lunes, 26 de enero de 2015

Cotidianeidad.

Hay días que la vida es una mierda. Empiezas por dormir mal gracias a los ruidos que hacen tus vecinos de arriba, a tu propio insomnio o a otras cosas, que cada vez son más. Te levantas de mala manera, con la sensación de no haber descansado, fatigado y malhumorado. Apenas has logrado abandonar la cama, sobreponerte a los mareos y poner los pies en tierra, y ya te estás tropezando con cuanto tienes delante. Trastabillas con la alfombra antes de lograr salir de la habitación, te golpeas en el codo con el lavabo antes de conseguir que salga agua del grifo y chapotearte la cara para espabilarte un poco, se te cae el cepillo de dientes... Mientras lanzas el primer improperio del día, apenas rehecho de tanto inmerecido infortunio, un giro en falso de tu desmadejado cuerpo proyecta una de sus caderas contra la estantería que hunde el filo de su mejor esquina en tu mayor prominencia. Escupes el segundo improperio e intentas apartarla de un manotazo tan desmañado que, lejos de lograr su objetivo, alcanza en su trayectoria la tulipa del foco del espejo y la lanza por los aires. ¡La madre que me parió!, exclamas en el tercer denuesto.

Por fin logras lavarte la cara y los dientes, y te encaminas a la cocina para desayunar. ¡Qué digo: desayunar!  Por no dejar, no te dejan ni desayunar. Aún no has logrado engullir el primer sorbo de café con leche y ya están llamando al teléfono para darte una buena noticia. ¿Señor X? Le llamo del banco B. Es para informarle que no tiene saldo en la cuenta para atender el pago de un recibo domiciliado, ¿cómo quiere usted que lo hagamos? Y uno no puede dejar de pensar (aunque se reprima y no lo diga) aquello de: ¡pues de ninguna manera! ¡Ladrones, que sois unos ladrones! Aún no has despachado a ese indeseable que te está jodiendo de buena mañana y ya está sonando otra vez el teléfono. En este caso te llaman de la clínica H. “Señor fulano, le llamo de la consulta del doctor D para decirle que la cita que tiene con él no es posible celebrarla. De modo que le voy a ofrecer unas cuantas alternativas: día tal a cual hora, día no tal a otra hora y día pascual a peor hora, ¿qué prefiere? “Pues mire, me pilla en mal momento, ¿le importa  llamarme dentro de unos minutos?”.  “Lo siento, señor, pero no puedo. Así que, por favor, dígame que opción le acomoda mejor”. Como no quieres renunciar a la cita ni empezar un nuevo periplo para buscar al especialista de turno, acabas despachando a la señorita con un medio exabrupto, respondiéndole que optas por la primera de sus propuestas.

En el interludio, el café con leche se ha enfriado completamente, la ensaimada que te estabas mojando se ha deshecho en el interior de la taza, convirtiéndose en una sopa desmadejada con aspecto atroz y una textura que te invita a tirarla directamente porque lo que pretendías comerte parece una auténtica mierda. Pese a todo, acabas engulléndola porque no tienes otra alternativa, mientras mascullas injurias y te acuerdas de la madre que parió a media humanidad. Y eso que apenas acaba de empezar el día.

En esas, llaman al telefonillo de la portería. ¿Quién? ¡Publicidad!, responden. Aunque otras veces utilizan el eufemismo: ¡Correo comercial!, que vocean a los cuatro vientos queriendo aparentar lo que pretenden ser y no son, méritos personales aparte. Ni contestas. Cuelgas el telefonillo y piensas: ¡Que les den! Estoy hasta el moño de tirar a la basura los papeles que dejan en el buzón y que algunos de mis vecinos, maleducados, tiran al suelo del zaguán.

Aún no has conseguido volver a sentarte en la silla y ya tienes una nueva llamada en el telefonillo. En este caso dicen lacónicamente: ¡Correo!. Tampoco respondes y vuelves a mascullar aquello de: ¡Que te den por donde te quepa!. Son las 9:30 h., apenas ha empezado el día y ya estamos así.

Pero el sueño puede durar prácticamente toda la mañana. Después será la vecina de enfrente que te pide azafrán, a continuación será la de abajo que te preguntará si está tu mujer, cuando lo que quiere decir es que se le ha olvidado comprar el arroz para la comida. Seguidamente será un teléfono 98 no sé qué, que te contará o te venderá no sé cuántos. Y al final habrás echado la mañana diciendo: ¡Dios mío!,  ¿para qué me he levantado?

