domingo, 30 de octubre de 2016

Sin prisa.

Hoy es un día cualquiera en una ciudad cualquiera. Por no restringirlo a su insustancial entidad, podrían reconocérsele los atributos de plomizo y húmedo, hasta el punto de que resulta casi otoñal, aunque se deje sentir plenamente veraniego. Una aparente incongruencia que le hace acreedor a dos inapelables y merecidos calificativos: anodino y desustanciado.

Hace rato que salí de casa para hacer unos recados. Mientras regreso, distraído y ajeno al ajetreo que me rodea –producto del tráfago que a estas horas asedia las calles–, camino distraídamente con la mirada perdida en los caprichosos dibujos del interminable muestrario de baldosas que deslustran las aceras. Una pareja que transita algunos pasos por delante azuza mi atención y me sustrae del ensimismamiento. Alzo la vista y descubro una imagen que aunque habitual no deja de interesarme. Corresponde a una pareja que engrosa el sinnúmero de personas de cierta edad que deambulan por las calles, sin rumbo aparente ni destino conocido. Son centenares, miles, decenas de miles de seres humanos que diariamente caminan, silenciosa y gregariamente por paseos, bulevares y avenidas de pueblos y ciudades. La pareja que tengo ante mi, como tantas otras, ha diversificado sus funciones. Uno empuja el carro que transporta al otro, sin que exista solución de continuidad entre ambos.

Nuestras respectivas posiciones me proporcionan una perspectiva sesgada que solo me permite ver sus dorsos. Repaso el contorno del primero y advierto que corresponde a un hombre de cierta edad y mediana estatura, de complexión normal, caminar parsimonioso y ademanes perezosos. Una gorrilla de visera remata su silueta dándole un toque estrafalario, que contrasta con el porte sosegado y apacible que parece caracterizarle. Delante de él se adivina, interpolado, el contorno de una mujer de aproximadamente la misma edad, que permanece acomodada en una silla de ruedas, sin otros rasgos distintivos destacables. A simple vista, se trata de una pareja de personas mayores que ha decidido salir a pasear en esta mañana de otoño. Intuyo que, desde la posición en que se encuentran, la longitud de la acera debe antojárseles una distancia interminable. Me pregunto, ¿qué harán estas personas por aquí, a estas horas?

Mantengo la distancia y disimuladamente les sigo mientras se desplazan ajenos a mi inquisidora mirada. Lo hacen despacio, más que tranquila, cansinamente. Evidentemente no tienen prisa. Tal vez porque no saben siquiera a dónde van, seguros como están de que nadie les espera al final de su recorrido. Acaso un encuentro fortuito con algún amigo o viejo conocido sea la única improbable sorpresa que les aguarde en esta insulsa mañana, aunque es más verosímil que no encuentren durante su paseo otras miradas que no sean las de personas desconocidas y anónimas, errantes, como ellos.

Proyecto en el horizonte el alcance que presupongo a sus miradas. La de la señora apenas alcanzará los cincuenta metros; la de él no llegará al centenar. Inmediatamente, me pregunto, ¿acaso tiene importancia alguna?, ¿qué interés puede incitar a saber hasta donde se alcanza a ver, si apenas se mira y casi nunca se ve? Porque el paisaje de muchas de estas personas se constriñe a su pensamiento perennemente absorto, enredado en cavilaciones y preocupaciones por las cosas perentorias. Sus ademanes indican a las claras su despreocupación por las inquietudes usuales en el ecosistema en que se desenvuelven. Apenas reviste interés para ellos nada que trascienda las dificultades para atravesar la primera calzada que deben cruzar o el enésimo obstáculo que han de sortear. Probablemente, el suyo es un horizonte imaginario, inconsciente, subliminal, definido por un vocablo que adquiere connotaciones mágicas: esperanza. Un término primordialmente reverdecido en un diccionario ahíto de conceptos vacuos, amenazantes o infortunados.

Casi nueve millones de personas mayores de 65 años envejecen imparablemente el país. Sigue creciendo la población octogenaria. En 2016, según las proyecciones del Instituto Nacional de Estadística (INE), habrá más de dieciséis millones de personas mayores, casi el 40% del total. Las frías estadísticas no solo ofrecen una idea cuantitativa del futuro, también apuntan tácitamente las problemáticas que se avecinan.

