jueves, 30 de octubre de 2014

Correspondencia.

La palabra correspondencia tiene siete acepciones en el diccionario de la Real Academia.  La disposición taxonómica del diccionario, que me parece caprichosa (aunque seguro que no lo es y que habrá un cúmulo de sesudos estudios y rebuscados argumentos lingüísticos para demostrarlo), hace que la primera de ellas la defina, en su sentido más amplio, como “la acción y el efecto de corresponder o corresponderse”. Sin embargo, desde hace casi cincuenta años, yo la tengo indisolublemente asociada con la cuarta, que la define como la “relación que realmente existe o convencionalmente se establece entre los elementos de distintos conjuntos o colecciones”. Ello lo debo a un profesor de matemáticas, D. Luis Marín, que me dio clase cuando estudiaba Magisterio. Aquel buen hombre intentaba que aprendiésemos los rudimentos de lo que entonces se denominaba “matemática moderna”, que no sé si era tal, pero aseguro que era un embolado que por arte de birlibirloque se nos vino encima a alumnos y profesores. Es probable que el capricho interesado de algún excelso profesor universitario, con influencia en el Ministerio, lograra colar de rondón en los currículos escolares una moda efímera, que apenas sobrevivió una década, desapareciendo por el mismo arte de ensalmo que la alumbró. ¡Cuánto debió sufrir el pobre D. Luis esforzándose en explicarnos algo que ni entendía! ¡Y cuánto sufrimos los demás para lograr aprenderlo, siquiera de memoria, y contárselo en los exámenes! Porque para otra cosa no servía.

Correspondencia entre conjuntos
Cuando, profundizando en la teoría de conjuntos, D. Luis llegaba a las correspondencias, recuerdo que las definía como las relaciones que existen o se establecen entre los elementos de los conjuntos, siempre que además de ser unívocas sean recíprocas; es decir, cuando a cada elemento del segundo conjunto corresponde sin ambigüedad uno del primero. Esta claro, ¿no? Por si acaso, de una manera más sintética, aseguraba que una correspondencia es una relación binaria entre dos conjuntos. Incluso llegaba a decir que es un subconjunto del producto cartesiano de dichos conjuntos. Ésa era realmente la síntesis final de su explicación, que debíamos reproducir en los exámenes con su correspondiente ejemplo gráfico. Inefable.

Sin embargo, hoy no me referiré a este recurrente significado sino a otro que, como tantas personas de mi generación y anteriores, tengo grabado a fuego desde niño, mucho antes de recibir las clases del Sr. Marín. Los niños que vivimos en la España de los años cincuenta y sesenta teníamos cincelada indeleblemente en nuestra mente la palabra correspondencia, con un significado tan simple como inequívoco, vinculado a la primera acepción del verbo de referencia: si te hacían un favor o te obsequiaban con algo, debías corresponder. Y si no tenías capacidad de hacerlo porque carecías de recursos, o porque no querías, agradecías el ofrecimiento pero no lo aceptabas. Por otro lado, debía evitarse ofrecer regalos a las personas que no podían corresponderlos, para no ofenderlas o crearles un cargo de conciencia. Recuerdo docenas de anécdotas referidas a las embarazosas situaciones que vivían las gentes cuando, al ser obsequiadas con algún presente por familiares o conocidos que volvían de un viaje o giraban una visita, se veían imposibilitadas de corresponderles por carecer de recursos. Cuántos apuros pasaban en aquellas situaciones en las que, involuntariamente y hasta con la mejor intención, se les ponía en el brete de quebrar esa relación unívoca y recíproca a que alude el lenguaje matemático. También es verdad que, en otros muchos casos, esas correspondencias propiciaban intercambios de dádivas nimias, que sin embargo eran valiosísimas y espléndidas, porque subsumían todo el potencial que poseía la persona que las proporcionaba.

Hoy, treinta o cuarenta años después, se ha perdido prácticamente el significado de esta acepción. Diría que casi no existen razones para mantenerla en el diccionario. Se ha esfumado el sentido moral subyacente a la ética pública y social que sostenía en buena medida las relaciones interpersonales. El desarrollismo y la globalización lo han invadido todo y han desvertebrado las viejas estructuras sociales, llevándose por delante grandes principios de la ética social, como la autoexigencia, que hacían innecesario extremar los controles sociales para acomodar las conductas de las personas a las pautas cívicas fundamentales.

