miércoles, 27 de mayo de 2015

Domingo de Pentecostés.

El pasado domingo se celebraron elecciones municipales y autonómicas en trece de las dieciséis Comunidades Autónomas. Sus resultados son muy importantes porque tras muchos, tras demasiados años, lograron apartar a la derecha del poder en innumerables pueblos y en bastantes ciudades y gobiernos autonómicos. Echar a la derecha era una tarea imprescindible, dada la putrefacción a la que ha llevado la gestión y el desgobierno de las instituciones que copan desde hace varios lustros o décadas, según qué lugares. Y no solo la derecha. El contagio derivado de la presunción de impunidad que se instaló en la cultura política del país desde la Transición ha afectado a todas las organizaciones políticas y sindicales que han tenido responsabilidades de gobierno, aunque de diferente modo y en distinta cuantía. No todo ha sido igual: unos han robado a manos llenas lo que no se puede ni contar y otros lo han hecho en algunos sitios y en menor cuantía. Tan censurable es lo uno como lo otro, pero no es lo mismo; no nos confundamos. Desde el domingo, la derecha ha sido apeada con estrépito de multitud de gobiernos e instituciones y, desde mi punto de vista, para bien, pase lo que pase a continuación. Estoy convencido de que a partir de ahora nada será igual.

Un hecho tan normal en las sociedades democráticas como la alternancia en el poder todavía no lo es en nuestro país. La derecha aún no ha entendido que no es su patrimonio privativo. A fuer de detentarlo en exclusiva a lo largo de la historia, han acabado convencidos de que les pertenece y no conciben la alternancia porque, salvo el escaso paréntesis que significa menos de un lustro durante la II República y la veintena de años de gobiernos socialistas en el reciente periodo democrático, están toda la vida en el poder. Por eso piensan que es algo propio y, por tanto, que les pertenece. Esa es la razón por la que ponen cara de cuatro cuando lo pierden, especialmente los que no saben disimular, como doña Esperanza o doña Rita. Era hora sobrada para desalojarlos, siquiera para que aprendan de una vez por todas que el poder no es privativo de persona u organización política alguna porque es patrimonio de la ciudadanía, no de ningún grupúsculo de sus representantes por cualificados que sean. Esta es la primera deducción que extraigo de lo que sucedió el pasado domingo.

La segunda tiene que ver con que me parece que la ciudadanía ha dicho con rotundidad que no quiere prescindir de las referencias políticas clásicas en la reciente democracia: el PP y el PSOE. Ha castigado a ambos (al primero más que al segundo, no el balde está gobernando), pero no los ha enviado al ostracismo, como podía haber sucedido, que méritos han hecho para ello. Simplemente les ha dado un toque de atención, enfático, que deben atender. En mi humilde opinión, o lo hacen o lo pagarán bastante más caro en el futuro.  

La tercera es la aparición en el escenario político de nuevas caras, anónimos personajes hasta hace poco y nuevos partidos políticos que vienen empujando fuerte y que serán protagonistas en las próximas semanas y meses. De hecho ya lo están siendo puesto que sus resultados electorales avalan que tienen espacio y tiempo para exponer sus propuestas e intentar convencer a la ciudadanía de que lo que ofrecen es más interesante que lo que había. Hace muchos años que estoy convencido que unos de los grandes hándicaps de los partidos políticos es que sus dirigentes se han aferrado a sus cargos orgánicos e institucionales, convirtiéndose en auténticos tapones, en cuellos de botella que han impedido que los jóvenes, las gentes con aspiraciones, hayan medrado en sus respectivas organizaciones, abocándoles de facto a emprender otras alternativas políticas que, desde mi punto de vista, les dan más cancha para desarrollar su afán participativo o su modus vivendi.

