jueves, 31 de julio de 2014

Dabbawalas.

Leo un anuncio en el periódico: “Los viajeros del AVE, larga distancia y trenes turísticos de Renfe podrán disfrutar de su viaje sin preocuparse por las maletas, con el nuevo servicio ‘puerta a puerta’, que tendrá un coste de veintidós euros por bulto. El servicio está disponible a partir del uno de julio en la web de Renfe, donde el viajero puede elegir el punto de recogida y de entrega de su equipaje”.

¡Qué barbaridad! Ni las maletas son lo que eran. Viajar sin maletas, olvidarse de lo propio, vivir en el límite. ¡Qué lejos queda aquel tiempo en el que se viajaba con el petate! Y en él, o en la maleta de cartón piedra y herrajes hojalatados de fantasía, todo lo que uno poseía o podía serle útil en la nueva aventura que emprendía. Allí se guardaban con esmero las dos mudas, el pantalón y la chaqueta de los domingos, las camisa y el gabán, los cuatro remedios caseros para la enfermedad, los pequeños retratos de la familia y el amuleto que aseguraría la fortuna. Aquello era el único tesoro que se poseía y lo último que se dejaría perder. Hoy todo es prescindible, efímero, intrascendente. Todo es pret a porter, de quita y pon.

Una extraña asociación de ideas (siempre digo lo mismo, pese a que tales asociaciones son tan frecuentes que no debería calificarlas así) me lleva a recordar The Lunchbox (La fiambrera), la película del director indio Ritesh Batra que se estrenó la pasada primavera en España. Una cinta romántica, ambientada en India, cuyo argumento desencadena una simple fiambrera. Se trata de una historia agridulce y romántica que nos traslada a la ciudad de Mumbai  (antigua Bombai), donde el servicio de entrega de fiambreras funciona a gran escala todos los días. Uno de los correos comete un error en la entrega de una de ellas y esa anómala circunstancia conecta a Saajan, un hombre a punto de jubilarse, y a Ila, una infeliz ama de casa. Nace así una historia de amor inusitada, tratada con ternura y sensibilidad. Una historia esperanzadora sobre la soledad y el afecto, que nos adentra en la abarrotada Mumbai y en el reparto diario de fiambreras. Ila trata de recuperar el cariño de su marido preparándole suculentos guisos, pero un traspié en la mensajería, hace que lleguen a Saajan, un hombre viudo, acostumbrado a recibir siempre la misma aburrida fiambrera que encarga en una casa de comidas. El tropiezo los une y aproxima sus solitarias historias, que son ejemplos del brutal contraste de vidas que acoge Mumbai.

El dabbawala es un empleado de una industria de servicios única. Generalmente se desplaza en bicicleta y su principal negocio es la recogida de comida recién cocinada, envasada en cestas, que transporta desde la residencia de los trabajadores o desde las empresas de servicios que les venden comidas a sus respectivos lugares de trabajo. Las cestas –dabbas- tienen ciertas marcas identificativas de colores y símbolos, que incluyen la estación de destino y la dirección donde deben ser entregadas, que permiten ordenarlas antes de depositarlas en los trenes. En cada estación las recoge un dabbawala local, que las reparte. Posteriormente, devuelven las cestas vacías usando diferentes medios de transporte.

Dabbawalas, en Mumbai.
Más de 175.000 cajas de comida son transportadas cada día por unos 5.000 dabbawalas, con una tasa de coste mínima y una puntualidad perfecta. Estudios realizados por departamentos e institutos universitarios del mundo occidental aseguran que solo hay un error por cada 6.000.000 de envíos. Tal vez por ello, ciento veinticinco años después de su nacimiento, la industria de los dabbawalas continua creciendo con una tasa del 5-10% anual, como aseguraba el New York Times en 2007. Un par de años después, The Economist apostilló que los dabbawallas son un modelo de precisión y eficiencia,  que asegura las entregas en el 99,9 % de los casos. Así que, pese a lo que ha avanzado el mundo, parece que no se conoce actividad de distribución capaz de prestar un servicio de manera tan impecable. Y lo más asombroso, lo inaudito, es que su logística no tiene sustento documental alguno, ni aseguramiento de la calidad del que preciarse. Tampoco se utiliza una sofisticada tecnología para el seguimiento de la circulación de las cajas, ni vehículos a motor para el transporte. Solo el tren de cercanías, los pushcarts (carritos), las bicicletas y el caminar.