Hace años que sintonizar los informativos y sentir náuseas es lo mismo, que se han generalizado unos comportamientos públicos y privados inadmisibles, que no solo practican las nuevas generaciones sino otras muchas personas que crecieron y se educaron en unas familias que respetaban los principios aludidos. Personas cuya edad, experiencia y formación sólo les han servido para renegar u olvidar las premisas que seguramente alguien intentó inculcarles cuanto eran niños o jóvenes. Gentes que hacen avergonzarse a sus organizaciones y a la ciudadanía general, y que están haciendo un daño irreparable. Por desgracia, no hemos perseverado en los buenos principios, como los que incluye la última acepción comentada de la palabra correspondencia, que ejemplifica magníficamente Luis Landero en su última novela, El balcón en invierno. Casi llegando a su final, relata cómo una sencilla mujer de pueblo recibe la visita de sus familiares que viven en la capital. Le traen un pequeño obsequio, que no tiene con qué corresponder y, por toda respuesta, se dirige a la alcoba, toma de un recipiente un par de naranjas y se las ofrece a los niños visitantes, que las cogen con tanta sorpresa como perplejidad. Tras la visita, su padre les explica que probablemente sea el regalo más generoso y espléndido que recibirán en su vida.

Antes de que mueran definitivamente a manos del olvido, los ciudadanos deberíamos hacer un penúltimo esfuerzo para asegurarnos de que todos o casi todos –también los mangantes que nos rodean- reaprenderemos y practicaremos estas y otras olvidadas enseñanzas, en lugar de la egolatría, la vanidad y el narcisismo. Si así fuera, probablemente lograríamos ser menos pobres y bastante más felices. 

domingo, 26 de octubre de 2014

La cuchipanda.

El pasado viernes estuvimos cenando en casa de unos amigos. Evitamos prolongar la velada porque el sábado debíamos “madrugar”. Nos esperaba un día especial que mi mujer y mi cuñada programaron hace algunos meses, cuando decidieron aumentar las concurrencias de los integrantes de esta rama familiar. Ciertamente, ello no es especialmente complejo porque la nuestra es una familia corta. El parentesco consanguíneo apenas alcanza la docena de personas, y el político se cuenta, de momento, con los dedos de una mano. Así que somos pocos y relativamente bien avenidos, aunque un tanto desperdigados por Murcia, Alicante, Madrid y Cataluña.

Las hermanas -siempre pragmáticas- decidieron que la Navidad era un tiempo insuficiente para compartir los afectos familiares y acordaron incrementarlo con la aquiescencia de todos. De modo que, hasta nueva disposición, se han previsto al menos tres grandes cónclaves a lo largo del año. El ya instituido en Navidad y dos más, espaciados en los meses restantes, para celebrar los cumpleaños de quienes componemos las dos mitades en que se ha dividido la familia de acuerdo con las fechas de nacimiento.

Para este primer capítulo nos emplazamos en Torre de la Horadada, lugar donde mis cuñados tienen un pequeño chalet en el que veranean y pasan muchos fines de semana desde hace varias décadas. Un marco idóneo para estas reuniones por su espaciosidad y su proximidad a la playa, que facilitan los preparativos de los ágapes y la comodidad de niños y mayores, al permitir otros esparcimientos. Allí estábamos citados a media mañana.

Por eso, aún no eran las diez y las dos parejas que conformamos la familia alicantina ya estábamos tomando la entrada a la autovía A7 en dirección a Murcia. Al contrario que entre semana, la carretera estaba muy descongestionada. Una vez rebasado Crevillente, tomamos el ramal de la AP 7 hasta la salida de Los Montesinos, desde donde nos dirigimos por la CV-941 a San Miguel de Salinas. Tras atravesar la población y recorrer pocos kilómetros, la carretera se adentra en algunos restos de las antiguas dehesas que han escapado de la especulación. Su trazado sorprende a los más jóvenes, que lo transitan por primera vez, describiendo un recorrido difícilmente atribuible a estas latitudes, trufado de curvas y ‘contracurvas’, que acaba depositando a los viajeros en la N-332, que ha dejado atrás la Dehesa de Campoamor y sigue ribeteando la costa hasta el Mar Menor.

Torre de la Horadada
Eran poco más de las once cuando llegamos a casa de nuestros parientes, sin apenas darles tiempo a organizarse. Solo estaban allí mis cuñados, aunque casi inmediatamente fueron apareciendo los jóvenes a cortos intervalos. Mari Ángeles y Fernando con la pequeña Nerea, circunstancialmente vergonzosa y timorata; después Lola y, finalmente, Javier. De modo que, alrededor de las doce, el cónclave estaba constituido con todos sus integrantes presentes. Y empezaban los prolegómenos. Los anfitriones habían dispuesto buena parte de la infraestructura necesaria para elaborar el ágape, que hoy se componía de una multitud de aperitivos (como siempre), una paella de conejo y pollo de corral a la leña y un postre especial. Una vez estuvo todo dispuesto, se iniciaron las conversaciones distendidas, a pares, a tríos y hasta a cuádruplas, los paseos en pareja junto a la playa, los juegos en el parque infantil con Nerea, las fotos robadas y consentidas a la pequeña en el patio de la casa con su anticipado disfraz de Halloween, etc.