Una cuarta deducción importante que suscitan los resultados electorales del domingo es la imperiosidad del pactismo. Se impone incuestionablemente la negociación y la necesidad de llegar a acuerdos por parte de una izquierda fragmentada y polimorfa que ha emergido del proceso electoral. Son muchos los ayuntamientos y comunidades autónomas en las que los actores políticos, los nuevos y los viejos, van a tener que sentarse a la mesa a hablar y a pactar. Sin ‘tacticismos’, ni inmovilismos, sin marrullerías ni otras triquiñuelas. Los pactos deben producirse porque representarán la materialización de la voluntad del cuerpo electoral que participó el domingo en las elecciones, que expresó sin ambages su deseo de que se acometa un cambio claro y decantado hacia el centro izquierda. Y los actores políticos deben respetar la voluntad popular y materializarla mediante negociaciones y acuerdos que deben ser públicos, para que los conozcamos los ciudadanos. Ni es aceptable la intransigencia, ni el secretismo, como tampoco que se adopten actitudes inmovilistas o ‘tacticistas’ con la mirada puesta en las elecciones generales. Todos debieran aprender a lo que se arriesgan observando lo que les ha sucedido recientemente a algunos en Andalucía. Si ello no es así, me atrevo a pronosticar que la izquierda pagará cara su equivocación. O pacta, con acuerdos trasparentes y argumentados y en la línea de las principales demandas ciudadanas, sin imposturas, egolatrías o ‘tacticismos’, o que se prepare para las sucesivas convocatorias electorales, en las que probablemente acabarán no votándoles ni sus propios militantes.

lunes, 25 de mayo de 2015

NOLA (Nueva Orleans LuisianA).

Tras casi una semana en Nueva York nos esperaba el sur, la segunda etapa de nuestro viaje. De nuevo, el punto de partida era el JFK. Allí tomamos un vuelo de Jet Blue, una de las múltiples compañías que atienden los desplazamientos interiores. Tres horas y media sobrevolando ocho o diez estados del Este permiten cubrir la distancia que separa la Big Apple de la Big Easy, Crescent City, The City that care forgot, Nawlins  o NOLA, seguramente el nombre más popular hoy de cuantos se le han atribuido. Así llegamos a Nueva Orleans, una de las ciudades más peculiares de los Estados Unidos, capital de la Luisiana, flanqueada por el río Mississipi y el lago Pontchartrain.

Apenas pones el pie en el aeropuerto, rotulado con el nombre de uno de sus más insignes músicos, Louis Armstrong, alcanzas la salida de la terminal y te diriges a tomar el taxi que te llevará a la ciudad, situada a una veintena de kilómetros, te percatas de que has llegado a otro mundo, a una realidad que bien poco o casi nada se parece a Nueva York. Te recibe la conductora del vehículo, una oronda señora negra, hablando por un teléfono inalámbrico, que maneja un viejo Toyota destartalado, con unas fundas en los asientos que te impiden hacer uso de los cinturones de seguridad. Abre el capó y somos nosotros quienes debemos introducir el equipaje en el maletero sin intercambiar una sola palabra con ella, porque sigue atendiendo su particular conversación en ese lenguaje inaprensible que hablan los lugareños, que unas veces es el cajún y otras el criollo (crèole, le llaman ellos). Le mostramos la dirección del hotel y con un OK por respuesta toma el volante y enfila los accesos a la autopista. Entretanto, en una especie de atril de cuarto de baño que tiene instalado en el lugar que habitualmente ocupa el reposabrazos del conductor, dispone de cuantos productos requiere su atrezzo personal: barra de labios, vaselina, sombra de ojos… que va utilizando a discreción durante el trayecto. El equipamiento lo completan dos soportes instalados en el lugar del cambio de marchas de los vehículos (innecesario aquí, porque la mayoría son automáticos), en los que ha dispuesto su particular avituallamiento (té, refrescos…), siempre obviando la referencia del cliente, naturalmente. Llegas al hotel con los ojos como platos y, mientras te bajas las maletas, sigues escuchando esa conversación ininteligible, solo interrumpida para pedirte los 33 dólares que cuesta la carrera.