Así que acabo preguntándome si la eficiencia del nuevo servicio de Renfe será comparable con el que prestan los dabbawalas. Y, la verdad, soy bastante escéptico. Porque ni responde al mismo concepto, ni nuestra actual circunstancia de precariedad e incertidumbre, que nos limita a una ‘ansiógena’ supervivencia diaria, es suficiente para equiparar las coyunturas. Tal vez hace demasiado tiempo que perdimos la vivencia de la fragilidad, y nos cuesta horrores reverdecerla.

A lo mejor, hay que buscar la síntesis en el nuevo concepto de economía compartida (empresas que permiten compartir piso, coche, cuidado de mascotas...) , y en el consumo colaborativo que de ella deriva, que ha crecido exponencialmente en nuestras ‘macrourbes’ digitalizadas, pobladas por ejércitos de desempleados, los llamados millennials. La generación de nuestros hijos, que saben que no accederán jamás a un trabajo vitalicio y que deberán subsistir de un rosario de ocupaciones ‘para ir tirando’, que les obligará a compaginar su rol de trabajadores con el de microempresarios que alquilan los pequeños o grandes activos que hipotéticamente hayan podido acumular a resultas de una afortunada iniciativa.

De hecho, ya han cambiado los conceptos sobre la propiedad y el consumo. La mayoría acepta que jamás tendrá casa y coche en propiedad. Afortunadamente, han aprendido a rechazar un estatus imposible porque prefieren tener libertad para moverse y organizar su vida más flexiblemente. En suma, prefieren tener acceso a los bienes que poseerlos. Se ha impuesto la tolerancia a la incertidumbre. El mundo se ha hecho mucho más pequeño y accesible. Frente a esta avalancha, académicos y legisladores están atónitos, incapaces de reaccionar. Lo que nos queda a todos es seguir viviendo para contrastar si esta revolucionaria destrucción creativa será capaz de reemplazar los negocios convencionales y, tal vez, propiciar que las personas vivamos mejor y más felices. Tiempo al tiempo.



domingo, 27 de julio de 2014

La Serranía.

Hemos pasado la semana en el pueblo, apurando los últimos días del verano en los que todavía es habitable. Pronto, el tropel de niños, jóvenes, veraneantes y visitantes circunstanciales invadirán sus desiertas calles y alborotarán estridentemente hasta la madrugada. Incomprensiblemente, como siempre. Sabiéndolo, había que aprovechar estos postreros momentos de tranquilidad.

Hacía tiempo que no nos paseábamos por la Serranía. Por eso, el viernes decidimos darnos un garbeo por la ensalada de pueblos semidespoblados que salpican la montañosa Valencia interior. De buena mañana, encaramos la carretera de Bugarra y, a la altura del Corral de Torres, torcimos a la izquierda para tomar el descarnado camino que conduce a la Ceja del Campo, bordeando La Terrosa. Volvió a sorprendernos la tentativa de chalet que parece anunciarla. Una especie de entelequia erigida en un lugar inconcebible, cual hito que señala sui generis la divisoria de aguas. Coronada la pendiente emergen decenas de hectáreas de nuevos regadíos, incomprensiblemente ganadas por los cítricos, que han alterado –no sé si para bien- el secano, atávicamente poblado de viñas, olivos y almendros. Hicimos una breve parada cerca de las bodegas de Vanacloig para comprar melocotones a pie de explotación (¡vaya delicia y precio!) antes de enlazar con la CV-35, en Losa, y tomar la dirección hacia Ademuz.

