jueves, 1 de septiembre de 2016

La “paraeta”.

¿A qué niño no le encanta comer golosinas o chuches, como les llaman ahora? Actualmente su consumo es descomunal, revirtiendo en importantes problemas para la salud infantil. Los padres saben, o deben saber, que no conviene que los niños tomen demasiadas golosinas. Lo aconsejable es retrasar su consumo cuanto sea posible. Paradójicamente, muchas veces son ellos quienes lo incitan, bien porque inicialmente les hace gracia, o bien porque después son incapaces de decirles que no.

Los especialistas insisten en que no deben ofrecerse chucherías a los niños menores de tres años. Caramelos, chicles, gominolas o productos similares hacen que, entre otros perjuicios, puedan atragantarse. Posteriormente, también conviene actuar con prudencia. Aseguran que lo adecuado es dosificar mucho la compra o la provisión de esos elementos de distracción, limitando su consumo a las servidumbres que impone la socialización, que ahora se materializa a través de las actividades lúdicas durante los periodos vacacionales o mediante la celebración de los cumpleaños o las fiestas con amigos y familia.

Actualmente, las chucherías incluyen una amplísima gama de productos, dulces y salados, que va desde los caramelos y gominolas hasta los gusanitos, patatas fritas, regaliz, frutos secos, snacks, geles o chocolatinas. Todos ellos son auténticas ‘bombas’ de calorías, nada saludables, que 'ayudan' a crecer a los niños de manera desequilibrada e insana. Es más, muchas de las sustancias que se utilizan para su fabricación contienen ácidos grasos, que son perjudiciales para la salud.

En la sociedad opulenta han proliferado las tiendas y las maneras de abastecerse de golosinas. Un simple ejemplo ofrece la perspectiva del alcance del negocio. Solamente una de las grandes empresas del país emplea actualmente a más de 400 trabajadores, tiene 21 delegaciones y abastece a 30.000 puntos de venta. Y como esta hay otras muchas, nacionales y foráneas. Y no solo eso, además, las chuches se pueden adquirir online. A través de internet se compran tartas, caramelos, chocolates, chicles y cuantas fruslerías se desee. Por otro lado, en cualquier ciudad o pueblo encontramos tiendas especializadas en la venta de golosinas, que se pueden conseguir al por menor y a granel, en estuches, con accesorios específicos, en mallas, etc. etc. Los establecimientos brindan múltiples formatos: las hay para niños y para mayores, para hombres y para mujeres, en definitiva, responden a cualquier gusto. No solo se ofrecen chuches sino también ideas para regalar o para regalarnos, con calidad y cuidado esmerados, con apariencia exquisita y a precios competitivos. ¡Vamos!, auténticas provocaciones que vencen cualquier propósito de contención, espontáneo o deliberado.

Pero no siempre se ha satisfecho tan pródigamente nuestra presunta, insaciable y trivial glotonería. En mi pueblo, en los años cincuenta y primeros sesenta, el patrimonio de la distribución de lo que pudiera considerarse el protogermen del actual mercado de las chucherías lo tenían dos personas. Una era el tío Sabater, que regentaba una pequeña tienda de ultramarinos, una de cuyas minúsculas secciones aprovisionaba a los niños de golosinas, básicamente: caramelos Pictolín, pipas y ‘torraos’, chicles Bazoka, regaliz y alguna otra circunstancial fruslería. Ese mínimo catálogo se completaba con tebeos, recortables, globos hinchables de colores y otras excepcionalidades que satisfacían de sobra nuestras exigencias, porque sus precios estaban muy ajustados a los dineros que nos proporcionaba la familia los domingos, que oscilaban entre los veinticinco céntimos y la peseta, dependiendo de según qué circunstancias atravesaba (cobro de las cosechas, onomásticas, fiestas mayores, etc.) La otra persona encargada del suministro de chucherías era la tía Liriana, una señora mayor cuya familia regentaba la posada del pueblo. Los domingos por la tarde, en la puerta de su fonda, esta amable mujer montaba una pequeña ‘paraeta’ con una mesa y un mantel, y allí nos vendía sus chucherías, que incluían falsos cigarrillos de ‘picapica’, que fueron la antesala del consumo de tabaco para la mayoría de los niños del pueblo. Aquella señora utilizaba cartuchos de papel de periódico para envolver las chufas y los altramuces. Sin embargo, las pipas y los torraos los cogía y tasaba a puñados en sus capazos y los introducía directamente en los bolsillos de nuestros pantalones, que habitualmente confeccionaban nuestras madres y abuelas. Cuando llegaban las fiestas de San Blas, durante unos cuantos días, a esos dos proveedores habituales se les agregaban otros forasteros, que montaban sus paradas cerca de la plaza. En ellas, más que las golosinas acostumbradas, vendían turrones, caramelos alargados de sabores especiales, frutas confitadas, etc. Estos excepcionales escaparates eran para los niños del pueblo la 'repanocha', el 'despipote', el no va más.