Completas el checkin en uno de los abundantes hoteles que pueblan el distrito financiero y, tras deshacer mínimamente los bártulos y acicalarte un poco, te dispones a emprender la primera descubierta. Apenas recorres unos centenares de metros y te topas con Canal Street, donde corroboras que has llegado a otra galaxia. Son omnipresentes las evidencias: el mestizaje por doquier, la obesidad generalizada que causa la recurrente fast food, las consecuencias del alcoholismo visibles en las facciones y en las pantorrillas infectas de numerosas personas apostadas a lo largo de la calle, que acompañan el traqueteo que producen los tranvías con el soniquete de sus vasos pedigüeños, huérfanos de calderilla. Has llegado a otro territorio, a otra realidad, a otro modo de vida.

Atraviesas Canal Street y casi sin apercibirte estás transitando por Bourbon Street, en el French Quartet, la genuina ‘guirilandia’. En dos manzanas te estalla en el rostro el estrépito y la exuberancia de unas gentes que han hecho de la música, del baile, del espectáculo, de la fiesta… el norte de sus vidas. Bourbon St. es un ‘macrogarito’ que se alarga casi dos kilómetros con apariencias diversas y locales con trazas ‘customizadas’, en los que grupos de toda edad y condición ofrecen versiones de los clásicos del jazz, soul, rock, pop… de los sesenta, setenta, ochenta… y de lo que se presente. A casi cualquier hora del día, aquello es un gigantesco concierto, polifónico y herético, permanentemente inconcluso, multicultural y multicolor, adecuadamente vigilado, especialmente al atardecer, por los coches de la policía del Estado apostados en los cruces de las calles. Éste es el espacio reservado, casi de uso privativo, para la tropa de forasteros que visitamos la ciudad, que tiene un contrapunto de más clase en la calle paralela, Royal St., una alternativa cultural a la oferta musical y alcohólica, que adopta la forma de galerías de arte y de manifestaciones culturales más refinadas.

Big House, en Oak Plantation.
Como íbamos aleccionados –para algo sirve tener un hijo músico y devoto de aquellos pagos- sabíamos que el lugar a visitar para degustar la genuina e incontinente expresividad de los orleannianos (¿) no es Bourbon St. sino Frenchman St., una calle un tanto alejada de ese centro neurálgico, más allá de French Market, que es la elegida por los lugareños para escuchar música y tomarse sus copitas. Allí, la misma noche de nuestra llegada, gozamos de la oportunidad de sentarnos en una terraza, sintiendo sobre nuestra piel la humedad y el calor cuasi tropicales que envuelven la ciudad mientras paladeábamos el genio voluptuoso, emancipado y embriagador de cinco músicos que interpretaban una tras otra piezas genuinas e improvisadas, de una manera increíblemente natural y maravillosa.

Pero NOLA no es solamente el French Quartet y las calles y plazas aledañas. Es una extensión amplísima que ofrece innumerables contrastes y realidades. Todavía se puede percibir en ella la herencia colonial francesa y española que, maridada con el carácter caribeño y la idiosincrasia aborigen, confiere el carácter genuino a la ciudad y a sus habitantes. En ella arraigan algunos de los capítulos más descarnados de la historia de la esclavitud y en ella empezó la libertad de los primeros afroamericanos. La herencia de la esclavitud aportó a sus habitantes la creencia en la magia y en la superstición, la práctica del vudú o el culto a lo místico, facetas todavía muy presentes en la vida cotidiana. De esa encrucijada de culturas nació el jazz y la gastronomía criolla; y también el Mardi Gras (carnaval). Una de las frases más repetidas por sus habitantes es laissez les bons temps rouller, que sintetiza su filosofía vital: la alegría de vivir. En realidad, todo en Nueva Orleans es un canto a los sentidos y a la mezcla cultural que caracteriza a sus habitantes, que tiene grabada en su ADN y que la hace única.

