martes, 30 de septiembre de 2014

Flashback.

Leo en el diario Información una tribuna que firma Emilio Soler anunciando la presentación de un pequeño opúsculo, elaborado por Mario Martínez, que lo titula Donde da la vuelta el río. Dice Emilio, amigo del autor desde casi siempre, que es una edición no venal y que cuenta algunas de las historias que Mario y sus conciudadanos vivieron en su infancia y adolescencia, allá por los años cincuenta y primeros sesenta del pasado siglo.

No he tenido la oportunidad de ojear el libro, aunque espero hacerlo pronto. Por lo que dice su glosador, parece que en él se relata un viaje placentero por un tiempo desaparecido, al que se mira con la perspectiva que dan los años. Un periplo y una óptica que me resultan familiares y de los que me parece que soy cómplice a menudo. Y me agrada conocer que otras personas practican esa actividad recurrente. Tengo la impresión de que somos más de los que creía quienes tenemos inquietud o tendencia a dejar reflejadas en páginas de papel o digitales algunas de las cosas que nos sucedieron en la vida. Tal vez porque las consideramos interesantes (a veces, creo que hasta importantes), o simplemente porque sentimos la necesidad de evocarlas y compartirlas. Quizás por eso, a ratos, me sumerjo en esa especie de viajes de regreso al pasado, matizados y tergiversados involuntariamente, en los que redescubro y reflexiono sobre los acontecimientos y las vicisitudes de mi infancia y adolescencia. Y confieso que me magnetiza volver a recorrer el territorio que ambas delinean, una especie de patria auténtica,  en la que me reconozco plenamente, como escribió Juan Marsé.

La crónica-reclamo de Emilio, anunciando la presentación del libro en Sax la tarde del pasado sábado, está salpicada de las pullas cariñosamente hirientes con que se obsequian ambos amigos cuando comparecen públicamente, a la vez que hace un recorrido expedito, y sin embargo exhaustivo, por los hitos del panorama de aquellos años juveniles en la década de los 50 y los primeros 60, que todavía compartimos tantos, en todo o en parte. Las lecturas de las novelas de la editorial Bruguera que escribían Marcial Lafuente Estefanía o Silver Kane. El tiempo de los tebeos, con las historietas americanas del Hombre Enmascarado, Flash Gordon, Tarzán o El Príncipe Valiente, y sus réplicas carpetovetónicas de El Coyote, Diego Valor, Pantera Negra o El Capitán Trueno. No faltan las alusiones a las radionovelas lacrimógenas de Doroteo Martí y Guillermo Sautier Casaseca; ni tampoco a Alberto Oliveras, la estrella indiscutible de las noches  radiofónicas con Ustedes son formidables. Tampoco se olvidan Carrusel deportivo y el circo de los Hermanos Tonetti, ni el Teatro Chino de Manolita Chen y los cines de verano, que tanto idolatra el glosador, ni las alusiones a la épica torera de El Tino y Pacorro, para concluir con las referencias musicales de Cliff Richard, Sylvie Vartan y Rita Pavone, tres de los fetiches del exégeta.

Me imagino que Mario hablará de todo ello, seguramente desde una perspectiva más elaborada, ácida y socarrona, como suele ser su prosa. Así que tengo curiosidad por ojear su libro para disfrutar lo que haya dado de sí su ágil y afilada pluma, generalmente más caracterizada por su brillantez que por su tesón. Me gustará conocer cómo enfoca el reencuentro con las vivencias pretéritas; las propias y las de los sesentones que forman la Cuadrilla de la Boina, que antaño fueron sus compañeros de viaje en Sax.