Es una evidencia, por ejemplo, que la edad aumenta la posibilidad de vivir en soledad. En los últimos años se ha constatado un incremento importante de los hogares unipersonales en los que residen personas mayores de 65 años. Por otro lado, se sabe que tres de cada cuatro mayores que viven solos son mujeres, y que la forma de convivencia mayoritaria entre los hombres de 65 y más años es la pareja. Las personas que fundamentalmente cuidan de los hombres mayores son sus cónyuges, seguidas de sus hijas. En el caso de las mujeres se invierte el orden, son las hijas las que principalmente se hacen cargo de los cuidados, seguidas de otros familiares y amigos. Unos patrones que responden al modelo clásico de ayuda provista por la familia, la solidaridad funcional por excelencia, que se da entre las diferentes generaciones a través de los vínculos verticales entre hijos y progenitores.

Está claro que el futuro será diferente. De hecho ya lo está siendo. La crisis y sus variopintas consecuencias, los recortes en los derechos, los nuevos patrones de convivencia, la deslocalización del empleo, etc., etc., están prefigurando nuevos escenarios. El papel de la familia respecto al cuidado también se modifica al ritmo que lo hace la longevidad, pues la dependencia avanza en paralelo a la edad. Cuanto más crezca la población de personas mayores dependientes, más lo hará la población de cuidadores. En este sentido, el cuidado habría que concebirlo –y atenderlo– como una respuesta a los cambios demográficos y a los problemas que plantearán en el futuro el gran número de personas mayores que llegarán a edades avanzadas. Porque las personas dependientes severas aumentarán, como lo harán las parejas que no podrán cuidarse mutuamente por sus respectivas limitaciones funcionales. Todo ello incidirá en una mayor demanda de ayuda formal, bien en domicilio o en institución. ¿Hay recursos para ello? ¿Existe voluntad para habilitarlos?

Es más que probable que las personas que divisé esta mañana no tengan ni idea de esta realidad. Pese a ello, si algo parecía no importarles era la prisa. Prisa, ¿para qué?, dirían, si la conociesen, ¿para alcanzar ese todavía más incierto futuro? Quizá por ello caminaban con tanta displicencia, sin ningún apresuramiento, sin pretender llegar a ningún destino. Vagaban al albur, simplemente se dejaban llevar hacia donde el azar les condujese. No les importaba el recorrido, ni el destino. Seguramente hace tiempo que para ellos perdieron importancia las prisas, lo inaplazable. Les llegó el tiempo de la tranquilidad y se impuso la expectativa sobre la certeza. Probablemente no les queda otra actitud que la pasividad activa, el hacer hasta donde alcancen las fuerzas, el dejar correr la vida con la mayor dignidad posible. Pienso que en ello estaban cuando los encontré, disfrutando a su manera de lo único que, pese a todo, realmente les importa: vivir el presente.

sábado, 29 de octubre de 2016

Impresiones apresuradas de un socialdemócrata no militante.

No he oído la radio esta mañana, tampoco he visto la televisión. Prácticamente, mi información se limita a dos pantallazos de Facebook y unos correos electrónicos. Me entero por estas fuentes de que Pedro Sánchez ha renunciado a su acta de diputado para evitar votar la abstención que dará el gobierno a un partido putrefacto. Ya me gustó la noche que le espetó a Rajoy lo de “usted no es una persona decente”. Aquello fue un punto y aparte en el curso de las cosas, fundamentalmente en lo que venía sucediendo al PSOE con relación al PP y con los partidos políticos de la izquierda.

Apresuradamente, sin reflexión alguna, diré que Pedro Sánchez no me acaba de convencer. No vislumbro en él a un líder capaz de conducir la socialdemocracia española hacia un nuevo y solvente proyecto de progreso. No lo veo encabezando una corriente rigurosa de pensamiento ni un gobierno solvente para los próximos años. En mi opinión, después de tanta mediocridad, el país necesita estadistas. Y Pedro Sánchez me parece que no tiene madera para ello. Espero que se alíe con otros que la atesoran en mayor medida, al menos desde mi punto de vista.

