lunes, 30 de noviembre de 2015

Viajar, viajar.

Voyage, voyage, plus loin que la nuit et le jour
Voyage, voyage, dans l'espace inoui de l'amour
Voyage, voyage, sur l'eau sacré d'un fleuve indian
Voyage, voyage, et jamais ne revienne.
(Desireless)

Hace algún tiempo que vengo reparando en la casi incontinente propensión a viajar que tienen algunas de las personas que conozco. Me sorprende la irrefrenable tendencia de algunos de mis amigos, familiares y conocidos a emprender un viaje tras otro, casi sin solución de continuidad. Hasta el punto de que parece que viven en un continuo ir y venir de aquí para allá, que a veces me hace pensar si recordarán dónde han estado, o si han logrado conocer lo que han visto.

Como no comprendo muy bien el apego a los viajes que les ha sobrevenido –y, por lo que me dicen, tampoco lo consiguen algunos amigos y familiares comunes− y como, además, soy obcecado cuando desconozco el por qué de las cosas, he ocupado algunos ratos especulando sobre las motivaciones que incitan a estas personas a viajar tan asiduamente, hasta el punto de que parece que ansían escapar a cualquier precio de su realidad cotidiana. Estas reflexiones me han permitido identificar algunos aspectos que pueden explicar el fenómeno.

En el caso de mis amistades más veteranas, parece innegable que llegar a la jubilación en unas condiciones psicofísicas razonables, disponer de bastante tiempo libre, intentar compensar el vacío que produce no ir a trabajar diariamente, percibir una pensión suficiente o tener los hijos emancipados son razones que pueden justificar su propensión a dejarse absorber por una dinámica que, apenas unos años antes, era inconcebible e impracticable. En estos casos, la nueva deriva la asocio con algo parecido a un intento de materializar aquel viejo aforismo que reza: “ahora que puedo, voy a quitarme el polvo”.

Cuando reflexiono sobre las circunstancias que rodean a las personas más jóvenes son otros los elementos en los que me detengo. En este caso, parece indudable que el abaratamiento de los viajes y de los hoteles, el aumento exponencial de las líneas aéreas y los trenes de alta velocidad, la flexibilidad del mercado de trabajo, que ahora incorpora jornadas maratonianas o modalidades de teletrabajo compensadas con vacaciones pagadas en especie, entre otras formas de (des)regulación laboral, son, sin duda, algunos elementos que pueden aportar esclarecimiento a esa intensa tendencia a viajar. Por otro lado, la crisis y el encarecimiento de la vida en nuestro contexto inmediato son factores que no deben despreciarse. Muchos jóvenes, amantes de la buena vida y del “pseudolujo”, sólo pueden acceder a tales prodigalidades en países remotos, actualmente en vías de desarrollo, que empiezan a recibir turismo de masas a unos precios muy competitivos, que les permiten gozar de lo que les resulta prohibitivo en sus países de procedencia. Este turismo de gente joven también encuentra un acicate en una especie de esnobismo que ha puesto de moda destinos inusuales o exóticos para bolsillos escasos. Son generaciones que han viajado antes con sus progenitores o han estudiado en el exterior y tienen, por ello, un conocimiento de los países de su entorno inmensamente mayor que las que les precedieron.

Pues bien, las apuntadas y otras muchas razones considero que explican, al menos en parte, la incontinente pulsión que parecen tener algunas personas hacia los viajes, aunque no estoy convencido de que lo hagan plenamente. Más allá de lo dicho, para algunos lo que prima por encima de cualquier otra cosa en esa propensión es que, consciente o inconscientemente, han decidido emprender una especie de huida hacia adelante, sin importarles demasiado hacia dónde ir o por qué hacerlo. En estos casos, parece que la finalidad es tan diáfana como inconfesable: huir, huir y, por si acaso, huir.

Eso es lo que me inquieta de esta nueva obsesión viajera y no que se recorran los miles de quilómetros que dan pleno sentido a las travesías bien queridas y ampliamente disfrutadas. ¿No será que a veces se confunde la idea del viaje, en tanto que fascinante e imaginada aventura, con la de la felicidad? A veces me parece que recorremos miles de kilómetros para experimentar la sensación de que estamos vivos, de que tenemos cuerda para rato, de que estamos aprovechando la vida. Y en ocasiones sucede que, paradójicamente, es justamente allí, en la lejanía, donde tomamos conciencia de que estamos absolutamente solos frente a nuestro destino.