Desconozco si coincidiremos en algunos enfoques o serán parecidas las temáticas que nos inquietan. En todo caso, sé que me enfrentaré a una propuesta ingeniosa y brillante, de la que estoy seguro que aprenderé. Ya contaré mis impresiones tras la lectura, aunque diré que, antes de empezarla, ya me produce agrado imaginar la concomitancia de intereses y la compartida necesidad de dejar constancia de la pequeña historia, la que prefiguran las historias personales con nombre propio. Todas ellas, juntas e imbricadas, conforman la Historia con mayúsculas, que recogen los libros serios. No obstante, para algunos, escribir las pequeñas historias y sus intrahistorias resulta una tarea necesaria, que nos satisface. Por eso, saludo con optimismo la contribución de Mario y agradezco a Emilio su difusión. Estoy seguro que la merece.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Chilín.

El habitante de mi casa que mejor vive se llama Chilín. Lo recogió de la intemperie una mujer conocida. Su madre lo debió dejar allí porque no tendría nada mejor que ofrecerle o, simplemente, porque no tuvo otra opción. Así es la vida. Afortunadamente para él, aquella mañana se cruzó en su camino esa mujer de mediana edad y corazón blando a la que conmovió con sus lastimosos gemidos. Lo cierto es que ella ya tenía predisposición para la acogida, pero los lamentos de un ser con apenas unos días de vida, pidiendo auxilio, comida o Dios sabe qué, la determinaron a rescatarlo de la implacable vida callejera. Se agachó junto al vehículo bajo el que se encontraba, cogió aquella pequeña bolita de peluche, sucia, pelirroja e inválida, y se la llevó a casa.

A los pocos días, mi hijo, que es amigo de uno de los suyos, estuvo de visita en su casa que entonces era un espacio donde abundaban los animales, particularmente los gatos. De eso debe hacer aproximadamente quince años. No es que él fuera muy amigo de tales criaturas, pero era sabedor del aprecio que les tenía su madre desde la infancia. Aquellos días, ella convalecía de una intervención delicada y pensó en sorprenderla con un detalle que le levantase el ánimo. Lo compartió con su anfitriona y en pocos minutos tenía a Eric en una caja de zapatos, dispuesto para trasladarse de domicilio. Y así apareció en casa aquel mediodía, para dicha de mi mujer.

Si existe una persona idolatrada por mi hijo, sin duda es Eric Clapton (Clapton is God, suele decir, replicando la famosa frase rotulada a mediados de los sesenta en la estación de metro de Islinton). De modo que se puede imaginar la razón subyacente al primer nombre que tuvo nuestro protagonista. Un homenaje en toda regla que tal vez, subrepticiamente, escondía unas altas expectativas para su vida en nuestro hogar. Tras someterse a un chequeo básico en el veterinario, la adaptación de la criatura al nuevo domicilio fue brevísima. En pocos días se familiarizó con un desconocido espacio vital y se lo apropió. Ya saben que los felinos no son animales gregarios sino profundamente independientes porque, a estas alturas del relato, ya habrán deducido que Eric es nuestro gato. Aquel pequeño animal alegró entonces la vida a mi mujer con sus alocadas carreras persiguiendo a cuanto se movía, saltando e intentando capturar al vuelo las moscas y las pequeñas mariposas que revoloteaban por la terraza, enredando los ovillos de lana o las bobinas de hilo a poco que nos distrajésemos, etc. Ciertamente, se afilaba las uñas en algunos lugares donde no debía y también trepó circunstancialmente por los tejidos de alguna cortina o del sofá, pero afortunadamente abandonó pronto esas “asalvajadas” costumbres y, lo cierto, es que apenas ha causado destrozos en nuestros enseres.

Eric creció rápidamente y en pocos meses se transformó en un mozalbete rubio y lustroso, que disfrutaba jugando con pequeñas bolas de papel o pelotitas de goma que le proporcionábamos. A menudo parecía que nos ponía delante esos juguetes para que nos dirigiésemos al pasillo y se los lanzásemos por los aires, como si estuviésemos entrenando a un portero de fútbol. No lo creerán, pero hacía unas paradas portentosas. Le lanzabas la pelota a más de un metro de altura y saltaba, como impulsado por un resorte, para atraparla con sus patas delanteras y caer al suelo con ella, sujetándola inicialmente y abandonándola a continuación, como provocándonos para que repitiésemos la jugada desde el otro extremo del pasillo.