Sin apenas apercibirnos transcurrieron un par de horas, echándose encima el momento de preparar la comida. En tanto que María Fernanda y Amalia organizaban los aperitivos y la mesa auxiliadas por los jóvenes, Paco y yo oficiábamos simultáneamente de pinche y cocinero. Mientras él apañaba la lumbre en el hogar, yo freía un conejo y un pollo de corral, criados primorosamente por mi sobrino Fernando. Una delicia de carnes que maridaban perfectamente en una paella a leña, elaborada y condimentada mayoritariamente con productos naturales de cosecha propia, incluidos los caracoles.

En tanto que nosotros rematábamos la faena en el fogón, el personal iba dando buena cuenta de la ingente cantidad de aperitivos que había sobre la mesa. Una vez estuvo lista la paella, mientras reposaba el arroz durante unos minutos, nos sentamos para terminar de despenar los entrantes. Llegó, por fin, el momento de degustarla, cosa que hicimos todos con satisfacción, no faltando los pequeños reparos, como no podía ser de otro modo: que si estaba un poco sosa, que si la carne estaba poco cocida, etc. En fin, las cosas del arroz.

Acabada la paella, llegó el momento de la tarta. En esta ocasión preparada por la cuñada de Mari Ángeles, como Dios manda, a la usanza tradicional: con galletas María, flanín Royal y chocolate, una receta que no falla, espectacular y suculentísima. Montaje de velitas, encendido sorteando la brisa a base de malabarismos, cantos desafinados y soplos de los cuatro homenajeados: María Fernanda, Amalia, Lola y Fernando. Aplausos finales.

Comprobamos cómo ha crecido Nerea, que habitualmente suele ser el centro de las reuniones familiares, monopolizando la atención de todos durante las comidas. Esta vez, como si supiese que los protagonistas eran otros, después de “marranear“ con los aperitivos, sin que nos percatásemos, autónomamente, se dirigió al sofá, se acostó y casi inmediatamente dormía una larguísima siesta, que nos permitió comer tranquilamente y disfrutar de una extensa sobremesa en la que, como no podía ser de otro modo, abundaron los chascarrillos, los proyectos inmediatos, las perspectivas viajeras, algún deslizamiento hacia la actualidad sociopolítica y todo lo que suele ser habitual en estos casos.

El minúsculo reloj solar que pende de uno de los muros de la casa señalaba las cuatro de la tarde cuando decidimos levantar la sesión. Mientras la familia murciana se preparaba para volver a casa, nosotros, los dos Vicentes, María y Amalia, tomábamos las primeras curvas de la carretera que nos devolvería a la nuestra recorriendo a la inversa el itinerario matinal. Aún no habíamos dejado la nacional 332, cuando Neymar Jr. enmudeció provisionalmente al Bernabeu. No podía existir mejor broche para la jornada.

jueves, 23 de octubre de 2014

Crónicas de la amistad: Benilloba (7).

El incesante periplo de nuestra amistad nos llevó esta soleada mañana de mediados de octubre a la Venta Nadal, cerca de Benilloba, junto al castillo de Penella, que es realmente una casa señorial fortificada de la primera época cristiana, allá por el último tercio del siglo XIII. Se construyó con autorización real porque los monarcas querían reforzar las zonas limítrofes con las aljamas fronterizas, que en esta zona eran particularmente importantes y combativas, protagonizando revueltas que encabezó muchas veces el mítico Ojos Azules (Al-Azraq). Alfonso encargó aquí, en su terreno, una opípara comida a base de abundantísimos y sabrosísimos aperitivos (dacsa, fetge, pericana, embotit casolà, verdures torrades…) y unes xulles a la brasa espectaculares, bien regado todo ello con un excelente vino de la casa y café licor, según gustos. De modo que, apenas había pasado el mediodía, y ya estábamos todos allí, urdiendo un nuevo conciliábulo, tras los habituales efusivos y sinceros saludos. Se materializaba otra oportunidad para asegurar nuestra supervivencia.

Porque todos estamos en la vida pendientes de un hilo, como los equilibristas, especialmente en este periodo tan extremadamente crítico. Necesitamos compensarnos, nivelarnos, con nosotros mismos y con lo que nos rodea, con lo que tenemos y con lo que deseamos. Acostumbramos a decir que el equilibrio personal es un estado emocional que logramos cuando alcanzamos grandes principios o estados de ánimo, como la felicidad, la libertad, la justicia, etc. Pienso que la grandilocuencia de tales palabras nubla el entendimiento y dificulta explicar –y entender- cómo hemos logrado acopiar los atributos que les pertenecen. Me parece más evidente que la armonía personal depende de los pequeños logros y placeres diarios, gracias a los cuales conseguimos y nos mantenemos en un cierto equilibrio vital. Para mí que los grandes provechos -como las grandes virtudes- se desglosan en pequeñas satisfacciones, tal vez menos trascendentales pero igualmente imprescindibles. Realmente, creo que son las pequeñas obras cotidianas y los caprichos que nos damos de vez en cuando los que nos hacen respirar hondo y decir con el alma: ¡Qué gozada! Hoy, por ejemplo, nos hemos dado un pequeño gran homenaje, en la sencilla terraza de una venta, con un telón de fondo espectacular, que ha enmarcado una magnífica función de varietés, trufada de ilusionismo (político), dramatismo (social), picardía y finezza (de algunos figurantes) y hasta ‘musicalité’. ¿Qué más se puede pedir?