La sociedad del éxito nos ha vencido. Todos ansiamos exprimir la vida exitosamente inmersos en una furibunda carrera en la que a menudo olvidamos que la felicidad no consiste en obtener lo que queremos, sino en querer lo que logramos. Hasta el punto de que podemos llegar a descubrir que a veces la mejor compañía –y hasta la felicidad– nos la proporciona un libro cualquiera o una simple hoja en blanco dispuesta sobre una mesa junto a un lapicero, aunque esté sin afilar.

domingo, 29 de noviembre de 2015

Del necesario fin del silencio.

Vivimos en el miedo. Decenas de miedos marcan el sino de nuestras opiniones, de nuestras decisiones, de nuestras acciones, de nuestras vidas, en suma. Desde hace muchos años –diría que casi desde siempre- una auténtica oleada de miedos y temores nos embargan a todos. Tenemos miedo al fracaso, a la soledad y a la muerte. Tememos la pobreza y la marginación. Nos aterran las enfermedades, la inseguridad y la exclusión. Temblamos frente a los delincuentes y frente a la amenaza de que nos aprisionen, como tememos a los extraños o a perder el trabajo, la pensión o la vivienda. Tenemos miedo a casi todo. Un temor que a menudo se asienta en el desconocimiento de las personas, las acciones o los objetos que lo generan; y también en nuestra ineptitud para enfrentarlo. No hay duda de que el miedo se incrementa de manera proporcional al desconocimiento del sujeto u objeto temidos y a la incompetencia o la impotencia que se posee para afrontarlo.

Esto lo saben bien los gobernantes desde siempre. Por eso, el miedo ha sido y es un mecanismo que utilizan habitualmente para lograr el control social. Y no solo ello, en muchas ocasiones ha sido –y sigue siéndolo- un elemento que legitima la violencia legalmente instituida  e institucionalmente organizada. Hoy, el terrorismo internacional o doméstico, las epidemias y pandemias, los atracos, los robos y otros incontables móviles son las fuentes del miedo ciudadano, que alimenta las diferentes esferas del poder y justifica la existencia de las fuerzas armadas y policiales, y de las estructuras represivas con que cuentan los estados.

Anteayer vi de nuevo la mirada del miedo. No del miedo común, al que me refería, sino de un miedo vetusto y añejo. En este caso, lo percibí en una mirada que dejaba ver en el fondo de los ojos de aquella venerable persona. Allí encontré otra vez el viejo temor y la prevención que no ha conseguido disipar el paso de los años. Anteayer vi la mirada vidriosa, por emotiva, de una mujer enérgica, capaz, trabajadora, estudiosa y prestigiada: Blanca Gómez Martínez, hija de Eliseo Gómez Serrano, un extraordinario profesor que enseñó en la Escuela Normal de Alicante desde 1915 hasta su fusilamiento en mayo de 1939, que dejó una imborrable huella en sus discípulos por su dedicación, por la calidad de sus enseñanzas y por su ejemplo personal. Un hombre brillante, estudioso y comprometido con su tiempo y su profesión. Un ciudadano que tuvo una innegable proyección pública como concejal del Ayuntamiento de Alicante y como diputado a Cortes, que hizo plenamente compatible y coherente con su práctica profesional entusiasta y comprometida con los principios de la nueva política educativa que inspiró el proyecto republicano para intentar compensar el secular atraso que arrasaba el país.

Blanca Gómez y Sofo en la Lonja.
Eliseo Gómez abrazó sin ambages, con enorme convicción y dedicación, el vanguardismo pedagógico de su época, que abogaba por una educación comprensiva y democrática. Optó sin ambigüedades por la ruptura pedagógica, por acabar con el monopolio educativo de la Iglesia y por implantar una escuela única, activa, pública y laica. Un vanguardismo pedagógico asentado en la convicción de que los mejores momentos de las sociedades contemporáneas –particularmente en Europa– fueron siempre periodos republicanos. Como había sucedido en la Antigüedad clásica. Fue Platón quien estableció los principios de la educación pública en su República, el pionero en entender el carácter reproductor de la educación y el primero en deducir que la educación actúa como el principal elemento perpetuador de determinados valores e intereses sociales. A partir de él, la educación se instituyó inequívocamente como una de las tareas primordiales del Estado. Eliseo aprendió y se convenció de estas cosas en sus años de estancia en la Residencia de Estudiantes, de Madrid. Desde entonces, aún antes de estrenar su profesión, no dejó de creer en ellas y trabajar para hacerlas realidad participando en actividades pedagógicas en contacto con la naturaleza, colaborando en revistas, impartiendo conferencias, realizando colonias escolares, impulsando los museos pedagógicos…