¡C’est la vie!, dirán otros.

jueves, 22 de enero de 2015

Chernobyl, 29 años después.

Algunas desdichas parecen no tener fin. Más allá de los desastres naturales que nos sorprenden de vez en cuando (Sunami en Indonesia, 2004; terremoto en Haití, 2010; terremoto y sunami en Japón, 2011…), las mayores tragedias que sufre actualmente la humanidad se asocian a la energía nuclear, aunque en alguna ocasión los unos han provocado las otras. Así sucedió, por ejemplo, con el sunami de Japón que afectó a la central de Fukushima, convirtiendo la zona en un región fantasma. Una desgracia que sigue afectándola, como a nosotros nos influye la crisis nuclear de Chernobyl (Ucrania) casi treinta años después.

Y es que la radiación prácticamente nunca muere. La explosión del 26 de abril de 1986 liberó quinientas veces más materiales radiactivos y/o tóxicos que la bomba atómica arrojada sobre Hiroshima, causando la muerte inmediata a varias decenas de ciudadanos, forzando al gobierno de la extinta Unión Soviética a evacuar a 120.000 personas y provocando la alarma internacional al expandirse las partículas radiactivas por trece países de Europa central y oriental.

Chernobyl, 2014
Como consecuencia de todo ello, los soviéticos construyeron una especie de sarcófago para cubrir el reactor afectado que, dadas sus insuficiencias y su deterioro, no ha sido una protección suficiente. Tal es así que los ingenieros aseguran que el material radiactivo que todavía existe allí podría continuar produciendo una contaminación generalizada. Por ello, en los últimos cinco años, se ha desarrollado un megaproyecto para sellar el reactor de forma permanente. Un proyecto de ingeniería jamás conocido, financiado por más de cuarenta países, en el que trabajan 1.400 operarios que construyen una suerte de arco gigante, como una cazuela, que cubrirá el reactor dañado. Será más alto que la Estatua de la Libertad y más ancho que el Yankee Stadium, la estructura móvil más grande del Planeta. Lo están fabricando a cierta  distancia de su destino definitivo, protegidos por un gran muro de hormigón, que les procura inmunidad frente a la radioactividad que emite el desvencijado reactor. La realidad es que su finalización se ha retrasado por diversas causas (económicas, protestas pro-rusas en Ucrania…) y, por tanto, el paralizado reactor de Chernobyl sigue conservando todo su poder destructivo.

Casi veintinueve años después del accidente nuclear más grave de la historia Chernobil sigue siendo un territorio desolado. El fotógrafo y realizador británico Dany Cook visitó recientemente la zona para ilustrar un documental para CBS News. Su video, (http://cnnespanol.cnn.com/2014/11/29/impresionante-video-tomado-por-un-drone-en-la-ciudad-fantasma-en-chernobil/) muestra la ciudad abandonada de Pripyat, un lugar fundado en 1970 para residencia de los empleados de la central nuclear. Cook dice que es uno de los sitios más interesantes y peligrosos que ha visitado, asegurando que hay en él algo sereno y a la vez muy inquietante, como si se hubiera detenido el tiempo y las memorias del pasado flotaran alrededor de quienes lo visitan.

Pripyat, a diecinueve kilómetros de Chernobyl y a tres de la central nuclear, acogió en su día a 40.000 personas que, poco después del accidente, fueron evacuadas por el Ejército Rojo con subterfugios y en condiciones penosas. Hoy, los edificios abandonados en medio de la naturaleza, que se abre paso entre ellos, son el rastro de la historia de la gran tragedia. Las primeras imágenes del video te adentran en ella, tomadas desde un ‘dron’ que sobrevuela los restos de una especie de barco desvencijado y varado en la orilla del río. Enseguida aparecen ante nosotros antiguos autos de choque de una vieja atracción de feria abandonada, ahora estacionados en medio de una exuberante floresta. Los herrumbrados columpios de un parque colindante penden todavía de sus soportes, mezclados entre macizos de margaritas de color amarillo.

Pronto divisamos a lo lejos un elemento que nos resulta familiar de tanto haberlo visto en TV: la gran noria. Allí sigue, con su imponente estructura metálica y sus canastas colgantes de carrocerías amarillas, emergiendo por encima de los grandes árboles que crecen a sus lados. Al fondo apenas se insinúa el gran arco en construcción.