Como casi todos los miembros de la familia felina, en aquel tiempo de su juventud, en el que yo empecé a llamarle Chilín (el nombre por el que finalmente lo conocemos) tenía un cuerpo musculoso y muy flexible, pese a llevar una vida absolutamente sedentaria; eso sí, bien alimentado (el pobre no conoce otro manjar que no sea el pienso seco bajo en calorías) y tratado a cuerpo de rey. Pese a los cuidados con la dieta (que sólo quiebra su dueña obsequiándole con una pequeña lata de atún al natural un par de veces por semana o en ocasiones especiales), el paso de los años ha hecho de él un venerable y lustroso anciano, con carnes menos enjutas y más de ocho quilos de peso, que mueven sus patas con dificultad creciente.

En su juventud y madurez, Chilin viajaba con nosotros cuando íbamos al pueblo o nos mudábamos circunstancialmente de domicilio durante las vacaciones o con motivo de las reformas que hacíamos en casa. Lo instalábamos en su transporting y, aunque nunca le gustaron esos trasiegos, acababa aceptándolos tras refunfuñar un poquito, acomodándose en pocas horas a los nuevos espacios. Conforme se ha ido haciendo mayor se ha rebelado más, hasta el punto de que hace cuatro o cinco años que ya no sale de casa porque los viajes le producen un gran estrés, angustiándole y haciéndole descontrolar sus esfínteres, algo inaudito en los gatos, que suelen observar una higiene exquisita. Desde entonces evitamos que se desplace. De modo que los amigos y la familia atienden sus necesidades cuando estamos fuera. Por cierto, bien que nos riñe con sus maullidos a la vuelta, como reprobando nuestro abandono y aireando su enfado porque no puede dejarnos y largarse con quienes le procuran los cuidados en nuestra ausencia. Ya saben que un gato jamás se considera un invitado en la casa donde vive; al contrario, los dueños son sus invitados, eso sí mientras le provean de comida, cuidados y mimos.

Vemos a Chilín caminar cada vez con mayor dificultad, de la misma manera que observamos que va abandonando progresivamente las alturas que frecuentaba (camas, sillones de la terraza, estantes de las librerías, etc.) porque ya no tiene fuerza para impulsarse y subirse a ellas. Y, aunque sigue lustroso y tiene buena salud, su edad nos alerta de que tal vez su vida no dé para mucho más. No sé si el intenso contacto que tuve con los animales en la infancia me proporcionó mecanismos para restringir los vínculos emocionales con ellos. Lo que sí sé es que el día que concluya su vida será aciago para mi mujer y tampoco será grato para mí porque, más allá de lo dicho y escrito sobre la independencia y la escasa fidelidad de los gatos, el nuestro es indudablemente una de las excepciones de la regla. Hemos mantenido con él una relación intensa, gregaria y fiel, de la que todos hemos sacado provecho. Ya nos hubiese gustado que todas nuestras interacciones con las personas se hubiesen caracterizado por la misma reciprocidad.

Por ello, esta es una mención de reconocimiento a la diminuta bolita de peluche, transformada hoy en orondo, previsible y dócil acompañante, que nos regala sus ronroneos y su compañía. Ni todo el tiempo hará que se esfume su memoria.

viernes, 19 de septiembre de 2014

Septiembre.

