Hay
días que la vida es una mierda. Empiezas por dormir mal gracias a los ruidos que
hacen tus vecinos de arriba, a tu propio insomnio o a otras cosas, que cada vez
son más. Te levantas de mala manera, con la sensación de no haber descansado,
fatigado y malhumorado. Apenas has logrado abandonar la cama, sobreponerte a
los mareos y poner los pies en tierra, y ya te estás tropezando con cuanto
tienes delante. Trastabillas con la alfombra antes de lograr salir de la
habitación, te golpeas en el codo con el lavabo antes de conseguir que salga agua
del grifo y chapotearte la cara para espabilarte un poco, se te cae el cepillo
de dientes... Mientras lanzas el primer improperio del día, apenas rehecho de
tanto inmerecido infortunio, un giro en falso de tu desmadejado cuerpo proyecta
una de sus caderas contra la estantería que hunde el filo de su mejor esquina en
tu mayor prominencia. Escupes el segundo improperio e intentas apartarla de un
manotazo tan desmañado que, lejos de lograr su objetivo, alcanza en su
trayectoria la tulipa del foco del espejo y la lanza por los aires. ¡La madre
que me parió!, exclamas en el tercer denuesto.
Por
fin logras lavarte la cara y los dientes, y te encaminas a la cocina para
desayunar. ¡Qué digo: desayunar! Por no
dejar, no te dejan ni desayunar. Aún no has logrado engullir el primer sorbo de
café con leche y ya están llamando al teléfono para darte una buena noticia. ¿Señor
X? Le llamo del banco B. Es para informarle que no tiene saldo en la cuenta
para atender el pago de un recibo domiciliado, ¿cómo quiere usted que lo
hagamos? Y uno no puede dejar de pensar (aunque se reprima y no lo diga)
aquello de: ¡pues de ninguna manera! ¡Ladrones, que sois unos ladrones! Aún no
has despachado a ese indeseable que te está jodiendo de buena mañana y ya está
sonando otra vez el teléfono. En este caso te llaman de la clínica H. “Señor
fulano, le llamo de la consulta del doctor D para decirle que la cita que tiene
con él no es posible celebrarla. De modo que le voy a ofrecer unas cuantas
alternativas: día tal a cual hora, día no tal a otra hora y día pascual a peor
hora, ¿qué prefiere? “Pues mire, me pilla en mal momento, ¿le importa llamarme dentro de unos minutos?”. “Lo siento, señor, pero no puedo. Así que, por
favor, dígame que opción le acomoda mejor”. Como no quieres renunciar a la cita
ni empezar un nuevo periplo para buscar al especialista de turno, acabas
despachando a la señorita con un medio exabrupto, respondiéndole que optas por la
primera de sus propuestas.
En
el interludio, el café con leche se ha enfriado completamente, la ensaimada que
te estabas mojando se ha deshecho en el interior de la taza, convirtiéndose en
una sopa desmadejada con aspecto atroz y una textura que te invita a tirarla
directamente porque lo que pretendías comerte parece una auténtica mierda. Pese
a todo, acabas engulléndola porque no tienes otra alternativa, mientras
mascullas injurias y te acuerdas de la madre que parió a media humanidad. Y eso
que apenas acaba de empezar el día.
En
esas, llaman al telefonillo de la portería. ¿Quién? ¡Publicidad!, responden.
Aunque otras veces utilizan el eufemismo: ¡Correo comercial!, que vocean a los
cuatro vientos queriendo aparentar lo que pretenden ser y no son, méritos
personales aparte. Ni contestas. Cuelgas el telefonillo y piensas: ¡Que les den!
Estoy hasta el moño de tirar a la basura los papeles que dejan en el buzón y
que algunos de mis vecinos, maleducados, tiran al suelo del zaguán.
Aún
no has conseguido volver a sentarte en la silla y ya tienes una nueva llamada
en el telefonillo. En este caso dicen lacónicamente: ¡Correo!. Tampoco
respondes y vuelves a mascullar aquello de: ¡Que te den por donde te quepa!.
Son las 9:30 h., apenas ha empezado el día y ya estamos así.
Pero
el sueño puede durar prácticamente toda la mañana. Después será la vecina de
enfrente que te pide azafrán, a continuación será la de abajo que te preguntará
si está tu mujer, cuando lo que quiere decir es que se le ha olvidado comprar el
arroz para la comida. Seguidamente será un teléfono 98 no sé qué, que te
contará o te venderá no sé cuántos. Y al final habrás echado la mañana diciendo:
¡Dios mío!, ¿para qué me he levantado?
¡C’est
la vie!, dirán otros.