viernes, 9 de septiembre de 2016

Ubi sunt sapientes?

Hace tiempo que sostengo que vivimos en una sociedad intelectualmente descapitalizada. En mi opinión, los poderes fácticos han logrado más que nunca uno de sus principales objetivos: acallar las voces de los intelectuales, silenciar el discurso de la discrepancia. En parte, por el efecto de sus premeditadas estrategias para amordazar la discordancia molesta; en parte, por el silencio que se autoimponen algunas gentes cómodas y timoratas. Casi siempre, se trata de una secuela que es consecuencia de la penuria de voces cualificadas imperante en una sociedad crecientemente huera, con identidades efímeras, donde nadie se percibe ni se reconoce como intelectual.

De la misma manera que hoy se hacen las revoluciones o se abortan los golpes de estado con el teléfono, y no tomando los “palacios de invierno” o las emisoras de radio y televisión, como se ha hecho tradicionalmente, también los intelectuales han perdido su capacidad de influencia a través de la prensa y de los medios tradicionales en beneficio de politólogos, analistas y tertulianos, que se han adueñado en exclusividad de las cabeceras de los espacios televisivos y de los medios por los que circula la información. Vivimos en una superinflación informativa brutal que propicia que solo incidan en la opinión pública las ideas que repiten machaconamente un puñado de tertulianos, ubicuos y omnipresentes en los medios digitales (prensa, redes sociales, blogs, microvídeos, radios, televisiones…), que ofrecen a los consumidores las ideas que comparten y quieren oír. Esos medios elaboran sus programaciones con la taimada e inconfesa intención de generar espacios de opinión con los que se identifiquen los consumidores para fidelizarlos. Reinventan así la pescadilla que se muerde la cola: yo te ofrezco lo que quieres oír y, justamente por eso, tú acudes a mi para ratificarte en lo que piensas.

Vattimo, con quien estoy esencialmente de acuerdo, argumentó que vivimos tiempos de pensamiento débil –pensiero debole–, una arrolladora corriente que, en mi opinión, no solo impregnó las últimas décadas del siglo pasado sino que las transcendió y sigue campando a sus anchas. Triunfan, espero que efímeramente, las visiones relativistas, fluctuando desde la posmodernidad a la deconstrucción y viceversa, conformando una dramática crisis ideológica que inspira los eclecticismos que se predican y practican en el mundo occidental desde hace varias décadas.

Se ha dicho, y concuerdo en ello, que en las épocas de normalidad democrática las funciones de los intelectuales y los políticos no solo son necesarias, sino complementarias y hasta contrapuestas. Debe reconocerse que el “oficio” de los primeros, especialmente de quienes tienen vocación de llegar al gran público y capacidad para amplificar sus mensajes a través de los medios de comunicación, es de relativa comodidad, aunque también presenta asperezas. Su misión principal es elucubrar sobre los principios y los errores que contribuyen a apartar la actividad sociopolítica del curso deseable, desvelando y denunciando los despropósitos que proponen o comenten quienes gestionan los asuntos públicos. Podría decirse que desempeñan el papel de “pepitos grillos”, sacando a la luz y evidenciando los desvaríos de la política y señalando el camino correcto, es decir, el que conviene al conjunto de la ciudadanía porque sirve al interés general. Los políticos,  acostumbrados a aguantar aluviones de críticas sin inmutarse, suelen tildar esta actitud de ingenua porque, no en vano, saben que para desarrollar su tarea lo recomendable es tener el corazón de piedra y la piel de elefante.

Por ello, habitan una posición diferente y contradictoria, que sintetiza y expresa muy bien la tensión existente entre el discurso que defienden y la acción política posible. Esa incongruencia esencial es lo que hace tan difícil que cumplan con lo prometido y puedan eludir la decepción y el desencanto de sus votantes. El político responsable tiene la obligación de extremar las cautelas para que su acción no cercene la cohesión del conjunto de la sociedad. Tal propensión al equilibrio le obliga a una actuación que debe compatibilizar el cumplimento del programa con el que se presentó a las elecciones con las exigencias y necesidades de los demás grupos políticos y sociales. Una pretensión quimérica que a menudo le lleva a adoptar posiciones contradictorias, como hemos tenido ocasión de comprobar recientemente en la política española.

No es ocioso recordar que la clase política, cuando accede al poder, promete solemnemente gobernar para todos. En cierto modo, ello equivale a enunciar una contradicción en sus propios términos, porque se hacen tantas concesiones en aras a esa hipotética voluntad de servicio público inspirado en el interés general, que se acaban vaciando los programas electorales de ideología y de contenido. Sólo en situaciones muy especiales –en las que se da una amplia hegemonía política y un fuerte consenso respecto a la acción necesaria– la propuesta programática y la acción posterior tienden a coincidir, pero son escenarios excepcionales que menudean en la historia de cualquier país.