Sobremesa en la Venta Nadal
Hace unos años, un escritor francés, Philippe Delerm, publicó un librito titulado El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida, que es un canto a la individualidad y al goce por la existencia. En sus treinta y cuatro brevísimas narraciones sobre otras tantos minúsculos placeres, narra exquisitamente algunas situaciones comunes, que se deslizan por nuestras vidas sin que les prestemos atención, pese a que sintetizan el germen del buen vivir. El autor demuestra su ‘expertidad’ en no dejar escapar una sola oportunidad para aprovechar tales momentos, compartiendo su experiencia con los lectores e incitándonos a que reconozcamos nuestros propios instantes de gozo. Yo ya hice la labor introspectiva y sé que uno de mis pequeños grandes placeres es el cultivo del afecto, esa inclinación del ánimo indispensable en todas las etapas de la vida, que surge de la interacción social y que es un requisito ineludible del progreso.

Aunque parezca una perogrullada, insistiré nuevamente en que las personas no podemos sobrevivir sin la ayuda de los demás, de la que dependemos críticamente durante toda la vida. Comúnmente, a esa ayuda la denominamos afecto, que no es una entelequia espiritual –como pudiera parecer- sino un requisito imprescindible para la supervivencia. Y no es gratuita ni está disponible ilimitadamente porque ayudar significa realizar un trabajo en beneficio de otro u otros, cediendo parte de la propia energía. De modo que nuestras capacidades afectivas están limitadas por la energía que tenemos, por el trabajo que podemos realizar y por los problemas que somos capaces de resolver. La mayoría de los mortales quisiéramos inundar de afecto el planeta, pero carecemos del brío y de la capacidad para lograrlo. Deseamos querer mucho, pero podemos hacerlo más bien poco.

No he reflexionado suficientemente sobre el modo en que todo ello influye en las satisfacciones que percibo. No obstante, de lo que no tengo dudas -y no es un juego de palabras- es de que el afecto siempre tiene efectos: para quienes lo dan y para quienes lo reciben. Aunque, en la mayoría de los casos, suele ser camino de ida y vuelta. Por ejemplo, cuando se acerca la fecha de un encuentro con los amigos, me ilusiona prepararlo durante los días previos y hasta me impacienta la espera. Me pica el gusanillo de quedar con alguno de ellos para desplazarme al lugar de la cita y conversar distendidamente durante el trayecto. Me emocionan los abrazos, los apretones de manos, las palabras y, a veces, hasta los silencios de nuestras reuniones. Me hace feliz tener la oportunidad de mirarlos a los ojos con sinceridad, compartir mesa con ellos, saber cómo les van las cosas, entretener el tiempo hilvanando conversaciones trascendentes e intrascendentes, ocurrencias y recuerdos, anécdotas o remembranzas. Incluso ‘malcantar’ al alimón viejas canciones de los Panchos, de Sabina o de Atahualpa Yupanqui, mientras apuramos un par de copas en la sobremesa. Y creo que a ellos les sucede lo mismo.

El tiempo otoñal, plácido y ‘oropelado’ que vivimos, que difumina los contornos y matiza perezosamente los rigores del estío, es idóneo para compartir las mejores cosechas que nos ha proporcionado la vida. Se desvanecieron definitivamente el frenesí y la prisa, triunfaron el sosiego y la plenitud y se anunció, por fin, que es  hora de dar y recibir afectos, y de disfrutar sin recato la alegría de vivir. ¡Y que sea así por largo tiempo!

lunes, 13 de octubre de 2014

Pescar.

