viernes, 29 de abril de 2016

El atrevimiento de la ignorancia.

Hoy es 29 de abril. Hace algo más de cuatro meses que se celebraron las últimas elecciones generales. Unos comicios con resultados archiconocidos, que parecían augurar un escenario político novedoso, inicialmente contemplado con esperanza por buena parte del cuerpo electoral. Cuatro meses después estamos como si nada hubiese sucedido. Volvemos al principio, aunque con algunas diferencias: la frustración se ha adueñado de muchos ciudadanos y cunde el desánimo y la indignación porque, entre otras cosas, nos vamos a gastar dos o trescientos millones de euros en unas nuevas elecciones generales, probablemente a cuenta de nada.

Dicen los considerados expertos que lo que ocurrirá el próximo 26 de junio será más o menos lo mismo que sucedió el 20 de diciembre. Así que no solo habremos perdido cuatro meses sino que en el mejor de los casos serán necesarios seis u ocho para que tengamos gobierno; y ello suponiendo que las encuestas se equivoquen de nuevo y suceda lo que no vaticinan; o que acierten, se repitan los resultados pretéritos y cambien a la vez las actitudes de las formaciones políticas y de sus líderes. El panorama que materializarían las conjeturas contrarias no quiero ni imaginarlo: una atomización de partidos en un escenario sociopolítico reactivo a las grandes coaliciones, como las que existen en Italia o Alemania, que podría llevar el país a algo semejante al rosario de la aurora. Es lo que tenemos y no queda otra alternativa que aceptarlo y aguantarnos porque hacerse apátrida no parece cosa fácil, ni depende de nosotros. Pero es duro, hay que reconocerlo. Pondré algunos ejemplos de la realidad que debemos digerir.

Te echas a la cara un ejemplar de la edición de ayer del diario Información y te encuentras un par de páginas dedicadas a la visita del Presidente del Gobierno. Un señor al que no hemos visto el pelo por aquí en los últimos cuatro años, mientras ha sido Presidente de pleno derecho y no en funciones, como ahora. Supongo que el viaje tenía finalidades orientadas al consumo interno de la militancia de su partido, aunque incluyó una visita al MARQ, que aprovechó para empezar la precampaña y hacerse la propaganda de rigor. Más allá de esas bagatelas, uno no puede evitar preguntarse: ¿qué hace Rajoy a estas alturas en Alicante, Comunidad Valenciana, España?, ¿qué motivación puede tener acudir a un territorio que representa el paradigma del desgobierno que tan agria e insistentemente vociferaba su valedor cuando estaba en la oposición: la tierra del paro, del despilfarro y de la corrupción, como jamás habíamos conocido?.

Me pregunto qué hace Rajoy en Alicante, en la ciudad que han ‘desgobernado’ durante dos décadas sus correligionarios Luis Díaz Alperi y Sonia Castedo, en la capital de una provincia que ha alumbrado personajes como José Joaquín Ripoll o Eduardo Zaplana, como Ángel Fenoll o Enrique Ortiz. Qué pinta Rajoy en una circunscripción electoral que ha tenido el dudoso honor de presentar como cabeza de lista del PP al Congreso, nada menos que en cuatro legislaturas, a Federico Trillo, últimamente reemplazado por García Margallo, otro ‘cunero’ aterrizado en Alicante tras el desastre del Yak 42 y sus consecuencias. Una provincia en la que se han materializado algunos de los mayores pufos que se atribuyen a los gobiernos del PP como la Ciudad de la Luz, Terra Mítica, las basuras de la Vega Baja, etc. ¿Qué piensa recoger Rajoy de la ruina en que está sumida esta tierra, desde Vinaroz a Pilar de la Horadada, desde Valencia hasta Ademuz? En mi ingenuidad, me da por pensar que igual está preparándose el terreno para volver a su plaza en el registro de la propiedad de Santa Pola. ¡Bendita hora!, que ya está bien de Rajoy y de “rajoyismo”, de su inanidad y de su desidia para cuanto conviene al interés general; no para lo que importa a unos pocos, evidentemente. Lo sentiría por los santapoleros, pero creo que es preferible que la inoperancia del señor Rajoy afecte exclusivamente a sus propiedades que al conjunto del país.

Este es Rajoy, el casi seguro candidato del PP. Si no nos parece materia suficiente, podemos aproximarnos al más que probable candidato del principal partido de la oposición: Pedro Sánchez. Un personaje que estuvo desdibujado en la primera parte de la última campaña electoral pero que, sorprendentemente, en su momento álgido le espetó al señor Rajoy aquello de: “usted no es una persona decente”. No sé si será una de las pocas  verdades que ha dicho a lo largo de su trayectoria pública, pero a mí me gustó y a muchos millones de españoles también. Abrogar hoy de aquella afirmación, tan desabrida como categórica y veraz, me parece un despropósito que desdice radicalmente a quienes le asesoraron entonces, personas brillantes que lograron agigantar la figura del candidato, quebrando las inercias y tendencias que parecían haberse instalado en el electorado hasta aquella noche.

Además, el candidato Sánchez patrocina una convocatoria de “primarias exprés” en su partido, que son un paripé y que no servirán para otra cosa que para someter a su interés un electorado cautivo, preso de las triquiñuelas del aparato del partido. No contento con todo esto, ha declarado su respaldo a la señora Chacón. Tal vez trata de darle el empujón para que se despeñe definitivamente (por otra parte, me parece que se lo ha ganado a pulso), o pudiera ser una rectificación como la dirigida a Rajoy. En fin, hay mucho más, y de seguir en esta línea, vamos listos también con el señor Sánchez.

El pobre de Alberto Garzón, entre las inercias de su propia organización y ante la expectativa de replicar un triunfo tan inapelable como el que cosechó el 20 de diciembre, parece que acabará dejándose caer en los brazos de su amigo Pablo Iglesias. Desde mi ignorancia, me parece que ello supondrá para él y para su partido un auténtico suicidio, que no solo pagará personalmente, sino que afectará profundamente a su organización, que tardará décadas en recuperarse, si llega a hacerlo.

