La
palabra correspondencia tiene siete acepciones en el diccionario de la Real
Academia. La disposición taxonómica del
diccionario, que me parece caprichosa (aunque seguro que no lo es y que habrá
un cúmulo de sesudos estudios y rebuscados argumentos lingüísticos para
demostrarlo), hace que la primera de ellas la defina, en su sentido más amplio,
como “la acción y el efecto de corresponder o corresponderse”. Sin embargo,
desde hace casi cincuenta años, yo la tengo indisolublemente asociada con la
cuarta, que la define como la “relación que realmente existe o
convencionalmente se establece entre los elementos de distintos conjuntos o
colecciones”. Ello lo debo a un profesor de matemáticas, D. Luis Marín, que me
dio clase cuando estudiaba Magisterio. Aquel buen hombre intentaba que
aprendiésemos los rudimentos de lo que entonces se denominaba “matemática
moderna”, que no sé si era tal, pero aseguro que era un embolado que por arte
de birlibirloque se nos vino encima a alumnos y profesores. Es probable que el
capricho interesado de algún excelso profesor universitario, con influencia en
el Ministerio, lograra colar de rondón en los currículos escolares una moda
efímera, que apenas sobrevivió una década, desapareciendo por el mismo arte de
ensalmo que la alumbró. ¡Cuánto debió sufrir el pobre D. Luis esforzándose en
explicarnos algo que ni entendía! ¡Y cuánto sufrimos los demás para lograr
aprenderlo, siquiera de memoria, y contárselo en los exámenes! Porque para otra
cosa no servía.
Correspondencia entre conjuntos |
Cuando,
profundizando en la teoría de conjuntos, D. Luis llegaba a las correspondencias,
recuerdo que las definía como las relaciones que existen o se establecen entre
los elementos de los conjuntos, siempre que además de ser unívocas sean
recíprocas; es decir, cuando a cada elemento del segundo conjunto corresponde sin ambigüedad uno del primero. Esta claro, ¿no? Por si acaso, de una manera
más sintética, aseguraba que una correspondencia es una relación binaria entre
dos conjuntos. Incluso llegaba a decir que es un subconjunto del producto
cartesiano de dichos conjuntos. Ésa era realmente la síntesis final de su
explicación, que debíamos reproducir en los exámenes con su correspondiente
ejemplo gráfico. Inefable.
Sin
embargo, hoy no me referiré a este recurrente significado sino a otro que, como
tantas personas de mi generación y anteriores, tengo grabado a fuego desde
niño, mucho
antes de recibir las clases del Sr. Marín. Los niños que vivimos en la España
de los años cincuenta y sesenta teníamos cincelada indeleblemente en nuestra
mente la palabra correspondencia, con un significado tan simple como
inequívoco, vinculado a la primera acepción del verbo de referencia: si te hacían un favor o te obsequiaban con algo, debías
corresponder. Y si no tenías capacidad de hacerlo porque carecías de recursos, o
porque no querías, agradecías el ofrecimiento pero no lo aceptabas. Por otro lado, debía evitarse ofrecer regalos
a las personas que no podían corresponderlos, para no ofenderlas o crearles
un cargo de conciencia. Recuerdo docenas de anécdotas referidas a las embarazosas
situaciones que vivían las gentes cuando, al ser obsequiadas con algún
presente por familiares o conocidos que volvían de un viaje o giraban una visita,
se veían imposibilitadas de corresponderles por carecer de recursos. Cuántos apuros
pasaban en aquellas situaciones en las que, involuntariamente y hasta con la mejor
intención, se les ponía en el brete de quebrar esa relación unívoca y recíproca a que alude el lenguaje matemático. También es verdad que, en otros muchos
casos, esas correspondencias propiciaban intercambios de dádivas nimias, que sin
embargo eran valiosísimas y espléndidas, porque subsumían todo el potencial que
poseía la persona que las proporcionaba.
Hoy,
treinta o cuarenta años después, se ha perdido prácticamente el significado de esta
acepción. Diría que casi no existen razones para mantenerla en el diccionario. Se
ha esfumado el sentido moral subyacente a la ética pública y social que
sostenía en buena medida las relaciones interpersonales. El desarrollismo y la
globalización lo han invadido todo y han desvertebrado las viejas estructuras
sociales, llevándose por delante grandes principios de la ética social, como la
autoexigencia, que hacían innecesario extremar los controles sociales para
acomodar las conductas de las personas a las pautas cívicas fundamentales.
Hace
años que sintonizar los informativos y sentir náuseas es lo mismo, que se han generalizado
unos comportamientos públicos y privados inadmisibles, que no solo practican
las nuevas generaciones sino otras muchas personas que crecieron y se educaron
en unas familias que respetaban los principios aludidos. Personas cuya edad,
experiencia y formación sólo les han servido para renegar u olvidar las premisas
que seguramente alguien intentó inculcarles cuanto eran niños o jóvenes. Gentes
que hacen avergonzarse a sus organizaciones y a la ciudadanía general, y que
están haciendo un daño irreparable. Por desgracia, no hemos perseverado en los
buenos principios, como los que incluye la última acepción comentada de la palabra
correspondencia, que ejemplifica magníficamente Luis Landero en su última novela,
El balcón en invierno. Casi llegando a
su final, relata cómo una sencilla mujer de pueblo recibe la visita de sus
familiares que viven en la capital. Le traen un pequeño obsequio, que no tiene
con qué corresponder y, por toda respuesta, se dirige a la alcoba, toma de un
recipiente un par de naranjas y se las ofrece a los niños visitantes, que las cogen
con tanta sorpresa como perplejidad. Tras la visita, su padre les explica que
probablemente sea el regalo más generoso y espléndido que recibirán en su vida.
Antes
de que mueran definitivamente a manos del olvido, los ciudadanos deberíamos
hacer un penúltimo esfuerzo para asegurarnos de que todos o casi todos –también los mangantes que
nos rodean- reaprenderemos y practicaremos estas y otras olvidadas enseñanzas, en lugar de la egolatría, la vanidad y el narcisismo. Si
así fuera, probablemente lograríamos ser menos pobres y bastante más felices.