Decía Plutarco que disfrutar de todos los placeres es insensato; y evitarlos, insensible. Yo confieso que, como la mayoría, soy sensato, pero no insensible. En un articulito que leí, Fernando Savater reflexionaba sobre los gozos, asegurando que los grandes placeres dependen de las necesidades y los pequeños de las aficiones. Decía, además, que los primeros, tanto en el sentido físico  y material como en el espiritual y sublime, los compartimos casi todos y, por ello, nos individualizan poco. Y creo que tiene razón porque toda persona que se precie ansía ser libre o feliz, de la misma manera que juzga extraordinario deleitarse con un gran cuadro, una obra de la literatura universal o un concierto excepcional. En cambio, los pequeños placeres son distintos para cada uno de nosotros, y no menos importantes que los otros porque, si lo meditamos bien, en el fondo, los grandes sentimientos gozosos se descomponen en pequeños deleites. ¡Cuantas veces las cosas importantes de la vida están relacionadas con anécdotas cotidianas o ínfimas! ¿Acaso no lo son la satisfacción que produce que nos sirvan el desayuno en la cama, el olor de la tierra mojada que acompaña a las primeras gotas de lluvia, o encontrar en un centro comercial una ganga con la que ni soñábamos? ¿O tal vez lo son menos acurrucarnos en un sofá con un buen libro una tarde de invierno, despertar en una habitación de una casa perdida en el campo o cantar a pleno pulmón mientras conducimos un vehículo, sin importarnos lo que piensen quienes nos ven? Sin duda, cualquiera de estas pequeñas realidades contribuye a hacernos felices, al menos por un instante e incluso durante algunos minutos.

Uno de mis pequeños grandes placeres es la pesca, aunque cada vez sea más complicado encontrar un rincón decente para practicar tal afición. Hoy todo está esquilmado y hallar un lugar que garantice mínimamente el entretenimiento exige desplazamientos de bastantes kilómetros. Sin embargo, no hace mucho tiempo que cualquier trozo de roca en la orilla de una cala era lugar apropiado para practicar una actividad que entusiasma a niños, jóvenes, adultos y viejos. Eso se acabó por estas tierras.

Siempre me gustó pescar. Aprendí a hacerlo en el pueblo, cuando apenas era un niño. Allí me enseñaron a ensamblar aparejos sencillos que prendíamos de una caña, con la que pasábamos las tardes veraniegas. Recuerdo con nitidez la tienda de la tía Angelita, que era el único establecimiento donde se vendían los pequeños anzuelos y el sedal (hilo de pescar, le llamábamos entonces). En aquél ecosistema en el que todo era artesanal y reciclable, la construcción del aparejo empezaba por la elección de una caña común, bien recta y seca, que seleccionábamos en cualquier cañar de las orillas del río. La pelábamos  y alisábamos con esmero para evitar pincharnos, asegurar su elasticidad y -¿por qué no confesarlo?-, para presumir de ella ante los convecinos. Anudábamos a su extremo más delgado un trozo de hilo de palomar (que era más barato y estaba disponible en cualquier casa) porque el presupuesto no alcanzaba para comprar todo el sedal necesario. La longitud del hilo variaba en función de la que tenía la caña. En su extremo libre añadíamos alrededor de un metro de sedal, que era suficiente para salvar la profundidad del río. Lo hacíamos pasar previamente por el flotador y los pequeños plomos en espiral que lo mantenían enhiesto sobre la superficie del agua, anudando finalmente el anzuelo, que era tarea nada sencilla, que exigía entrenamiento, pero que todos conseguíamos aprender.

Preparado el aparejo, sólo faltaba disponer los cebos. El más habitual era la masilla, una mezcla de harina y agua, a la que añadíamos unas briznas de colorante alimentario, que le daba un color amarillento que, según creíamos, la hacía más atractiva para los peces. No sé si realmente era así porque, cuando no lo encontrábamos en la cocina, utilizábamos masilla sin colorante y los resultados eran parecidos. También empleábamos lombrices de tierra que buscábamos en las zonas de los bancales colindantes con las acequias, en las que abundaban por ser más húmedas. Las disponíamos en botes de hojalata, en los que habíamos introducido previamente un poco de barro, a los que no terminábamos de cortar la tapadera para doblarla y conseguir que conservasen mejor la humedad. Los muchachos adolescentes tenían mayores pretensiones y se planteaban retos más importantes. Para lograrlos elegían cebos de mayor enjundia, como los “gatos cebolleros”, unos insectos ortópteros parecidos a los grillos, cuyo nombre correcto es alacrán cebollero o cortón. Eran cebos que utilizaban para la pesca de grandes piezas, fundamentalmente barbos y anguilas. Por último, los pescadores adultos, habitualmente gentes “ligeras de cascos”, aprovechaban las avenidas del río e instalaban sus “corduchos” cuando bajaban las aguas achocolatadas. Eran unas artes ilegales, que dejaban amarradas en los arbustos de las riberas, que cebaban con menudillos o despojos de aves y conejos, y que tenían como destinatarias las anguilas. Era común que algunas de ellas quedasen prendidas en estos artificios.