Doña Blanca, tan nonagenaria como ágil de cuerpo y espíritu, acudió a la Lonja siguiendo la estela del proyecto que con tanta pasión defendió su padre. La Exposición 100 Artistas Solidarios. Arte y Democracia no es sino el enésimo esfuerzo por reivindicar los valores republicanos que tan convencidamente practicó y enseñó su padre, D. Eliseo, a quién ofrecieron la posibilidad de huir de España cuando finalizaba la Guerra Civil y decidió quedarse porque no había cometido delito alguno y, en consecuencia, creía que nada debía temer de una justicia que fuera tal. Lamentablemente se equivocó, como tantos otros. Fue detenido, sometido a un consejo de guerra sumarísimo, condenado a muerte y fusilado en la madrugada del 5 de mayo de 1939, junto a otros nueve conciudadanos, tan inocentes como él.

Blanca y las miles de familias que, como la suya, sufrieron la injustísima pérdida de sus seres queridos, que padecieron después la ignominia, el ninguneo y el rechazo explícito de sus conciudadanos, la negación de sus más elementales derechos, la vileza y la ruindad que es capaz de exhibir la condición humana cuando es presa de un miedo tan insuperable y fundado como el que secuestró a los perdedores de la Guerra, merecen que no olvidemos a los suyos. Merecen que los recordemos con vehemencia, como se recuerda a las personas de bien. Y que exijamos el reconocimiento del conjunto de la sociedad a todos ellos, para dignificarlos como merecen, como personas y como ciudadanos comprometidos con la legitimidad y la legalidad de su tiempo.

Eliseo Gómez Serrano y las decenas de miles de nuestros compatriotas, cuyos esqueletos todavía pueblan las cunetas y los barrancos, las vallas y hasta las puertas de los cementerios, no pueden seguir donde están, ni ser un minuto más los grandes olvidados de la reciente historia de este país. Porque ya pasó el tiempo del miedo y de los silencios, del silencio de los muertos y de sus familiares; de los silencios de los prisioneros y los depurados, de los miedos y los silencios de todos. Nada los justifica ya.

martes, 24 de noviembre de 2015

Miguel Lizón.

La mente es un artefacto prodigioso y la memoria una grabadora inimitable. ¡Cuántas veces nos sorprendemos recordando cosas inverosímiles! En cuantas ocasiones nos asombra nuestra capacidad para evocar o soñar escenas y experiencias imposibles (muchas de ellas absolutamente imaginadas), de la misma manera que nos incomoda progresivamente la destreza que vamos adquiriendo imperceptiblemente para desdibujar u olvidar hechos y vivencias pretéritas, sean importantes o simples anécdotas que, inexplicablemente, somos incapaces de rememorar por más que nos esforcemos.

Es lo que me sucede exactamente ahora. Por más que trato de hacer memoria no logro identificar cuando supe del resultado de lo que se llamó el “Concurso del Medio Millón" (de pesetas, obviamente), que ganó un joven “maestro de escuela” –como se conocía entonces a la profesión- cuando corría el año de 1957. Era el 13 de junio, día de San Antonio de Padua, cuatro meses antes de que la gran riada inundase Valencia. Pierdo el curso de mi memoria cuando intento precisar el momento en que conocí la crónica de la proeza que puso colofón al concurso patrocinado por la casa Gallina Blanca, que ganó un conocido personaje al que vi por última vez hace apenas una semana.