En escasos diez minutos la carretera lleva hasta Calles. Desde allí, enseguida se llega a Chelva, la Fénix Troyana del padre Marés, el segundo núcleo de población en importancia de la Serranía. Antes divisamos los restos de Domeño y Loriguilla, embebidos por el pantano que Franco o, mejor dicho, los trabajadores de la época construyeron en los años sesenta, engullendo las dos pequeñas poblaciones serranas para trocarlas en “colonias de repoblación”, que emergieron de la nada río abajo, cerca de Llíria y Manises. Avanzando algunos quilómetros, a cierta distancia, se divisa el Pico del Remedio y sus antenas vigilando en lontananza.  Mientras el río Tuéjar, bordeando la margen izquierda de la carretera, nos conduce al pueblo que toma prestado su nombre, con su azud y sus baños, sus veraneantes y su agitada vida estival.

Apenas una decena de quilómetros ascendentes y nos adentramos en una pequeña meseta salpicada de granjas y mieses medio abandonadas que conduce a Titaguas, nuestro primer destino. Hacía tiempo que queríamos comprar uno de los mejores vinos blancos valencianos: el del Alto Turia, que se elabora con la uva de toda la vida, la merseguera, combinada con la macabeo. La bodega Santa Bárbara, de Titaguas, ha acertado a reencontrarse con él. Un caldo magnífico, de apenas doce grados, que se bebe como el agua y que sienta como los bálsamos. Un vino premiado recientemente en el evento Nariz de Oro 2014 (esperamos que no sea para mal), del que se ha derivado la variedad ‘mersé’ (de merseguera), que elaboran de manera parecida a como lo hacen con los tintos. Por cierto, tienen uno, denominado “Llanos de Titaguas”, que es un novísimo experimento embotellado precipitadamente, que he dejado en casa macerándose para consumirlo en el invierno. Creo que los doce grados y medio que aporta la uva tempranillo con la que se elabora darán para contar la experiencia.

Comarca Los Serranos
Mi mujer quería ver de nuevo Alpuente, capital de la vieja taifa musulmana, sembrada de imponentes vestigios suspendidos entre los riscos y muelas de las estribaciones meridionales de la Cordillera Ibérica, que colonizan el occidente del País Valencià. La empinada y breve carretera nos condujo otra vez al estrecho paso que da acceso a la antigua aljama, puerta de entrada al lugar, coronada por la Lonja de Contratación y la Gobernación árabe. El entramado urbano de traza medieval, con casas solariegas, escudos nobiliarios y balconadas aragonesas, conduce a la iglesia tardo-gótica con su característico y airoso campanario octogonal. Junto a ella, se alza en lo alto un desvencijado castillo construido sobre riscos que caen como cuchillos sobre el riachuelo que bordea la mola. Algibes, cisternas, pozas, cámaras y pilas de piedra denotan un pasado de fortaleza inexpugnable, con origen en la romanización y florecimiento especial en época musulmana.

Al filo del mediodía, un aperitivo frugal, a base de “esgarrat” y vino blanco, nos da el ánimo necesario para tomar el camino hacia La Yesa. Apenas se avanza un quilómetro y se divisan las trece arcadas ojivales del acueducto medieval, otra reliquia tardogótica que abastecía a la población y a sus cultivos con las aguas de las fuentes cercanas. Pasada la pequeña localidad, una veintena de quilómetros por la tortuosa carretera CV-345 nos conducen a Higueruelas, atravesando barrancos y cerros coronados por aerogeneradores gigantescos que custodian en silencio una ruta agreste y verde. A medida que nos acercamos a la población son más evidentes las huellas de la explotación minera, desregulada e imparable, que quiebra el paisaje y lo despoja de vegetación, dejándolo desnudo e inerme frente a las inclemencias atmosféricas y haciéndolo obsceno a los ojos de los viajeros. Aquí nadie repone nada. Cada vez hay más agujeros, superficies arrasadas, espacios carentes de vegetación y montañas de tierras descuidadas e improductivas.

Entre esa amalgama de derrubios, la carretera discurre hasta Villar del Arzobispo. A su entrada, el viajero recibe el mismo saludo de graneles deslavazados, de agujeros en las montañas, de polvaredas que lo ensucian todo, en fin, de gigantescos camiones circulando velozmente por una exigua carretera que conocen como la palma de la mano, a fuer de transitarla miles de veces.  Una vieja balsa de riego, sorprendentemente llena de agua, da la bienvenida a la “capital” de la comarca, con apenas cuatro mil habitantes, que son una multitud para lo que se estila por estos pagos serranos. Nos reencontramos de nuevo con el comercio, con el fragor de la gente, con la “civilización”.  