La visita panorámica que realizamos la mañana siguiente nos permitió conocer de primera mano lo que todavía queda de los efectos del Katrina. Un paisaje aterrador, especialmente al este y sur de la ciudad, que diez años después todavía evidencia la desolación que produjo aquella catástrofe, a la que todavía no se ha terminado de poner remedio. Centenares de casas destruidas, algunas casi engullidas por la vegetación, personas vagando por calles desvencijadas o apostadas a la puerta de sus casas en sillas destartaladas esperando no se sabe qué. Diríase que viéndolas venir –como se suele decir- con una actitud que evidencia a las claras que carecen de expectativa alguna.  Esa es al menos la impresión que tuvimos al pasar por allí. Evidentemente, el paisaje del pesimismo tuvo su contrapunto. En ese mismo periplo visitamos otros distritos más pudientes en los que abundan las casas coloniales, ahora sí magníficas, bien estructuradas y alineadas en calles limpias y pertrechadas de servicios y comodidades. Una ciudad que, como casi todas, marida violentos contrastes y distancias excesivas entre las vidas de sus habitantes: desigualdades, asimetrías, injusticias... que, de alguna manera, volvimos a percibir en el paseo que dimos por la tarde, montados en un tranvía recuperado en los años 90 que atraviesa la ciudad de punta a punta, recorriendo un itinerario curvilíneo de una decena de de kilómetros. Una especie de recorrido transversal y panorámico que nos permitió mariposear muchas de sus realidades: barrios de trabajadores, espacios residenciales, parques, jardines, equipamientos, zonas hoteleras… En síntesis, un compendio polifacético de aquella urbe criolla, asentada en un meandro gigantesco del inconmensurable Mississippi (de ahí su sobrenombre de “ciudad del cuarto creciente”), el espejo que contempló las aventuras infantiles de Tom Sawyer y Huck Finn que tan magistralmente contó Mark Twain. Un río de anchura portentosa y caudal agotador, que mece con sus aguas –mezcladas con las de la mar, que no se sabe bien donde desaguan unas y se aglutinan con las otras- los inefables steamboat, los genuinos barcos de vapor propulsados por ruedas de paletas que hemos visto tantas veces en las películas, cuya navegación sigue cautivándonos, especialmente cuando hacen sonar sus sirenas de tonos graves y timbre característico.

El último día de nuestra visita lo dedicamos a realizar un tour por Oak Alley Plantation, una histórica plantación en la orilla oeste del río Mississippi, a la que se llega tras una hora de viaje, atravesando marismas y contemplando a retazos el enorme dique que están construyendo para frenar otro hipotético desbordamiento del lago Pontchartrain. Visitamos la Big House, que es monumento nacional y que debe su nombre al enorme pasillo (allée) de más de 240 metros de longitud que crea una doble hilera de robles sureños, plantados en el siglo XVIII, mucho antes de que se construyese la casa, que discurre entre ella y el río Mississipi. Allí nos contaron su historia y nos mostraron la  mansión unas amables señoritas vestidas de época, abundando en detalles y anécdotas sobre la vida cotidiana en aquellas plantaciones esclavistas de caña de azúcar, así como sobre las numerosas trapisondas de la familia Roman, su propietaria original. Concluimos la jornada con un paseo en barca por Honey Island Swamp, uno de los pocos humedales protegidos de Louisiana, que nos permitió adentrarnos en un pequeño espacio pantanoso del delta del Mississipi, y osbervar a escasa distancia cocodrilos (aligators, les denominan allí) y otras especies endémicas en menor cuantía (nutrias, serpientes, tortugas, águilas calvas y otras aves).

Esta es la apretada síntesis de nuestro viaje a los Estados Unidos de América. Un gran viaje que recordaremos siempre, que reinventaremos a no tardar y que  seguro que soñaremos más adelante en alguna desvaída tarde de los años venideros.

viernes, 22 de mayo de 2015

20 de mayo.

Hoy tenía materia para garabatear mi cuaderno hasta casi acabar sus hojas. Estuve meditando sobre cómo podía contar algo que, además de conmoverme, desbordó mi capacidad de metabolizar tantos recuerdos, impresiones, simpatías y afectos. Erais tantos los protagonistas, tan numerosas las anécdotas, tan incontables los recuerdos que opté por salirme por la tangente. Decidí reproducir el “discursito” que os largué mientras aguardabais pacientemente que nos sirvieran el almuerzo. Pensé que tal vez os gustaría recordarlo en algún momento y por ello aquí lo tenéis. Lo que sigue es más o menos lo que dije.