Y para concluir, los líderes emergentes señores Rivera e Iglesias. Empezaré por el segundo. En todas sus apariciones públicas refuerza algún rasgo de cuantos conforman la imagen que nos hemos forjado de él muchísimos ciudadanos, la de una persona prepotente, autoritaria y maleducada. Pablo Iglesias me parece un personaje singular, impropio de los tiempos que corren, que creo que no merece el respaldo y la devoción que le profesan tantas y tantas personas, muchísimas de ellas bienintencionadas. Es de esos individuos que no soportan dejar de ser el centro de las reuniones, que necesitan acaparar los flashes de los fotógrafos y los objetivos de las cámaras de televisión. Un personaje que estudia cada uno de sus gestos y actitudes, así como las frases que pronuncia en sus comparecencias para sentirse siempre en el centro del universo, en el ombligo del mundo que le circunda. Una persona que hoy se postula como única alternativa a derecha. No entiendo como gentes inteligentes de su propia organización y de otras procedencias, que se han acoplado a ese magma electoral que se llama Podemos, soportan la egolatría y la petulancia de este personaje. Y todavía lo entiendo menos tras las purgas estalinistas que ha llevado a cabo en su partido. Pero, bueno, algo verán en él o algún interés tendrán ellos en seguir hacia delante cuando lo alentan y lo soportan. En mi opinión, si esta es la persona que encarnará el futuro de la socialdemocracia o algo que se le parezca en este país, el contrapunto que oponer a la derecha, auguro que tras las próximas elecciones vamos a tener gobiernos de la derecha durante muchos años.

No obstante, reconozco que hay que ser osado para ofrecerse como alternativa a la derecha. Creo que ello es enormemente complicado se mire por donde se mire, sea desde las posiciones socialdemócratas clásicas, o incluso desde más allá. Hace más de dos décadas que el capitalismo, con sus ventajas e inconvenientes, básicamente, con su enorme inercia productiva y con las tremendas desigualdades que conlleva, se ha universalizado y no tiene disyuntiva. En este contexto, izquierda y derecha son conceptos que se han desdibujado porque ya no representan a dos estructuras socioeconómicas confrontadas. En el viejo orden económico previo a la caída del muro de Berlín, la confrontación se planteaba entre quienes eran partidarios del orden socioeconómico establecido y quienes pretendían sustituirlo por otro que se ajustase mejor a sus intereses. Ahora de lo que se trata no es de sustituir un sistema por otro, sino de conquistar la preeminencia en el único existente. Así pues el argumentario de las fuerzas políticas abandona la divergencia y tiende a la confluencia. En consecuencia, desaparecidas las diferencias sustantivas, se crea un caldo de cultivo proclive a la demagogia, puesto que no queda otra cosa que enfatizar los matices diferenciales. En el nuevo orden ya no hay clases sociales, sino la minoría gobernante (la casta, le llaman los nuevos políticos) que se confronta con una supuesta mayoría aspirante (la gente, le denominan ellos), que no es tal. No lo es porque lo que representa esa hipotética mayoría es una constelación de intereses y facciones, que alimenta un fraccionamiento y una desintegración crecientes del cuerpo electoral, especialmente del segmento que vota las opciones de izquierda, lo que dificulta notablemente sus opciones de acceder al gobierno, y obstaculiza de soslayo la propia gobernabilidad del país.

En este río revuelto aparecen circunstanciales pescadores, como el último de los actores del reparto, Albert Rivera, al que oímos decir que el suyo es un partido de centro, laico y progresista. Y, como muestra de su centrismo y su equidistancia, señala que se alía con las izquierdas en algunas Comunidades y con las derechas en otras. Le falta añadir que con las primeras lo hace cuando no tiene otro remedio (Andalucía) porque cuando puede elegir (cuando da de sí la suma de sus votos, como en Madrid o Murcia), siempre lo hace con las derechas, que para eso nació: para contrapesar a Podemos y para ocupar el territorio que pierde el PP por su desgaste. Así que por más que afile el lápiz de la demagogia, Albert no puede ocultar que su partido está en la órbita de familia política liberal, que ha sido la máxima defensora de las políticas neoliberales promocionadas por las derechas europeas, que controlan las mayores instituciones, incluidos el Consejo Europeo, la Comisión Europea y el Eurogrupo, que ya sabemos como se las gastan.

Así que, desde mi ignorancia, como dije hace meses, tengo claro lo que voy hacer el día 26 de junio: ir a votar. Pese a todo lo dicho, no me voy a quedar en casa. Espero que mis conciudadanos, especialmente los críticos, que suelen apoyar alternativas de progreso, reflexionen y piensen sobre las consecuencias de su voto. En unas elecciones siempre nos jugamos el futuro, pero en este caso creo que lo hacemos especialmente. Se pueden imaginar escenarios diversos para los próximos años, pero cualquiera de ellos debe pasar por conformar una alternativa que erradique de los poderes públicos a los responsables de la corrupción, del 'austericidio' y del latrocinio que hemos sufrido los últimos años, que ni merecemos ni podemos consentir. La gente del país queremos disfrutar de una vida mejor, más justa y más equitativa, y debemos pelear por asegurarnos ese futuro razonable.

viernes, 22 de abril de 2016

Mi casa.

Otras veces he dicho que Carles Geli aseguró en cierta ocasión que “la única patria de Juan Marsé es la infancia”. Efectivamente, el propio autor, en una entrevista en la que presentaba una de sus novelas, Caligrafía de los sueños, reconocía que probablemente era la más autobiográfica, lo que equivale a aceptar implícitamente que las demás, de alguna manera, también lo son. Yo no escribo novelas, aunque concuerdo plenamente con Marsé y con Geli. Casi no me reconozco en otra patria distinta de mi infancia. Un territorio que preservo con los recuerdos, que a veces son vagos y desvaídos, y otras aparecen nítidos y precisos.

