de la guerra; otras, las que buscaban simplemente la manera de huir. Describe el suplicio de las noches a la intemperie con hambre, frío, lluvia y ruido de disparos. Permaneció allí una semana, en la que apenas nadie probó bocado, engañando al hambre ingiriendo almendrucos y hierbas silvestres, como los animales; sin agua, y entre torturas, fusilamientos, vejaciones y atropellos de toda índole. Radiografía, en suma, una situación de extrema necesidad, hacinamiento, insalubridad y supresión del más elemental derecho humano, sometidos a las aberraciones  y el sadismo de los vencedores.

Refiere su salida forzosa del Campo de los Almendros el viernes, 7 de abril, con una maleta que parece que pesa el doble que cuando llegó, tal es su debilidad. Todos sufren las vicisitudes que produce la desorganización de los militares que los conducen, que suscitan entre los presos comentarios como: “Parece mentira que estos tipos hayan podido derrotarnos”, que tienen el contrapunto de ocurrentes réplicas: “Acaso perdimos la guerra porque todavía era mayor nuestra falta de organización.” Tras atravesar a pie la ciudad de Alicante y comprobar los intensos destrozos de los bombardeos, llegan a la estación de Murcia, donde son embarcados como si fuesen ganado en un tren con destino desconocido, que acaba siendo Albatera.

El campo de concentración que había en esta localidad albergó durante la Guerra a unos quinientos presos fascistas. Ahora acogía a alrededor de veinte mil personas, que tenían que dormir en el suelo, de lado, sincronizándose para darse la vuelta por la carencia de espacio, y hacerlo sobre los charcos que formaba una lluvia persistente que no dejó de caer durante buena parte de aquel mes de abril. Dormir era algo casi imposible. Las condiciones de habitabilidad eran terribles y la alimentación nula durante muchos días y escasísima cuando la había (he calculado que el rancho medio que comieron los presos cada cuatro días en esa fase de su cautiverio fue equivalente a 50 gramos de pan y sardinas). La frase “por no tener, no tenemos ni mierda en las tripas” expresa a las claras la situación. Se mantenía a los reclusos formados largas horas, mientras comisiones procedentes de diversos lugares husmeaban entre las filas a la caza del ‘rojo’. Se llevaban a bastantes personas y poco después solían oírse disparos.  Demacrados, encerrados en sí mismos, desesperados, sufriendo los estragos de continuas epidemias de piojos, sarna, chinches, tifus, paludismo, etc. muchos enfermaron y bastantes fallecieron, pero curiosamente nadie se suicidó.

Con la llegada de mayo y cierta mejoría en la alimentación se abatió sobre los reclusos una nueva y penosísima epidemia de estreñimiento, que causó mucho sufrimiento e incluso muertes. Tras semanas de inactividad, el intestino se resiste a volver a funcionar. La escasa comida, la falta de grasas y la casi total ausencia de líquidos en el tracto intestinal generan los llamados “escibalos”, unos excrementos parecidos a los de las cabras, erizados de pinchitos, que producen desgarros intestinales dolorosísimos. Sin solución de continuidad, a los escibalos les sucedieron las diarreas, con consecuencias más dramáticas, si cabe.

Entre tanto, llegaban noticias sobre la represión en zonas próximas, en forma de encarcelamientos masivos, sentencias de muerte y fusilamientos diarios. Incluso corrieron rumores sobre un generoso indulto que se produciría el 19 de mayo con motivo del desfile de la Victoria. Solo hubo que esperar a que llegase tal fecha para que se desvaneciese toda esperanza. Finalmente, el quince de junio Eduardo deja el Campo de Albatera. Días antes había sido delatado por un preso que lo conocía. Fue el último en ser llamado y en el camión no había sitio para su maleta, que debió abandonar, con ropa, un par de novelas y una obra de teatro inéditas. Los ciento un presos que seleccionaron en Albatera y Orihuela por su significación política, militar o sindical, pertenecientes a todos los partidos y sindicatos, emprendieron viaje esposados en el interior de los camiones. Hicieron reiteradas paradas en los pueblos de la ruta, donde se les “exhibió” para que sufrieran escarnio y vejaciones. De madrugada, llegaron a Madrid en ayunas y fueron encerrados en el sótano de uno de los hotelitos que se utilizaron como prisiones irregulares y lugares de tortura en los primeros meses de la posguerra. Aquí concluye el relato.