Queridas amigas y amigos.
Disculpad que interrumpa unos minutos esta animada conversación. Alguien tiene que dar la bienvenida a la gran fiesta que hemos preparado para hoy y me ha tocado a mi. Así que la comisión organizadora quiere daros las gracias por estar aquí a todas y a todos: a Cayetano, Vicenta Antón, Antonio, Tomás, Juanjo, Concha Azorín, Mª Rosa, Pedro Juan, Modest, Miguel, Carmina, MariLuz, Juan José, Elías, Eduardo, María Dolores, Trini, Antonio García, Cuti, Luis, Lola Gutiérrez, Mari Carmen Hernández, Concha Lucas, MariCarmen Llorca, José Antonio, Amada, Guillermina, Domingo, Alfonso, María, José Joaquín, Lina, Consuelo, MariCarmen Ruiz, Pascual, Joaquín, Elia, Vicenta, Pilar Tormo y Pilar Vera.

Gracias, también, a los que no están aquí, bien porque no han podido venir, bien porque no hemos logrado localizarlos. Sabéis que forman parte del grupo y queremos recordar a Mª Carmen Aracil, Antonio Blanco, José Cerdá, Mati Giner, Nieves, Andrés, José Daniel, José Hernández, Mª Carmen Hernández, Antonio Illán, Alfonso Marín, Marilé, Conchita Muñoz, Raimundo, Paco Ochando, Joaquín Pérez, Vicente Rodríguez, Amelia, José Mª Rodríguez, Antonia Rizo, Antonio Samper, Asun Verdú, Paquita Verduzco, Margarita Bru y algunos más que seguro que se nos han escapado.

Restaurante Juan XXIII. Alicante.
La comisión organizadora de este evento, un grupo compañeros que nos reunimos periódicamente desde hace un par de años, queremos felicitaros por el éxito de esta convocatoria. Lo que hemos logrado entre todas y todos es un exitazo sin paliativos. Y lo vamos a repetir.  Declaramos con solemnidad que hoy es un día de fiesta, en el que no hay lugar para la nostalgia. Hace unos meses nuestro querido Pascual me decía, con razón, que “no hay nostalgia del pasado cuando uno se trae consigo a lo largo de los años aquello que no quiere perder”. Y lo cierto es que todos y cada uno de nosotros estamos aquí, en nuestros respectivos presentes, con muchas cosas compartidas y muchos afectos incandescentes. No sé si es el azar, la casualidad, la proximidad, o un cúmulo de afortunadas circunstancias las que nos han conducido a estar aquí hoy, juntos, después de casi cuarenta y ocho años. Realmente es un lujo tenernos cerca y disfrutar de nuestra amistad. Es un gran regalo del que todos nos sentimos orgullosos. Quiera el destino que estos encuentros se reiteren y nos permitan compartir momentos de felicidad como el que vivimos ahora. También me decía Antonio Antón que se sigue emocionando cada vez que comprueba que, aunque hayamos permanecido media vida sin vernos, siempre hemos "estado" los unos con los otros y para los otros. Yo también digo con él, sin miedo a equivocarme, que esa emoción me llena el alma hasta colmarme.... A mí, como a él,  vuestra amistad me da la esperanza y la vida.