Pese a todo, he de reconocerle algunas virtudes. La primera, su conducta de hoy que aúna la renuncia al acta de diputado y su voluntad de volver a empezar, aunque evidentemente no será lo mismo que la primera vez. Quiero pensar que la suya no es una actitud aislada, individualista, sino el primer paso de un proyecto importante, pergeñado a la sombra del impresentable aparato partidista, que pretende ir mucho más de lo que significa la fugaz anécdota del simple golpe de efecto. Tengo esperanza en que esa virtualidad se materialice, en que de verdad se dé un paso adelante que desmarque por muchos años la socialdemocracia de su asimilación a la ignominia, a la indecencia, al latrocinio, a la indignidad y al estado de cosas que caracteriza a los partidos conservadores y a sus opciones ultraliberales, que campan a sus anchas por toda Europa. Esta es una aspiración irrenunciable para millones de españoles de a pie y para decenas de millones de europeos que creemos en la justicia distributiva y en la solidaridad, que aspiramos a vivir en una sociedad inclusiva y sensible con los problemas de los otros, no en una entelequia imposible donde la única norma sea la exclusión radical de la diferencia y el sálvese quien pueda. Por tanto mi reconocimiento a su actitud de hoy, que representa un primer paso imprescindible. ¡Enhorabuena!

Por otro lado, insisto en que quiero creer que su conducta no es un hecho aislado sino que forma parte de una estrategia bien trazada, con pretensión de desgranarse a través de un largo recorrido. En ese camino, sin duda, se van encontrar de frente con las fuerzas del establishment, con el statu quo, con los privilegios y los diezmos logrados tras décadas de navegar  y vivir “en” y “de” las instituciones, “en” y “del” partido, “en” y “de las” estructuras del poder. Sabemos de sobra que muchos de ellos no tienen vida fuera del contexto institucional y partidario. Obviarlo es poner en peligro la nueva aventura que se emprende. Ese estado de cosas debe neutralizarse, para acabar con él. El rumbo del nuevo proyecto no es ajeno al éxito de esta lamentable, desagradable e imprescindible empresa. Los que han iniciado el envite saben perfectamente de lo que hablo.

No me parece que lo que hoy se precisa sea dar un golpe de mano y cambiar ligeramente el rumbo de las cosas, o hacerse con el poder que otros perderán; por otro lado, asuntos todos legítimos y saludables, tal y como están las cosas en el PSOE. Porque no lo olvidemos, los líderes que actualmente tienen a gala serlo en esa organización deben saber que, en la opinión mayoritaria de sus militantes y votantes, ni son líderes, ni son nada. Es más nos avergüenzan escandalosamente a quienes les hemos votado convocatoria tras convocatoria electoral.

Pero no nos confundamos. Pese a todo, pese al pobre y lamentable espectáculo que nos dan cada mañana muchos de los dirigentes del PSOE, el objetivo de la organización no debe ser quítate tú para que me ponga yo. El objetivo debe ser rearmar el partido, discutir una nueva estructura organizativa a la luz de los tiempos que corren, redefinir los objetivos de la socialdemocracia, vertebrar un proyecto a medio y largo alcance que ofrezca soluciones a los problemas actuales, que contribuya a recuperar la esperanza de la sociedad española, a reencontrar el camino de la socialdemocracia en el siglo XXI impulsando y armonizando un gran proyecto europeo, en concordancia y cooperación con el resto de las fuerzas progresistas del continente. Lo que la auténtica socialdemocracia tiene como reto es acabar con la escalada creciente del populismo de derechas y de izquierdas, y con el apabullante predominio de una derecha cada vez más ultraliberal e insoportable, que nos está sumiendo en la mayor crisis económica, política, social e ideológica que hayamos conocido.

Todos estos y muchos más son los desafíos que tiene delante el amigo Pedro y quienes vayan con él. No soy militante del Partido Socialista ni tengo intención de serlo en próximos tiempos, pero soy simpatizante y votante de un partido que hasta hoy representaba la socialdemocracia en el país. Y desde luego estoy dispuesto a arrimar el hombro para materializar un proyecto de la naturaleza que menciono cuando se requiera mi cooperación. Sé que a estas alturas de la vida poco puedo aportar, pero lo que pueda lo pongo a disposición de un proyecto imprescindible para transformar efectiva y sensatamente la realidad en que vivimos.

Gracias, Pedro, por la decencia que resume tu actitud. Espero que tu renuncia signifique el inicio de una gran historia y que logres vivirla en plenitud conjuntamente con los millones de personas que compartimos el argumentario que fundamenta tu decisión de hoy.

sábado, 22 de octubre de 2016

Crónicas de la amistad: Novelda (15)

Aunque no lo supieseis, yo ayer tenía dos citas: la primera con vosotros, la otra me esperaba cuando el día se perdiera en las tinieblas.

Nos despedimos cuando concluía la primera a las puertas del Dalton, un garito con reminiscencias que hace guardia junto al curso del Vinalopó, que hoy nos ofreció las penúltimas copas y que acogió nuestras postreras conversaciones en un adiós deshilvanado, inusualmente encogido por las prisas y las juveniles sorpresas.