Una visión de esta naturaleza podría trasladar la idea de que considero que los políticos son seres obtusos y egoístas. Y no es así, porque mayoritariamente ni son una cosa ni la otra. Lo que sucede es que utilizan una dinámica de trabajo radicalmente distinta a la que practican los intelectuales, que leen, se documentan, piensan, pergeñan ideas, las maduran, las contrastan con otras semejantes y contradictorias, ensayan hipótesis, tratan de verificarlas, etc., etc. Todo ello es un proceso que requiere tiempo y sosiego, algo que es incompatible con las prisas de la sociedad actual, que son igualmente características de la actividad política, en la que todo es perentorio y efímero. Al político le interesa lo que dicen los periódicos esta mañana porque ayer no existe, y mañana ya veremos. Decide continua e improvisadamente sobre asuntos trascendentes que no conoce suficientemente. Y ello, si es mínimamente responsable, le aboca a un permanente estado de inseguridad y desasosiego que es inconcebible e inadmisible para cualquier intelectual, porque niega el auténtico sentido de su trabajo.

Por ello, reivindico enfáticamente la necesidad de rearmar la actividad de los intelectuales y de darle visibilidad. No se trata solamente de reclamar la acción crítica que toda sociedad precisa para embarcarse en un proceso de mejora continua y de progreso, se trata, también, de plantar cara a un discurso político dominante y único, manipulado por intereses egoístas y espurios. Lo que se propone es utilizar los recursos disponibles para confrontar las opciones progresistas con los postulados de quienes representan una fase del capitalismo extremadamente tóxica, que pretende debilitar e incluso anular a los actores sociales, que está socavando la esencia de la democracia y de los derechos humanos.

Me parece urgente construir un nuevo discurso que identifique las nuevas metas y que proponga otras formas para las relaciones sociales y para la vida colectiva.  Y ahí visualizo, justamente, el papel de los intelectuales. Ellos son los que con su autoridad científica y moral deben recordarnos el sentido de las interminables luchas que ha emprendido la humanidad para combatir las iniquidades y conquistar la sociedad democrática. En mi opinión, son elementos decisivos para que la ciudadanía entienda, se convenza y luche por recuperar el sentido ético y solidario de la vida.

Europa y el mundo entero están huérfanos de un liderazgo progresista. La capacidad que tienen los poderes fácticos para manipular la opinión pública parece infinita. Ahora mismo, se ha impuesto el convencimiento de que es imposible hacer nada. Triunfa la idolatría por el club de los mil millonarios que integran Bill Gates o Amancio Ortega, y por las megafortunas efímeras de primera generación vinculadas a los pelotazos tecnológicos. Es más, incluso las facciones más progresistas de los nuevos partidos políticos aspiran a convertir sus organizaciones en formaciones más amables, más femeninas y más descentralizadas. Sinceramente, creo que no es suficiente, debemos aspirar a más. Por ello, concuerdo con quienes rechazan el deterioro y la violencia de una sociedad que se degrada hasta límites intolerables precisamente en el momento histórico en que tenemos los mayores recursos de que hemos dispuesto jamás para acabar con las carencias materiales de los ciudadanos.

No soy un ingenuo y conozco las múltiples contradicciones que afectan también a los intelectuales, a sus intereses particulares y a su dimensión pública. También soy consciente de su natural tendencia a enfrascarse en interminables discusiones y enfrentamientos, a sucumbir a la crítica y hasta a la autocrítica feroz. Pero no están los tiempos para disquisiciones inútiles, ni para egolatrías y vanidades. Los intelectuales son imprescindibles para combatir las actuales crisis y los crecientes abusos de los poderes fácticos, representados por un grupúsculo de personas cada vez más reducido. Son uno de los instrumentos fundamentales para desnudarlos, denunciarlos y construir el argumentario que apoye la recuperación del sentido ético y cívico de la vida colectiva. El cómo desplegar su función en los tiempos que corren es harina de otro costal. Habrá que volver a echar mano de la imaginación y de la utopía para encontrar los medios y las estrategias oportunas, como sucedió en el pasado.

Alguien ha dicho que el único discurso auténtico que de verdad nos queda es la poesía. En cierta medida concuerdo con esa opinión. Tal vez los únicos intelectuales de este tiempo son precisamente los poetas, artífices de un arte difícilmente convertible en un producto de masas porque exige tejer lentamente, con el pensamiento y con el alma; un arte que es, por su propia esencia, incorruptible.

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