Así, con sorprendente claridad, conservo en mi retina la fisonomía de la casa de mis padres en el pueblo. Hace casi treinta años que la pisé por última vez, puesto que entonces fue derruida por completo y reedificada, y sin embargo soy capaz de evocar cada uno de sus rincones. A esa vivienda, situada en el número catorce de la calle Valencia, se accedía por una puerta de dos hojas, que no solía abrirse completamente, salvo en las noches bochornosas del verano. Lo habitual era utilizar para el paso una portezuela menor, dividida en dos mitades, inscrita en una de las hojas. Entonces, casi todas las puertas eran así. Seguramente por su funcionalidad dado que podía cerrarse con pestillo la parte inferior y dejarse entreabierta la superior. De ese modo se evitaba que entrasen o saliesen los niños y los animales domésticos, a la vez que se permitía a cualquier persona interesada en acceder o preguntar que pudiera asomarse al interior de la vivienda a través de la media hoja superior, que solía permanecer entreabierta durante todo el día, con la llave puesta en el cerrojo.

La portezuela que menciono daba acceso a una especie de zaguán amplio, que hacía las veces de tal y de comedor. El suelo, como el de toda la casa, era de yeso. Mi madre lo regaba y barría diariamente con pericia y esmero. Antes de barrer lo humedecía ligeramente haciendo salpicar aleatoriamente el agua que preparaba en cualquier barreño. Una vez limpio lo regaba sistemáticamente, como si estuviese dibujando un mosaico geométrico. Trazaba a pulso unas cenefas magníficas que perfilaba con el agua que caía de los utensilios que tenía para ese menester, que eran generalmente un porrón con el pitorro desportillado o un bote de hojalata con un agujero en el fondo. Eran auténticas grecas, dignas de figurar en un muestrario de tapicería, que a mi me gustaba emular de vez en cuando.

La cocina de mi casa
Entrando a la derecha estaba la habitación de mis padres, con una enorme cama de matrimonio que perteneció a mis abuelos y que ellos utilizaron mientras vivieron en el pueblo. Completaba el mobiliario un armario ropero en el que se guardaban las escasas ropas que teníamos, que incluían las mortajas de mis progenitores que no eran sino los respectivos trajes con los que se casaron, abiertos por detrás y preparados para facilitar las maniobras pertinentes llegado el caso. No olvidaré el momento en que mi madre me mostró esos atavíos y los correspondientes zapatos, indicándome su ubicación y funcionalidad, por si pasaba lo que nadie queríamos. Un comodín, con su espejo, un lavabo y dos pequeños silloncitos tapizados completaban el ajuar de la habitación, muy amplia y bien ventilada por dos ventanas desiguales que daban a las calles que delimitaban la casa.

En el mismo zaguán, a la izquierda había una pequeña habitación, franqueada por una vetusta puerta de cuarterones irregulares, que ajustaba a su marco tan deficientemente como la de la pieza anterior. Tenía una ventana que daba a la calle principal y estaba amueblada con una cama de cuerpo y medio -en la que dormíamos juntos mi hermana y yo mientras fuimos niños- , un baúl y la máquina de coser. A continuación, más hacia el interior, la entrada se ensanchaba para conformar una habitación abierta, una especie de rincón amplio, que incluía una chimenea enmarcada por dos alacenas que guardaban la mejor loza y la escasa cristalería de la casa, amén de otros pequeños utensilios y la documentación que debía preservarse. En esa zona estaba la mesa donde comíamos habitualmente, cubierta por un hule protector y situada bajo una lámpara que alumbraba con un foco central y tres apliques, todos de color verde. Alrededor de la chimenea  disponíamos nuestras pequeñas sillas en las noches de invierno. La familia al completo hacíamos la sobremesa sentados frente al fuego. Allí nos contábamos las anécdotas del día y mis padres nos “tomaban” las lecciones que nos habían encomendado en la escuela. Aquel fogón tenía el tiro defectuoso y cuando soplaba el viento hacía mucho humo. Era desagradable permanecer junto a él porque los ojos se tornaban llorosos y menudeaban las toses y las carrasperas, pero no quedaba otra alternativa puesto que era el único recurso para calentarnos.

En la pared enfrentada a la puerta principal se abría un estrecho vano, que cerraba una alargada puerta de dos hojas, también de madera, que ajustaba mal, como todas. Bajando un pequeño escalón, se accedía a la cocina, por denominar así a una especie de terraza o ‘deslunado’ que se había cerrado con un tabique, en el que se abría una ventana acristalada por encima de una gran pila, hecha con una amalgama de cemento y pequeños cantos rodados en la que mi madre lavaba la ropa y nos lavaba a nosotros cuando correspondía, puesto que en aquella casa no había ducha ni nada que se le pareciese. Junto a ella, otra pila semiesférica y más pequeña, hecha del mismo material, se utilizaba para fregar los platos. Aquella reducida habitación multiusos, que apenas alcanzaba los ocho o diez metros cuadrados, incluía un poyo en el que descansaron sucesivamente fogones de brasas, hornillos de petróleo y hasta una cocina de gas butano con los que mi madre preparaba excelentes comidas porque era una buena cocinera. En la pared contigua, una pequeña puerta daba acceso a la despensa, un espacio realzado, angosto, oscuro y fresco donde se guardaban provisiones como el aceite, las legumbres o las jarras con las frituras de la matanza, así como el pan y otros condimentos y utensilios. Frente a la despensa, a la derecha, por un pequeño pasillo de apenas dos metros de longitud y cincuenta centímetros de anchura, se accedía a un exiguo cobertizo, individualizado, en el que estaba el único retrete que había en la casa.