Creo que debemos evocar, reverente y emocionadamente, el recuerdo de los compañeros que hoy no pueden estar aquí, físicamente, con nosotros, aunque lo están permanentemente en nuestros corazones. Y, si no os importa, no lo haremos guardando silencio, como proponía José Daniel (disculpa la discrepancia, amigo) porque sabéis de sobra que soy hombre de palabras mucho más que de silencios; todavía no he aprendido a callar, lo siento. Así que permitidme que los recuerde tomando prestadas algunas estrofas de nuestro paisano Miguel, especialmente aquéllas que dicen:

Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupáis y estercoláis,
compañeros del alma, tan temprano.
Alimentando lluvias, caracoles
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas
daré vuestro corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.
Un manotazo duro, un golpe helado, 
un hachazo invisible y homicida, 
un empujón brutal os ha derribado. 
No hay extensión más grande que mi herida, 
lloro mi desventura y sus conjuntos 
y siento más  vuestra muerte que mi vida. 
Siempre volvéis a mi huerto y a mi higuera:
y por los altos andamios de mis flores
pajarea vuestra alma colmenera
de angelicales ceras y labores.
A las aladas almas de las rosas...
de almendro de nata os requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañeros del alma,  compañeros.

Como sabéis, preparar estos eventos requiere tiempo y dedicación. Por ello, la comisión organizadora hace reuniones de trabajo, que suelo glosar a posteriori. En una de esas crónicas, hace unos meses confesaba que a veces no puedo evitar preguntarme: ¿por qué estamos aquí?, ¿qué hace que concurramos tan contumazmente a estos encuentros? Y decía entonces y digo ahora que, parafraseando el poema de Kavafis, más allá de las magníficas escalas que jalonan el camino, por encima de cual sea su destino imaginado, lo que nos ha amalgamado y nos cementa es la convicción de nuestra fortuna por tener la oportunidad de recorrerlo juntos, todavía, en la plenitud de aventuras y conocimientos, sin temer a nada porque mantenemos firme y elevado nuestro pensamiento y nuestras convicciones.

Estamos persuadidos de que jamás encontraremos Lestrigones, Cíclopes ni Poseidones  porque son ajenos a nuestras almas, más dadas a desperezarse en mañanas estivales, visitando puertos recoletos y mercados repletos de sencillas mercancías y caldos voluptuosos. No ansiamos llegar a Ítaca porque deseamos disfrutar del camino, de su longitud y de su belleza. Y por eso no apuramos el viaje, y queremos hacerlo duradero. Ítaca nos dio hace muchos años la oportunidad de emprender una travesía que ha hecho de nosotros quienes somos. Cuando lleguemos a ella lo comprenderemos.

De modo que os propongo que levantéis conmigo vuestras copas para que brindemos y nos felicitemos por estar aquí. ¡Salud y felicidad, compañeros! ¡Por nosotros!

sábado, 16 de mayo de 2015

Nueva York.

Semialetargados por el efecto del jet lag, acabamos de regresar de nuestro último viaje, el mayor de los periplos que hemos llevado a cabo y el único transoceánico. Hemos pasado las dos últimas semanas en los Estados Unidos de América, un país al que no pensábamos viajar y al que nos ha llevado una circunstancia fortuita, un regalo navideño en forma de pasajes de avión, que nos obsequiaron nuestro hijo y su esposa. Este fue el lugar y el tiempo que eligieron y allí nos encaminamos.

Desde que sobrevuelas los centenares de urbanizaciones y la infinidad de viviendas que pueblan Long Island y la costa de Connecticut percibes inmediatamente que el terreno al que estás llegando es algo verdaderamente grande, casi inconmensurable. A vista de pájaro, descubres que aquello no son unas decenas de urbanizaciones como sucede en nuestra ‘amañosita’ costa mediterránea. No, se trata de centenares de kilómetros cuadrados repletos de casas unifamiliares, tan americanas ellas, tan omnipresentes en las películas y series de TV que vemos habitualmente. Esa primera aproximación al territorio te pone en la pista de lo que te espera inmediatamente, la visión del skyline de Manhattan desde una perspectiva cenital y oblicua, que descubre un paisaje archiconocido y no por ello menos impactante.