Inmediatamente, la visión se proyecta cenitalmente sobre el gran edificio central, fiel a la arquitectura del “régimen”. Con una terraza llena de herrumbre sobre la que sigue instalado un viejo letrero aureolado con el emblema oficial: un escudo con la hoz y el martillo, ribeteado con un ramas de laurel y coronado con la estrella de cinco puntas. Iconografía soviética en estado puro. El zoom desvela las ramas de algunos arbustos que se cuelan por una ventana del edificio. Sobre el césped asalvajado reposa un viejo autobús ruginoso y abandonado a su suerte.

El ‘dron’ remonta el vuelo y la mirada de la cámara se pierde en lontananza, desparramándose sobre los restos desastrosos de la gran central reventada. El artefacto circunda completamente el edificio y sigue su recorrido sobrevolando el espacio que fue la ciudad. Se nos muestran los viejos edificios en cuyas terrazas no hay absolutamente nada, salvo cascotes y restos esparcidos al azar. El zoom de la cámara se aleja y nos muestra un singular sembrado de edificios ruinosos y diseminados entre la maleza arbórea, que crece ajena a la destrucción que encubre, engullendo a fauces llenas los antiguos bulevares.

De pronto aparece ante nosotros una piscina vacía, destartalada, con trampolín incluido y azulejos ‘grafiteados’, que descubren que alguien estuvo donde no debía después de la tragedia. Se suceden las imágenes de grandes salas desvencijadas, con cascotes en el suelo, ventanas sin cristales y puertas roñosas. Un breve plano con algunos muñecos y un cochecito de hojalata depositados en una estantería es la antesala de otra inhóspita dependencia que se muestra, llena de camas, que parece un antiguo hospital, en cuya fachada se conservan bajorrelieves y pinturas con viejas iconografías del socialismo real, mensajes explícitos incluidos. Un último barrido de la cámara captura el suelo de una habitación sembrado de máscaras antigás, como si fuese la última referencia a lo que fue Chernobyl un determinado día: el 26, como lo denominan los lugareños, de igual manera que nosotros recordamos otros también marcados a fuego, como el 11S o el 11M.

En Pripyat el reactor está todavía lleno de veneno, metamorfoseado en montones de acero retorcido y hormigón o en piscinas de combustible nuclear endurecido y transformado en una masa densa, que denominan "pie de elefante". No hay otro lugar en la Tierra como Pripyat y sus alrededores, una zona que empieza a atraer a los atrevidos turistas que han emergido en la intrépida sociedad actual, que nos invita continuamente a rebasar los límites, sin importar demasiado por qué ni para qué. Si viajamos a explorar las paredes del cráter de un volcán que está en erupción o pasamos la nochevieja en un iglú, ¿por qué no probar con un día de fiesta en el infierno? Seguro que mola echar un vistazo al apocalipsis. ¿Quién sabe?

martes, 20 de enero de 2015

Laura Durand.

Hace cincuenta años que una canción que contaba las preocupaciones y problemas de unos chicos y chicas casi adolescentes, que soñaban con las heroínas de Françoise Sagan, se convertía en la balada fundacional de una nueva época: Tous les garçons et les filles. Su interprete, Françoise Hardy. Un himno que acompañó a una generación que proclamaba su derecho a ver el mundo con otros ojos. A la rebeldía existencialista del mundillo de Juliette Gréco le sucedían los susurros -y los gritos- de la marea ye-yé, que giraba a 45 rpm. Primero en Francia, y después en el resto del mundo. Era 1962, una era prodigiosa para los jóvenes y para la mujer en el Primer Mundo, para los negros en los EE.UU, para la independencia de las naciones en África y para la guerrilla de liberación en América Latina. También para la puesta al día de la Iglesia Católica con el Concilio Vaticano II.

La revista Vogue la señaló como la french girl, el símbolo de la modernidad made in France, que se presentaba en el Hotel Savoy de Londres como embajadora de la nouvelle vague, la moda francesa, enfundada en un esmoquin de Yves Saint-Laurent o luciendo futuristas minifaldas metálicas de Paco Rabanne. Era Françoise Hardy, la princesa del pop melancólico, transformada en estrella sofisticada, de rostro andrógino y cuerpo de cover girl revestido con trajes-astronauta de Courréges, que sedujo a los objetivos de los fotógrafos y a los directores de arte de todas las revistas de moda, transformándose en poco tiempo en un auténtico objeto de deseo a ambos lados del Atlántico, inmortalizada como icono pop por su novio, el fotógrafo Jean-Marie Périer.