Me viene al pelo la reflexión que hace Javier Marías en su habitual artículo del último dominical de El País, en el que afirma que no es que el mundo haya cambiado y que lo siga haciendo cada vez a mayor velocidad, sino que se ha instalado una tendencia que relega inmediatamente al olvido a cuanto nos ha precedido. Lo que hoy está de moda en muy pocos años será absolutamente ignorado porque han desaparecido del léxico común los términos acumulación y conservación. A lo que vamos es a que no quede rastro de lo que una vez sucedió o se supo, ni del pasado que nos enseña que hubo tiempos que, si no mejores, fueron distintos de los nuestros… y que podrían volver. Acaso más cuerdos y menos mediocres. Pero no es eso lo que hoy importa porque solo interesa que en la tierra no vivan más que los vivos, y sólo si son muy recientes. Qué lejos queda ya la síntesis de nuestro breve paseo por la vida y el silencio, por la naturaleza y la historia. Qué cercano se siente el abandono y la obsolescencia, lo inhabitable de una tierra que no acepta más habitantes.

martes, 8 de julio de 2014

Amunt la 'Turia'.

Este año se conmemora el cincuentenario de la Cartelera Turia, un proyecto cultural que impulsaron inicialmente jóvenes universitarios de la Universitat, que en plena Dictadura idearon una solución original y eficaz para tratar de influenciar culturalmente la sociedad valenciana: la cartelera de espectáculos. Curiosamente, un instrumento tradicionalmente despreciado por los popes de la cultura. A lo largo de su dilatada trayectoria, la revista ha tenido que lidiar con muchas cosas, muy especialmente con dos: la censura y las dificultades económicas de la era digital. La Turia y la ‘cultureta valenciana’ son indisociables, porque sin la primera difícilmente se entiende la segunda. Pero no es solo referencia ineludible de la vida cultural y social valenciana, hace años que tiene un lugar propio y merecido entre la prensa crítica española.

Cincuenta años es una cifra redonda y bien merece una celebración acorde. Por lo que voy siguiendo en los medios y en las redes digitales, así está sucediendo. Artistas, cineastas, músicos, creadores, críticos, ciudadanos de a pie, instituciones… se han sumado a una efeméride que, como ha sucedido a lo largo de su vida, la mayoría aplaude y algunos detestan. Y no es para menos porque, como dijo Vázquez Montalbán “los de Cartelera Turia constituyen una extraña y reducida secta de exterminadores, cultos, polícromos, rojos, verdes, colorados… que cada semana nos envía la botella de náufrago con sus críticas de espectáculos que rompen los moldes de los mensajes obvios”.

Aunque en Alicante no solemos ojearla, muchos la hemos disfrutado cuando hemos recalado en el ‘cap i casal’. Una revista de bolsillo, con portadas espléndidas, artículos de opinión y críticas sugerentes, y omnipresentes anuncios acompañando la programación de cines y teatros… Todo ello convenientemente sazonado con gotas (a veces algo más) de humor crítico y desenfado. Un pequeño (o gran, según se mire) aliviadero cultural en tiempos de la dictadura y también durante la democracia. Una publicación que jamás se ha limitado a ser el escaparate en el que consultar los espectáculos que ofrece la ciudad, sino que ha incorporado reseñas tan eruditas como frecuentemente sesgadas que, con el paso de los años, han contribuido a acrecentar la cultura cinematográfica de los valencianos, muy especialmente en aspectos cinéfilo-sentimentales y críticos, ayudándoles a entender y a gozar del cine, del teatro y de otras formas de expresión cultural.

Sabemos lo dados que son al fasto y al oropel los ciudadanos del ‘cap i casal’,  pero en este caso hay sobradas razones para justificar el homenaje que tributan. Solamente las portadas de la Cartelera (uno de sus elementos característicos) lo justificarían. Los sucesivos editores las han encargado casi siempre a pintores, ilustradores y artistas gráficos valencianos. Gentes jóvenes e inconformistas, contrarios a la cultura y a los cánones de la oficialidad y estéticamente sensibles a las corrientes foráneas, que han contribuido a la modernización de la sociedad valenciana con su aportación creativa y desde su compromiso con las libertades y con el cambio social y político. Más allá de todo ello, en la Cartelera se ha conjugado armónicamente, aunque con altibajos, el trabajo de periodistas y artistas plásticos y gráficos, que han generado un patrimonio artístico y literario de gran valor e interés, que merece el reconocimiento que se le otorga.