Me esperaba en Alicante la otra cita: Luis García Montero y sus amigotes, Sabina, Miguel Ríos, Ángel González, Enrique Morente, Almudena Grandes, Benjamín Prado, Quique González, Ismael Serrano… Aunque tú no lo sepas. La poesía de Luis García Montero, un lujo de documental que han codirigido Charlie Arnaiz (casi de mi familia) y Alberto Ortega sobre el poeta y su obra. Un título que han tomado prestado de uno de sus poemas, que ha sido canción en bocas diferentes (El Canto del Loco, Quique González) y que lo dice casi todo de él y de sus poco recomendables compañías –como podría decirse de nosotros–, en cuya última estrofa se asegura que:

Aunque tú no lo sepas te inventaba conmigo,
hicimos mil proyectos, paseamos
por todas las ciudades que te gustan,
recordamos canciones, elegimos renuncias,
aprendiendo los dos a convivir
entre la realidad y el pensamiento.

Pero no adelantemos acontecimientos. Ayer tocaba Novelda. Eran apenas las once y media y ya nos habíamos constituido en asamblea permanente a las puertas del Panach, el meeting point preferido de nuestro amigo Luis, donde tiene habilitada la particular oficina de gestión o sede social, como se prefiera, de sus asuntos varios: amistosos, políticos, ciudadanos, etc. Un breve refrigerio precedió a un interesante paseo cultural que tuvo dos estaciones. La primera puso ante nuestros ojos la fábrica de la primera mezquita que hubo en Novelda, posteriormente convertida a la “auténtica” fe y explotada como templo y enterramiento cristiano. Carmen Payá nos explicó la evolución histórica del lugar y los detalles de su restauración. Un lujo de acompañamiento y una grata sorpresa encontrar estos céntricos lugares recuperados para los usos ciudadanos. A pocos pasos, la segunda obligada estación era el casino. Un soberbio espacio que recorrimos mientras escuchábamos las pormenorizadas explicaciones de Carmen y Luis, que antecedieron a un segundo refrigerio, obligado por el contexto y exigido por la necesaria pausa para mitigar la sed y el cansancio provocado por tan exigente recorrido.

En la puerta del Casino
de Novelda 
Regresamos al meeting point y nos acomodamos en los vehículos para dirigirnos al destino que había previsto el anfitrión: el restaurante Asunción, en las Casas del Señor, una exigua población vecina de un territorio que jalonan otros lugares como Las Encebras, el Culebrón o el Xinorlet, bajo la atenta vigilancia del Monte Coto, junto al Mañá. Un paisaje adusto y estepario que ofrece una sorprendente compenetración de innovación y tradición, siendo perceptibles en él tanto las huellas humanas del pasado como las señales que dejan las nuevas explotaciones. Un paisaje interior, azoriniano, íntimamente ligado al carácter de sus habitantes, a los rasgos distintivos de su tradición y de su historia, a su identidad colectiva. Un territorio seco y áspero que culinariamente ofrece dos suculentos manjares: el arroz con conejo y caracoles y los gazpachos que, como no podía ser de otro modo, constituyeron la columna vertebral de la colación que degustamos en este mediodía. Excelentes ambas especialidades, regadas con un buen caldo del terreno, un par de botellas de Juan Gil, que hizo las delicias de casi todos porque, ya se sabe, algunos son de fidelidad extrema y permanecieron leales a sus cervezas.

El programa inicial que había previsto Luis contemplaba una interesantísima visita a una cantera de mármol. Sin embargo, a juicio de los expertos, las condiciones meteorológicas aconsejaban desistir del propósito. En nuestro ir y venir de Novelda a las Casas del Señor veía en lontananza el Monte Coto y los lugares aledaños y evocaba otros momentos en que tuve oportunidad de contemplar la ciclópea magnitud de las canteras.