Cuando era niño, me divertía extraordinariamente pasar las tardes de los veranos pescando en el río centenares de “madrijas” (chondrostoma turiense es su nombre científico) y algunos barbos, que ensartábamos en juncos, haciéndolos pasar por las agallas hasta la boca. Cuando despuntaba la tarde, un tropel de niños pescadores llenaba las riberas del río, alineándose en ellas y practicando inmóviles una afición compartida que -todo sea dicho- no tenía mucha competencia entre las alternativas que les ofrecía entonces aquel lugar. Cuando llegaba el ocaso, nuestras madres nos veían volver a casa con la sarta diaria de peces, con los que ya no sabían qué hacer para no desairarnos, dado que tenían muchas espinas y un comer desagradable. Al final, los gatos eran habitualmente quienes se daban el banquete. Era una manera sana, ecológica, placentera y social de pasar las tardes en las que no nos requerían nuestras familias para colaborar en las tareas agropecuarias.

Hoy me sigue complaciendo pescar. Apenas han cambiado las artes, aunque han mejorado los materiales con los que se fabrican, su versatilidad y su alcance. Tampoco lo han hecho los cebos, solamente en que ahora los adquirimos en los establecimientos del ramo en lugar de tomarlos directamente de su espacio natural. En definitiva, preparar la pequeña aventura que significa cada jornada de pesca sigue teniendo el mismo interés y demanda parecidos preparativos: comprar la lombriz, recoger a algún amigo, desplazarnos unas decenas de kilómetros, seleccionar una cala recóndita, apostarnos en una roca desde la que no se divise otra cosa que no sea la mar, preparar y lanzar los aparejos, esperar la picada de las pequeñas presas (esparrallones, vacas, tordos, vidriadas, doncellas, sargos…), atraparlas, recogerlas y guardarlas para elaborar los caldos que acompañan algunas de nuestras paellas o arroces a banda. Igual que cuando me apostaba en las riberas del Turia, las estancias distendidas y absortas a la orilla de la mar, sin otro pensamiento que no sea elegir el mejor anzuelo o cebo para atrapar los diminutos peces, tomando el sol mientras me refresca la brisa, es algo que no tiene precio y que me relaja hasta límites insospechados. Estas son las pequeñas anécdotas a que me refería, que hoy, como ayer, me siguen haciendo disfrutar como un niño.

jueves, 9 de octubre de 2014

El (des)gobierno que no merezco.

Hay una frase lapidaria, atribuida a Maquiavelo, que reza literalmente: “Cada pueblo tiene el gobierno que se merece”. Realmente, su autor fue Joseph de Maistre (1753-1821), un filósofo, diplomático, abogado, teólogo y político saboyano, conservador y activo combatiente de los fundamentos ideológicos de la Revolución Francesa y de la Ilustración. En sus obras defiende enconadamente la monarquía, proponiendo un orden político autoritario y teocrático, basado en una escala institucional jerárquica en cuya cima sitúa al Papa. La frase en cuestión forma parte de una carta que escribió en San Petersburgo, dirigida a un caballero anónimo. Posteriormente, ya entrado el siglo XX, André Malraux la enmendó, asegurando que no es que “Los pueblos tengan los gobiernos que se merecen, sino que la gente tiene los gobernantes que se le parecen”. Suena mejor, pero resulta igualmente injusta y trágica.

Así que es una sentencia que provoca rechazos muy airados, que hay que reconocer que son más viscerales que racionales, particularmente evidentes entre quienes todavía practicamos algo la reflexión y habitamos países, regiones y localidades en los que las cosas hace tiempo que van de mal en peor. Hoy, por ejemplo, el detonante de mi cabreo ha sido la lectura de un titular, atribuido hace unos días al Presidente del Gobierno que, a la vista de los indicadores socioeconómicos del momento, aseguraba con una desfachatez exasperante que "podemos ver el futuro de una manera diferente". 

Ciertamente, tengo una tendencia natural a negar crédito a la frase a que aludo, que considero una estulticia sin motivación pese a la contundencia de los cientos de evidencias que parecen avalarla. Tal vez porque me resisto a ser incluido en la interminable nómina de los involuntarios destinatarios de las sandeces de nuestros gobernantes. Basta con escudriñar un poco las hemerotecas para descubrir centenares de ellas que, más allá de las deformaciones interesadas que incluyen a veces los titulares de los medios de comunicación, retratan a sus autores con meridiana claridad.
Forges (Diario El País)

Recordemos, si no, algunas de las perlas que en los últimos meses han salido de la boca del 'pizpireto' Sr. Rajoy. En noviembre de 2012, durante la cumbre para negociar los presupuestos de la UE para el periodo 2014-2020, mantuvo una reunión bilateral y distendida con el Sr. Cameron en la que le espetó aquello de "It's very difficult todo esto", exhibiendo para sorpresa de todos y con una naturalidad que le es impropia su dominio del spanglish. En febrero de 2013, en plena cumbre Rajoy-Merkel, en Berlín, se destapó el caso Bárcenas. Sus primeras declaraciones fueron para asegurar a los periodistas, sin que se le torciese el gesto, que: “Todo lo que se refiere a mí y a mis compañeros de partido no es cierto salvo alguna cosa”. Pero hay más, en junio de 2012, en una sesión de control al Gobierno en el Congreso, dijo con relación al rescate bancario: “No es un rescate. Es un crédito en condiciones ventajosas, que va a pagar la banca”. En fin, por no fatigar, añadiré solo algunas perlas más: “A veces la mejor decisión es no tomar ninguna decisión, y eso es también una decisión” (febrero de 2013. Reunión plenaria del Grupo Popular del Congreso, previa a la petición del rescate). “Las decisiones se toman en el momento de tomarse” (Lisboa, mayo de 2012, ante la inminente nacionalización de Bankia). “Me gustan los catalanes porque hacen cosas” (2012, vídeos promocionales del PP catalán).