En la nuestra, como en toda guerra civil, se produjeron excesos sangrientos, represión, en definitiva. La represión republicana fue condenada y las víctimas que provocó son consideradas mártires de la “Cruzada”. Muchas de ellas fueron enterradas en el memorial que homenajea en exclusiva a los triunfadores: el Valle de los Caídos. Por el contrario, las víctimas de la represión franquista fueron silenciadas por la Dictadura y lo siguen siendo hoy, casi cuarenta años después de las primeras elecciones democráticas. Todavía no han ocupado el lugar que les corresponde en la memoria oficial de la democracia porque han sufrido dos derrotas consecutivas: el silencio impuesto por la Dictadura y el pactado en la Transición. Sus familiares soportaron todo tipo de vejaciones y humillaciones durante la primera y, paradójicamente, la democracia tampoco les ha resarcido mínimamente con el reconocimiento formal de lo que fueron sus muertos: defensores de la libertad contra el fascismo. Ni siquiera hoy pueden recuperar sus cuerpos, que siguen mayoritariamente sepultados donde los dejaron sus verdugos: en cunetas, pinares, barrancos, etc. Y todo ello, pese a la promulgación y vigencia de la Ley de la Memoria Histórica.

Es hora sobrada de pasar definitivamente la página más negra de nuestra historia reciente, la represión franquista. Pero para ello, siguiendo el camino que iniciaron Eduardo de Guzmán y otros muchos, hay que terminarla de escribir y leerla tranquila y sosegadamente. Obviar el pasado o intentar olvidarlo es incompatible con profundizar la convivencia democrática auténtica, superadora de viejos tabúes y respetuosa con la diferencia y la discrepancia.

miércoles, 13 de agosto de 2014

El ‘Torico’ de Chiva.

Esta semana comienzan en Chiva las fiestas del ‘Torico’. Se inician los días 15 y 16 con las festividades de la Virgen y San Roque, prosiguen el 17, 18 y 19 con los tres días de Torico, y se prolongan durante toda la semana con verbenas, concursos, sueltas de vaquillas, toros embolados y carreras especiales el domingo siguiente. Hogaño, este último día exhiben toros dos ganaderías norteñas: Marqués de Saka, de Deba (Guipúzcoa) y Eulogio Mateo, de Cárcar (Navarra).

La tradición oral atribuye un origen bajomedieval a la fiesta del ‘Torico’. Lamentablemente, como en tantos lugares, el archivo municipal ha sido reiteradamente destruido y expoliado, de modo que su documentación más antigua corresponde a la segunda mitad del siglo XVIII. Historiadores vinculados a la localidad, como Manolo Mora o Antonio Atienza, han estudiado  y divulgado los legajos que permiten saber que, en la Memoria de Construcción de la iglesia parroquial de San Juan Bautista, se hace referencia a las fiestas de agosto de 1765 en los siguientes términos: Las fiestas del Torico estaban encima. Aquel año, como cualquier otro, se celebraron con gran algazara y brillantez, por los mozos del pueblo, los típicos festejos. El Torico corrió por las calles y las plazas con la natural alegría de jóvenes y viejos. Los clavarios, una vez concluidos los festejos, entregaron a la junta de obras 74 libras, más el producto de un toro cedido por los mozos para gastos de las obras, en total, 83 libras, 9 sueldos, 5 dineros. También se ha constatado que desde 1766 a 1775 los clavarios, que eran quienes organizaban los festejos hasta la creación de la Peña Taurina en 1965, siguieron vendiendo el único toro que se utilizaba para las seis carreras, con el objetivo de sufragar las obras del nuevo templo parroquial.