La mente es como una olla presión, como un cumulonimbo desbocado, como un torrente desmadrado, capaz de imaginar cualquier cosa y de recorrer itinerarios inexistentes, de modelar minuciosamente lo que ni siquiera existe. No puedo deciros otra cosa sino que mi enrevesado cerebro insistía en convencerme de que el periplo que emprendimos hace más de un trienio está consolidándose como una construcción genuina, que nos pertenece y que en cierto modo se asemeja, al menos en sus postreras aspiraciones, a la ruta de la amistad que inventaron los aztecas hace muchos años.  Sin duda, recordáis que corría el año 1968 cuando empezábamos a conocernos. Ese mismo año vio la luz uno de los proyectos más destacados de las olimpiadas que se celebraron en México: la Ruta de la Amistad. Una magnífica propuesta ideada por Mathias Goeritz que materializó conjuntamente con el gran arquitecto mejicano Ramírez Vázquez. Se trata del corredor escultórico más grande del mundo, con una longitud que rebasa los diecisiete kilómetros. Un singularísimo camino de geometrías y colores creadas por artistas de los cinco continentes que comunicaba los escenarios olímpicos, propiciando que los espectadores hiciesen su particular interpretación de las diecinueve obras allí alineadas. Sin duda, aquellos juegos representaron el último esfuerzo auténticamente creativo del olimpismo moderno, el intento postrero por compaginar a la griega intelecto y fuerza mediante un programa que incluía dos semanas de atletismo y todo un año de actividades culturales.

Aunque la climatología había impedido que completásemos el programa inicial, era tan atractiva la propuesta que mi mente se había autoprogramado para materializarla. De modo que, mientras recorríamos la serpenteante carretera que enlaza Novelda con Monóvar y las Casas del Señor perdí la mirada en el horizonte e imaginariamente visualicé grandes bloques de mármol de color crema marfil y rojo Alicante. En una fantasiosa e inmaterializable transposición aparecían formando parte del maravilloso corredor que conforma la Ruta de la Amistad, dando cuerpo a 10 de las 19 esculturas que jalonan esa singular travesía. En los diez bloques vi esculpidas el Ancla, la Torre de los Vientos, el Hombre de Paz, el Disco Solar, la Rueda Mágica, Jano, el Muro Articulado, el Sol Bípedo, la Puerta al Viento y hasta un Hombre Corriendo. Sorprendido, miré con más atención sus detalles para acabar descubriendo que aquellos bloques inmortalizaban nuestra inefable cuadrilla. ¿Cuál era quién? Eso lo dejo a la imaginación de cada uno.

Llegaba a Alicante con Alfonso, Sofo y Tomás cuando la noche había caído sobre la ciudad. Me dirigí raudo a la Sede de la UA para reencontrarme con los sueños, con García Montero y sus poemas, con su humanidad y su compromiso, con su menuda figura agrandada en un inaudito y poético olor de multitudes (más de trescientas personas de abigarrado reflujo humano) y recordé por enésima vez a Gabriel Celaya: “la poesía es un arma cargada de futuro”. Elx nos espera el próximo 2 de diciembre, amigos.

martes, 18 de octubre de 2016

Asco.

El asco, al que también llamamos aversión o repugnancia, es una emoción universal e innata. Por eso la Psicología lo considera una de las emociones básicas que contribuye a facilitar el equilibrio personal y a asegurar la adaptación social, como todas las demás. El asco es la respuesta emocional que producimos cuando sentimos repulsión hacia alguna cosa, o si algo nos impresiona desagradablemente. Sabemos por experiencia que es una emoción compleja, que implica un rechazo hacia lo que es desagradable, molesto o peligroso (un olor corporal, el cadáver de un animal, un alimento en descomposición, etc.), o bien hacia un acontecimiento concreto o a determinados valores morales que consideramos infectos o poco éticos (conductas sexuales, como el incesto o la zoofilia; comportamientos antisociales, como la corrupción o la drogadicción, etc.).

Los elementos y factores que desencadenan el asco son diversos. Generalmente son estímulos repulsivos y potencialmente peligrosos o molestos, como los víveres corrompidos, los olores orgánicos o la contaminación ambiental; aunque también lo induce una amplia gama de impulsos que varían de unas personas a otras. En tanto que emoción básica, una de las principales funciones del asco es su cometido adaptativo, es decir, su capacidad para condicionar al organismo, haciéndole rechazar las condiciones ambientales que potencialmente le resultan dañinas, movilizando simultáneamente la energía necesaria para asegurar su alejamiento de esos estímulos. Por tanto, la finalidad del asco no es otra que hacer prevalecer los hábitos saludables e higiénicos estimulando respuestas de escape o de evitación para eludir situaciones desagradables y/o potencialmente nocivas para la salud. En este sentido, algunos estudiosos han insistido en la importancia de esta emoción para la vida de nuestros antepasados ya que supuso un importante mecanismo de contención frente a las enfermedades infecciosas, que tuvo gran trascendencia para la supervivencia de la especie.

