viernes, 16 de octubre de 2015

Laudatio brevis.

Pronunciada en el acto de defensa de su tesis doctoral 
A la doctora Dª. Laura Soler Azorín

"Señora presidenta, señores miembros del tribunal:

Muchas gracias por darme la oportunidad de compartir algunas de mis reflexiones.

Conozco a la doctoranda desde que nació. Tengo grabadas en mi retina y en mi memoria innumerables evidencias de su vida y de su trayectoria académica.

He dedicado cuarenta y dos años de mi vida profesional a la educación de niños y adolescentes, en la escuela y en el instituto; también a la formación de jóvenes y menos jóvenes en la universidad y en otros contextos. En esa trayectoria he conocido muy pocos casos en los que el empeño educativo de profesores y profesionales, la obsesión personal por el aprendizaje y la superación, o ambas cosas a la vez, hayan dado unos frutos tan espléndidos como el que representa la doctoranda.

Laura Soler es un ejemplo para todos, como persona y como estudiante. Alguien que tiene grabada en su ADN la vieja máxima de Paulo Freire que dice: “la cuestión está en cómo transformar las dificultades en posibilidades”. Ese ha sido el hilo conductor de su vida y de su formación: enfrentarse a los retos con determinación, con esperanza y con tesón. Y al mismo tiempo, con inteligencia y con libertad para elegir sus metas, sin doblegarse o rendirse frente a las dificultades o los problemas, fueren estos circunstanciales o estructurales.

A Laura Soler Azorín la alumbró su madre cuando este país recuperaba las libertades públicas y los derechos fundamentales. Un tiempo irrepetible en el que muchísimos descubrimos -aunque nos habían enseñado lo contrario– que el camino no estaba trazado, que podíamos construirlo e improvisarlo mientras recorríamos la distancia que mediaba entre donde estábamos y nuestro imaginado destino, que unas veces nos parecía corta y otras se alargaba casi hasta el infinito. Así se puede imaginar también su vida, fiel al aforismo de “caminar con tiento, avanzar con riesgo”. O, dicho de otro modo, “cuidar de lo que se tiene, apostar por lo imposible”.

Laura es un ejemplo de superación que nos estimula a todos. Un ser cercano, sencillo, cariñoso, tierno, vulnerable... Y al mismo tiempo una persona arriesgada, retadora, exigente, luchadora, valiente y esforzada, que contagia su optimismo.

Es alguien que no deja de asombrarnos. Cuando la miras por primera vez, tus ojos aprecian la imagen de una mujer desvalida y expuesta; aparentemente impotente para bregar con posibilidades de éxito en el mundo competitivo, insensible e insolidario que habitamos. Laura mueve casi indefectiblemente a la compasión cuando, paradójicamente, a poco que la conozcas, sabes que ese es uno de los primeros vocablos que desterró de su vocabulario. Su vida es justamente lo contrario: es básicamente resolución y alegría. La exprime cada día mientras reivindica incansablemente sus derechos y los de los demás.

Hoy asistimos a la presentación de su último trabajo, un proyecto que representa la culminación de su formación académica. Sabemos por experiencia el ímprobo esfuerzo que exige componer una tesis doctoral: una empresa que parece no tener fin y que pone a prueba el temple del más dilecto estudiante. Obviamente, no entraré a valorar el contenido de su trabajo porque, además de una temeridad, sería un despropósito.

Pero me resisto a obviar la mención del abrumador esfuerzo que ha supuesto para la doctoranda. Estoy convencido que su arrojo, el empeño que se autoimpone para alcanzar sus metas y la resistencia que le ha proporcionado su maratoniano tesón han sido elementos fundamentales para que lograse consumar con éxito la investigación. Pero seguramente no lo ha sido menos la pasión que siente por la materia que ha investigado. Son lustros enteros ocupada y preocupada por el conocimiento y el análisis de las telenovelas, un fenómeno planetario que mueve enormes intereses sociopolíticos y económicos. Concuerdo con el profesor Bain en que esa pasión por la materia es uno de los principales atributos de los buenos profesores, yo añadiría que  también de los estudiantes excelentes. Desde esta perspectiva, no cabe la menor duda de que Laura lo es.