Algunas interpretaciones etnográficas de la fiesta de los toros, más románticas que verosímiles, sostienen que en la sociedad dieciochesca y decimonónica este animal representaba a la aristocracia, tan ociosa y temible, como respetada y odiada. Se ha escrito que, cuando alrededor de 1760 Chiva inició su desvinculación del régimen señorial del duque de Medinaceli, emergieron algunas iniciativas que testimonian y permiten visualizar ese desencuentro. Una de ellas es el ‘Torico’, símbolo del poder señorial, que se ensoga y se arrastra por las calles para teatralizar su dominación. Al toro, que se identifica con el señor, se le ciñe con la badana (remedo de la corona) y se le trata con miramiento, a la vez que se le lleva de aquí para allá, según la voluntad popular.
Salida del 'Torico'

Aunque después he vuelto muchas veces, mis primeros recuerdos del ‘Torico’ los tengo asociados a mi tío Antonio Corral. Él y su hermano Fernando eran dos primos de mi padre, maestros de obra, que vivían en Chiva. Sus hijos, mayores que yo, pasaron algunos veranos en la Casa Suay, una masía que tenían mis abuelos paternos en la partida del mismo nombre, en Gestalgar. En aquel tiempo, en el que ni existían los viajes ni las vacaciones, en el que la gente no tenía coches ni apartamentos, las familias que podían permitírselo enviaban a sus hijos a pasar algunos días de “vacaciones “ a las casas de campo, propias o de sus familiares. Podría decirse que como contrapartida, mi padre, que siempre mantuvo un sólido vínculo con su familia materna, me envió algunos años a Chiva para que presenciase sus fiestas, especialmente el ‘Torico’.

Eran varias las casas en las que podía recalar, pero casi siempre lo hacía en la de mi tío Antonio. Un hogar ocupado básicamente por mujeres. Empezando por su esposa, la tía Amparo, una auténtica matriarca, bien secundada por sus tres hijas solteras: Amparín, mi madrina, Pura y Fina. Era una vivienda donde se percibía especialmente el toque femenino. Seguramente contribuía a ello la condición de modista de la más pequeña, que propiciaba que el zaguán y la primera estancia de la planta baja fuese un lugar en el que revoloteaban permanentemente las mozas que aprendían a coser. A veces he creído que mi tío ansiaba verme llegar para disfrutar de la compañía del varón que no tenía en su familia próxima. Aunque, la verdad, debo reconocer que en aquella casa todos se esforzaban para hacerme grata la estancia.

Recuerdo cómo mi tío me llevaba a una especie de almacén que tenía, donde guardaba sus herramientas y criaba palomos, animales que me encantaban porque en mi casa jamás tuvimos esas aves que “comen oro y cagan plomo”, como decía mi madre. Me permitía montar ‘de paquete’ en su ‘mobilette’, una especie de bicicleta motorizada, con la que nos desplazábamos a la casita que tenía en la cercana partida del Armajal, junto a una parcela de huerta y una balsa de riego, en la que me dejaba bañarme. En su casa conocí juguetes que jamás imaginé, como el diábolo. Un artilugio excepcionalmente bien conservado por mis primas, que me enseñaron a manejar en aquel patio frondoso que tenían en su casa de la calle del Cura Valero. Rememoro a mi tío, con su piel cetrina, su boina calada y ladeada, su parquedad expresiva y su permanente disposición para endulzar la existencia de sus hijas. Valga un solo detalle como muestra. En la alicatada y amplia cocina de su casa, horadó en la pared una pequeña hornacina para enterrar un pajarito que se les murió in illo tempore, cerrando la singular sepultura con un cristal transparente que permitía visualizar el cadáver del ser que seguramente tanto apreciaron. ¿A que resulta impresionante?.

Pero si algo entusiasmaba a mi tío Antonio eran los días de ‘Torico’. Recuerdo aquellas fechas de una manera especial. Apenas se hacía de día y se oía en lontananza el rumor de la dolçaina y el tabalet, iniciando la despertà. Inmediatamente, mi tío me echaba de la cama y me apremiaba a desayunar rápidamente para ir a ver la salida del toro. Apenas habíamos tomado dos sorbos de leche y se oía la primera carcasa, que anunciaba la inmediata suelta del animal. Nos apresurábamos y cuando poníamos el pie en la calle ya se escuchaba la segunda carcasa, que nos hacía aligerar el paso para llegar a tiempo al horno de mi tío Bernardo, que era el lugar que escogíamos para ver la salida.