Hemos llegado al ecuador de septiembre y la verdad es que estamos viviendo un mes raro, que tiene mayor parecido con la canícula agosteña que con la templada y plácida antesala del otoño al que lo tenemos asociado. Aunque a poco que hurguemos en la hemeroteca, comprobaremos que ya hace algunos años que los veranos, y sus finales, nos traen importantes accidentes climatológicos. No solo en nuestro país, sino también en Europa. El año 2002, le tocó a la República Checa que, en pleno mes de agosto, vivió unas inundaciones que son su mayor desastre natural en 500 años. En junio del año pasado, unas copiosas y persistentes lluvias paralizaron varios países de Europa central, provocando graves inundaciones en la República Checa, Polonia, Alemania, Suiza y Austria. Este año los aguaceros se han cebado con Croacia y el sur de Francia, acarreándoles graves daños personales y económicos. Recordaremos, en fin, que en la mañana del 30 de septiembre de 1997 cayó sobre Alicante una tromba que alcanzó los 156 litros por metro cuadrado, desbordando todas las infraestructuras y cobrándose la vida de cinco personas. Tal vez empiezan a resultarnos familiares algunas de las manifestaciones del denostado cambio climático, que parece tan imparable como devastador resultará para la humanidad. Al ritmo que avanza la agresión ambiental y con la perspectiva anunciada por la ONU de que la población mundial alcanzará los 11.000 millones de personas a finales de siglo, no parece muy aventurado prever gravísimas consecuencias en el impacto ambiental y también en el agotamiento de los recursos naturales, en el desempleo y en la inestabilidad social.

Panteón de la Real Basílica de San Isidoro (León)
No obstante, pese a la involución atmosférica, niños y jóvenes se han incorporado a las escuelas y a los institutos apenas comenzado el mes. Algo que no sucedía en estas tierras desde hace al menos cinco décadas. Y no parece que haya sido una decisión acertada. Desconocemos por qué se ha empezado tan temprano y con tanto estrépito. Tal vez se ha pretendido, demagógicamente, contentar a las familias, hartas de aguantar niños durante el largo verano, sin recursos personales ni institucionales con los que entretenerlos (educándolos), y deseosas de que se abriesen las escuelas. O quizá, abundando en la demagogia, se han aumentado unos días de clase (no importa para qué, ni en qué condiciones) solo como justificación de que se hacen esfuerzos para remediar las insoportables tasas de fracaso escolar del sistema educativo valenciano. Realmente, lo que han hecho estas semanas los niños y jóvenes en las escuelas e institutos ha sido poco más que pasar mucho calor, protestar, enfadar a maestros, profesores y padres y, lo que es peor, perder el tiempo desde el punto de vista educativo.

Políticamente hablando, también septiembre está siendo un mes raro en Europa. El envite de los escoceses reclamando la independencia del Reino Unido ha puesto en vilo a la clase política europea. Al final, no se ha producido la secesión escocesa. Todo queda más o menos como estaba. Y todos parecen satisfechos, como suele suceder al día siguiente de celebrarse cualquier sufragio. Los unionistas consideran que ha primado la cordura y la lógica. Los mercados han refrendado esa convicción, recibiendo con alzas el rechazo a la secesión. Por otro lado, los europeístas del continente están contentos porque consideran que el no escocés es un freno importante a otros posibles contagios que, según ellos, obstaculizarían sacar adelante un proyecto europeo que tiene ante sí retos importantísimos, como la recuperación económica y la mejora de las condiciones sociales y de la competitividad en la sociedad global. Los independentistas escoceses afirman que han arrancado a Londres mayores cotas de autonomía y han incrementado el crédito de Escocia como país. Como se ve, todos ganan, aunque ello sea matemáticamente imposible. En España, septiembre también se presenta políticamente alterado por la presión continuada del plan soberanista de los nacionalistas catalanes, que están llevando la situación a un vericueto complejo, en el que se debate entre la oportunidad de la consulta y la oposición a llevarla a cabo, y sus consecuencias. Veremos finalmente en qué queda todo este batiburrillo, que tal vez pudo evitarse a su tiempo, y sus circunstanciales aderezos (corrupciones, delitos fiscales, frentismos…)

Solo la vida política alicantina sigue ajena a estas turbulencias y a las rarezas que asedian la actualidad nacional e internacional, y hasta las condiciones climáticas. Aquí no pasa nada. Se imputa a la alcaldesa de Alicante por un nuevo delito (¿cuántos son ya?) y ella, por toda respuesta, calla y se atrinchera en su despacho del ayuntamiento. Sus congéneres ideológicos presionan en torno suyo para que se vaya (y ponerse otro en su lugar), pero ella guarda silencio sepulcral. La oposición mayoritaria, ¿existe? La oposición testimonial, pues eso, dando testimonio. Aquí todo sigue igual. Ya lo decía Julio Iglesias en Benidorm, el año 68; por cierto, también un año rarillo… en Europa. En fin, será el “menfotisme dels alacantins”.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Vendimia.