Desde el zaguán, justo a la izquierda de la puerta de la cocina y salvando dos pequeños escalones, un pequeño dintel apoyado en el muro abría paso a un estrecho pasillo que conducía a lo que llamábamos la “otra casa”. Este era un espacio diáfano con entrada franca desde la calle, a través de una puerta de madera tipo almacén. Allí mi padre guardaba el carro y los aperos de labranza, así como los útiles necesarios para trabajar la tierra.

Por uno de sus extremos, mediante una escalera de tierra, empinada y rudimentaria, se descendía al sótano, que estaba ocupado por el corral. También aquella, como muchas de las demás, era una dependencia multiusos. Entrando a la izquierda, una vez franqueada la puerta de acceso, se amontonaban los troncos de leña que alimentaban la chimenea durante el invierno. A continuación, había unos gallineros en los que guardábamos las aves cuando eran pequeñas. Más adelante se llegaba al 'deslunado' que daba acceso al espacio privativo otros animales. A mano izquierda estaba la pocilga, donde se engordaba al cerdo que criábamos cada año. Junto a ella, en una especie de cercado lóbrego, mi madre confinaba a una legión de conejos que criaba exitosa y habitualmente. A la derecha, teníamos una habitación larga y oscura: la ‘garrofera’, en la que mis padres amenazaban con confinarnos cuando nuestras conductas no eran adecuadas. Realmente era el lugar destinado a almacenar las algarrobas desde el momento en que se cosechaban hasta que alcanzaban un precio razonable, que era cuando mi padre decidía insacularlas y venderlas. Junto a ella estaba la cuadra de los animales de labor, que se correspondía con la verticalidad del zaguán de la planta superior. Una pequeña trampilla en el techo permitía comprobar desde arriba si los animales estaban adecuadamente, sin necesidad de bajar a comprobarlo. Gallinas, pavos y alguna perdiz vagaban por todo el corral, picoteando cuanto les echaba mi madre en los comederos o directamente desde la ventana de la cocina. Cuando oscurecía, todos, sin excepción, subían a los palos elevados instalados en algunas de las paredes, que les permitían descansar a salvo de los ataques de roedores y otros depredadores.

La ‘cambra’, o piso superior remataba la casa. Era un lugar que ocupaba una superficie de más de cien metros cuadrados, prácticamente diáfano, aunque escalonado en alturas, como consecuencia de las sucesivas ampliaciones y adecuaciones de la vivienda que mi padre compró a la tía Zapatera en los años cuarenta. Se accedía a ella mediante una estrecha escalera, que arrancaba en un extremo del pequeño pasillo que comunicaba la vivienda con la zona reservada a los aperos. Había que remontar una quincena de escalones, cuya secuencia interrumpían una puerta estridente y un par de rellanos, para llegar arriba. Apenas se alcanzaba el piso superior y, a la derecha, sobre el hueco de la escalera, estaba el salador donde mi madre preparaba los jamones cada año. Salvando un pequeño escalón y avanzando en línea recta nos topábamos con unas jarras, unos sacos de harina, los cedazos y demás utensilios que tenía dispuestos para amasar el pan semanalmente, que llevaba a cocer al horno del tío Rafel.

A la izquierda quedaba una zona diáfana que comunicaba directamente con la calle a través de un pequeño balconcito. Y a su derecha se abría una pequeña ventana, muy rudimentaria, que cerraba mal y que iluminaba una estancia de ocho o diez metros cuadrados, que fue mi habitación los últimos años que viví en aquella casa. Esta planta la remataban dos piezas dispuestas en ambos extremos. El suelo de la  de la izquierda aparecía parcialmente cubierto por una lona, que recogía el agua de las goteras que se filtraban desde el tejado. Probablemente se habilitó esta solución provisionalmente por la flojera de los recursos existentes para repararlas, aunque acabó siendo una chapucilla estructural. La amplia dependencia del lado opuesto, a la que se accedía mediante tres escalones, estaba justamente encima de la pieza que acogía los aperos en la planta inferior. Allí mi padre guardaba la alfalfa seca con la que alimentaba a los caballos y mulos. También era el desván donde se confinaban la mayoría de los cachivaches desechados.

En las casas de los pueblos este lugar, la ‘cambra’, era un espacio casi mítico para los niños. Era el sitio idóneo para idear y materializar nuestras mejores barrabasadas. También allí, entre las mazorcas y los sacos de trigo, año tras año, encontrábamos el día de Reyes lo poco que nos dejaban la noche anterior. En esa estancia ensayé con mi triciclo la mayoría de los ‘temerarios’ recorridos que tracé con él en la calle. Allí me aposté centenares de veces con el tirachinas y abatí decenas de gorriones de los tejados. Allá pasé infinidad de siestas, habiendo huido taimadamente del confinamiento a que me sometía la buena de mi madre, que pretendía obligarme a descansar en la cama que había en la habitación de la planta baja. Allí leí centenares de tebeos, que vendía el tío Sabater en sobres promocionales de cincuenta céntimos. Allí urdí algunos de los pensamientos más inconfesables y allí encontré los mejores escondrijos para mis primeros cigarrillos y vergonzantes secretos. Fue, junto a la cambra de la casa de mi abuela Malena, el ecosistemas más perfecto que pude imaginar. Creo que habité aquella vivienda por espacio de unos diez años y, sin embargo, viva lo que viva, siempre será mi casa.

martes, 19 de abril de 2016

Luis Montes.