Laura Durand
Pero Françoise no estaba sola. Formaba parte de una amplísima comunidad artística que aportó bastante más que música a la cultura francófona. Una  constelación de estrellas que ponen cara a la última gran década protagonizada por Francia, la nación progre de los 60, que representa bastante más que una banda sonora excepcional, que la tiene y por derecho propio. ¿Cómo no recordar a Serge Gainsbourg y sus canciones interpretadas por Françoise Hardy y France Gall, o la música que compuso para más de cuarenta películas? ¿A quién no le suena su Je t’aime… moi non plus (1969) cantada y/o susurrada con quién fue su esposa, Jane Birkin, aunque antes la grabase con Brigitte Bardot, que se echó atrás por miedo a perjudicar su imagen? ¿Cómo olvidar a este mito, que encarna la sensualidad del siglo XX y que aún revolotea de vez en cuando para regocijo de los mass media? ¿Qué añadir de Sylvie Vartan o de sus temas Panne d’essenceComme un garçon o J’ai un problème?.

¿Cómo ignorar a France Gall, que llegó al mundo entre la música, siendo como es hija de un compositor renombrado que trabajó para Charles Aznavour? Aquella inefable Poupée de cire, poupée de son con que ganó Eurovisión en el 65. Por cierto, una canción que le compuso Gainsbourg, que también le regaló Les Sucettes (Las Piruletas), una pieza que incorporaba un juego de palabras que la puso en el ojo del huracán y que acabó truncando su relación profesional. En fin, como no acordarse de Mireille Mathieu, “el ruiseñor de Aviñon”, un símbolo que ha vendido más de 120 millones de discos y grabado en once idiomas. Canciones como Mon Credo y C’est ton nom la catapultaron al estrellato en Francia y en toda Europa, mientras consolidaba su triunfo en Norteamérica y en México con su versión francesa de The Last Waltz, de Engelbert Humperdinck.

En suma, una cohorte de grandes interpretes que evoco periódicamente. La última vez, hace pocas semanas, al oír por primera vez la voz y las canciones que interpreta una joven artista, Laura Durand, que me recordaron las melodías sesenteras que tanto nos embriagaron a las gentes de mi generación.

He escuchado y me he descargado en su web (www.lauradurand.es) algunas de ellas, cuyas letras, acordes y matices me transportan a un tiempo y a unas circunstancias que me resultan familiares. Temas como Tan pequeño frente a mi, Gira, Fotos antiguas o ¿Por qué te vas? son auténticos ‘revivals’, que me devuelven a una realidad revisitada que, curiosamente, parece actualizarse en algunas de sus facetas. Y es que verdaderamente corren tiempos que reverdecen antiguas reivindicaciones en otras dimensiones de la vida social. Los viejos eslóganes parisinos: Seamos realistas, pidamos lo imposible, Debajo de los adoquines está la playa o No trabajes jamás, que inundaron las calles en el 68, tienen un cierto correlato en los que se corean estos días en las avenidas de Atenas o de Madrid: Abriendo un camino a la esperanza, Su odio, nuestra sonrisa ó  2015, comienza el cambio. Son voces que reivindican hoy, como otras lo hicieron ayer, el derecho a ver el mundo con otros ojos. Espero que Laura Durand y su éxito nos acompañe en los próximos años, poniendo su música en la banda sonora de esta parte de mi particular largometraje, que espero vivir tan esperanzado como lo estaba en mayo del 68.

lunes, 19 de enero de 2015

Zero Waste, bendita moda.

Lauren Singer y Verónica Kuchinow tienen en común que son mujeres jóvenes, que viven en grandes ciudades, Nueva York y Barcelona, y que tienen preocupaciones semejantes. Ambas practican una filosofía que aspira a la reducción radical de la basura para contribuir a un desarrollo más sostenible. Su meta última: reducir a cero los deshechos que se envían a los vertederos, rellenos sanitarios e incineradores. En la práctica, se resignan a limitarlos a la mínima expresión para lograr un objetivo ético y económico, eficiente y visionario, consistente en imitar los ciclos naturales sostenibles, en los que subproductos y residuos se convierten en recursos para otros. Una filosofía que resume una marca: Zero Waste que es el nombre que se ha dado a esta forma de entender la vida (http://www.zerowasteeurope.eu/).