En el mundo agrario, la cosecha señala el fin del ciclo de un determinado fruto. Entre todas las tareas que realizan los agricultores cosechar es, sin duda, la más grata porque culmina provechosamente sus inciertas inversiones, sujetas siempre a los caprichos e inclemencias atmosféricas y biológicas, permitiéndoles resarcirse de los gastos y trabajos invertidos. Elegir el momento idóneo para cosechar exige pericia. Una opción temprana puede evitar condiciones perjudiciales, pero dará una producción pobre en cantidad y/o calidad. Aplazarla puede redundar en lo opuesto: mejorará el rendimiento pero aumentará la exposición a condiciones climatológicas desfavorables. Los viticultores y otros productores saben bien a qué me refiero. Ahora no sé como funcionan las cosas, pero antaño, en los pueblos pequeños como el mío, el tiempo de la vendimia lo decidían quienes gestionaban las únicas industrias existentes, las bodegas cooperativas. Ellos fijaban los días en que se iniciaba y concluía la vendimia, señalando las fechas en que se admitiría el depósito de la uva.

Cuando vivíamos en Gestalgar y despuntaba el mes de septiembre, cuando aún no habíamos concluido con el almacenaje de las últimas algarrobas recolectadas, ya estábamos preparando los carros para la vendimia. Tras tres o cuatro semanas recogiendo el fruto achocolatado que proporcionan año tras año los centenarios, sufridos y generosos árboles que pueblan nuestros labrantíos, deslomados por el esfuerzo realizado y sin posibilidad de recuperarnos, debíamos afrontar la última gran cosecha de la temporada.

Apenas quedaban unos días para preparar las lonas que habíamos guardado cuidadosamente el otoño anterior en la ‘cambra’, tras lavarlas en el río, ensebarlas y doblarlas convenientemente para evitar que se cuarteasen. Las extendíamos y las disponíamos sobre la caja de los carros, ajustándolas a todos sus rincones para tapar cualquier resquicio por el que se pudiese escapar el mosto. Preparábamos cuidadosamente los capazos, los ‘doncetes’ o corquetes (como se les denomina en La Rioja), las tijeras de vendimiar, las cuerdas y cuantos utensilios eran precisos para la recolección. No olvidábamos las lonas viejas y otras de pequeño tamaño que, extendidas entre las cepas, servían para acoger provisionalmente las uvas, mientras los carros, pletóricos de racimos, se desplazaban desde las parcelas hasta las bodegas. Una vez preparado el instrumental, sólo quedaba disponer el ánimo para emprender la postrera tarea de la temporada, que si bien terminaba de magullar nuestros ya maltrechos organismos también nos proveía de recursos para afrontar el año próximo.

Cuando llegaba septiembre mirábamos insistentemente al cielo, como queriendo ahuyentar el granizo y las lluvias que tanto complicaban la tarea y que aguachaban las uvas, restándoles grado y precio. Nos levantábamos a punta de día. Las mañanas eran fresquitas y nos obligaban a abrigarnos, embozándonos con algún trozo de saco o manta mientras nos trasladábamos a las parcelas montados en los carros. Solíamos iniciar la vendimia en la Casa Suay, concretamente en el Hondo, un terreno de unas doce hanegadas recostadas sobre el fondo de una cañada, en el que mi padre cultivaba regularmente uva merseguera, una variedad autóctona de gran rendimiento. Era una parcela espléndida que daba abundantísimas cosechas, con gran concentración de azúcares y mínimo contenido de acidez. Eran centenares las cepas en las que metías el capazo y, tras sajar con el ‘doncete’ los peciolos de las uvas, lo extraías colmado de racimos. Recuerdo que, como si participásemos en una competición, nos voceábamos los unos a los otros para mostrarnos los enormes racimos que recolectábamos, que colmaban las aspiraciones de mi padre y llenaban los bolsillos de la familia. Allí solíamos recoger doce o catorce mil kilos de uva, que él transportaba con un carro grande y una yegua espléndida, que tiraba de él con gran esfuerzo y tesón, animada por las voces que le daba para que remontase sin desfallecer la grandísima pendiente del camino que subía a la carretera que enlaza Gestalgar con Chiva.