Aunque ya lo he apuntado, insistiré en la acentuada función social que tiene el asco, en tanto que facilita la práctica de conductas ajustadas, que son especialmente valiosas en los procesos de relación interpersonal. Así, por ejemplo, cuando alguien prueba un determinado alimento y pone cara de asco está previniendo al resto de los comensales, tan involuntaria como evidentemente. Podría decirse, por tanto, que el asco facilita la interacción social y afecta al proceder de los otros, posibilitando la comunicación de los estados afectivos y promoviendo las conductas ‘prosociales’.

Sin embargo, no todas las facetas asociadas al asco son positivas, también tiene aristas negativas. Una de ellas, no sé si la más importante, es que históricamente ha sido utilizado como mecanismo de control social. Por ejemplo, el asco interpersonal es una variable que han activado quienes abogan por el trato discriminatorio entre las personas en base a su apariencia física, sexualidad, estatus social o raza. De modo que, a veces, el asco también juega un importante y execrable papel en los juicios morales y en la violencia étnica.

No obstante, por encima de estos y otros inconvenientes, la función nuclear del asco es potenciar los hábitos saludables, tanto higiénicos como adaptativos. De hecho se ha llegado a concebir como una especie de motor casi imprescindible para asegurar la evolución positiva de la civilización. Hace tiempo que creo que quienes piensan así tienen razón porque me descubro habitualmente asqueado, puntualmente atormentado por las insufribles náuseas que me producen determinados congéneres, no por el color de su piel, su sexo, su apariencia o su condición socioeconómica, sino por su mendacidad, su cinismo y su criminalidad.

Desprecio las actitudes y las conductas discriminatorias basadas en criterios arbitrarios y me esfuerzo en que las mías se sustenten en pautas morales coherentes con principios éticos universalmente compartidos. En mi opinión, hace demasiado tiempo que asistimos a un espectáculo lamentabilísimo -dramático para muchos de nuestros conciudadanos- que nos asombra cada mañana, al que no damos crédito, pero al que tampoco combatimos como creo que debiéramos. 

Han transcurrido cinco siglos desde que se escribieron sus glosas y casi nada ha cambiado, éste sigue siendo el país de la picaresca, eso sí, en una nueva versión que podríamos apellidar ‘customizada’. Ahora el pícaro no es el antihéroe que encarna el deshonor y se arrastra por su vida, radicalmente opuesta a la del caballero. Ha dejado de ser el típico golfillo que practica la mendicidad aunque, curiosamente, conserva sus cualidades distintivas, muy particularmente la de estar dispuesto a todo por dinero –engañar, robar, perjudicar–, con el único objetivo de trepar, de ascender en la escala social; algo inalcanzable en la versión clasicista que ahora se consigue en ocasiones, o por lo menos así se lo parece a los nuevos pícaros.

Hambre, lo que es hambre, ya no pasan, aunque siguen sobreviviendo gracias a su ingenio –torticero y malintencionado- en un mundo menos hostil y cruel, y tampoco en soledad, como entonces. Son cuadrillas organizadas, que suelen tener el amparo institucional, unas veces tácito y otras explícito. Se trata de auténticas organizaciones mafiosas, de delincuentes profesionales y paralegales. La suya ha dejado de ser una narración autobiográfica, aquel relato ordenado de los servicios prestados a diferentes amos desde la perspectiva única del malandrín. Hoy se han traspuesto los términos, quién cada vez es más único es el amo, lo que cambian son las representaciones del pícaro, que abarcan el espectro pleno de la vida social, porque no hay vericueto donde los miserables estén ausentes.

Como se sabe, el humor está presente en todos los relatos de la picaresca. En ellos las situaciones cómicas se suceden de manera ininterrumpida, lo que ha hecho decir a más de un crítico que su finalidad primordial es provocar la risa de los lectores. Nada más lejos de la realidad porque el humor solo se utiliza como recurso para mostrar situaciones moralizantes y ejemplificantes. Es cierto que algunos episodios de los tiempos actuales encuadrarían en esta particular cosmogonía. Pero hemos llegado a tal nivel de latrocinio, de desvergüenza, de caradura, de amoralidad, de incompetencia profesional..., que lo nuestro hace mucho tiempo que sobrepasó el vodevil para convertirse en un estercolero nauseabundo. La sinvergonzonería y la delincuencia de todos los colores campa por sus respetos afectando a cualquier ámbito de la vida pública y privada, económica, social y política. Produce asco asistir a esta dramática astracanada, a esta enorme hoguera de las vanidades que lo arrasa todo, a este desgobierno inaceptable.