Cada vez que me echo a la cara el rostro cetrino de este hombre, su amplia y abombada frente, las pobladas cejas que rematan sus ojos rehundidos, tristes y circundados por las considerables bolsas que acogen el nacimiento de las arrugas que se le escapan por sus rabillos; cada vez que advierto su nariz prominente y rotunda, sus orejas abatidas, como las que encuadran los rostros de la gente que ha vivido mucho, su blanquecina y poblada barba, la arqueada comisura de sus labios dibujando ese rictus que expresa algo inaprensible y triste;  cada vez que observo su cuello espigado surgiendo de una camisa normalmente desabrochada y arropada por una chaqueta fruncida e informal; cada vez que tengo delante una fotografía de esta persona no puedo evitar sobrecogerme, abrumado por el formidable respeto que me infunde la inmensa labor que ha desarrollado. La suya ha sido y es una tarea ardua, callada y eficiente, mal remunerada y, sin embargo, vituperada y perseguida.

Dr. Luis Montes
Luis Montes Mieza es su nombre. Alguien a quien se ha aludido con algunos de los peores sustantivos que pueden encontrarse en el diccionario, como nazi o doctor muerte. Un médico al que se ha responsabilizado de cometer cuatrocientos homicidios por sedaciones ilegales, acusación falsa, de la que fue absuelto por los tribunales. Un hombre que no logra apartar de su rostro la imagen del sufrimiento, el propio y el compartido, como consecuencia de su vivir involuntariamente atormentado por causa de la atroz persecución que ha sufrido por parte de quienes no han cejado de acosarlo, denigrarlo y difamarlo, aunque pese a su empecinamiento no han logrado quebrar su firmeza y sus convicciones.

En las últimas décadas, pocas personas han soportado en este país asedios y represalias que alcancen la brutalidad de los que ha debido aguantar un ciudadano que hoy preside la Asociación Derecho a Morir Dignamente, cuya vida se rige por dos principios irrenunciables que confieren dignidad a las de los demás: vivirla con integridad y perderla razonablemente.

Este país retrógrado, casposo y carca acabó con el mejor de sus proyectos y con la trayectoria del excelente grupo de profesionales que el doctor Montes dirigía en el Hospital Severo Ochoa, de Leganés (Madrid). A todos les aplicaron, sin piedad, procedimientos de represión arbitrarios y furibundos, impropios de un Estado democrático. El integrismo de las autoridades madrileñas destituyó a jefes de servicio, médicos, supervisores, etc. No se detuvieron ante nada: ni frente a los daños personales, ni frente a los quebrantos morales. Destrozaron personas, familias, profesionales, servicios públicos y cuanto fue menester para conseguir sus propósitos.

Tanto en la Comunidad de Madrid, como en el País Valenciano, el búnker del PP ha hecho valer, como acostumbra, su presunta infalibilidad, la convicción de estar en posesión de la verdad absoluta. Una vez más demostraron que el error es un término que no va con ellos, y por eso tampoco está en su diccionario. Y mucho menos contemplan sucumbir a la debilidad de rebajarse a pedir perdón por los perjuicios o el daño que producen sus errores, algo que objetivamente es imposible desde su perspectiva única. En este caso, dañaron a sabiendas, se encarnizaron para lograr sus propósitos y, cuando se les puso en evidencia, ni mostraron arrepentimiento (virtud tan cristiana, por otra parte), ni han pedido perdón y, lo que es peor, a los responsables de tales desatinos no les ha costado nada haberlos llevado a cabo. Al contrario, han obtenido suculentas prebendas por los servicios prestados, colocados en canonjías alejadas de los espacios públicos en los que produjeron los desmanes.

Y es que lo que se jugaban en el envite era muy importante. Por un lado, estaba el negocio, es decir, se privatizaba la sanidad madrileña a manos llenas y había que distraer la atención de la ciudadanía mientras se construían seis hospitales cuya gestión se confiaría a la iniciativa privada. Por otro, se dirimía una cuestión primordial, de fondo: la gestión directa de la propia vida por parte de los ciudadanos. El establishment era plenamente consciente de que lo que el doctor Montes y su equipo estaban haciendo en Leganés era gravísimo: mostraban a la sociedad española que los ciudadanos tenían derecho y podían decidir sobre su propia muerte; la vida dejaba de ser un don recibido, como sostiene la doctrina eclesiástica. Por fin, los ciudadanos alcanzaban el derecho a intentar gestionarla lo mejor posible, en lugar de confiarla a manos de terceros. Lo que el doctor Montes y sus colaboradores proponían era configurar una sociedad “potencialmente suicida”, como él mismo ha dicho. Todos sabemos que una sociedad de esa naturaleza es absolutamente ingobernable porque supone un ejercicio de libertad supremo. A eso la derecha de este país le teme pavorosamente y no está dispuesta a consentirlo. Probablemente, ese fue el mayor delito que cometieron estos profesionales: apuntar a un objetivo inalcanzable que las fuerzas vivas estaban resueltas a impedir a cualquier precio.

Hoy, después de lo que ha pasado, de lo que ha peleado y de lo que ha sufrido el doctor Montes me emociona verlo presidir la Asociación Derecho a Morir Dignamente y reivindicar un marco jurídico, equiparable al que existe en Holanda y otros países, que instaure en el ordenamiento español el derecho de los pacientes a rechazar cualquier tratamiento (el único reconocido actualmente), a planificar las propias voluntades y a la universalización de los cuidados paliativos, así como una ley de muerte a petición o muerte voluntaria, que lo engloba todo.

Mi simpatía por el doctor aumenta todavía más cuando reivindica para todos los ciudadanos que logren morir como lo hacen los médicos. El asegura, sin sonrojarse, que en tanto que médico tiene dos ventajas: maneja las drogas mejor que la mayoría de sus conciudadanos y tiene amigos que también son expertos en ello. Por eso asegura, sin rubor, que probablemente se morirá mejor que los demás y ello le parece tremendamente injusto porque considera que no hay derecho a que alguien se muera mejor que otro por el hecho de ser médico o por tener un cuñado anestesista.