Concluido el trabajo, ascendíamos unos centenares de metros en dirección al piedemonte que desciende desde la Sierra de los Bosques y alcanzábamos la partida de La Loma, en la que teníamos una pequeña superficie injertada de “planta fina”, que es una variedad de vid de menor rendimiento pero más dulce, que los bodegueros mezclan con el moscatel o la malvasía para elaborar mistelas y vinos licorosos. Lo que perdíamos en kilos, lo ganábamos en calidad y en precio. Apenas empleábamos un día de trabajo para vendimiar aquel terreno. Las uvas recolectadas las transportábamos a la bodega del pueblo, donde quedaban depositadas a resultas del posterior cobro, que solíamos efectuar fuera del tiempo de cosecha, cuando solía mejorar el precio.

A continuación, nos desplazábamos a las parcelas del Campo de Chulilla. Llegar allí exigía doble tiempo que ir a la Casa Suay, aunque lo que invertíamos en el desplazamiento lo recuperábamos en las facilidades que ofrecían aquellos terrenos llanos para cosechar y para transportar la uva a las bodegas de Vanacloig, donde solíamos depositar la producción. De modo que el acarreo, una de las principales pesadillas de los agricultores, era más liviano para los animales y para los carreteros. Teníamos dos parcelas; en una, cultivábamos la tradicional merseguera y, en la otra, de mayor tamaño, una variedad denominada “planta nova” o “tardana”, una planta muy rústica que, como sugiere su nombre, madura tardíamente. Realmente es una variedad recomendada como uva de mesa, aunque está autorizada para la vinificación en las denominaciones de origen Utiel-Requena y Valencia. Estas cepas daban racimos que sobrepasaban a menudo los dos kilos. ¡Aquella parcela era una auténtica fábrica de uva!

Era la última que vendimiábamos y cuando la rematábamos sabíamos que estábamos diciendo adiós a la vendimia de ese año. Y nos frotábamos las manos porque vendimiar es tarea ardua, que pone a prueba los riñones porque exige estar encorvado durante todo el día. Las incorporaciones circunstanciales, que podrían considerarse alivios momentáneos, realmente no lo son porque castigan todavía más la zona lumbar, demandándole un esfuerzo redoblado para enderezar el cuerpo y levantar simultáneamente el capazo para trasladarlo a otra cepa o para depositar su contenido en el carro. Verdaderamente eran días de trabajo a destajo, que aborrecíamos por su extremada exigencia, en una porfía consuetudinaria por rentabilizar los esfuerzos y evitar los efectos de las condiciones atmosféricas adversas.

Días de bregar continuo, con las ropas, las manos y el cuerpo entero pringados de mosto mezclado con tierra. No lográbamos quitarnos de encima la pegajosidad y la mugre hasta que llegábamos a casa por la noche y nos aseábamos a fondo. Las picaduras de las abejas y las avispas, que revoloteaban continuamente sobre las uvas, nos hinchaban las manos como botas. De vez en cuando, al introducir el capazo bajo una cepa, sin advertir que había un avispero, salían de él media docena de insectos, como si fuesen proyectiles, que hincaban sus aguijones en nuestras maltrechas carnes y nos espabilaban de lo lindo. Unos cuantos pegotes de barro en las picaduras nos aliviaban y hacían que olvidásemos rápidamente el incidente.