Pese a no recordar con exactitud en qué momento tuve conocimiento de la hazaña –es más que seguro que sería al menos una década después de que sucediese- si retengo con nitidez el impacto que me produjo un acontecimiento cuyos ecos resonaron en el país entero. Fue un espacio radiofónico realizado en la plaza de toros de Las Ventas, como merecía la ocasión. La radio, estrella de los medios de comunicación del momento, llevó a la plaza a más de 25.000 espectadores, ávidos de presenciar las faenas que debían protagonizar los dos “espadas” del cartel, cada cual con su tema. Miguel Lizón, de Alicante, lidiando con la biografía de “Joselito el Gallo”; y Ramón Perdiguer,  de Zaragoza, con la de Greta Garbo. El primero obtuvo los máximos trofeos, el segundo no consiguió apéndice alguno porque no respondió a ninguna de las cinco preguntas que se le formularon. Pese a ello, por sus méritos precedentes, obtuvo el premio de consolación consistente en un automóvil Seat 1400, valorado en 250.000 pesetas.

Miguel, actualmente.
Las crónicas dijeron que eran las 19:30 y la plaza estaba abarrotada por un público enfervorecido entre el que se mezclaban artistas famosos, miembros de las casas regionales de Aragón, Cataluña y Segovia, junto con grupos folclóricos andaluces y de otras regiones. Las interviús radiofónicas echaban humo, contándose entre los entrevistados actores famosos y toreros de relumbrón, como Rafael Gómez el Gallo, hermano del malogrado Joselito, que se hallaba presente en la efemérides, junto con otros diestros.

Cuando Miguel subió al estrado para enfrentarse a las preguntas que le formularía José Luis Pécker, el comentarista radiofónico del momento, lo hizo con un aplomo fuera de lo común, con la madurez que tienen los toreros cuando se doctoran a ley. Fueron cinco las preguntas múltiples que le hizo el locutor, todas complejas y endiabladas. Respondió las cuatro primeras con presteza y compostura, brindando taurinamente algunas de sus respuestas a parientes y amigos. Cuando llegó el turno de la quinta (ya se sabe que en el toro no hay quinto malo) la presión estaba a punto de reventar la olla. Emoción, tensión y un presentador que le ofrecía al diestro la opción de “hacer caja” y desistir de responderla. Obviamente, Miguel venía a doctorarse y no se arredró. Como torero encastado que era y es, le retó a que le formulara la última y definitiva cuestión que incluía tres aspectos: ¿quien adquirió la cabeza de Bailaor (el toro que acabó con la vida de Joselito), donde fue enviada a disecarse y quién lo hizo? Miguel replicó como lo hacen los toros bravos cuando se enfrentan a los buenos toreros, acudiendo al embroque con presteza, con casta y con nobleza. De modo que tres fueron sus respuestas: Sánchez Mejías, Madrid y Averini. Todas correctas. Había cobrado un estoconazo hasta la bola que le dio las 500.000 pesetas y los abrazos del maestro Rafael Gómez y del crítico taurino Curro Meloja. Premonitoriamente, Miguel había triunfado rotundamente en Las Ventas y se había hecho, definitivamente, un espacio propio en el mundo de los toros.

Las casi seis décadas que siguieron a aquella gesta pueden resumirse en pocas palabras: sabiduría taurina y magisterio de la pluma y de la crítica taurina. En su dilatada trayectoria, Miguel Lizón ha sido un reportero sabio, imaginativo y ameno. Testigo exigente y objetivo de centenares de ferias, corridas y novilladas, en Alicante, en Madrid, en Sevilla o donde se terciase. Periodista sin título pero con personalidad y rigor, que a veces algunos han interpretado erróneamente como ademanes propios de un hombre seco y hosco. Sin embargo, quienes lo conocen saben de su capacidad para recordar, para contar anécdotas y para explicar con claridad los aspectos más técnicos del arte del toreo. Saben que es una persona aficionada a la dialéctica, a la discusión sosegada y civilizada, proclive a los enfoques novedosos y al continuo aprender. Todo ello, y mucho más, le ha convertido en el decano de la prensa taurina alicantina por mérito y derecho propio.

Cuando la semana pasada lo vi discurrir por la avenida de Alfonso El Sabio, con ese paso cansino y cansado que le han dado su octogenaria humanidad y su pesarosa osamenta, no pude sino recordar vivísimamente a aquel muchacho brillante que, con apenas veintitrés abriles, triunfó rotundamente en Las Ventas para seguir haciéndolo en todas las plazas del planeta taurino.

domingo, 22 de noviembre de 2015

En la perspectiva del tiempo.