Lo que sigue a esa primera percepción es un compendio de lugares comunes, de circunstancias superconocidas, de ambientes y visiones reiteradamente reproducidos por la cinematografía y la publicidad que nos coloniza. El camino que recorres en el taxi de color amarillo (¿cómo imaginarlo de otro modo?) desde el aeropuerto JFK a la Gran Manzana es un repaso enciclopédico de edificios, vehículos, lugares, personajes y objetos de esa saga interminable que nos inocula la producción audiovisual norteamericana desde hace 70 años. Cada kilómetro recorrido nos redescubre decenas de escenas, situaciones, personajes o reclamos que recuerdan inevitablemente a las películas y series que hemos visto en las pantallas de nuestros cines y televisores. Pese a tanto lugar común, sorprende la grandiosidad de la panorámica, que muestra un escenario urbano que amedrenta y reduce el tamaño de las personas a la casi imperceptibilidad. Un horizonte sembrado de miles de rascacielos con alturas variables, todas estremecedoras y algunas sencillamente inabarcables. Un paisaje que sobrecoge, por más que lo hayas visto mil veces en los libros o en las películas, que te sitúa como persona en el umbral de lo insignificante. ¡Qué curiosa, enigmática y conmovedora resulta la sensación que te embarga cuando compruebas que una creación humana, probablemente involuntaria, logra devolver las personas a su auténtica dimensión planetaria! Esa es la primera gran impresión que traigo de aquella tierra: la constatación de la tremenda capacidad del ser humano para modelar la faz de la Tierra y cincelar el paisaje que, paradójicamente, parece replicarle jactancioso, relativizándolo y reduciéndolo a su nimiedad casi imperceptible en la grandiosidad del universo. Eso es lo que parecemos cada una de las personas que transitamos por aquella enorme urbe, por aquél espacio megalómano que optó radicalmente por situar a las cosas por encima de las personas.

Más allá de este primer impacto visual, otro elemento característico de la enorme megápolis neoyorquina es el ruido que le acompaña. Unas veces es el runrún de los motores de los vehículos de transporte y otras lo conforman los habituales bocinazos de taxis y trailers, y también de las sirenas de ambulancias y camiones de bomberos, omnipresentes a cualquier hora del día y de la noche en la ciudad que nunca duerme. Esa es otra de los rasgos definitorios de esta gran ciudad, la estridencia permanente, el ensordecedor ajetreo que se hace especialmente perceptible aquí, con el que debes habituarte a dormir.

Performance en Times Square.
Apenas unas horas después de llegar, descubres un conjunto tan amplio de lugares conocidos que toms conciencia inmediata que será imposible visitarlos en su totalidad en el corto espacio de tiempo disponible. Son innumerables las propuestas que abarcan desde las visitas museísticas a los incontables escenarios urbanos, muelles del río, hitos en la costa o en el entramado urbano. En esta ciudad todo está sobredimensionado, los edificios y las infraestructuras, la red de transporte y los espacios verdes, algunos de ellos increíblemente concebidos para dulcificar la vida urbana. El ejemplo más conocido es Central Park. Sin embargo, hemos visitado decenas de espacios más recoletos en los que se reencuentra la auténtica dimensión de las personas. Se trata de pequeños enclaves, plazoletas, cruces de calles, etc., sitios dotados de mobiliario urbano sólido y bien conservado, perfectamente útil, que permite descansar un rato tomando el sol o contemplando el ajetreo, mientras se degusta un bocata adquirido en uno de los miles take away que hay en Manhattan.

Hemos disfrutado también del espacio libre de humos que es Nueva York, un lugar donde sorprende reconocer en cualquier esquina o en las puertas de bancos y espacios públicos advertencias grabadas en placas metálicas que recuerdan que no se puede fumar a menos de veinticinco metros. O los avisos existentes en los parques públicos en los que se advierte que no se puede montar en bicicleta ni fumar. Y donde, además, determinados guardias urbanos están presentes para hacer que las advertencias sean auténticas realidades. Y lo consiguen, lo hemos comprobado.

