Diariamente
nos hacemos decenas de preguntas sobre lo que está sucediendo a nivel
económico, sociológico, político, cultural y, en general, a todos los niveles. No
hay duda de que la realidad es extremadamente compleja y que intentar simplificarla,
explicándola en cuatro líneas, es imposible, además de una temeridad. Pero ello
no es razón que deslegitime la curiosidad como tentativa para entender y analizar
sus facetas y manifestaciones. A partir de ahí, tal vez surjan propuestas y hasta
alguna solución para las dificultades y los problemas abordados.
Me
preocupan algunos acontecimientos que he conocido en las últimas semanas, que
me han golpeado con fuerza. En un intervalo de quince días se han producido dos
sucesos dramáticos que, más allá de su impacto social, de su proyección
mediática y del amarillismo con que pueden abordarse y ser utilizados, no dejan
de ser asuntos graves que nos conciernen a todos los ciudadanos. Hace dos
semanas, la prensa difundía en grandes titulares que una joven residente en
Alcoi había apuñalado al niño que acababa de alumbrar, depositándolo en un
contenedor de basura cercano a su casa. La chica acudió posteriormente a un
hospital para recibir asistencia médica y, lógicamente, la policía no tardó en averiguar
qué, cómo y dónde había sucedido la desgracia. Seguramente facilitó las
pesquisas que la protagonista del suceso fuese una muchacha con escasos
recursos económicos. El pasado día veintitrés, un nuevo titular en la primera
página del diario Información destacaba
que había aparecido el cadáver de otro recién nacido con su placenta, en una
mochila hallada en la planta de basuras de Elche.
Ambas
noticias son carnaza para la prensa amarilla y munición para las organizaciones
que han hecho de una singular manera de entender el derecho a la vida su
alimento espiritual y su sostén material, que tratan de imponer a todo el mundo.
Organizaciones intransigentes, que mercadean e intoxican con la expectativa vital
de los embriones y de los óvulos incluso antes de ser fecundados, o que
criminalizan los abortos legales y combaten toda práctica anticonceptiva sin
importarles ni una sola de las causas que la motivan, ni su legalidad y
legitimidad. Muchísimo menos las personas que pasan por semejantes trances. Naturalmente,
me opongo intelectual, social y éticamente a tales desatinos, lo que no equivale
a que me despreocupe de lo que está sucediendo en un ámbito tan sensible y
trascendente.
Me
pregunto qué puede motivar que una muchacha con escasos veinte años, que está embarazada
y decide llevar a término su gestación (no importa el por qué), cuando alumbra,
decida quitarle la vida a su criatura y deshacerse de ella arrojándola al
contenedor de la basura. Me inquieta desconocer qué propicia que esas personas,
generalmente provenientes de ambientes socioeconómicos desfavorecidos o con
recursos muy limitados, que encajan en patrones socioculturales relativamente convencionales,
que glorifican la infancia y practican el paidocentrismo, decidan truncar la
vida de un hijo de manera tan violenta, irreflexiva e inmediata. Inicialmente,
la tendencia del impulso explicativo se orienta al terreno de la ética o de la
sensiblería, con proclividad al enjuiciamiento moral de las conductas ajenas. Es
una tentación facilona e inadecuada para intentar explicar comportamientos que exigen
un análisis multifactorial, sosegado y riguroso, que considere aspectos personales,
culturales, sociales, legales y éticos. Sin embargo, es evidente que el hecho
en sí produce conmoción y gran preocupación porque, al margen de consideraciones
antropológicas, axiológicas o éticas, supone un desafío frontal a la propia
biología humana porque quebranta el instinto de conservación de la especie, que
suele ser prevalente tras el de supervivencia.
Hace
un centenar de años, mi abuela tuvo seis hijos que llegaron a adultos. Desconozco,
porque nadie me lo ha dicho, cuantos de sus posibles embarazos adicionales se
malograron. Era analfabeta absoluta, como lo era mi abuelo, lo que no impidió
que constituyeran una familia y que la sacaran adelante con escasísimos
recursos y muchas dificultades para sobrevivir. Y no se les ocurrió prescindir
de ninguno de sus hijos. Obviamente, igual que mis abuelos, millones de personas
criaron sus familias como buenamente pudieron y, en general, lo hicieron bien. Aquí
estamos sus nietos y sus bisnietos para dar testimonio de que así fue, porque no
solo atendieron sus necesidades esenciales sino que tuvieron tiempo para darles
una educación básica y cívica, que es lo único que tenían a su alcance. La
inmensa mayoría recordamos a nuestros abuelos como seres maravillosos que, después
de criar a sus hijos y de atender sus obligaciones como madres y padres, supieron
querernos, ‘malcriarnos’ y hacernos felices, en suma. Algo muy grave debe suceder
para que algunos de nuestros conciudadanos, pese a vivir en una sociedad con
muchísimos más recursos y oportunidades, estén tan desnortados y equivocados que llegan a rebasar los límites de la propia biología.