Miras lo que ves y hasta podrías confundirte intentando concretar una tentativa para identificar la modernidad en la perspectiva del tiempo. Enfocas el objetivo y aparece en tu retina el espacio racionalista que dibuja un fondo impersonal, que sirve de telón de fondo, interesado, a un primer plano pseudomodernista, distanciado y nada inocuo, que intenta dar sentido a todo lo demás. Tal vez también fuera esa mi tentación objetiva o acaso se trate, simplemente, de una circunstancia aleatoria. No lo sé. En todo caso, lo que se me ofrece es una imagen amable y adusta, tan real como descontextualizada. Un perfil que, en cualquier caso, me sugiere conjeturas plausibles de la evolución del entramado que acoge este particular escenario ciudadano.

Mercado Central
Esa es la tentación que me ha asaltado esta mañana, cuando apenas rayaba el mediodía y bajaba por Capitán Segarra encarando la curvilínea fachada de la rotonda que define la esquina suroeste del Mercado Central, con su cubierta semiesférica ofreciéndose superpuesta a la silueta del hotel que ahora ocupa el edificio que fue Banco de Alicante. Este singular baptisterio, imborrable en el imaginario de los alicantinos,  se recortaba sobre ella, sin discordancias ni estridencias, como señalando el camino que conduce al que fue uno de los principales ejes comerciales de la ciudad, la calle Castaños; hoy un vial inhabitable e indecente, fruto de una moda incivil e insalubre que la ha travestido de inmundicia mugrienta, especialmente las tardes y noches de los fines de semana.

Tampoco en este caso lo que se ve es lo que parece. En el preciso segundo en que rozo la pantalla del teléfono y logro la instantánea, la calle tiene la apariencia de un espacio sosegado, ausente y ajeno al ajetreo característico de uno de los puntos neurálgicos de cualquier ciudad, su mercado. Lo que retengo es solo eso, una imagen aparente, fortuita, encapsulada en un segundo irrepetible y abstracto, tan irreal como cualquier ilusión imaginada.

Lo que veo es el espejismo casual de unos minutos que, eventualmente, preservan la historia, ajenos a la cruda realidad que trastoca cuanto la precedió, al menos dos días por semana, a partir del mediodía. Lo que ahora percibo como quietud y normalidad no es sino un breve paréntesis tras el excitante bullicio productivo de proveedores, comerciantes y clientes. Sin solución de continuidad, en pocos minutos, el fragor provechoso del comercio se trastocará en algarabía festiva e intempestiva, en un tumulto estridente e insolidario, que sus corifeos defienden asegurando a voz en grito que encarna las nuevas formas de la civilidad, que algunos solo percibimos en tanto que prácticas del despropósito, la desmesura y la ineducación.

Lo que ofrecen los nuevos usos del escenario urbano, mangoneados por un manojo de desaprensivos, tolerados e incluso amparados por autoridades e instituciones que han confundido por completo su razón de ser, no son sino algaradas sostenidas hasta las madrugadas, que nos individualizan en el contexto europeo, donde no se toleran ni cuando se contemplan como meras intenciones. Por una simple razón, porque no son otra cosa que la expresión del ansia de negocio sin límites propio del capitalismo salvaje. Una pseudofilosofía que elude cualquier responsabilidad ética o cívica porque su único leitmotiv es el lucro que, en este caso, se obtiene jugando con las ilusiones y las ansias de una población maltratada, insatisfecha y aturdida, ávida de felicidad, que intenta sosegar sus espíritus viviendo noches delirantes que, por otro lado, incitan una insensibilidad indecente con los derechos de los otros, quebrando la convivencia y produciendo daños colaterales que afectan a muchos ciudadanos. Unas veces son niños, otras enfermos y en ocasiones personas mayores e indefensas y hasta familias enteras a las que no se deja otra opción que soportar estoicamente, en la más absoluta indefensión, que sus vecindades se metamorfoseen cada fin de semana en lugares en los que no se puede vivir. Y solamente para que cuatro desaprensivos, que obviamente no habitan allí, se lucren a costa de su salud y de la explotación de quienes dicen que trabajan para sus negocios creando una presunta y general riqueza, que desde luego yo no percibo que trascienda sus propios bolsillos.