Hemos pateado una ciudad donde el ajetreo laboral es incontenible. Percibes inmediatamente que el paro tiene escasa entidad y que los desheredados de la fortuna y los sin hogar apenas son apreciables. Casi no hay pedigüeños ni gentes abrasadas por el alcohol o las drogas en las esquinas o en las bocas del metro. Al contrario, predominan los escenarios donde las personas se afanan por llegar a sus destinos, por llevar a cabo sus tareas cotidianas, por realizar su trabajo diario. Son centenares de miles de personas las que al mediodía apuran sus colaciones en los parques y plazas, porfiando con sus teléfonos o sesteando mientras atrapan los tímidos rayos de sol que dejan escapar las sombras que proyectan los edificios. Eso es lo que predomina abrumadoramente: un gran ajetreo, una enorme actividad, una efervescencia laboral importantísima.

Hemos recorrido una ciudad donde el transporte público parece funcionar a la perfección. Vehículos sin concesiones a la galería ni veleidades estéticas, pero solidísimos e impecables, sin pintadas ni rasguños en cristales de ventanas y puertas. Bocas y estaciones de metro sin incidentes apreciables, en forma de agresiones o amenazas contra los viandantes. Habrá sido casualidad, pero no hemos presenciado ni un solo percance de esa naturaleza.

Esto nos motiva una nueva reflexión. Evidentemente desde el 11 S, la seguridad en este país es algo espantoso. Hay centenares de miles de personas dedicadas a asegurar, presuntamente, eso que se denomina seguridad. Conserjes, ordenanzas, policías, empleados públicos… que registran a las personas y revisan sus pertenencias en las entradas de bibliotecas, museos, oficinas, ascensores, pasillos y dependencias públicas y privadas, privativas y compartidas. Prácticamente todo está vigilado. No tengo certeza de que esa obsesión sirva para algo más que para acallar las ‘neuras’ ciudadanas desatadas tras aquel increíble acontecimiento. En todo caso, acabas conjeturando que la vigilancia, junto con los trabajadores de la restauración (son decenas de miles los locales y centenares de miles los chiringuitos de comida take away y take&go que hay en NYC), la gente dedicada al transporte y el personal que provee de víveres y necesidades al comercio, los espectáculos y los museos, a las visitas y a la logística de la ciudad, es uno de sus principales nichos de empleo.

Otra impresión que cala en el visitante es la multiculturalidad. NYC -¡cómo les encantan los acrónimos!- es, por encima de todo, un auténtico cruce de culturas. Se dice que es la más europea de las ciudades americanas y probablemente así es. Yo añadiría, desde el atrevimiento que impulsa la ignorancia, que seguramente es, también, la más mestiza de todas. Una ciudad donde es difícil visualizar la predominancia de una determinada raza. A primera vista se ofrece multirracial y pluricultural. Otra cosa es la interculturalidad existente de facto. NYC parece un espacio paradigmático de cruce de culturas, que es cosa distinta del mestizaje cultural o de las realidades pluriculturales. Apenas he tenido tiempo de conocer algún indicio mínimo que fundamente una elemental opinión al respecto, pero tengo la impresión de que habría que matizar lo suyo con relación a estos conceptos.

Si hemos de hacer un apresurado balance de nuestro viaje a Nueva York, sin duda alguna el cotejo arroja un saldo positivo. Frente a las dificultades que ofrecen las grandes ciudades, desde los desplazamientos a las inevitables colas, desde la carestía de la vida hasta la incomodidad o el apresuramiento de los viajes, es indudable que procuran oportunidades increíbles para satisfacer tanto los aspectos ociosos y culturales como las estrictas necesidades humanas. NYC es el paradigma de la habitabilidad, del cosmopolitismo, de las últimas tendencias, de lo que inevitablemente se nos viene encima…, en síntesis, de lo que nos deparará el futuro, para bien o para mal.

Esta es la síntesis apresurada de la primera parte de nuestro viaje. Pero en aquel grandioso país de casi diez millones de kilómetros cuadrados, con más de 5000 km. de costa a costa y más de 2000 km. de norte a sur, también existen otras realidades distintas a Nueva York. Allí, el sur también existe. Y la segunda parte de nuestro viaje fue precisamente una visita a Nueva Orleans, destino del Mississippi, el río que vertebra una parte importantísima del territorio norteamericano. Contar esta faceta será motivo de otro post.