Una vez allí, tras los rápidos saludos, nos acomodábamos en una de las ventanas cuando podíamos (lo que no era fácil, porque el establecimiento solía estar a reventar) y esperábamos expectantes el inicio de la carrera. En pocos minutos sonaba la carcasa definitiva y los movimientos de la gente en la calle anunciaban la inminente salida del toro y su pronta presencia al fondo de la calle, precedido por los mozos que corrían cuanto podían, sujetando por el extremo la larga cuerda que arrancaba de la badana que lucía el animal. En apenas cien metros, los alcanzaba, los sobrepasaba y corría raudo frente a nosotros, atravesando la plaza y dirigiéndose hacía la estación del ferrocarril. Mezclados entre el runrún del gentío y los comentarios sobre la salida, bajábamos a la calle y, sorteando el mar de gente que nos envolvía, íbamos buscando los atajos para llegar a la zona norte del pueblo. Allí, cerca de la estación, mi tío conocía una casa en la que nos dejaban acomodarnos para ver el discurrir del toro y los mozos por aquel barrio y, a veces, por la granja El Cerrito, situada al otro lado de las vías y adonde los mozos se empecinaban en llevar al toro. Seguramente algún enamorado tenía allá su amada y ello justificaba tan disparatado interés.

Después, nos desplazábamos rápidamente a la zona colindante, las denominadas “casicas nuevas”, unas construcciones unifamiliares humildes de nueva planta. En una de ellas vivía mi amigo José Vicente García. Nos instalábamos donde nos dejaban y veíamos las carreras del toro por la nueva barriada. Luego, bajábamos a la calle Pedralba y, finalmente, nuestro recorrido solía concluir observando las últimas carreras en el barrio de Bechinos o en la carretera de Cheste. Volvíamos de nuevo al horno, donde esperábamos que el toro llegase a la plaza y luego enfilase hacia los corrales. Algunas veces los mozos le arrojaban la cuerda a la testuz, dejándolo absolutamente suelto. Tal era el esfuerzo que había realizado que casi era incapaz de moverse, aunque nunca se sabe cómo pueden reaccionar estos animales. El lento discurrir del animal hacia los corrales ponía fin a la carrera y su encierro señalaba la hora del almuerzo. Una tradición que el mocerío espera y celebra tan intensamente como las galopadas del toro.  

Así era y sigue siendo la secuencia. Creció el pueblo, se modificó el tejido urbano y cambiaron las personas, pero en nada se alteró lo esencial: el ‘Torico’ sigue siendo lo mismo. En lugar de un animal para las seis carreras, ahora se emplean doce o quince. Ha crecido tanto el recorrido que cada carrera demanda al menos dos toros. Pese a todo, como dijo Pedro Nácher: La vieja, la antiquísima pugna hispánica entre el hombre y el toro, se ventila en Chiva a través de una cuerda. Ninguna ventaja para nadie: los hombres, a un lado; el toro, al otro; y la cuerda en medio. Desde la misma salida el toro coloca el peligro en la punta de sus cuernos y el hombre lo busca y lo esquiva en un insensato juego de alegre tragedia, que puede medirse en metros; en los metros de la cuerda… Para mí, estos escasos metros de cáñamo trenzado, han representado siempre el punto donde la fiesta se centra y aún diría más: la longitud donde los chivanos han podido hallar, en cierto sentido, la medida de sus propias vidas”.

martes, 12 de agosto de 2014

Tomate.

Muchos de quienes nacimos en la España agraria de los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo conservamos en nuestro imaginario tradiciones ancestrales, que vivimos y aprendimos cuando éramos niños y que tenemos asociadas a la secuencia del calendario. Estos días de agosto, por ejemplo, los relacionamos con la elaboración de la tradicional conserva de tomate, una hortaliza abundantísima en época estival, cuyos excedentes se han aprovechado inmemorialmente, posibilitando su consumo fuera de temporada.