En fin, como olvidar aquello de: “Siempre estaré detrás de ti, o delante, o a un lado” (requiebro dedicado al President  Francisco Camps, en 2009, durante el mítin de cierre de campaña de las elecciones europeas). O, "Cuanto más sepáis de todo, mejor. Por saber muchísimo no os va a pasar nada malo, luego ya veremos. Si uno es ingeniero o futbolista, se le abren todas las puertas del mundo" (junio de 2013. Acto del PP en Peñíscola, comentando las cifras de desempleo juvenil). Tampoco son mancas aquellas de “España tiene, sobre todo, españoles” (julio 2012, clausura del XIII Congreso del Partido Popular de Andalucía) o "Estoy peleando duro para estudiar inglés. Le dedico tres horas a la semana y luego voy por ahí practicando en coches y aviones" (abril de 2011). Sin olvidar su encomiable confesión, cuando con actitud contrita aseguró “No he cumplido con mis promesas electorales, pero al menos tengo la sensación de haber cumplido con mi deber" (seminario organizado por el semanario británico The Economist, en febrero de 2013). Creo que no hay mejor mención para dar cierre a esta pequeña glosa que aquella en que aseguraba que “Al final, los seres humanos somos sobre todo personas con alma y sentimientos y esto es muy bonito”, rematada con una alusión devota a su famosa “niña”, en la campaña de las elecciones generales de 2008.

Hay docenas de referencias, innecesarias para argumentar lo que han dejado palmariamente claro las precedentes: ni mis conciudadanos ni yo merecemos ni nos parecemos a este señor, ni a los que con él van, que a menudo lo mejoran. De modo que contrariaré a los señores Maistre y Malraux negando de plano sus argumentos y especialmente la jerarquizada visión sociopolítica del primero, sin acritud ni enojo, pero con determinación y sobradas razones. Como ha dicho Pérez Reverte, los políticos se han construido un país sólo para ellos en el que medran y se acuchillan, aunque luego se van a comer (o a lo que se tercie, añado) juntos, tras el espectáculo parlamentario. Y ello es indignante e intolerable. Hace tiempo que los ciudadanos debimos recuperar la dignidad poniendo fin a una farsa tan vanamente edificante. 

martes, 7 de octubre de 2014

Capitalismo 4.0.

El capitalismo es una de tantas creaciones humanas que, deliberadamente o no,  replican los caracteres de algunos seres biológicos. Yo lo compararía con las hidras, esos animales milimétricos y depredadores que tienen un asombroso poder de regeneración y que, aunque carecen de cerebro reconocible, poseen un sistema nervioso reticular estructuralmente simple, si lo comparamos con el de los mamíferos, que, sin embargo, es tan efectivo o más que el de éstos.

Tal vez con una convicción parecida, Anatole Kaletski escribió en 2010 un libro interesante con el rótulo que encabeza esta entrada. Kaletski era entonces redactor económico en The Times of London y su obra nació influenciada por las crisis de las hipotecas subprime. La tesis que defiende se basa en la falibilidad del capitalismo, que para él no es un conjunto estático de instituciones, sino un sistema evolutivo que se ‘autorreinventa’ y revigoriza a través de crisis sucesivas. Para argumentar su opinión distingue tres estadios consecutivos, que titula con el lenguaje digital al uso.

El primero, que  denomina Capitalismo 1.0, abarcaría desde el siglo XVIII hasta la Gran Depresión. Es la etapa de la fundación de las economías de mercado y del gran despegue del comercio mundial. La lógica subyacente a este periodo seminal se resume en dejar en manos del mercado las grandes decisiones económicas para promover el comercio y la prosperidad. Esta manera de entender la economía hizo crisis con la depresión iniciada en 1929, que evidenció que los mercados podían actuar irracionalmente y destruir la riqueza con una virulencia desconocida hasta entonces.  