Por una parte, la dureza de la tarea la hacía ingrata; por otra, resultaba dulcísima la recompensa que aportaba una cosecha que era sostén fundamental para la economía de las familias, que muchas veces empeñaban para obtenerla recursos que ni tenían. Tal vez por ello, la vendimia exigía y concitaba el esfuerzo de cuantas personas había en casa. Cada cual ayudaba según sus pujanzas y habilidades. Niños, mayores, familiares y jornaleros nos esforzábamos de sol a sol, dando lo mejor de nosotros mismos y compartiéndolo todo, sin distinciones ni distingos.

Hoy, en este once de septiembre, cincuenta años después, el silencio es el dueño del paisaje. Nadie cultiva las vides porque ya no existe casi nadie. Todos nos hemos ido, antes o después. El día despunta diáfano, silencioso y mudo. Se perdieron en el tiempo el traqueteo de los carros y el runrún de los tractores. Enmudecieron las personas y se agotaron los campos. Se globalizó la vida y se agostó nuestra historia. Pero siempre quedará alguien para recordarla. Al menos yo quiero creerlo así.

lunes, 1 de septiembre de 2014

A mi amigo Jose.

Hace muchos años que empezó una historia inacabada, incompleta e imperfecta, que debo contar. Todo sucedió poco tiempo después de un largo viaje que hice obligado por las circunstancias, que me arrancó de una vida sencilla y rutinaria y me transportó a otra más compleja y cosmopolita. No tuve más opción que aplicarme con tesón y adaptarme a ella y a sus reglas. Afortunadamente, en pocos meses, logré desenvolverme con cierta soltura en el nuevo escenario, que entendí y en el que me integré con relativa facilidad. En esa coyuntura se inició esta historia que, como tantas otras, acaeció fortuitamente.

A los dos o tres meses de vivir aquí, conocí a una persona extraordinaria. Entonces no lo sabía, pero los años han demostrado que así fue. Inicialmente, aquello resultó anecdótico. Me hizo reparar en ella el sobrenombre (Sofo) que le habían endosado sus compañeros del instituto, que le acompaña desde aquella época. El destino, la casualidad o lo que fuese, hizo que reapareciera en mi entorno poco después, cuando ambos iniciábamos los estudios de Magisterio. Desde esos días, tampoco se ha quebrado nuestro vínculo.

Nuestros profesores y compañeros reconocían y ensalzaban su inteligencia. De hecho, su apodo alude indirectamente a esa capacidad. Jamás le he administrado ningún test y, sin embargo, no albergo la menor duda sobre la amplitud de sus dotes intelectuales, que ha evidenciado espontánea y desinteresadamente en incontables ocasiones. Estamos ante una persona a la que hacen justicia su apodo y su proceder cotidiano: escucha mucho más que habla.

"Amistad", de Francisca Cerdá
Plaza República de Chile, Barrio de Palermo, Buenos Aires.
La inteligencia es cualidad magra, pero aún lo es más la generosidad. En mi opinión, si hubiese que elegir una categoría para distinguir a esta persona, sin duda alguna, sería la generosidad. Un ejemplo será suficiente para acreditarlo. Cuando nos conocimos, tenía muchos números para haberse convertido en un “niño bonito”. No porque proviniese de una familia con recursos, porque no era así, aunque abastecía para procurarle una vida confortable y una posición social razonable. Pero algunos de sus vínculos familiares, a poco que él hubiese puesto algo de su parte, podrían haberle acercado a lo más granado de la sociedad alicantina de entonces, permitiéndole medrar y vivir como Dios. Por fortuna, jamás se le ocurrió semejante idea.