Uno no puede evitar preguntarse cómo se puede vivir en el centro de Nueva York sin cubo de basura y sin apenas producir residuos. Lauren Singer (23 años) dice que ella lo lleva haciendo dos años. Empezó prescindiendo de los envases de plástico y comprando alimentos en tiendas que venden a granel. Asegura que su ropa es de segunda mano y que cuando está muy “pasadita” la lleva a un lugar donde la reciclan. Dice que elabora sus productos de limpieza y sus cosméticos y que se deshace de la basura orgánica llevándola una vez a la semana a un lugar donde la transforman en compost. Confiesa que compra en mercados de granjeros que no envasan sus productos, que no tiene coche y que se desplaza andando o utilizando el transporte público. Parece increíble, pero es real y, además, lo cuenta con tal naturalidad que parece sencillo.

Verónica Kuchinow es ingeniera y fundadora de Zicla, una empresa catalana que hace años que investiga las posibilidades de los residuos porque en ella tienen claro que son un problema que debe convertirse en una oportunidad. La empresa da valor a lo que se tira, creando nuevos productos y mercados, porque parte del supuesto de que aprovechar los recursos es una cuestión que tiene relación directa con encontrar un mercado para ellos. Verónica lo ha hecho fabricando, por ejemplo, los separadores del carril bici que hay por toda Barcelona, así como en otras nueve ciudades españolas, y también en Londres, Washington, San José (California), Santiago de Chile o Estambul. Con su bagaje de más de una década como especialista en el uso eficiente de los recursos promociona el ecodiseño, una tendencia que piensa los productos para una economía circular, que prevé el ciclo de vida completo de los objetos (también su final), evitando que acaben amontonados en los vertederos.

Y es que tenemos asumido un cliché trapacero que da por supuesto que los amantes de lo orgánico rehúyen las grandes urbes y emigran al campo a vivir su vida como ‘frikis’, hippies o ‘forestarillos’, porque son incompatible con aquellas. Lauren prueba cada día la falsedad de esa presunción, demostrando que se puede generar muy poco impacto ambiental viviendo en el epicentro del consumismo y de la cultura de usar y tirar. Según confesó a una periodista que la entrevistó para el diario El País, lo que le resulta más complicado no es prescindir de determinados productos, sino buscar alternativas orgánicas a todo lo que se usa diariamente. Aunque la verdad es que asegura que ha encontrado recetas para casi todo: detergente para la lavadora, pasta de dientes, loción para la piel… En su blog Trash is for tossers, esta neoyorquina ofrece sus ideas, su forma de vida y su compañía comercial, The Simply Co., que vende productos 100% naturales y libres de sustancias químicas, que ella misma elabora (cucharas de barro, camisetas de algodón orgánico, jabón en polvo…) Afirma que aumenta día a día la gente interesada en vivir más simple y saludablemente, y que decidirse por esta opción es una decisión que tiene que partir de uno mismo, pero que exige infraestructuras que deben proveer los gobiernos desarrollando políticas activas de reciclado e infraestructuras que lo permitan. Asegura que ahorra, que se alimenta saludablemente y que su salud es mejor. Verónica Kuchinow coincide con ella, manifestando que nuestro país todavía está muy atrasado en normativas que premien a las empresas más respetuosas con el medio ambiente, demandando mucho más apoyo de los gobiernos para modificar las reglas del juego.

Como Verónica, algunos profesionales concienciados de los graves problemas que generan los residuos han llevado los desechos a sus talleres y los han convertido en materia prima mediante el upcycling, nombre con que se conoce el proceso de convertir un producto rechazado en otro de mayor calidad, que en ciudades como Berlín o Londres es una tendencia. En el sector de la moda, Fiona Capdevila y su marca Del Través han lanzado este invierno la primera colección hecha enteramente a partir de ropa descartada, cosa que nadie diría visualizando sus propuestas. Unas piezas que han sido clasificadas meticulosamente eligiendo los tejidos más naturales y de más alta calidad gracias a un acuerdo con entidades de recogida selectiva como Migajas o la Fundación Formación y Trabajo.

En fin, la consigna del Zero Waste se expande poco a poco. Empiezan a multiplicarse las tiendas que prescinden del packaging (empaquetado y envoltorios), una de las formas más absurdas e inútiles de generar basura. Cada vez más clientes acuden a los comercios con sus bolsas o sus recipientes. Proliferan los envases de papel, de fécula de patata, de PLA (bioplástico) o las bolsas de tela de algodón orgánico. La cosa está tan al día que en alguna ciudad europea han surgido iniciativas de crowdfunding para promocionar iniciativas como aquella que sugiere que “el consumo sostenible debe ser algo sexy”. Incluso han aparecido restaurantes “cero desechos” cuya exitosa fórmula responde a la llamada práctica de las cinco "R": reducir, reutilizar, reciclar, rechazar y resistir.