Esa es la punzante trastienda de la apariencia inocua que sugiere una imagen desinteresada y tomada al albur un mediodía de un viernes de noviembre.

domingo, 1 de noviembre de 2015

Crónicas de la amistad: La Vila (10)

El viernes atracó en La Vila nuestra particular caravana de vocacionales adolescentes, a la vez que aprendices, a regañadientes, de la comúnmente indeseada condición de viejos. Fue así porque Tomás decidió sumarse a tan singular celebración en el penúltimo de nuestros encuentros, auspiciado por la excepcional circunstancia del cuarto (?) cónclave de nuestra bien querida y admirada promoción de Magisterio, celebrado en Alicante el pasado mes de mayo. Allí comprometió su palabra, asegurando que su pueblo sería el próximo destino de nuestra peculiar expedición, como así fue.

Restaurant Nàutic. La Vila Joiosa
Por tanto, ese día todos los caminos confluían en la Vila, una población que nunca fue gallarda, ni aristocrática, ni siquiera grande. Al contrario, hasta hace pocos años era un lugar recogido, y también algo alborotado y estridente, particularmente en el habla y en los ademanes de sus vecinos. Un territorio que, comparado con la vecina Benidorm y descartando los días de Moros i Cristians, resultaba casi anodino y trivial, como lo son los trabajos y las aflicciones cotidianas de las personas. Una villa que, como los acordeones, pasó buena parte de su historia contemplando las penurias del vivir de los rudos marineros y de los infelices pescadores; las adversidades de los que luchaban en el mar y en la tierra con las velas y los aperos; las penalidades de las personas uniformadas con el sufrido y cerúleo traje de la ocupación. En síntesis, una vida que a primera vista puede parecer vulgar, monótona y ramplona, apostada como suele estar frente al horizonte ilimitado de la mar, pero que ni lo es ni lo pretende. Al contrario, su propio nombre alude a la vocación dicharachera y ruidosa, extrovertida y juerguista de sus habitantes, que pudimos comprobar por enésima vez, acompañados por dos invitados de excepción: Paco Ochando y Vicente Sellés. El primero, compañero largamente prófugo. El segundo, lugareño peculiar y amigo fraternal de algunos de nosotros.

Tomás organizó un singular pasacalle que permitió acreditar sobradamente cuanto refiero. Así lo avalan las estaciones del particular vía crucis que emprendimos cuando apenas rayaba el mediodía y que concluimos cuando caía el crepúsculo: los bares Diego y El Calavera, el restaurante Náutico y, para rematar, el pub La Primera, donde acabamos la fiesta a plena satisfacción de la concurrencia.

Tomás cumplió a la perfección su cometido de anfitrión. Como señalan las normas protocolarias, nos recibió y despidió dónde y como correspondía, controló el ambiente continuamente evitando cualquier situación incómoda, eligió unos aperitivos y un menú fantásticos, tan pertinentes y exquisitos como al gusto de la mayoría, estuvo siempre al quite procurando que no faltase de nada... Resumiendo, estuvo atento a cuanto aconteció para evitar que cualquier imprevisto perjudicase el desarrollo de un encuentro que, para su propia satisfacción –y la de todos-, volvió a ser un nuevo éxito.

Y ¿qué decir de los demás o, mejor dicho, de todos? Pues eso, afanados al unísono en cultivar la amistad, como siempre. Ejerciendo de convencidos militantes de esa religión sin Dios, sin juicio final y sin diablo, que abraza el amor y hasta la filantropía con la misma intensidad que proscribe la beligerancia y el odio. Una religión que a veces acoge el silencio y que a menudo visualizamos como el apacible e ideal estado de nuestra existencia, esa realidad insustituible en la caben todos los gozos, y también todas las esperas y todos los silencios.

Siempre me gustó cómo describe Neruda algo que puede parecerse a ella y por eso remato esta breve crónica con un abrazo cordial y con este particular corolario que le tomo prestado. Dice el poeta:

Tal vez no ser es ser sin que tú seas,
[…] sin que seas, en fin, sin que vinieras
brusca, incitante, a conocer mi vida,
ráfaga de rosal, trigo del viento,
y desde entonces soy porque tú eres,
y desde entonces eres, soy y somos,
y por amor seré, serás, seremos.
             
                  [P. Neruda, Cien sonetos de amor, LXIX]