Al contrario, tomó el camino opuesto al del egoísmo y se esforzó en arrimar el hombro y ayudar a sus amigos y colegas, practicando las virtudes que le enseñaron Paco y Maruja, a quiénes agradeceré siempre su enorme generosidad porque, no solo a mí sino a bastantes otros, nos consideraron siempre como parte de su familia, pese a desconocer de dónde veníamos y quiénes éramos. En esa escuela aprendió la generosidad nuestro hombre, la virtud que define por antonomasia la condición humana auténtica, la cualidad que nos hace ser más personas. Él la tiene anclada en su ADN. La practicó y la practica con propios y extraños, con amigos y hasta con sus adversarios (enemigos, no le conozco). Hasta el punto de que diría, afectuosamente, que es “tonto”, de tan generoso que es.

Acabó la carrera, prestigiado y situado entre los primeros de su promoción. Empezó a ejercerla y dos años fueron tiempo suficiente para que urdiese relaciones con alumnos y familias que siguen hoy vivas. Emigró profesionalmente de su ecosistema urbanita a otro crasamente rural y restringido. Apenas necesitó unos meses para adaptarse y mezclarse con la nueva gente, a la que todavía sigue vinculado cuarenta años después. Todo ello lo compatibilizó con incursiones militantes en proyectos políticos progresistas y radicales, que eran peligrosos, especialmente para quien ya era funcionario público. Era un “progre”, en el mejor sentido que podía tener el término en la España de los 70. Aquél tiempo de vehemencia y de proselitismo. Tal vez por eso me tanteó, sin agobiarme. Yo era más cobarde que él y no me dejé convencer, ni insistió más de lo que debía. El Mannix, Paco Ibáñez, María del Mar Bonet, la Credence, Pi de la Serra, Ovidi Monllor, el Club Amigos de la Unesco, Abraxas, Blas de Otero, Gabriel Celaya, Marta Harnecker, los guateques, las discotecas… son retazos y experiencias que compartimos en aquel tiempo y aquel país, lejos del glamour provinciano del Club de Regatas, de los bailes del Casino o del mundo de las Hogueras.

El destino de las personas generosas e inteligentes suele ser el compromiso, como es el caso. Estamos frente a un persona honorable  y atenta a cumplir con sus responsabilidades, con una importante trayectoria sindical, política y social, en la que ha sabido sortear cuantas tentaciones y provocaciones le han puesto delante. En ningún otro bolsillo se puede escudriñar con más certeza de que no se encontrará nada que no sea propio. Pese a que muchas veces se ha jugado cuanto tenía en favor de otros presuntamente más desheredados, que a veces no lo eran tanto, jamás he tenido noticia de que demandase su parte. Estamos ante una persona comprometida radicalmente con sus ideas, que jamás ha querido para sí lo que ha exigido para los demás, estamos frente a alguien que ha peleado por lograr derechos para otros que ni le atañían, porque ya los disfrutaba. Allí estuvo, y ahí está. Quienes le conocemos no recordamos otra imagen suya no sea su conducta intachable y contumaz, mantenida década tras década.

La persona que vengo describiendo ha sabido materializar el significado de la palabra coherencia. Y ello es particularmente valioso en este tiempo en que tanto prima el cinismo y la disociación entre los comportamientos públicos y los privados, entre la dimensión personal y la proyección social de las personas. No busquemos semejante contradicción en este caso, porque no la hallaremos. Solo contrastaremos la casi plena coherencia entre la vida personal, la relación social, el desempeño profesional y el sentir emocional. Difícil encontrar más consecuencia entre el propio respeto y el que se dispensa a los demás, mayor equilibrio entre la obligación y la devoción. Pese a laborar décadas en un ecosistema adverso y perverso, del que es un descreído pleno, ha sabido flotar, nadando entre la nostalgia y el pesar, entre la esperanza y la fe en sus principios, sin renunciar a nada y practicando todas sus virtudes. Y así acabará su periplo.

Obviamente, en esta exégesis breve y justa, merecida y necesaria, faltan doscientos argumentos, mil razones y casi todos los afectos. Pero algo aprende uno de los que tiene al lado; en este caso, a callar. Podría seguir parloteando muchas horas, pero no lo haré. Concluiré con un remate sencillo y a su manera: Jose, de mayor, quiero ser como tú.