Sé que este es un tema escabroso y polémico que eludimos cuanto podemos pero, por más que escondamos la cabeza debajo del ala, antes o después nos afectará, a nosotros y a todos, también a quienes tenemos cerca y queremos. Por eso admiro lo que representa el doctor Montes y también el trabajo silencioso y duro de los muchos doctores Montes que ayudan a la gente a morir en los hospitales o en sus casas. Se han ganado de sobra un lugar de privilegio, que reivindico, y el reconocimiento de la ciudadanía que debiéramos testimoniarles cuanto antes, sin esperar a que estén muertos.

domingo, 17 de abril de 2016

Una nueva epidemia.

Dicen que la ‘soleá’, el conocido palo del cante jondo, la inventó la cantaora gitana La Andonda, esposa de El Fillo, apodo con que se conoce en los ambientes flamencos a Francisco Ortega Vargas, de Puerto Real, un reconocidísimo cantaor que fue celebre en la Sevilla de mediados del siglo XIX. Pero hoy no quiero referirme ni a este cante ni a la lírica popular andaluza, que también incluye una combinación métrica llamada así, que popularizó entre otros Manuel Machado. Hoy quiero compartir algunas reflexiones sobre una nueva epidemia que, según sostienen estudios internacionales, asola estos días las sociedades occidentales: la soledad.

Hace más de 50 años que se estudia este sentimiento. Actualmente es una especialidad en auge. Los psiquiatras aseguran que la soledad patológica es una experiencia tan dolorosa y aterradora que la gente haría cualquier cosa para evitar algo que es muy difícil de definir y complicadísimo de medir. Sus causas son tanto de índole genética como ambiental y, por otro lado, establecer la diferencia que la separa de la depresión y de otros trastornos parece que tampoco es sencillo. Lo evidente es que la soledad es una percepción subjetiva. No se trata de constatar lo aislada que se encuentra una determinada persona sino como se siente ella, como vive su propio aislamiento. Es el eterno dilema que existe entre lo que uno desearía tener y lo que siente que tiene.

Son varios los trabajos científicos que aseguran que en el mundo occidental una de cada cuatro personas se siente extremada y patológicamente sola. La soledad emerge así como una vieja dolencia renovada que podemos padecer cualquiera, sin distingos de ninguna clase. Puede afectar a los niños, a los jóvenes, a las personas de mediana edad o a los viejos. Nadie escapa de ella por edad, morfología, condición social o posición económica, afectando por igual a ocupados que a desocupados. Por lo que dice la comunidad científica parece que la soledad no tiene sexo, aunque las mujeres la reconocen más fácilmente. También parece que los adolescentes y los ancianos de más de 80 años son quienes más solos se sienten.

Está demostrado que la mayoría de las personas no somos solitarias por naturaleza sino que tenemos cierta inclinación natural a la socialización. Ahora bien, todos nos hemos sentido en alguna ocasión involuntariamente solos, necesitados de entablar relación con los demás. Algo que es normal cuando sucede circunstancialmente. Otra cosa es que ese sentimiento transitorio estimule un retraimiento progresivo, que dificulte cada vez más la interacción con las otras personas. Hasta el punto de que al final acabemos renunciando a esa relación porque tememos más el dolor que produce, la vergüenza, el rechazo o la traición que la propia soledad. Podemos tener familia, amigos, un gran círculo de seguidores en las redes sociales, etc., pero a veces llegamos a un punto en que nos hemos desvinculado de todos. Y ello, cuando desgraciadamente sucede, tiene importantes consecuencias.

Según dicen quienes saben, parece que la soledad eleva los niveles de cortisol (hormona que propicia el estrés), de la misma manera que incrementa las resistencias a la circulación sanguínea y disminuye nuestras capacidades para la inmunidad. De hecho, un reciente estudio ha evidenciado que incrementa las probabilidades de muerte en el mismo porcentaje que lo hace la obesidad, es decir, cuando se está solo patológicamente las posibilidades de encontrar la muerte se incrementan en un 26% con relación a quienes se sienten acompañados. Por otro lado, psicológicamente, las personas solas viven angustiadas y deprimidas, adoptando actitudes hostiles hacia los demás. Es decir, sus relaciones sociales son negativas y ese sentimiento es correspondido reactivamente en más de una ocasión. Pero, aún hay más, la soledad es una enfermedad que no descansa, que no deja dormir y que nos agota. El cerebro de quienes se sienten solos les hace percibir el entorno como algo hostil y, en consecuencia, permanecen constantemente en alerta. Por ello, no consiguen descansar adecuadamente y agotan sus fuerzas, reduciendo drásticamente la autoprotección frente a las infecciones víricas y otras enfermedades crónicas.

Por desgracia la gente que padece la soledad suele hablar poco de ella, y menos compartir sus estados de ánimo. La soledad sigue siendo una condición mal comprendida socialmente que, además, conlleva cierta carga de estigmatización. Sin embargo, debería estar reconocida como un problema de salud pública y recibir más atención por parte de los sistemas de salud y por las estructuras asistenciales (centros médicos, residencia de ancianos, servicios sociales, etc.).

Parece que la ciudad sin límites de Internet no es tampoco la solución, aunque es innegable que algunas personas solas se empecinan en prestarle más atención que a cualquier otra cosa real de su propia vida. Muchos quieren mirar y ser vistos a través de la pantalla que les garantiza la conexión con los otros desde el presunto anonimato y el control de la situación. Se busca compañía sin correr el riesgo de ser descubierto o exponerse, sin que te pillen deseando algo o te vean en un penoso estado de necesidad o carencia. En Internet puedes contactar o esconderte, ocultarte o mostrar a tu antojo la versión más refinada de ti mismo. Por ello, a muchos Internet les hace sentirse seguros. Les gusta el contacto que ofrece, la pequeña emulación de miradas positivas, los “me gusta” de Facebook, o los “favoritos” de Twitter, las pequeñas herramientas diseñadas para atraer la atención y alimentar el ego de los usuarios. Ciertamente, la disposición de quienes están solos para ser bobos es tremenda, tanto que divulgan en la red sin recato alguno información privativa, que deja rastro de sus intereses y opiniones, que empresas lucrativas convertirán en lechos de negocio para sus propios intereses en un futuro inmediato.