Finalmente, quiero aprovechar para expresar mi reconocimiento al profesor Rovira por su fe en la doctoranda y por proporcionarle un inequívoco apoyo y servirle de estímulo intelectual y personal.

También a la Universidad de Alicante por el esfuerzo que ha hecho y hace para posibilitar la igualdad de quienes son diferentes. Laura es un ejemplo paradigmático del éxito institucional en este ámbito. Tengo esperanza en que esta casa sabrá aprovechar todavía más de lo que lo hace el potencial que tiene la doctoranda, incorporando a ella sus aportaciones a través de los cauces oportunos. Estoy seguro de que una comunidad tan sensible e inteligente no dejará que pase desapercibida una oportunidad tan valiosa.

Felicidades, Laura, por tu trabajo de investigación y por tu ejemplo. Muchas gracias."

jueves, 15 de octubre de 2015

36 hombres justos.

En la tradición judía existen historias asombrosas que sorprenden e incluso conmueven a los espíritus más indolentes. Son decenas las leyendas y mitos que han trascendido el ámbito del judaísmo e impregnado culturalmente a la humanidad entera. La religión judía, como la católica y la musulmana, constituye un sistema de creencias caracterizado por fundamentarse en una concepción dramática de la vida. Como toda mitología, resalta el sacrificio personal, concebido como valor humano primordial para la protección de la tribu o del grupo social. En el judaísmo el “mártir” es la encarnación del valor positivo, en tanto que personifica a quien es capaz de sacrificar su propia vida para lograr el bienestar de los suyos. Se conforma así una especie de raza de héroes, cuyas meritorias acciones en favor de sus colectividades les granjean el reconocimiento y la gracia de la divinidad. En tanto que víctimas que se inmolan son capaces de protagonizar la mayor gesta concebible: la entrega superlativa que supone ofrecer la propia vida para que los demás sigan existiendo.

Desde una perspectiva diferente, la solidaridad y la interdependencia cósmica no son preceptos morales sino que más bien constituyen un modo de existir inserto en una cosmogonía específica. Quienes aceptan o practican este modus vivendi entienden que nada significativo puede suceder en el cosmos sin que el conjunto lo acuse inmediata y manifiestamente mediante una especie de aspaviento fraternal, solidario y casi mimético.

Es conocido que el 36 es el número de la solidaridad cósmica y también el del encuentro de los elementos y las evoluciones cíclicas. En efecto, 36 es lo que mide el cuadrado de lado 9, es también el valor aproximado del círculo de diámetro 12 y tiene una clara resonancia de los 360 grados de la división de la circunferencia y del año lunar. Por otro lado, para los chinos el 36 es el número del “gran total”. Además, la mayoría de los ciclos cósmicos son múltiplos de 360. Y por si faltaba algo, 36 es la suma de los cuatro primeros números pares y de los cuatro primeros nones, lo que hizo que los pitagóricos le atribuyesen el nombre de “gran cuaternario”. Abundando en este  argumentario, 36 es, también, la suma de los cubos de los tres primeros números. Por tanto, no es de extrañar que en la Cábala —disciplina de pensamiento esotérico relacionada con el judaísmo que analiza los sentidos recónditos de la Torá—  se considere que son treinta y seis los hombres justos e invisibles que sostienen la paz en el mundo.

En el imaginario de los colectivos sociales se aprecia una cierta tendencia a profetizar que los mayores benefactores de la humanidad o son invisibles, o bien adoptan las máscaras más sencillas y humildes para desarrollar su acción protectora. Así se recoge, por ejemplo, en una leyenda judía que asegura que en cada generación hay treinta y seis hombres que sostienen el mundo (es superfluo abundar en la misoginia de las religiones monoteístas). Estos hombres no deben buscarse entre las figuras destacadas de cada época histórica porque no suelen ser intelectuales o artistas famosos, ni tampoco jefes de estado o premios Nobel. Son personas de cualquier raza, color o edad, que diariamente respaldan al mundo con sus acciones empapadas de justicia. Se desconocen entre sí y actúan sin saber siquiera que son tales. Cuando uno de ellos muere, nace otro para reemplazarlo. La cifra permanece invariable y también la misión que tienen encomendada. Por tanto, son héroes anónimos, personas rectas que cargan con el peso de la humanidad entera y que con sus acciones, igual que los héroes mitológicos o los mártires, garantizan el bien común a costa de su propio sacrificio. No poseen poder sobrenatural o gracia divina alguna que les ayude a llevar a cabo su gesta, siendo únicamente su voluntad y su actitud de servicio lo que les diferencia de los demás.