En aquella época, los cultivos agrícolas que no se utilizaban inmediatamente, o cuyas características impedían su almacenamiento, se reciclaban sistemáticamente. De ese modo se lograba el doble objetivo de aprovecharlo todo (como exigía una época de tanta penuria) y de contribuir a aprovisionar la casa de unos ingredientes perecederos (tomate, frutas, aceitunas, calabazas…), imprescindibles para los usos culinarios y la alimentación, alargando su disponibilidad más allá de las pocas semanas de su cosecha. Entonces no había invernaderos ni transportes refrigerados, ni tampoco cámaras frigoríficas o redes comerciales transnacionales como las que hoy aprovisionan los mercados en cualquier época del año. Al contrario, cuando se  asentaba el otoño, frutas, verduras y hortalizas desaparecían de los hogares hasta bien entrada la siguiente primavera. Casi nadie desafiaba a los rigores invernales porque quienes osaban hacerlo comprobaban experimentalmente que ni las herramientas ni los recursos disponibles lo permitían, arruinando el esfuerzo y la inversión realizados.

No es que nos hayamos propuesto intencionadamente rememorar aquellas inveteradas costumbres, pero lo cierto es que las practicamos casi todos los veranos. Sin duda, más motivados por el excelente resultado que por mantener viva la tradición. Desde hace quince o veinte años, bien entrado el verano, aprovechando un día de descanso o una festividad, nos congregamos parte de la familia en un pequeño chalé que tienen mis cuñados en Torre de la Horadada. En días previos, mi cuñado adquiere el denominado tomate ‘de pera’, que es la variedad con la que tradicionalmente se elabora la conserva. Últimamente, su nuera ha heredado este rol, aprovisionándonos de cuatro o cinco cajas de tomates que suele comprar en la cooperativa local donde trabaja. Suponen entre sesenta o setenta quilos, que son los que necesitamos para nuestro consumo anual.

De buena mañana habilitamos la infraestructura necesaria en el patio trasero de la casa, que está a la sombra y resulta idóneo para desarrollar las tareas con relativa comodidad. Empezamos por poner a hervir agua en dos grandes ollas, que servirá para escaldar el tomate. A continuación, instalamos en el patio un gran fogón de gas sobre el que colocamos un singular recipiente que mi cuñado fabricó hace años, aprovechando medio bidón de gasolina al que soldó dos asas, y que es ideal para hervir al baño María los botes de cristal en los que introducimos el tomate, logrando que reciba un calor suave y constante que hace el vacío en el interior del recipiente y asegura su conservación. Lo llenamos de agua hasta su mitad y dejamos que poco a poco vaya tomando temperatura.

Al lado, colocamos una ‘mesa de envasado’, en la que disponemos ordenadamente decenas de botes de cristal de diferentes tamaños y sus tapaderas, que hemos ido guardando durante el año. Junto a ella apilamos un par de cajones de plástico, que hacen de improvisada mesa baja, alrededor de la que suelen sentarse las mujeres y jóvenes de la casa para pelar los tomates. En el centro del corro, encima de los cajones, ponemos un barreño para escaldarlos durante unos minutos y facilitar su monda. Junto a las sillas, colocamos dos o tres barreños medianos, en los que se depositarán los frutos pelados.

Sólo resta poner en marcha esta singular cadena de producción. Yo suelo iniciarla, acarreando el agua hirviendo desde la cocina hasta el recipiente en el que las mujeres han depositado un par de tongadas de tomates. La echo cuidadosamente para evitar salpicaduras hasta cubrirlos, iniciándose el proceso de escaldado que facilita la peladura. Tras pocos minutos de espera, se empiezan a pelar los tomates entre las quejas y reproches de quienes se queman y las mofas cariñosas de los mayores, que también sufren, pero se aguantan. Una vez pelados, los depositan en los recipientes de plástico que tienen a su lado. Cuando están casi llenos, mi cuñado y yo los reponemos con otros vacíos y los trasladamos a la mesa de envasado.

Allí, troceamos los tomates en dos mitades o en cuatro cuartos, según su tamaño, y los introducimos en los botes de cristal dispuestos al efecto, presionando la pulpa y colmándolos con el zumo antes de roscar sus correspondientes tapaderas y depositarlos en el interior del bidón para su cocción. Las antiguas botellas de anís, que utilizaban nuestras madres para embutir el tomate, cerradas con tapones de corcho anudados a sus cuellos con hilo de palomar, las hemos sustituido por los botes de cristal, que son mucho más cómodos y prácticos. En lo demás, nada ha cambiado. Productos saludables, conservados natural y ecológicamente.