Pero también se ha dicho que hay otras razones que explican que la Cartelera se conozca en toda España, que enraízan con el furor valenciano, con la coentor y la irreverencia que lo caracterizan, con el adobo del sarcasmo que a todos alcanza: ignorantes, sabios e insignes. Ciertamente no les falta razón a quienes así piensan. La fijación que han tenido en ocasiones con algunos personajes evidencia una patología genuinamente valenciana, que va del cachondeo hasta el escarnio.

Todo esto y mucho más es la Turia. Una propuesta con la que se puede coincidir o discrepar, o ambas cosas según qué momentos. Un espacio grato, donde se puede aprender mucho, que puede trocarse desagradable por su estridente mordacidad. En definitiva, una guía imprescindible para la discrepancia, que no puede faltar. Al menos, en los próximos 50 años. ¡Felicidades!

lunes, 7 de julio de 2014

La socialdemocracia: de nuevo en la encrucijada.


Hoy debaten los tres candidatos a la secretaria general del PSOE. Una evidencia más de la tremenda encrucijada en que se halla la socialdemocracia europea, cualquiera que sea el contexto nacional que miremos. En España como en el Reino Unido, en Alemania, Dinamarca, Italia o Francia atraviesa una profunda crisis, con distintas intensidades, que confesó recientemente de manera descarnada Manuel Valls, el primer ministro francés, ante la cúpula de su partido cuando, tras el fiasco de las elecciones europeas, aseguró que “la izquierda puede desaparecer porque nunca había estado tan débil en la historia de la V República”. Como ciudadano, me preocupa bastante la crisis de una opción política que ha sido nuclear en la construcción del estado de bienestar que ha disfrutado la sociedad occidental en las cuatro o cinco últimas décadas.

Desde una perspectiva histórica, es constatable el desprecio inicial de la izquierda por la democracia liberal, al considerarla el instrumento con el que la burguesía explotaba a la clase trabajadora. Hace pocos días, el historiador Santos Juliá, terciando en las diatribas que han acompañado a la sucesión monárquica en nuestro país, escribía un artículo en el que recordaba que aquí la izquierda nunca fue partidaria de la república burguesa, sino de las revoluciones obreras, que se consideraban el instrumento idóneo para instaurar la dictadura del proletariado, expropiando los medios de producción a capitalistas y burgueses. Hasta hace bien poco, nuestra izquierda, coherente con la más rancia tradición, ha mirado siempre con suspicacia la libertad de mercado.

Sin embargo, hace ya casi un siglo que algunas tendencias de la izquierda clásica se deslizaron hacia lo que se ha denominado socialdemocracia, iniciando un itinerario político que logró articular y dar visibilidad a un gran pacto entre capital y trabajo, que tenía como principal objetivo redistribuir las rentas y las oportunidades, dentro de un marco político y económico de carácter liberal. La irrupción de estas posiciones socialdemócratas en las contiendas electorales significó la presencia real de la izquierda en las democracias formales, su acceso a los resortes del poder y la asunción de su capacidad para la transformación social, de la misma manera que llevó implícita la aceptación de la economía de mercado y del sistema de derecho de propiedad inherente a la democracia liberal.