El segundo estadio, que etiqueta como Capitalismo 2.0, corresponde al periodo inspirado en lo que posteriormente se llamó economía keynesiana, cuya lógica es la necesidad de la intervención reguladora del Estado en los asuntos económicos. Corresponde a los años que incluyen las décadas de los 30 a los 60 del pasado siglo, época durante la que se construyeron en occidente los sistemas de protección social a base de expandir el gasto público. Algunos economistas consideran que tal expansión originó la denominada crisis fiscal del Estado, que estalló en la década de los 70 y que abrió paso al Capitalismo 3.0, caracterizado en lo político por la era Thatcher-Reagan y por la caída del muro de Berlín, y en lo económico por la emergencia de China como mercado mundial. De nuevo, se relega al Estado de los asuntos económicos y se amplia el espacio del mercado. La historia volvió a repetirse en 2008, año que alumbra la crisis en que estamos inmersos, sin que nadie haya propuesto hasta hoy reformas profundas que den un estatus propio a la nueva encrucijada, que Kaletsky denomina Capitalismo 4.0, en la que la sociedad global se debate entre dos opciones contradictorias e igualmente fracasadas: la preeminencia del mercado y el exceso de intervencionismo. Una etapa que, como alguien ha dicho, es un tiempo sin dioses, plagado de trepas y seres corruptos, en el que el capitalismo financiero, con la complicidad de los gobiernos conservadores y la pasividad de los socialdemócratas, ha ido acabando con el Estado de bienestar.

El Roto (Diario El País, mayo 2012)
En su libro, Kaletsky combate radicalmente las teorías económicas que apuestan por los mercados libres, sin regulaciones ni intervención estatal, atacando con especial virulencia el principio de las “expectativas racionales” sustentado en la “hipótesis de los mercados eficientes”. Pero es en la esfera política en la que el autor británico vuelca de manera especial el caudal de sus convicciones. Aventura que el Capitalismo 4.0 será una etapa en la que prevalecerá como valor el pragmatismo, la experimentación y el método de ensayo y error. Entiende que las ideologías deben ceder el paso al sentido común, aunque ello implique incertidumbre, ambigüedad e inconsistencia. Tal y como lo describe, el nuevo capitalismo parece una síntesis hegeliana de sus predecesores 2.0 y 3.0, aderezado con un punto de darwinismo. Asegura que el mundo encara una transición que reconoce la propensión a errar tanto de los mercados como de los gobiernos y defiende que, como esos errores resultan fatales, ambos deben colaborar. Según él, corresponde a los últimos evaluar pragmáticamente, caso por caso, la acción de los mercados, asignando diversos pesos a la regulación según las circunstancias. Esa es la apuesta del autor, con la que estoy solo parcialmente de acuerdo. El tiempo dirá.

Lo cierto es que, a la vista de la realidad socioeconómica, las viejas teorías de los padres del capitalismo, insistiendo en poner la economía al servicio de las personas y no al revés, se revelan de una candidez extraordinaria. Por otro lado, sorprende igualmente la ingenuidad de dos de los principales espejismos del siglo XX: el llamado capitalismo con rostro humano y la idea de que Europa exportaría al resto del planeta su modelo de desarrollo y de progreso social equilibrado. Concuerdo con algunos economistas que argumentan que el modelo europeo de bienestar fue posible, entre otras razones, porque se basaba en satisfacer a una minoría de los habitantes del planeta, que vivía en la riqueza a costa de la pobreza de la inmensa mayoría. Evidentemente, eso ni es viable ni es justo. Sin embargo, considero que no deberían desdeñarse las enseñanzas que ofrece este modelo, especialmente las relativas a que los poderes económicos y financieros pueden y deben sujetarse a un estado de derecho que persiga la justicia y el bien común, propiciando la creación de riqueza y su redistribución.

Desgraciadamente se ha impuesto en el planeta una mezcla de capitalismo neocon anglosajón y de comunismo capitalista chino. De seguir por este camino, todo indica que en pocos años el resultado será un mundo donde el uno o el dos por ciento de la población viva en la abundancia (no sabemos si aquí o en Marte) y el resto entre la precariedad y el miedo a perder hasta la miseria. Entiendo que no cabe la resignación ante lo que sucede. Es inaplazable combatir este capitalismo financiero, especulativo y atroz, que ni crea riqueza ni tiene en cuenta el interés de la mayoría. Y creo que ello puede lograrse con la regeneración democrática. Sólo un sistema verdaderamente democrático puede anteponer a cualquier otro objetivo la dignidad de las personas; sólo una democracia profunda puede imponerse al resto de poderes fácticos.

La mayoría de los sabios económicos que escriben libros y colaboran con los periódicos piensan que hoy ya no es posible otro sistema económico-político que el capitalismo voraz y salvaje que vivimos y sufrimos. Yo discrepo y prefiero quedarme con las palabras del entrañable humanista José Luis Sampedro, que son al mismo tiempo una seria advertencia y un reto cargado de esperanza: “el sistema está roto y perdido, por eso tenéis (tenemos) futuro”. Espero y deseo que no se equivocase.