Tras esa sesión de trabajo en cadena, que suele durar entre dos y tres horas, los tomates quedan pelados, introducidos en los botes y depositados en el bidón. Y allá permanecen durante un par de horas, para asegurarnos de que el proceso del baño María ha afectado a todos. Es momento de aprovechar para tomar un baño o una ducha y disponernos para ir a comer un caldero al chiringuito de turno.

Horas después, a la vuelta, el agua se ha enfriado lo suficiente para extraer los botes, tarea que hacemos ayudándonos con unas tenazas que nos evitan quemazones. Después de un rato, la conserva está lista para guardarse en despensas y armarios, y para consumirla cuando apetezca. Evidentemente, hoy no tiene su finalidad original sino otra bien distinta: gozar del sabor de una excelente hortaliza, preparada para ser saboreada en cualquier momento del año. Lo cierto es que es un producto con un paladar y una textura extraordinarios. La mayoría de las personas que lo han probado se sorprenden gratamente y preguntan por la receta. Para nosotros es algo más que una delicia gastronómica porque su elaboración propicia un día de estrecha convivencia familiar, que nos amalgama, nos divierte y nos complace. ¿Puede pedirse más?

jueves, 7 de agosto de 2014

Ébola.

La noticia de cabecera de la mayoría de los informativos de las televisiones españolas a lo largo del día de ayer y en el de hoy es el Ébola, ese mortífero virus que asusta solo con mencionarlo. Concretamente, lo que hoy concita la atención del negocio audiovisual es la repatriación de un anciano cura de la orden de San Juan de Dios y de una monja española de origen ecuatoguineano, que han llegado esta mañana a la base aérea de Torrejón de Ardoz.  El hecho en sí no tendría más trascendencia, descontado el tirón mediático que tienen estas enfermedades de consecuencias gravísimas, aportando carnaza al morbo que tanto agrada y con tanto ahínco persiguen las empresas del ramo.

Confieso que no he seguido exhaustivamente los informes que las autoridades sanitarias y políticas han ofrecido del asunto. No obstante, con todas las cautelas que exige una enfermedad de semejante gravedad y la prudencia que demanda la gestión del incidente, no puedo evitar algunas consideraciones y, especialmente, muchas preguntas. Naturalmente, parto del supuesto de que cualquier ciudadano tiene todo el derecho del mundo a que se le atienda adecuadamente en sus necesidades básicas y, muy particularmente, las relativas a la enfermedad. Nadie debiera discutir ni poner trabas al libre acceso de todos a la sanidad gratuita.

Pero hoy, en la tesitura que está viviendo este país, y reiterando sin reparos mi credo en el axioma anterior, no puedo dejar de preguntarme muchas cosas. Entre ellas, lo que cuesta activar una base militar para una operación de esa envergadura, lo que vale fletar un avión medicalizado con personal sanitario especializado del ejército, lo que importa habilitar en el aeropuerto receptor una unidad de evaluación para hacer la primera revisión sanitaria a los repatriados. O lo que hay que pagar para trasladar a varias decenas de pacientes desde el hospital que recibirá a los enfermos a otros centros sanitarios, o cuánto vale activar una comitiva de catorce vehículos y sus correspondientes dotaciones de personal para desplazar los enfermos desde Torrejón hasta Madrid o el precio del refuerzo de la seguridad del hospital que debe acogerlos. En fin, me pregunto cuánto cuesta habilitar habitaciones acristaladas, de compresión negativa, con videoseguimiento y exclusas individualizadas para retirar el material sanitario que produzcan y lo que valen los trajes de seguridad que debe utilizar el personal sanitario.  Y decenas de interrogantes más. 

Traslado de un enfermo contagiado de Ébola
Tampoco puedo obviar preguntarme quién o quiénes son los responsables de haber enviado a Liberia a los religiosos que ahora están enfermos. Quién o quiénes decidieron su misión y cuándo lo hicieron. Qué tipo de actividades llevaban a cabo y si tienen algo que ver con los intereses estratégicos del país, con sus compromisos en materia de cooperación internacional, de ayuda al desarrollo o con cualquier otra vertiente de la política exterior. Porque, si mi información no es errónea, la existencia del Ébola en la zona se conoce desde 1976. Por tanto, quienes se han desplazado a esas regiones desde entonces, y quienes los han enviado, deben asumir los riesgos que ello conlleva. Son decenas las preguntas que se suscitan, pero me obsesiona especialmente una: ¿hay más ciudadanos españoles en Liberia y en los países limítrofes que necesitan o desean igualmente ser repatriados? ¿Qué previsión existe al respecto?

