Leo
un anuncio en el periódico: “Los viajeros del AVE, larga distancia y trenes
turísticos de Renfe podrán disfrutar de su viaje sin preocuparse por las
maletas, con el nuevo servicio ‘puerta a puerta’, que tendrá un coste de
veintidós euros por bulto. El servicio está disponible a partir del uno de
julio en la web de Renfe, donde el viajero puede elegir el punto de recogida y
de entrega de su equipaje”.
¡Qué
barbaridad! Ni las maletas son lo que eran. Viajar sin maletas, olvidarse de lo
propio, vivir en el límite. ¡Qué lejos queda aquel tiempo en el que se viajaba
con el petate! Y en él, o en la maleta de cartón piedra y herrajes hojalatados
de fantasía, todo lo que uno poseía o podía serle útil en la nueva aventura que
emprendía. Allí se guardaban con esmero las dos mudas, el pantalón y la
chaqueta de los domingos, las camisa y el gabán, los cuatro remedios caseros
para la enfermedad, los pequeños retratos de la familia y el amuleto que aseguraría
la fortuna. Aquello era el único tesoro que se poseía y lo último que se
dejaría perder. Hoy todo es prescindible, efímero, intrascendente. Todo es pret a porter, de quita y pon.
Una
extraña asociación de ideas (siempre digo lo mismo, pese a que tales
asociaciones son tan frecuentes que no debería calificarlas así) me lleva a
recordar The Lunchbox (La fiambrera),
la película del director indio Ritesh Batra que se estrenó la pasada primavera
en España. Una cinta romántica, ambientada en India, cuyo argumento desencadena
una simple fiambrera. Se trata de una historia agridulce y romántica que nos
traslada a la ciudad de Mumbai (antigua Bombai),
donde el servicio de entrega de fiambreras funciona a gran escala todos los
días. Uno de los correos comete un error en la entrega de una de ellas y esa anómala
circunstancia conecta a Saajan, un
hombre a punto de jubilarse, y a Ila,
una infeliz ama de casa. Nace así una historia de amor inusitada, tratada con
ternura y sensibilidad. Una historia esperanzadora sobre la soledad y el afecto,
que nos adentra en la abarrotada Mumbai
y en el reparto diario de fiambreras. Ila
trata de recuperar el cariño de su marido preparándole suculentos guisos, pero un
traspié en la mensajería, hace que lleguen a Saajan, un hombre viudo, acostumbrado a recibir siempre la misma
aburrida fiambrera que encarga en una casa de comidas. El tropiezo los une y
aproxima sus solitarias historias, que son ejemplos del brutal contraste de
vidas que acoge Mumbai.
El dabbawala es un empleado de una
industria de servicios única. Generalmente se desplaza en bicicleta y su
principal negocio es la recogida de comida recién cocinada, envasada en cestas,
que transporta desde la residencia de los trabajadores o desde las empresas de
servicios que les venden comidas a sus respectivos lugares de trabajo. Las cestas
–dabbas- tienen ciertas marcas identificativas
de colores y símbolos, que incluyen la estación de destino y la dirección donde
deben ser entregadas, que permiten ordenarlas antes de depositarlas en los
trenes. En cada estación las recoge un dabbawala local, que las reparte. Posteriormente, devuelven las
cestas vacías usando diferentes medios de transporte.
Dabbawalas, en Mumbai. |
Así
que acabo preguntándome si la eficiencia del nuevo servicio de Renfe será comparable
con el que prestan los dabbawalas. Y,
la verdad, soy bastante escéptico. Porque ni responde al mismo concepto, ni nuestra
actual circunstancia de precariedad e incertidumbre, que nos limita a una ‘ansiógena’ supervivencia diaria, es suficiente para equiparar las coyunturas. Tal
vez hace demasiado tiempo que perdimos la vivencia de la fragilidad, y nos
cuesta horrores reverdecerla.
A lo
mejor, hay que buscar la síntesis en el nuevo concepto de economía compartida (empresas que permiten compartir piso, coche, cuidado de mascotas...) , y en el consumo
colaborativo que de ella deriva, que ha crecido exponencialmente en nuestras
‘macrourbes’ digitalizadas, pobladas por ejércitos de desempleados, los
llamados millennials. La generación
de nuestros hijos, que saben que no accederán jamás a un trabajo vitalicio y que deberán subsistir de un rosario de ocupaciones ‘para ir tirando’, que les obligará a
compaginar su rol de trabajadores con el de microempresarios que alquilan los pequeños o grandes activos que hipotéticamente hayan podido acumular a resultas de una afortunada iniciativa.
De hecho, ya han cambiado los conceptos sobre la propiedad y el consumo. La mayoría acepta que jamás tendrá casa y coche en propiedad. Afortunadamente, han aprendido a rechazar un estatus imposible porque prefieren tener libertad para moverse y organizar su vida más flexiblemente. En suma, prefieren tener acceso a los bienes que poseerlos. Se ha impuesto la tolerancia a la incertidumbre. El mundo se ha hecho mucho más pequeño y accesible. Frente a esta avalancha, académicos y legisladores están atónitos, incapaces de reaccionar. Lo que nos queda a todos es seguir viviendo para contrastar si esta revolucionaria destrucción creativa será capaz de reemplazar los negocios convencionales y, tal vez, propiciar que las personas vivamos mejor y más felices. Tiempo al tiempo.
De hecho, ya han cambiado los conceptos sobre la propiedad y el consumo. La mayoría acepta que jamás tendrá casa y coche en propiedad. Afortunadamente, han aprendido a rechazar un estatus imposible porque prefieren tener libertad para moverse y organizar su vida más flexiblemente. En suma, prefieren tener acceso a los bienes que poseerlos. Se ha impuesto la tolerancia a la incertidumbre. El mundo se ha hecho mucho más pequeño y accesible. Frente a esta avalancha, académicos y legisladores están atónitos, incapaces de reaccionar. Lo que nos queda a todos es seguir viviendo para contrastar si esta revolucionaria destrucción creativa será capaz de reemplazar los negocios convencionales y, tal vez, propiciar que las personas vivamos mejor y más felices. Tiempo al tiempo.