Casi un siglo después, el núcleo identitario básico de la socialdemocracia apenas ha cambiado, como tampoco lo ha hecho su posición en el espacio político globalizado. A su derecha siguen estando los conservadores, los que creen que es el mercado y no el estado quien redistribuye más eficientemente las oportunidades. Aquellos que consideran la desigualdad un resultado racional, económicamente hablando, y, además, éticamente aceptable. Los que afirman que el estado del bienestar que patrocinan los socialdemócratas es un anacronismo histórico, abogando por la distribución de las prestaciones sociales desde la perspectiva de la productividad y no desde las situaciones particulares de la ciudadanía. A la izquierda de la socialdemocracia se sitúan los partidos de la izquierda clásica, los que consideran que la libertad de mercado es incompatible con el progreso social y defienden el desmantelamiento del orden económico y político liberal. Las viejas y las nuevas izquierdas ofrecen hoy sus programas de siempre, con ligeros toques de maquillaje: nacionalizaciones de sectores productivos estratégicos, aislamiento económico internacional, redistribución desligada de la producción… En suma, las recetas socioeconómicas que han fracasado históricamente donde y cuando se han logrado implantar. Pese a ello, resulta sorprendente comprobar, una vez más, cómo se repite la historia: la actual crisis no solo ha revitalizado las posiciones conservadoras (y mucho más, las ultraconservadoras) sino también las izquierdas radicales.

En un contexto de abrumadora desafección ciudadana hacia la política y de escoramiento del electorado hacia los extremos del arco parlamentario, la socialdemocracia aglutina hoy a quienes aspiran a la igualdad sin renunciar a la libertad y, también, a quiénes se han convencido de que la economía de mercado es imprescindible para generar la riqueza y las oportunidades que deben redistribuirse. Probablemente se esté enfrentando a las mayores dificultades que haya conocido jamás, que algunos atribuyen a los mercados que, mediante la globalización, han logrado escapar al control de la urdimbre regulatoria y redistributiva que los socialdemócratas construyeron en la segunda mitad del siglo XX. Otros piensan que lo que ha sucedido realmente es que la socialdemocracia ha muerto "de éxito”, al haber logrado convertir a una parte sustancial de los trabajadores, que históricamente han constituido su base electoral, en las nuevas clases medias propietarias. Ambas razones parecen verosímiles y, seguramente, no son excluyentes, incluso pueden estar vinculadas y retroalimentándose mutuamente. Además, añado, la tendencia hacia la centralidad del discurso socialdemócrata, el apoltronamiento de las organizaciones y de la militancia, así como la desaparición del esfuerzo pedagógico y la quiebra de la comunicación no son factores ajenos a la situación.

Estoy de acuerdo con la corriente de pensamiento que sostiene que la socialdemocracia tiene ante sí un reto doble y simultáneo: conseguir que las sociedades sean más eficientes económicamente y, a la vez, más equitativas socialmente. Para ello, economistas y teóricos de la ciencia política piensan que resulta incuestionable acometer profundas reformas que pongan los mercados al servicio de la redistribución y, además, un intenso cambio de las estructuras del Estado para adaptarlas a las nuevas necesidades sociales. Coincido con ellos cuando aseguran que enarbolar exclusivamente la bandera que representa la redistribución de la igualdad es un argumentario absolutamente insuficiente para lograr el triunfo electoral que necesita la socialdemocracia y la ciudadanía.

Tal vez una de las vías posibles para la construcción de la nueva socialdemocracia en Europa sea el denominado “capitalismo solidario”, que hace décadas materializaron los países escandinavos, revirtiendo su tradicional debilidad económica y social y transformándose en las sociedades más competitivas y solidarias del mundo. Tan es así que todavía son líderes planetarios en numerosos indicadores de calidad de vida, como la innovación; la igualdad económica, de oportunidades o de género; la sostenibilidad medioambiental; la ayuda al desarrollo, etc.

Los nórdicos aceptaron entonces lo bueno que tiene el capitalismo y, en lugar de perderse en discusiones doctrinales, se decantaron por una especie de “tercera vía”, mucho antes de que semejante concepto tomase carta de naturaleza y se argumentase teóricamente. Dicho de otro modo, traicionaron flagrantemente a sus ancestros, a la izquierda tradicional que abogaba por la muerte del sistema capitalista. Y no hay duda de que acertaron. Solo hay que comparar los logros de los socialdemócratas suecos en el periodo de entreguerras y lo conseguido por sus correligionarios alemanes o españoles con sus interminables discusiones sobre la lucha de clases. Los “colaboracionistas” suecos se consolidaron durante décadas como el poder que construyó el estado de bienestar más generoso del mundo, mientras alemanes y españoles vivían arrasados por los totalitarismos.