Como colofón, me quedan algunos interrogantes para los que ni imagino la respuesta. Me pregunto, si hubiésemos aplicado el gasto que está generando este lamentable incidente a otras finalidades: ¿cuántas habitaciones seguirían abiertas este verano para responder a necesidades que no se atienden?, ¿cuántas operaciones aplazadas se realizarían a tiempo?, ¿cuántas urgencias vitales se podrían abordar y cuántos muertos se evitarían?, ¿cuántos tratamientos efectivos contra la hepatitis y otras enfermedades graves podrían acometerse?

Millones de ciudadanos de este país nos hacemos interminables preguntas y alguien debiera proponerse darles alguna respuesta, que para eso viven del erario público al que la mayoría contribuimos. Pero entonces viviríamos en otro país. Soñemos, pues, como diría el clásico.

miércoles, 6 de agosto de 2014

El retiro.

Hace ahora un par de años que me jubilé, que abandoné el ejercicio de mi profesión y que accedí a que me pagasen una pensión, que bien merezco por haber contribuido religiosamente al sistema de clases pasivas del Estado durante toda mi dilatada vida laboral.

En este intervalo vital me he enfrentado a los que probablemente son dos de los principales retos que lleva aparejado el retiro: el abandono del trabajo y la reducción de la remuneración. Como todo el mundo, he intentado adaptarme a vivir “sin trabajo” y he procurado reestructurar la economía familiar a las nuevas circunstancias. Globalmente, estoy satisfecho. Creo que he logrado instalarme en un punto bastante equidistante de los dos extremos posibles. Por un lado, el que representan las personas a quienes les aburre y hastía la jubilación, que visualizan como la negación de lo que ha sido tantos años su vida, su trabajo diario, sus obligaciones de toda índole, que tantas satisfacciones les han proporcionado desde su punto de vista. Por otro, el que encarnan quienes la viven como una liberación, porque les ofrece la libertad y el tiempo libre del que nunca han disfrutado, su siempre soñado dolce far niente. Ambas son dos maneras contradictorias de enfocar la cuestión que, en todo caso, está sujeta a los problemas y dificultades que pueden sobrevenir en cualquier momento, matizándola significativamente (enfermedades, déficits psíquicos y físicos, dificultades familiares, etc.). Estos contratiempos, propios o generados por el entorno que nos rodea, pueden complicar la aparente situación de privilegio en la que vivimos muchos jubilados y dar al traste con ella de un día para otro. Por cierto, no debieran extrañarnos porque también acontecen, y hasta con frecuencia, en cualquier otra etapa vital. Pero no nos engañemos, es más frecuente que sucedan ahora.

A lo largo de mi vida activa ha primado el esfuerzo por lograr los objetivos que me he propuesto, por realizar bien mi trabajo, por materializar mis ilusiones y satisfacer mis necesidades, por cultivar la amistad y el amor y lograr ser correspondido, etc. Ahora, en esta nueva etapa, la verdad es que apenas han cambiado las cosas. Tengo los mismos deseos y los mismos sentimientos que antes. Probablemente debería intentar enfocarlos de otra manera, pero lo cierto es que percibo que todavía puedo afrontarlos con la misma ilusión, inteligencia y pasión que lo hacía. Es verdad que he conseguido añadir a lo anterior algunos elementos importantes, como vivir más relajado, saborear a ratos la calidad del tiempo, disfrutar de muchas cosas sencillas y de otras que hacía tiempo que no gozaba, etc. Todavía no paladeo las zalamerías y las sonrisas de los nietos, pero espero poder hacerlo. Y, desde luego, sigo participando de las alegrías de mi familia y de mis amigos, y disfruto con las aficiones que tenía y otras nuevas que he buscado. En suma, sigo sintiendo ‘cosas’ en mi interior y me apasiono por ellas. Como dijo alguien: el interior no envejece al mismo ritmo que el envoltorio. Puedes pensar que estás en tu mejor momento vital pero, si debes echar a correr para coger el autobús, mejor esperas al siguiente.