Cambiando
radicalmente de registro, me ha afectado casi con idéntica intensidad el drama
del balconing, esa nueva afición que
practican jóvenes 'voladores' en los hoteles, que desde hace algunos años deja
en nuestra costa una estadística aterradora de accidentes/suicidios. El balconing ya es parte del imaginario del
llamado “turismo de excesos”, con amplia repercusión en los medios y en las
redes. Algunos de sus amantes, incluidos entre las decenas de miles de
hooligans que cada temporada pasan sus vacaciones en el Mediterráneo español,
hacen equilibrios en los balcones de los hoteles, se lanzan a las piscinas
desde la terraza de sus habitaciones o cruzan de unas a otras por las fachadas
o los huecos de las escaleras con los consiguientes e innecesarios riesgos. Y
suelen hacerlo cuando ya no les cabe en sus cuerpos más alcohol,
estupefacientes o ambas cosas. Naturalmente, son conductas extremas y no
generalizadas, pero no por ello menos censurables. No debe permitirse que se
haga negocio propiciando situaciones que ponen en riesgo la vida de las
personas, proporcionándoles los medios o las condiciones necesarias para ingerir
desaforadamente drogas legales e ilegales y, como consecuencia de ello,
protagonizar actuaciones que atentan gratuitamente contra el propio instinto de
supervivencia. Ese límite no se puede rebasar.
Nuestros
gobernantes y la ralea de aduladores interesados que los acunan se llenan la
boca asegurando que son iniciativas que “producen riqueza”, que generan empleo
y que reactivan el tejido productivo. Hay que ser sinvergüenzas para mentir de
semejante manera, justificando lo injustificable y manipulando lucrativamente el
infraempleo y la precariedad, utilizando sus negocios de tenderete, discoteca y
barra libre, que orientan descaradamente al turismo juvenil, sin reloj, con
calles y zonas casi exclusivizadas para el desenfreno y el consumo sin límites,
despreciando los derechos de los ciudadanos, de sus propios trabajadores y
atentando contra la más elemental sensatez. Esas gentes carentes de escrúpulos alientan
excursiones etílicas y retos entre los jóvenes consumidores, que rayan en la
depravación y que son inadmisibles porque constituyen una apología de la
indignidad. El penúltimo de ellos es el llamado mamading, entiéndase, jovencitas/os con sponsor haciendo felaciones en serie en las terrazas para premiar
grandes consumos u obtener nuevos vales para canjearlos por copas. Me parece
inaplazable resituar los objetivos, las finalidades y la perspectiva de la sociedad.
No podemos seguir inhibiéndonos y amparando acrítica y silenciosamente esta temeraria
y enajenada carrera.
Se podrá argüir que infanticidios y suicidios han existido siempre. Que los primeros, históricamente, han sido una práctica permisible, aceptada socialmente y hasta legal, y que incluso pervive en algunas sociedades contemporáneas. Pero tampoco cabe duda de que, en el mundo moderno y particularmente en la sociedad occidental, constituye una conducta inaceptable, inmoral y criminal, que debe prevenirse y lograr evitarse activando cuantos recursos e iniciativas de protección social sean necesarios. Por otro lado, los suicidios son conductas asociadas a la enfermedad psíquica (depresiones, trastornos de ansiedad, adicciones…) en más del 90 % de los casos, que también correlacionan positivamente con situaciones de crisis económica y social. Pero lo que aquí comentamos no son los actos deliberados, originados por patologías o situaciones calamitosas, sino las muertes provocadas por conductas temerarias, inducidas por la ingestión abusiva e incentivada de alcohol o sustancias tóxicas, en un contexto social de permisividad o inhibición de los poderes públicos, que toleran prácticas económicas indecentes y comportamientos ciudadanos que no pueden encontrar amparo en una sociedad moderna y civilizada.
Se podrá argüir que infanticidios y suicidios han existido siempre. Que los primeros, históricamente, han sido una práctica permisible, aceptada socialmente y hasta legal, y que incluso pervive en algunas sociedades contemporáneas. Pero tampoco cabe duda de que, en el mundo moderno y particularmente en la sociedad occidental, constituye una conducta inaceptable, inmoral y criminal, que debe prevenirse y lograr evitarse activando cuantos recursos e iniciativas de protección social sean necesarios. Por otro lado, los suicidios son conductas asociadas a la enfermedad psíquica (depresiones, trastornos de ansiedad, adicciones…) en más del 90 % de los casos, que también correlacionan positivamente con situaciones de crisis económica y social. Pero lo que aquí comentamos no son los actos deliberados, originados por patologías o situaciones calamitosas, sino las muertes provocadas por conductas temerarias, inducidas por la ingestión abusiva e incentivada de alcohol o sustancias tóxicas, en un contexto social de permisividad o inhibición de los poderes públicos, que toleran prácticas económicas indecentes y comportamientos ciudadanos que no pueden encontrar amparo en una sociedad moderna y civilizada.
Ambos problemas son muy importantes y no tienen fácil solución. Sin embargo, otros también graves (consumo de tabaco, accidentes de tráfico…) se han abordado con determinación, avanzándose significativamente en su resolución. Ello exige recursos, pero fundamentalmente lo que demanda de la ciudadanía y de sus gobernantes es determinación y ganas de acrecentar la civilidad y el progreso.