Diariamente me planteo adoptar la conducta adaptativa alternativa que teóricamente debiera asociar al asco socioexistencial que experimento. Habiendo contrastado que malamente puedo contribuir mínimamente a limpiar semejante avalancha de porquería, quisiera tomar las de Villadiego y hacerme apátrida, especialmente en la vertiente fiscal, para evitar que mis recursos contribuyan a mantener un estado de cosas que aborrezco. Visto lo imposible de mi pretensión, creo que no me queda otra que el estoicismo, seguir respirando el aire fétido e insalubre de esta atmósfera putrefacta y reconcomerme en el asco porque, de momento, descarto la defección a lo samurái. ¡Menos mal que no soy asqueroso!

sábado, 15 de octubre de 2016

1.957

Al meu país la pluja no sap ploure:
o plou poc o plou massa;
si plou poc és la sequera,
si plou massa és la catástrofe.
(Raimon, 1983)

Anteayer, 13 de octubre, como si de un una conmemoración se tratase, apenas eran las nueve y media de la mañana cuando se abrió el cielo sobre la ciudad. Un inopinado, inhabitual y anhelado aguacero descargó sobre ella anegando calles y jardines, mojando a muchos de los viandantes y perturbando levemente la vida ciudadana. Afortunadamente, los rigores del cielo duraron poco y apenas interrumpieron unos minutos la rutina matinal. Era el primer amago de marcharse que ha hecho el verano. Pareció por momentos que llegaba el otoño para quedarse, aunque visto lo visto solo fue una especie de mentirijilla bienintencionada, o una anécdota irrelevante. Tras un larguísimo estío cada año más dilatado y secosimplemente ocurrió lo habitual en estas tierras: nos sorprendió un chaparrón de escasa entidad que nos volvió a pillar a contrapié pese a que venimos sufriéndolos desde el año de Maricastaña.

En el Cap i Casal, estos días es sorprendentemente normal encontrar en los periódicos referencias y recordatorios de la gran riada que lo asoló en 1.957. Ahora se cumplen cincuenta y nueve años de aquella descomunal avenida producida por un “proceso convectivo de mesoescala” –como lo califican los expertos– que afectó gravemente la cuenca media y baja del río Turia, con precipitaciones superiores a los 100 litros en 24 horas, causando la muerte de un centenar de personas. Una riada que probablemente ha sido estudiada más que ninguna otra, al menos de las sucedidas por estos pagos. De hecho hace pocas fechas que unos investigadores de la Universidad Politécnica de Valencia concluyeron un trabajo hidrológico-sedimentario que ofrece novedosas explicaciones sobre el singular acontecimiento.

Tareas de limpieza tras la riada de 1957.
El estudio al que me refiero no es un ejercicio retórico sino que tiene una vocación utilitaria. Como se sabe, en las últimas décadas los usos del suelo en el territorio regado por el Turia han cambiado radicalmente, especialmente en su cuenca baja, donde la expansión de la urbanización ha sido exponencial. La preeminencia de la construcción ha impulsado que se hayan adoptado ciertas medidas y soluciones para minimizar los efectos de un hipotético episodio de precipitaciones torrenciales, como el acaecido en 1957. De hecho, en las conclusiones del trabajo que menciono se asegura que, hoy, una avenida como la de aquel año sería perfectamente absorbida por los dispositivos que se han habilitado para prevenir estos fenómenos y para rentabilizar el uso del agua. Según ese trabajo, el embalse de Loriguilla almacenaría el volumen de agua proveniente de la primera fase de lluvia intensa que se produjo en la tarde noche del trece de octubre. Por otro lado, el desvío del cauce del río por el sur de la ciudad de Valencia mitigaría las dramáticas consecuencias de una segunda avenida, como la que se produjo en la madrugada siguiente, neutralizándola prácticamente en su totalidad porque la capacidad de evacuación del nuevo lecho supera en más de 1.000 litros por segundo los 3.700 de aquella avalancha.