¡Cáspita!, como lo que hacíamos en el pueblo.

viernes, 16 de enero de 2015

Tengo un sueño.

¡Qué terca es la historia! Aunque estamos en enero y no en plena canícula, hoy, más de 50 años después, tiene plena vigencia el encendido discurso que Martín Luther King pronunció el 28 de agosto de 1963, al final de la marcha sobre Washington, por el trabajo y la libertad. Qué sarcasmo reivindicar a estas alturas sus fantasías, que parecían arcaísmos ajenos a la vida actual y que, sin embargo, han cobrado nueva actualidad en los últimos tiempos, con consecuencias virulentas y dramáticas.

No me alegra escribir estas cosas. Por desgracia, ni hoy ni mañana, ni seguramente en muchos meses, veremos el día que pasará a la historia por señalar el inicio inequívoco de la recuperación de la libertad plena y de los derechos fundamentales de las personas en este país. Lamentablemente, en pleno siglo XXI, cuando creíamos haber desterrado definitivamente de nuestra sociedad las vergüenzas más descarnadas, debemos reivindicar nuevamente el derecho que tienen todas las personas a salir de la pobreza y a vivir con una prosperidad razonable, que les evite la afrenta de la indignidad.

El cheque que nos dio la Constitución a todos los españoles, reconociendo y amparando nuestros derechos fundamentales, es un efecto que se nos devuelve a menudo cuando vamos a cobrarlo. Su librador dice que no tiene fondos. Hoy, después de permitir que unos pocos hayan saqueado la nación, los dóciles,  timoratos e inoperantes administradores que ocupan las instituciones nos dicen que los recursos disponibles no permiten hacer efectivos los derechos que emanan de la Carta Magna. Por eso, de la misma manera que Luther King y sus conciudadanos fueron a Washington a reclamar el pagaré que respaldaban la Constitución Americana y la Declaración de Independencia, asegurando a todos los americanos los derechos inalienables a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad; de la misma manera, digo, yo también reclamo desde este foro el pago de la factura que comprometió la Constitución. Yo tampoco me creo que el banco de la justicia esté en bancarrota y me niego a aceptar que no haya fondos suficientes para garantizar las oportunidades que los ciudadanos merecemos y que se nos adeudan. Porque la mayoría nos hemos hecho justos acreedores a ellas con las contribuciones que hemos realizado durante toda nuestra vida, incluida la vertiente laboral. Por eso escribo este post reclamando, como lo hacía el señor Luther King, que se cumplan con premura las promesas que la democracia española comprometió con la ciudadanía. No se puede pasar por alto la urgencia y la gravedad del momento y tampoco subestimar la determinación que acabaremos teniendo los ciudadanos, con las consecuencias que de ello se deriven. No es posible seguir actuando como si nada sucediese porque estamos hartos de tanta impotencia, de tanta inoperancia, de tanta corrupción y de tanto empobrecimiento, y acabaremos tomando las calles y lo que ello simboliza.

Por eso, antes de que no quede otra salida, es inaplazable que todos nos comprometamos con el solemne propósito de que caminaremos hacia adelante porque no es justo ir hacia atrás. No podemos aceptar que la injusticia y la sinrazón dominen los comportamientos económicos, sociales y políticos. No tiene aplazamiento el encarnizado sufrimiento que soportan tantísimas personas y familias, que merecen vivir mejor, y deben lograrlo. La situación puede y debe ser revertida y la sociedad ha de conseguirlo por vías educadas y democráticas. Como Martin Luther King, yo también tengo un sueño que está profundamente arraigado en el anhelo democrático y de progreso que representó la promulgación de la Constitución. Reniego de la involución a la que nos someten y reivindico que el paro deje de quitarnos el sueño a casi todos los españoles, reclamo que se resuelvan los problemas económicos que hacen insufrible la vida de mucha gente, sueño con que los políticos, los partidos y la propia política recuperen el lugar en la sociedad que nunca debieron abandonar, y que contribuyan a resolver sus problemas y no a agravarlos. Tengo el sueño de que la sanidad vuelva a ser lo que fue, e incluso que mejore; también sueño que la vivienda no sea un quebradero de cabeza para nadie, como sueño con que se recuperen los derechos de los trabajadores y la calidad de sus empleos, y con que desaparezcan el fraude y la corrupción. Tengo el sueño de que la justicia sea tal y no un cachondeo, de que se diluyan los problemas de índole social, de que desaparezca el racismo y se acabe de una vez por todas con la violencia de género. Sueño con que los valores se sitúen en el epicentro de las conductas personales y sociales y con que la educación sea de verdad un valor socialmente reconocido y amparado. Tengo el sueño de que logremos acabar con todos los nacionalismos y de que se resuelvan los problemas relacionados con el terrorismo y sus secuelas. Sueño con que nadie tenga que pedir para comer, con que desaparezcan los problemas de las drogas, con que se garanticen las pensiones a todos y con que se adopten soluciones razonables a los problemas medioambientales. Sueño, en fin, con que se hagan funcionar de verdad los servicios públicos y que los ciudadanos encuentran en la sociedad la acogida que merecen.