Desde esta perspectiva podría decirse que habría una especie de justicia externa y falible  —que concierne a los seres humanos “normales” — que coexistiría con otra justicia, interna e invisible, cuya función primordial sería evitar que el universo se destruya o desaparezca, empresa que estaría encomendada a esos treinta y seis agentes justos y encubiertos. Según la leyenda, dado que estas personas cargan con el peso de la existencia humana, cuando mueren y llegan al cielo, Dios los calienta entre sus brazos durante cien años, que es el tiempo que requiere la desaparición del pesar y el dolor con el que vivieron para salvar a sus congéneres. Otras versiones sostienen, no obstante, que algunos de estos héroes anónimos jamás encuentran el descanso dado el tremendo sufrimiento que acumulan a lo largo de su vida para mitigar el dolor del resto de la humanidad.

Tal vez porque soy poco amigo de heroicidades y martirologios tengo para mi que hay una verdad esencial en la leyenda, más allá de sus aspectos contingentes. Nadie puede asegurar que los justos sean 36. Particularmente me inclino a creer que son muchos más los que sostienen al mundo. Entre los siete mil quinientos millones de almas que hoy lo pueblan, ¿acaso es disparatado pensar que sean 36 millones, o cien veces más, los hombres y las mujeres “normales” que viven o sobreviven de su trabajo, que llegan con dificultades a fin de mes, cuando lo consiguen,  y que aún así no dejan de echar una mano a los demás cuando y en cuanto pueden? Yo creo que son ellos los auténticos héroes y mártires, sin saberlo, porque sostienen silentemente a la otra mitad de la humanidad. He conocido y conozco a algunos de ellos, que no han sido santificados ni serán mencionados jamás en los libros de historia pero que nos han dejado o nos dejan la mejor herencia imaginable: su anónimo ejemplo como seres humanos.

jueves, 1 de octubre de 2015

La ninfa que sabía contar cuentos.

Para Concha, con mi afecto.

Hace muchos, muchísimos años, conocí a una persona muy especial que casi siempre estuvo rodeada de niños. Vivía en un país oscuro y anticuado, gobernado con mano de hierro por un tirano descomunal que cometía muchas tropelías. Por ser, era tan ogro que decretó que las personas debían vivir tristes, sin hablar ni cantar. Incluso dictó un bando prohibiendo expresamente que pudiesen ser felices y vivir prósperamente.

Esta persona abominaba vivir en país tan lúgubre y miserable y se propuso contribuir a cambiarlo. Para ello decidió hacerse maestra. Estudió la carrera y, como era inteligente y aplicada, logró ser una de las primeras de su promoción. Cuando concluyó los estudios, encontró trabajo y empezó a ejercer su profesión. Dado que era atenta observadora, a los pocos años reparó en que los libros de texto que utilizaban sus alumnos eran feos y poco útiles, como casi todo en aquél país lóbrego y casposo. Apenas tenían ilustraciones y sus textos incluían argumentos o narraban hechos que no eran verdad en muchos casos, y casi no servían para nada en otros. Las lecciones referían historias irreales o recomendaciones inútiles, carentes de interés y de sentido para los niños.

Así que, poco a poco, fue dejando a un lado los libros y empezó a ofrecer a sus alumnos otros materiales más divertidos e interesantes. Ello no siempre fue del agrado de sus jefes, por lo que encontró a menudo su incomprensión y también la de algunos padres y madres. Un día, cansada de remar contracorriente, decidió trabajar con los niños más pequeños de la escuela, con los parvulitos, los únicos que podían prescindir de aquellos odiosos libros porque no tenían la obligación de aprender a leer y escribir. Apenas pasaron unos meses y se había entusiasmado tanto con las cosas que hacía con ellos que, casi sin darse cuenta, a base de atender, escuchar y vivir con los pequeños se olvidó de leer y escribir. Pero al mismo tiempo, también imperceptiblemente, aprendió a contar historias maravillosas: había nacido la maestra que olvidó leer pero aprendió a contar cuentos. Y un día me contó una fábula que recrearé a mi manera:

Antes de que el cambio climático convirtiese el paisaje alicantino en la estepa que conocemos, en las laderas del Benacantil había una enorme oquedad, hoy desaparecida bajo toneladas de escombros, que cobijaba un lago subterráneo prodigioso. En él vivía una ninfa preciosa, hija de Esón, un rey que visitó la gruta donde vivía su madre cuando los griegos llegaron a las costas alicantinas. Allí se enamoró de Adara y, fruto de ese amor, nació Náyade. Náyade, como su progenitora, también conoció a un príncipe, Tansy, con el que se casó y tuvo otra hermosa niña, a la que llamaron Aglaia. Tansy decidió enrolarse en la embarcación de los argonautas para ayudar a Jasón a recuperar su reino. Mientras permaneció ausente, Aglaia vivía feliz en compañía de su madre y de las pequeñas ninfas que habitaban junto a aquella laguna azulada. Un día, cuando paseaba por sus orillas, resbaló y cayó en una hondonada, donde permaneció inconsciente largas horas. Cuando la rescataron tardó en despertarse varios días y al hacerlo descubrió que apenas se podía mover. Desde entonces vivió en una zona ajardinada, sin obstáculos, que le permitía jugar y cantar con sus amigas. En ella había una pérgola fabulosa, hecha de rosales trepadores y madreselvas, donde solía dormir la siesta junto a su madre. Un día, mientras descansaban plácidamente, una tarántula negra y odiosa salió de su agujero y mordió a Náyade en un brazo, inoculándole un veneno lento y terrible que amenazaba con acabar con ella. La ninfa tomó conciencia de la gravedad de la situación y, completamente agobiada, pidió consejo a un viejo gnomo que visitaba periódicamente la laguna. Cuando lo vio llegar le dijo:

Amigo, tú que sabes tanto y eres tan astuto dime: ¿qué podría hacer para salvarme de esta maldición?

El gnomo la miró atentamente, apretó enérgicamente su cabeza con sus manos y le respondió:

Dentro de pocos días oirás los cencerros de un rebaño que suele pastar en estas laderas del Benacantil. Al oírlos, debes redoblar tu canto hasta lograr ensimismar a su pastor y hacer que venga a la gruta y te escuche. Cuando llegue junto a ti, cuéntale tu desdicha y pídele que te ayude. Convéncelo para que viaje al Maigmó, al Puig Campana, a la Serrella y a todas las montañas y sierras de Alicante. Arráncale la promesa de que atenderá las necesidades que tengan las personas mayores que habitan en esos lugares. Asegúrate también de que irá a las escuelas y contará a los niños la auténtica historia de la ninfa Náyade y les enseñará la más bonita de sus canciones.

Cuando haya realizado esta encomienda esperaréis un tiempo, hasta que lleguen los temporales del otoño. Un día se desatará una gran tormenta. Será tan grandiosa que se extenderá por toda la provincia. Cuando escampe y asome tímidamente el sol, aparecerá en el horizonte un gigantesco arco iris doble que embelesará a todos los habitantes de esta tierra. Esa será la señal para que los niños de todos los pueblos canten al unísono la melodía que les habrá enseñado el pastor. Sus voces se expandirán por el éter y viajarán unidas hasta esta gruta del Benacantil.  Aquí, resonarán con tal estruendo que tú, Náyade, presa del miedo, gritarás con todas sus fuerzas, expulsando con tu aliento el veneno que te inoculó la tarántula. Así escapará de tu cuerpo la ponzoña y se quebrará el hechizo.

Para entonces, Tansy habrá regresado a casa y Aglaia habrá logrado recuperarse plenamente de su accidente. Tú ya serás mayor y estarás próxima a llegar a tu destino, pero eso es lo que menos importa. Lo importante será, como dijo Kavafis, que han sido muchas las mañanas de verano en que visitaste puertos nunca vistos y te detuviste en emporios donde conseguiste hermosas mercancías. Lo que importa es que habrás visto muchas ciudades y aprendido de sus sabios, que tienes a Ítaca en tu mente y que llegar a ella es tu destino. Pero no apresures el viaje, porque es mejor que dure algunos años y que atraques en la isla, enriquecida con cuanto ganaste en el camino...