En aquellos tiempos nuestras familias tenían decenas de preocupaciones, que no incluían ni la obesidad ni las caries infantiles. La primera era un problema casi inexistente puesto que el aporte calórico que obtenían nuestros infantiles cuerpos serranos apenas alcanzaba las recomendaciones que hoy prescriben las dietas ideales. Sin embargo, existían, y muy abundantemente, las caries. Estoy seguro que no tenían relación alguna con el consumo de azúcar y sus derivados, que escaseaban. No dispongo de datos, pero es más que probable que fuesen consecuencia de la nula higiene bucodental existente, porque raras eran las casas en que había pasta y cepillo de dientes. Por otro lado, las visitas al dentista se limitaban a solucionar infecciones graves de la dentadura, que generalmente concluían con la extracción de alguna pieza, que muy excepcionalmente se reponía.

Hoy en día, la sociedad de la opulencia ha permeabilizado todos los rincones: también los pequeños pueblos, como el mío. Y, mira por donde, pese al brutal flujo migratorio que ha sufrido en los últimos cincuenta años, es justamente un nieto del tío Sabater quien tiene la exclusiva del suministro de chuches. Evidentemente, la suya es una versión moderna y customizada del negocio de su abuelo, que no desmerece de cualquier kiosko o tienda de chucherías de ciudad o de las que acoge cualquier otra población mayor. Juan Carlos, que así se llama el comerciante, lleva en su ADN los genes del emprendedurismo, de la capacidad para promover una particular tipología de negocio, con vigencia casi secular, que facilita a niños y mayores, a hijos y padres, a lugareños y visitantes, las chuches, los juguetes y las cosas que necesitan, sean las que sean y estén donde estén.

Con una diligencia y eficiencia  asombrosas, Juan Carlos es capaz de poner en el pueblo, al alcance de cualquiera, el artilugio más inverosímil que pueda imaginarse. Tiene en su kiosko Silvia –que es el nombre de su esposa– cuanto imaginarse pueda: las chuches más sofisticadas, los congelados y 'delicatessen' que apetezcan, los vídeos que no se encuentran, el desatascador de tuberías que estás años buscando, las flores para poner en el cementerio que olvidaste traer, unos tomates acabados de recolectar a precio de amigo, el último gel comercializado por Legrain, Revlon o Sanex. Y si no lo tiene, lo busca, lo encuentra y lo pone a tu disposición en veinticuatro horas. Y, por si te aprieta la necesidad, tiene en el frontispicio de su kiosko, que es a la vez su casa, un dispensador de snacks y bebidas frescas durante las ocho o diez horas diarias que permanece cerrado. Además, ofrece servicio de cajero automático, vende loterías, acepta pagos a través de tarjeta de crédito. ¿Se puede pedir más en las puertas de la Serranía y en los tiempos que corren? Sinceramente, creo que no. Es más, no sé si con él acabará la especie. El tiempo, que es casi la única sabiduría que conozco, lo dirá.

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