Así pues, contrariamente a lo que pudiera pensarse, no parece que las redes sociales sean una solución o al menos un pequeño paliativo para la soledad porque, si bien en teoría habilitan nuevas vías para relacionarse con los demás, sin embargo, lo que realmente hacen es propiciar relaciones superficiales que jamás lograrán sustituir a las conexiones reales. Eso sin olvidar que, según dicen, la soledad desencadenada por la exclusión virtual es tan dolorosa como la que surge de los encuentros en la vida real.

Así pues, el corolario parece sencillo: no podemos resignarnos a que haya tantas ausencias porque, al final, todos acabaremos siendo víctimas de ellas.

sábado, 9 de abril de 2016

Tiempo de miedos y secretos.

La semana pasada fue mi santo. No es que en mi casa tengamos especial afición a celebraciones en las que no creemos, pero como la onomástica coincide con la fecha variable del calendario en que todo el mundo la celebra por estas tierras, además de con las fiestas mayores del vecino municipio de S. Vicente del Raspeig y con la inmediata romería de la Santa Faz, tenemos difícil eludir el festejo de la efemérides. Con esa excusa, mi mujer, una de las personas que mejor me conoce, sabedora de que últimamente leo poco, me obsequió con la última novela de Martí Domínguez, titulada La sega. Un relato en valencià en el que la mirada de un niño, Goriet, guía al lector a lo largo de una historia estremecedora, recreada magistralmente en una masía de las tierras interiores de Castellón durante los años 40 y 50 del pasado siglo. Aunque todavía no la he terminado leer, coincido con su autor en que es un relato de miedos y de secretos que, paradójicamente, ayuda recuperar la memoria; no sólo la memoria personal, sino también la memoria histórica de los años más oscuros del franquismo.

Mi mujer acertó plenamente con su regalo. La lectura me está produciendo un fuerte impacto y un sabor agridulce que combina el agrado por rememorar y compartir innumerables escenas y detalles en los que me reconozco, con acontecimientos luctuosos que se mezclan con los anteriores, despertándome vivencias y sentimientos encontrados. Algunos de ellos me enervan y me hacen rebelarme en un flashback imposible contra la enorme injusticia y la barbarie que se narran que, aunque son figuraciones, no me parecen nada ajenas a lo que realmente sucedió.

La sega, de Martí Domínguez
Pese a todo, creo que la novela me está reportando múltiples beneficios. Entre otros, el volver a reconocerme en un territorio y en un paisaje que remedan perfectamente aquellos en los que transcurrió mi infancia en los años 50. Un tiempo afortunadamente distante de la represión rabiosa de la década anterior, aunque fueron años en los que todavía persistía. Entonces, la gente de mi generación todavía fuimos testigos ciegos, sordos y mudos de canalladas que aterraban a los ciudadanos en los pueblos y en las ciudades.

Pero no sólo me reconozco en una realidad sociopolítica cuyas características recuerdo con la vaguedad y la contradictoria precisión que produce la lupa microscópica y desenfocada de la ingenuidad infantil. También me identifico en el territorio que se describe en la novela, en sus paisajes y costumbres que son muy cercanos a los míos (hasta geográficamente considerados), en los útiles domésticos y en los aperos que me resultan tan familiares; y hasta en los personajes, que comparten las virtudes y los defectos, las miserias y los gozos, las simplezas y las extravagancias que conocí. Me reconozco en un universo que me es intrínsecamente familiar y que inmortaliza la infancia feliz que, pese a todo, viví en el pueblo, paradójicamente envuelta en dramas y calamidades, en grave precariedad y en un silencio atronador que entonces vivíamos y juzgábamos con varas de medir que hoy son inéditas y casi inconcebibles.

Tanto me reconozco entre los personajes que hasta llego a identificarme con Goriet, el niño protagonista. Pese a su corta edad, es un chiquillo avispado, curioso, sensible, perspicaz, atento a lo que a lo que sucede su alrededor y receptivo a los sentimientos y pensamientos de sus congéneres. Esta paradigmática criatura desgrana en sus diálogos intranarrativos un cúmulo de inquietudes, preocupaciones, sentimientos, afectos y vicisitudes que exterioriza a través de su relato, que en el fondo no hace sino concretar su percepción de un tiempo y de un país que no entiende y que anhela que sea otra cosa, como lo ansían sus mayores.

Me identifico tanto con el protagonista que hasta comparto con él una historia paralela, igualmente extraordinaria. Su madre y su hermana escondieron mes y medio en el palomar de su casa a Francesc Guàrdia, alias El Matemàtic, un guerrillero herido por la Guardia Civil en una escaramuza. Mi propio padre, un personaje sin ribetes novelescos pero que vivió una vida que da para escribir más de un relato, también encubrió y alimentó durante muchos meses a un fugitivo político que anduvo escondido en los años posteriores al fin de la Guerra Civil.

Desconozco exactamente la historia de aquel hombre, también conocido en el pueblo con un sobrenombre, Biberón, al que mi padre ayudó mientras permanecía oculto en un barranco próximo a las tierras que él cultivaba diariamente, situadas a cuatro kilómetros del pueblo. Como entonces la Guardia Civil menudeaba sus pesquisas por caminos y sendas, mi padre almorzaba copiosamente en casa, de madrugada, y reservaba la comida que llevaba para pasar el día para que se alimentase el emboscado. Me contó en una ocasión que cada día la dejaba en un sitio diferente, que habían convenido previamente, para no despertar sospechas ni entre los guardias civiles ni entre otros posibles delatores. Así permanecieron ambos largos meses, uno fugitivo y aterrorizado; el otro trabajando día tras día, de sol a sol, arriesgando su integridad y la de su familia para ayudar, como lo hizo la familia de Goriet, a una persona que no había cometido otro delito que tener convicciones y sentimientos diferentes a los de los vencedores de la Guerra. Bastantes años después, cuando me casé, ese hombre, el tío Biberón, me ofreció la mejor suite del Hotel Ritz de Barcelona, en donde era maître, para que me alojase cuántos días quisiese. Obviamente jamás visité el establecimiento, pero se lo agradecí como si lo hubiese hecho.