Así que, haciendo un balance apresurado de estos dos años de retiro, creo que no me engaño al pensar que me mantengo activo física e intelectualmente. Camino bastante, voy al gimnasio a hacer un poco ‘el indio’ (“cardio”, le llaman a eso ahora), practico algunas aficiones, leo, escribo… Estas cosas me hacen sentir vital y útil, y hasta me procuran cierto reconocimiento social de vez en cuando. Sigo conservando la mayoría de mis relaciones sociales: amigos, conocidos, familia, etc. Así pues, el entorno socioafectivo está presente en mi día a día. El escenario de las relaciones interpersonales apenas se ha modificado. Sin duda, el mayor cambio se ha producido en las relaciones con el entorno laboral. Mis vínculos con el contexto de mi última ocupación, como profesor universitario, se han quebrado radicalmente. Ni existo para la mayoría de mis excolegas, ni ellos existen para mí. He perdido casi absolutamente el interés por las cosas del día a día profesional, por la vorágine de la ‘meritocracia’ y la supervivencia en el sistema, por estar actualizado en las últimas novedades profesionales…. Se me paró el reloj en ese mundo. Es curioso que ello solo suceda en ese rincón de mi vida, pero así lo percibo. No sé si vale la pena reflexionar al respecto, pero hoy no siento especialmente tal necesidad.

Me he adaptado casi perfectamente a la reducción de los ingresos de mi familia. La verdad es que, en líneas generales, somos unos privilegiados. Hoy por hoy, nuestras pensiones nos permiten vivir razonablemente bien. Así que, con lo que está cayendo, ni podemos ni debemos quejarnos. Y no lo solemos hacer.

En fin, que aspiro a seguir viviendo con ilusión y curiosidad. Y a recibir lo que venga con esperanza. Salud que no falte.

lunes, 4 de agosto de 2014

Me declaro imbécil.

¡Última hora! Barómetro del CIS: “A pesar del contexto de profunda crisis del bipartidismo, PP y PSOE se mantienen como los partidos con los que más se identifican los electores, por simpatía o por afinidad ideológica. Aun así, en intención directa de voto, el 12,8% de los ciudadanos apoyaría al PP, el 10,6% al principal partido de la oposición, mientras que el 11,9% optaría por votar a la formación de Pablo Iglesias. El PP aumenta su ventaja con respecto al PSOE hasta 8,8 puntos y Podemos irrumpe como tercera fuerza del panorama político español”.

Así lo refleja el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) correspondiente al mes de julio. La encuesta perfila un escenario de estimación de voto en el que, pese a la caída, los populares se mantendrían como primera fuerza con un 30%, el principal partido de la oposición lograría un 21,2% y la iniciativa de Pablo Iglesias alcanzaría el 15,3%, casi el doble que Izquierda Unida (8,2%) y el triple que UPyD, que obtendría el 5,9% de los sufragios.

Alegoría del limbo
No entiendo nada, porque ello se produce en un contexto en el que el 67% de los electores cree que la gestión realizada hasta ahora por el Gobierno del PP está siendo “mala o muy mala”, y más del 70% valora en esos mismos términos las políticas defendidas por el PSOE desde la oposición. Son datos más que suficientes; pero, si se requiere alguna apostilla, añadiré que el presidente del Gobierno inspira “poca o ninguna” confianza a más del 85% los ciudadanos y casi el 90% veía con los mismos ojos a Pérez Rubalcaba, el líder relevado por Sánchez en el último congreso del PSOE que, puntualicemos, se celebró con posterioridad a la encuesta del CIS.

Aznar, tras realizar su reforma laboral, afrontó una huelga general, mientras se hundía el ‘Prestige’ en las costas gallegas y se generaba un movimiento de protesta desconocido hasta entonces. No satisfecho con ello, nos embarcó en la Guerra de Irak, sin que ni eso lograse apearlo del gobierno. Entonces yo me preguntaba: ¿Qué más tiene que pasar en este país para que les echemos? Y tuvo que ocurrir la catástrofe de Atocha, y que se equivocaran al gestionarla, para lograrlo.

Sinceramente, no quiero ni imaginar lo que debería suceder ahora para conseguir lo mismo. País, que diría Forges.