¿Quiere eso decir que la vía nórdica es la esperanza de la socialdemocracia? No lo sé, ¡que más quisiera! Lo que parece claro es que no debe optarse por una estrategia única y excluyente. Dada la experiencia vivida, parece que lo más oportuno es ensayar opciones distintas, porque también sus impactos sociales son diferentes. Por ello, de lo que sí estoy convencido es de que el inmovilismo del modelo socialdemócrata de la Europa del sur es pernicioso. Los nórdicos han sido más valientes e imaginativos. De hecho, no les ha temblado el pulso para, desde la lógica de la sociedad de mercado, llevar a cabo análisis de coste-beneficio que les han conducido a acometer la remodelación del mapa administrativo, la reducción de los organismos públicos, la innovación en la gestión de la administración... En síntesis, a reformar un Estado burocratizado y gremialista, excesivamente costoso e ineficiente. Y, por ello, han introducido en el funcionamiento de las instituciones públicas la competencia regulada, no salvaje, pero sí competencia, rechazando el inmovilismo y los privilegios clasistas. Han tenido el coraje necesario para enfrentar los intereses particulares y partidistas, supeditándolos al interés general, del que tan falto están nuestras administraciones y organismos públicos.

En el pensamiento progresista es una constante la afirmación de que el capitalismo necesita del contrapeso de la solidaridad. Muchos teóricos concurren en que una economía de mercado es una receta que conduce al colapso social si no va acompañada de un exigente reparto de la riqueza. De la misma manera, consideran alternativamente que la solidaridad requiere un vigoroso capitalismo. Y a los hechos me remito: ¿recuerda alguien un periodo histórico en que haya florecido el estado del bienestar en una coyuntura económica depresiva o recesiva?

Así que, amigos socialdemócratas, no dediquemos mucho tiempo a las minucias (primarias, secundarias, listas abiertas, cerradas, mixtas…) y abordemos lo esencial. Antes que perder las energías en diatribas secundarias, aprovechémoslas para debatir y acordar qué hacer con la economía del país, con el paro, con la fiscalidad, con los cánceres del fraude y la corrupción, con la reforma de la Constitución y del Estado, con la cuestión territorial y con los nuevos canales de la redistribución de la riqueza y de las oportunidades. Y no vale decir que primero elegimos al candidato o al jefe de la organización. Para elegirlos debe saberse qué piensan (ellos y sus equipos de colaboradores) y qué pretenden hacer. Lo otro son fuegos artificiales, tracas de colores que encubren por enésima vez los intereses del statu quo, de los poderes fácticos de siempre, del inmovilismo y de la involución.

martes, 1 de julio de 2014

Subirse al carro.

El término bandwagon es un anglicismo que alude a los carruajes que transportaban algunas bandas en los desfiles y en otros espectáculos, a los que tan dados son los ciudadanos norteamericanos. Dicen que la frase “salta en el bandwagon” fue utilizada por primera vez en la política estadounidense a mediados del siglo XIX, acuñándola Dan Rize, un payaso profesional que Abraham Lincoln utilizó como bufón personal. Rice manejó muy exitosamente su bandwagon en las campañas de su mecenas y, por ello, otros políticos le copiaron la idea, organizando sus particulares bandwagon, que a principios del siglo XX eran elementos imprescindibles en las campañas electorales.

En nuestro entorno, es habitual la expresión “subirse al carro”, que se asocia a múltiples situaciones. En general, alude a la actitud de quienes pretenden atribuirse un éxito que no les corresponde legítimamente. Incluye un matiz reprobatorio, que explicita la desaprobación de la conducta que adoptan quienes no habiendo colaborado en empresas provechosas pretenden apropiarse de sus réditos, sin haber hecho mérito alguno. Ahora, como en el pasado, el fenómeno es frecuente, con matices que lo singularizan pero que no lo desvirtúan. Pondré un ejemplo de ello.

En la sociedad mediática, las encuestas son casi todo. Hace unos meses leí las conclusiones de una tesis doctoral sobre comunicación electoral y formación de la opinión pública que me interesaron. Su autor aseguraba que la aspiración de las encuestas es acabar erigiéndose en representaciones legítimas de la opinión pública, porque lo que realmente ambicionan es sustituir el voto real por su estimación.

