lunes, 22 de agosto de 2016

Mis viejos maestros.

En centenares de ocasiones me he acordado de mis viejos maestros, los venerables profesores que a comienzos de la década de los 70 me enseñaron no sé si pretendiéndolo muchas de las cosas que he conseguido asimilar bastantes años después. Entonces, aquellos maestros, que además eran colegas y que habían sido profesores y guías de centenares de aprendices de maestro, asistían estupefactos a la eclosión de una reforma educativa que no entendían y a unas demandas sociales que colisionaban frontalmente con su habitual práctica profesional.

He recordado decenas de veces a aquellas distinguidas personas: Gonzalo, Nicolás, Félix, Antonio…, gentes doctas en su tiempo, dominadoras de los entresijos de la docencia y de los secretos del magisterio. Se advertirá que no menciono a ninguna mujer y ello tiene su explicación. Era todavía el tiempo del nacional catolicismo. La ley de Educación Primaria, de 17 de julio de 1945, decía literalmente, en su artículo 20, “Para los alumnos de seis y más años, las escuelas serán de niños o de niñas, instaladas en locales distintos y a cargo de maestros y maestras, respectivamente”. Y apostillaba, “Cuando no sea posible designar maestros, podrán ser regentadas por maestras, procurando que éstas atiendan los grados de niños de menor edad”. Por tanto, estamos ante una realidad escolar articulada sobre la segregación por sexo, prescripción establecida por el artículo 14 de la mencionada ley, que decretaba que “en la Enseñanza Primaria se observará el régimen de separación de sexos”. Así pues, no cabían otras referencias profesionales que las que correspondía, aunque fuésemos miembros de la misma institución, compartiésemos las dependencias o conviviésemos diariamente en la más absoluta normalidad.

He rememorado cómo en el ocaso de su vida profesional aquellos maestros veteranos,  carentes de los recursos necesarios (¡qué lamentable atavismo en la educación!), se enfrentaban a una situación novedosa que los desbordaba, los sorprendía y los agobiaba. En los últimos años, he reconstruido la inusitada estupefacción que les embargaba al constatar su incapacidad para dar respuesta a los retos que tenían ante sí.

He evocado muy particularmente la sinceridad y la enorme humildad con que aquellas honradas gentes nos pedían a los más jóvenes que compartiésemos con ellos la pócima, que supuestamente nosotros teníamos, con la intención de  desvanecer el hechizo en que habían sucumbido. Aquellos intensos diálogos que, invariablemente, iniciaban con complejas interrogaciones: “Muchachos, por favor, explicadnos qué debemos hacer porque no entendemos lo que se nos pide. ¿Cómo debemos plantear a los niños el trabajo con las fichas?, ¿cómo se armoniza esto con las rutinas imprescindibles del dictado, el cálculo mental, el diálogo socrático…?, ¿cómo se puede fragmentar el conocimiento en seis u ocho disciplinas y otros tantos libros, si los niños están acostumbrados a obtenerlo en una enciclopedia que lo resume todo, y sencillamente?, ¿cómo afrontar lo que ahora se denominan ‘aspectos educativos’, que parecen el meollo de las preocupaciones docentes y que inexplicablemente se anteponen al genuino trabajo de los maestros, que no es otro que enseñar?, ¿por qué debe sustituir la evaluación continua al cuaderno rotación, una obra colaborativa magnífica en la que todos y cada uno de los niños, día tras día, plasma lo mejor del grupo clase, de su esfuerzo y su trabajo cotidiano?... Y así, hasta la infinitud de las preguntas, de los interminables diálogos, de las imposibles respuestas.

Recordé decenas de veces a aquellas personas y sus preocupaciones, sin entenderlas. Empecé a comprender sus dilemas cuando sobrepasé el ecuador de la vida profesional. Fue más o menos entonces cuando percibí que se desdibujaban las coordenadas que habían estructurado mi quehacer docente. Un recorrido con el que estaba globalmente satisfecho, aunque debo puntualizar que jamás lo sometí a una evaluación rigurosa. Por tanto, mi particular juicio valorativo era más el resultado de la apreciación superficial, del atrevimiento, o incluso de la soberbia juvenil, que de la reflexión sosegada o el juicio ponderado.

Afortunadamente, en casi todas las trayectorias profesionales y vitales se llega a uno o varios puntos en los que se toma conciencia de que algo no cuadra. Así me sucedió también a mi. Esas constataciones desatan procesos reflexivos que ponen de manifiesto acontecimientos, conductas, acciones y sentimientos positivos, pero también alumbran ingravideces y desequilibrios, hacen inverosímiles algunas de las certezas previas y muestran a las claras la imposible cuadratura del círculo. Cuando se transitan esas coyunturas se percibe de otro modo el devenir del tiempo, que parece que está fuera de control por momentos. Se diluyen muchas certezas y convicciones, renace una nueva estación de las preguntas porque se toma conciencia de las ignorancias. Se siente una especie de pálpito que anuncia que se aproximan algunas impotencias irremediables.

Ese tiempo es la antesala de otro posterior en el que percibimos con nitidez que la realidad nos sobrepasa y nos desborda en muchos aspectos. Cada vez entendemos menos los acontecimientos. Cuando llega este periodo, lo que se impone no son las actitudes reactivas sino el esfuerzo por intentar asimilar el sentido global de lo que sucede y minimizar sus consecuencias. Porque lo que ahora interesa, por encima de consideraciones más banales, es seguir navegando el derrotero del tiempo, con nuestras cosas y nuestras gentes, y de la manera más sosegada posible. Aunque debamos acudir al socorrido recurso de dejarnos llevar, siquiera  mínimamente, por las exigencias de las “nuevas” olas.  Si lo logramos, alcanzaremos a disfrutar de las párvulas ilusiones que nos incentivan y tendrán sentido los retos que nos propongamos, por ínfimos que sean. Llegó el tiempo en que se percibe la finitud de lo infinito porque en cada recodo, en los miles de vericuetos y pequeños rincones de la existencia, se encuentran motivos para seguir disfrutando de otro modo, para seguir indagando, urdiendo, aprendiendo, en definitiva, viviendo.

Cuando uno es consciente de que debe abandonar la que durante tantos años fue su profesión es como si viviese una especie de vigilia. Quién se ha esforzado largos años en tratar de involucrar a otras personas en la aventura de reinventarse sus propias vidas, quién ha experimentado la emoción de embarcar a otros en proyectos que han contribuido a moldearlos significativamente, quien ha tenido oportunidad de contrastar los logros personales y profesionales alcanzados por terceros, quién tiene conciencia de que, de alguna manera, ha sido oficiante destacado de tales prodigios, muere un poco al desertar de la profesión, al abandonar las herramientas y el ánimo con los que construyó esa magia. Pero, a poco que acompañe la fortuna, contrasta que hay otras vidas por vivir, que también gratifican. Y estoy seguro, viejos maestros, que vosotros las descubristeis antes que yo. Muchas gracias y un fuerte abrazo.

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