Esa es hoy mi esperanza, la que me hace confiar en que seremos capaces de transformar y revertir las disonancias e inequidades que nos golpean. Juntos debemos ser capaces de ponernos frente a ellas y vencerlas. Solo así lograremos que la libertad y demás derechos fundamentales sean las piedras angulares de la convivencia. Solo así podremos sentirnos orgullosos de ser ciudadanos libres en una sociedad moderna y democrática. Ese es el sueño que quiero compartir hoy, anotándolo en el post número 100 de este blog.

jueves, 15 de enero de 2015

Aprender a ver la vida.

Hay dos cualidades que poseemos muchísimas de las personas que poblamos el mundo occidental: la actitud consumista y la inercia hacia al hedonismo. Podríamos decir que las mujeres y los hombres de este tiempo (que podemos extender retroactivamente tres o cuatro décadas) sentimos un ansia incontenible por consumir febrilmente bienes materiales o por experimentar continuamente sensaciones placenteras, a ser posible nuevas y excitantes, cautivados por  la superioridad del placer físico que ha triunfado estrepitosamente sobre la satisfacción moral.

El principio del egoísmo y la búsqueda de la comodidad son dos componentes esenciales de la nueva religión, que se ha impuesto sin paliativos y que va a más. Importa poco la dimensión ética de nuestros actos. Definitivamente, los valores se han intercambiado por los placeres, como en las mejores versiones de los estertores de los viejos imperios. El llamado pensamiento débil, en su peor versión, es el rasgo definitorio de una parte importante de la humanidad que vive frívola y superficialmente, insensible a las penalidades que sufre la mayoría de los habitantes del planeta.

Algunos recordamos un tiempo en el que algunos valores morales tenían un reconocimiento social incuestionable: la amistad, la bondad, la solidaridad, la honradez, el respeto, la responsabilidad, la valentía o la verdad, entre ellos. La moral, no las moralinas (religiosas o cívicas), era reconocida y perceptible socialmente, traduciéndose en costumbres sanas, asentadas en conductas cotidianas que se orientaban por el atractivo del placer o el temor al dolor, matizados por un gran acuerdo ético, explícito o tácito, que permeabilizaba la sociedad y que se legaba de generación en generación.

Hoy la búsqueda omnímoda e insaciable del placer se ha convertido en una pulsión casi inconsciente. Prácticamente todos necesitamos y exigimos el presunto derecho a satisfacer inmediatamente y con poco esfuerzo nuestras apetencias. No aceptamos que lo que deseamos exija sacrificio y espera. Concebimos el sufrimiento como una agresión intolerable. Hemos desterrado los mecanismos autorrepresivos que exige el respeto a las reglas universales que deben regir la convivencia entre las personas (los derechos humanos) y se han impuesto el triunfo del puro instinto, la huida compulsiva del dolor y la búsqueda del placer a toda costa, sin dejar resquicio para que se instale cualquier sentimiento culposo en nuestra conciencia. Incluso hemos erradicado socialmente el pudor. La exhibición pública (a menudo televisada) de los estados afectivos, las situaciones personales íntimas o las desgracias propias y ajenas han evaporado definitivamente la intimidad de las personas en nuestra sociedad.