Acabaré la novela en pocos días, y la releeré. Merece la pena hacerlo.

sábado, 2 de abril de 2016

Suicidas.

Sabemos que las estadísticas son muy sufridas. Un ejemplo paradigmático que lo demuestra son las noches electorales. En ellas, cuando concluye el escrutinio de los votos, con independencia de la tipología o el alcance del proceso electoral, todos los candidatos declaran recurrente y solemnemente que han obtenido excelentes resultados, si es que no aseguran directamente, sin cortarse un pelo, que son los ganadores de las elecciones, cosa obviamente imposible.
Además de estas falacias, existen los denominados “espejismos estadísticos" que son cálculos obtenidos correctamente, sin errores metodológicos, elaborados siguiendo protocolos intachables y que, sin embargo, producen impresiones erróneas. Es lo que sucede, por ejemplo, con la movilidad de la Semana Santa, que unos años cae en marzo y otros en abril, afectando y alterando las comparaciones interanuales en temas económicos, de consumo, laborales, etc. En la mayoría de las estadísticas, el mes en el que cae la Semana Santa es peor que el mes similar sin ella, porque al haber menos días laborables se produce y se vende menos. Pero en algunas actividades económicas, como el ocio y el turismo, el mes con Semana Santa es mejor que el mes equivalente sin ella. De modo que cuando al enjuiciar los datos macroeconómicos se dice, por ejemplo, que el primer trimestre de este año ha sido mejor que el del anterior se obvia a menudo que en aquél la Semana en cuestión cayó en marzo, mientras que en el año actual se celebra en abril.
Viene esta introducción a cuento de un reciente informe publicado por el Instituto Nacional de Estadística (INE) en el que se constata, en este caso sin falacias ni tapujos, el dato sorprendente –al menos para mí– de que el suicidio es la primera causa de muerte externa en España. Está elaborado con datos del año 2014 –ya se sabe que las estadísticas suelen estar desfasadas, aún en la era de la cibernética– que indican que se produjeron 395.830 defunciones, 5.411 más que el año anterior. La mayoría de ellas (el 96,2 %) fueron por causas naturales (fundamentalmente enfermedades, sobre todo cardiovasculares, tumorales y  respiratorias). Las causas externas de mortalidad, que incluyen las caídas accidentales, ahogamientos, golpes de calor, accidentes de tráfico y suicidios representaron el 3,8 % de los fallecimientos en ese año, siendo, curiosamente, el suicidio la causa más relevante con 3.910 decesos, casi 11 al día, una cifra que casi duplica a los muertos por accidente de tráfico, ya de por sí un auténtico disparate, como lo demuestra el hecho de que entre 2005 y 2014 el número de víctimas mortales haya disminuido un 65%.  Es inevitable preguntarse, ¿hasta dónde se puede y se debe reducir esta siniestralidad? 
Poco o nada tiene que ver la mortandad producida por el tráfico con la generada por los suicidios. Mientras la primera la ocasionan causas aleatorias y carentes de intencionalidad, con frecuencia las personas que se suicidan tratan de alejarse o eludir una situación de vida que les parece imposible de manejar. El suicidio es el alivio que buscan a sus sentimientos de vergüenza, culpabilidad, pérdida, soledad, rechazo, etc. Los comportamientos suicidas son propios de personas en las que concurren uno o más factores como el trastorno bipolar, la depresión, el consumo de alcohol o drogas, el trastorno de estrés postraumático, la esquizofrenia, el trastorno límite de la personalidad y cuestiones de vida estresantes, como problemas graves de carácter financiero o en las relaciones interpersonales.
En 2014, España invertía en salud mental el 5 % del total del gasto sanitario, lejos del 10% que dedicaban de media el resto de países de la Unión Europea. Se estima que, en Europa, cuatro de cada diez personas padecerá una enfermedad mental a lo largo de su vida. Por ello los expertos advierten de que la carga social de patologías como la esquizofrenia, el trastorno bipolar y el autismo produce más discapacidad y más años de vida perdidos por enfermedad que todas las oncológicas, cardiovasculares y diabetes juntas.
Cuestiones de impacto económico al margen, a juicio de quienes saben de este asunto parece que queda un largo camino por andar hasta que podamos decir que los recursos de la Red de Salud Mental consiguen razonablemente la recuperación de las personas diagnosticadas con enfermedad mental grave y persistente en términos de calidad de vida, proyecto vital, red social e inclusión, recortando radicalmente esa sangría diaria de suicidas que nos afrenta, como lo hacen otras realidades sociales.
A mí, particularmente, me duele en el alma ver, como lo hago a menudo, personas con comportamientos zombis siguiendo mecánicamente los pasos de los familiares que las atienden. Me duele ver el deambular sin rumbo de sus deformados cuerpos y semblantes, voluminosos, inexpresivos y ausentes. Me duele ver envejecer a parientes que  soportan cargas familiares que los sobrepasan. Me duele y me exaspera ser testigo del riesgo en que viven muchos de ellos, condenados a convivir bajo el mismo techo con familiares que pueden acabar con sus vidas, aunque no sepan que lo están haciendo, que no les permiten ni dormir tranquilamente en sus casas. 

Me duele el desamparo de quienes han perdido su propio amparo, y hasta su egoísmo y su instinto de supervivencia Y me parece que no podemos permanecer impasibles ante semejantes sufrimientos y menos llegar a ser casi cómplices tácitos de tan irrevocables silencios.