En las últimas décadas, tanto en España como en el resto del mundo occidental, la omnipresencia de los sondeos ha banalizado los procesos electorales. Como asegura el aludido investigador, la creciente fe en las encuestas convierte el voto en una mera formalidad, en una especie prolongación de lo que previamente ellas han indicado. De esta forma, se relativiza su importancia frente a la preeminencia de la ficción que atribuye a los sondeos, per se, la suficiencia representativa. La dramática consecuencia que se deriva de ello es que la opinión pública no es otra cosa que el resultado del efecto de las encuestas. De modo que ellas metamorfosean la voz del público en datos estadísticos, cuya legitimidad no se discute y que facilitan la labor de políticos y periodistas, que gobiernan o critican al poder sin argumentos contrastados, basándose exclusivamente en esa especie de opinión pública reducida a números. Y, además, refuerzan sus argumentos con el presunto carácter científico que atribuyen a las encuestas, que enmascaran y confunden la suma de las opiniones individuales con la opinión pública, así como la recogida de datos en un momento concreto con un proceso sustantivamente dinámico y susceptible de cambios.

Por ello, no es inhabitual comprobar que políticos y medios de comunicación utilizan irresponsablemente los datos demoscópicos, extrapolando conclusiones variopintas e interesadas, partiendo de cifras similares. Y es que las encuestas, a lo sumo, indican tendencias de fondo del electorado que deben analizarse con extrema precaución, sin que pueda establecerse una relación directa entre los resultados de los sondeos y los de las elecciones. Lo que sí parece evidente es que los primeros, conjuntamente con otros factores, contribuyen a reducir las opciones políticas del electorado.

Hasta hace poco desconocía que se hacían sondeos postelectorales, que les añaden aspectos sorprendentes. Por ejemplo, dicen los expertos que suele ser común que el porcentaje de electores que dice haber acudido a votar sea sustancialmente superior al de quienes realmente lo hicieron. Verdaderamente, es un consuelo que, pese a la confrontada desafección ciudadana por la política, la abstención continue siendo un comportamiento social menos aceptable que la participación. Solo una semana después de los comicios europeos del 25 de mayo, únicamente un 31 % de los ciudadanos españoles decía que no había votado, cuando la abstención registrada fue del 54 %.

Otra constante de los sondeos postelectorales es el aumento significativo del porcentaje de electores que manifiesta haber votado al partido ganador de los comicios. De modo que muchos se apuntan al carro intentando reconstruir su pasado, como si se dijeran a sí mismos: “Me equivoqué y no voté a tal partido, pero debería o me gustaría haberlo hecho”. Siguiendo con ese razonamiento, nuestros conciudadanos han asignado el papel de ganador de los comicios europeos a Podemos porque solo un 3,6 % votó a la formación liderada por Pablo Iglesias y, sin embargo, ahora dice haberlo hecho el 9.4 %, casi el triple. Cosa que no sucede con los demás partidos porque, en todos ellos, las variaciones entre los porcentajes de voto real y el recordado en el sondeo son claramente inferiores y están dentro de los márgenes de error de la encuesta. Puede consolarles saber que el efecto bandwagon tiende a diluirse con el tiempo. El recuerdo de las personas pierde nitidez y sus percepciones suelen variar en función de la actualidad y de los acontecimientos políticos, haciendo que asignen a otros el papel de carro ganador. 

Pese a todo, parece claro que los datos de las encuestas realizadas pocos días después de las últimas elecciones reflejan que el partido que menos rechazo genera es Podemos. Solo un 38 % dice que en ningún caso votará a ese partido, sin que ello signifique que el 62 % restante tenga intención de hacerlo, simplemente no lo descarta. En todo caso, el rechazo a votar al resto de los partidos es sustancialmente mayor: un 65 % dice que en ningún caso votará al PP, un 55 % a UPyD y un 54 % ni al PSOE, ni a IU. En fin, es lo que hay. A ver si, por lo menos, algunos sienten que se les mueve un poco la silla y espabilan, que ya va siendo hora. Por lo demás, creo que lo mismo da “iglesias” que “catedrales”, porque No, they can’t!