Viene todo este preámbulo a cuento de un vídeo que conocí hace unos días. Se trata de una campaña de la Asociación de Adolescentes y Adultos jóvenes con cáncer, que le pidió a la fotógrafa Paola Calasanz (26 años) un vídeo promocional, porque es experta en lanzar videos virales. Las respuestas de estos jóvenes con cáncer os van a cambiar el modo de ver la vida, es su título, está colgado en YouTube (https://www.youtube.com/watch?v=5pynXxLh9iM ) y en tres o cuatro días supera las 600.000 reproducciones. Busca difundir un mensaje muy concreto, generando en el espectador sorpresa y empatía. Su esquema está pensado, lógicamente, para convertir ese mensaje en viral (evidentemente, lo está consiguiendo): desde el formato (dos personas, una sana y otra un joven con cáncer o uno de sus familiares, separadas por un biombo contestando a una misma pregunta), a la música utilizada y el propio montaje. Os invito a que lo visualicéis.

La jovencísima realizadora asegura que busca en todos sus trabajos que el mensaje llegue y emocione. De hecho, su canal de YouTube, Dulcinea Estudios, tiene como lema “fotografía y videos con magia, con alma, que emocionan, contagian…”. Me parece una loabilísima pretensión la de conmover las conciencias y ayudar a las personas a resituar el auténtico sentido de la vida. Aunque, la verdad, yo abogaría por multiplicar las intervenciones sociales en esa dirección para intentar lograr a medio plazo una finalidad mucho más ambiciosa: restaurar la ética en la cotidianeidad de la vida social y lograr la generalización de las conductas avaladas por los valores humanos universales. Porque estoy convencido que es mucho más interesante y valioso reeducarnos preventivamente, que esperar a que las desgracias personales o las catástrofes sociales nos obliguen a hacerlo.

lunes, 12 de enero de 2015

Hogaño.

Hogaño es una de las palabras que más me gustan de cuantas integran el pequeño diccionario que incorpora el habla que compartimos los vecinos más viejos de mi pueblo, siquiera esporádica o circunstancialmente. Un ‘pseudoidioma’ autóctono y casi  ‘geologizado’ al que, como a tantas otras cosas, le quedan cuatro peladas para que lo engulla la insaciable voracidad de la dichosa globalización que nos arrasa.

Hogaño me trae reminiscencias de los primeros balbuceos y aprendizajes, que fueron los más intensos y unos de los más productivos que recuerdo, como le sucede a casi todo el mundo. Pero, además, evoca en mi memoria rostros, facciones, caracteres de seres que conocí, que renacen en mi imaginación y que logran emocionarme invocando un mundo de sensaciones gratificantes y de experiencias amables. La semana pasada repasaba algunos de esos rostros mientras recorría en mi paseo vespertino la orilla de los muros que circundan el camposanto. Llegué a entrar en él cuando el sol amenazaba con esconderse tras la Peña María, desparramando sus oropelados reflejos sobre las lápidas que cierran cada una de las tumbas que se apilan uniformemente a lo largo de los tapiales, iluminando lívidamente y dando un reconfortante calorcillo a las congeladas imágenes que reproducen las fotografías de sus carnets de identidad, o a los trazos que dibujan los nombres y apellidos de decenas de personas que conocí y que siguen en mi pensamiento con una nitidez tan sorprendente que a veces me espanta.

Llegó hogaño y con él llega buena cosa, como se decía hace años. Porque decir hogaño equivale a sentenciar que hemos dejado atrás una de las fiestas más aburridas del calendario religioso, que conmemora uno de los episodios menos ingeniosos y emocionantes de cuantos integran la gran historia que cuenta la Biblia, una fabulación tan enigmática y reveladora en su primera parte como retrógrada y aburrida en la segunda. La Navidad es una festividad que nunca me ha gustado y que cada vez me decepciona y me enfada más. En parte la visualizo como una construcción artificiosa y estrafalaria, que combina la ñoñería de los villancicos y los lugares comunes con las interminables, pantagruélicas e insalubres comilonas que tan poco me convienen. Por otro lado, la tengo asociada al lucro desmedido y al consumismo atroz, que no entienden de límites razonables, ni me interesan lo más mínimo. Además, con las últimas Navidades dejé atrás un penúltimo trabajo académico, autoimpuesto por compromiso, que me ha resultado tan interesante como tedioso, además de ocuparme infinidad de horas y tener que dejar en el abandono algunas de mis más gratificantes costumbres.

Así que, como se decía antaño, bienvenido sea hogaño porque en él tengo puestas mis esperanzas. Ya he hecho algunos proyectos que pienso llevar a cabo en el año que alborea. Tengo otras cosas en perspectiva y espero que me salgan muchas más. Pero, por encima de todo, para hogaño sigo teniendo una ilusión principal: vivir la vida con relativa salud y razonable felicidad. Ese es mi escueto e ilusionante proyecto, que espero seguir cultivando durante muchos más hogaños.