Los fríos datos y los argumentos que los estudios proyectan sobre las realidades me asombran, especialmente cuando los contrasto con los recuerdos que conservo de aquella catástrofe, que tuve el dudoso honor de vivir en directo siendo apenas un niño. Recuerdo la atronadora noche del 13 al 14 de octubre de 1957 como si hubiese sucedido la pasada madrugada. Los reportajes, las fotografías, los vídeos, los comentarios periodísticos reavivan en mi retina las imágenes de los hombres trasegando su desesperación por todo el pueblo, recorriendo calles y casas, transportando personas y animales a palpas, envueltos en las sombrías tinieblas de una noche de relámpagos, truenos y lluvia a cántaros. Las mujeres compartiendo sus casas con sus vecinos y conocidos, deambulando por las habitaciones tenuemente iluminadas por el irregular centelleo de los candiles que proyectaba sobre las paredes y cortinas sus fantasmales y caprichosas sombras, dando cobijo a quienes no tenían casa que habitar ni lecho donde descansar. Aquella noche, mi familia fue una de las privilegiadas porque nuestra casa estaba a salvo de la avenida del río y aguantó firme los aguaceros. En ella se recogieron una docena larga de personas, familiares, conocidos y amigos, que pasaron la velada con nosotros, amontonados en los dormitorios, en el comedor y en la cambra. Incluso en la parte de la casa donde se guardaban los aperos hubo que acomodar a algunas personas mayores. Esa noche compartí cama con otros cuatro o cinco niños. Aquello a mi me pareció que era como la guerra o como el fin del mundo.

Todavía resuena en mis oídos el amenazante runrún del río, que unas veces ululaba como los lobos y otras proyectaba al viento el estruendo sordo que provocaban sus aguas desbocadas arramblando árboles, carrizales, piedras y cantos rodados, chocando unos con otros y produciendo un estrépito cuyo recuerdo todavía me ensordece. Rememoro aquellas tinieblas, aquella especie de túnel sin fin que nos engulló a todos aquella aciaga noche del trece de octubre de 1957, en la que no logramos pegar ojo ni niños, ni jóvenes, ni adultos, ni viejos. Aquella disparatada jornada activó la solidaridad de la gente como pocas veces he conocido, hasta el punto de que toda casa útil se convirtió en refugio improvisado y solidario, como se aprovechó cualquier fuerza disponible hasta que devino exhausta. Aquella fue una de esas ocasiones en las que la familia humana pareció tal.

Poco después de amanecer, mi padre me cogió de la mano y me llevo a ver el resultado de la catástrofe. Así era la vida entonces, nos colmaban de besos cuando tocaba (pocas veces, todo hay que decirlo) y nos mostraban la crudeza de la realidad cuando correspondía (en muchas más ocasiones). Conservaré toda la vida en mi retina la desoladora imagen que presencié. El mismo río que horas antes alimentaba una huerta feraz la había transformado en un barrizal, en una enorme gravera donde sobrevivía un pequeño y desaliñado arbolito, de apenas un metro de altura, que en su orgullosa y frágil soledad testificaba el drama de la desolación que le rodeaba. El  paisaje que contemplaron mis ojos aquella mañana era extraterrestre, aquello parecía corresponder a otro mundo, a algo que jamás había imaginado.

Por suerte, la terrible desgracia no produjo víctimas mortales en el pueblo, aunque significó para muchos de mis convecinos el principio del fin de su vida allí. Aquí empezó la masiva emigración, la huida hacia cualquier otro lugar. Aquello cercenó las raíces que unían a muchos con su pasado y les determinó a iniciar una nueva vida que, afortunadamente, casi siempre fue para mejor.

jueves, 13 de octubre de 2016

Olivas.

Cincuenta años en la ciudad son un bagaje lo suficientemente importante como para generar un poso sólido, consistente, capaz de laminar cualquier atisbo de pensamiento, práctica, costumbre o comportamiento previo. Ahora se cumplen cinco décadas desde que dejé la vida pueblerina, allá, a casi doscientos cincuenta kilómetros, una distancia lo suficientemente pequeña o lo convenientemente grande, como se antoje, que a lo largo del tiempo ha sido como el filtro natural de mis idas y venidas desde aquel vecindario a esta ciudad y viceversa. Diría que esos desplazamientos han sido los suficientes o, cuanto menos, los necesarios para alimentar el vigoroso flujo que he percibido de ambos ambientes, que me ha facilitado el alambicado trasiego entre unas y otras costumbres y que ha propiciado transiciones naturalizadas entre mis viejas y nuevas maneras de ser y de actuar.

Esta aventura 'urbanita', que se extiende a lo largo y ancho de las tres cuartas partes de mi vida, me ha proporcionado muchos beneficios y ventajas, facilitándome la adquisición de pródigos aprendizajes y experiencias que me han provisto de capacidades y recursos para ganarme la vida y que han alimentado sensibilidades necesarias para percibir ignotas perspectivas sobre su transcurso. Sin embargo, el abandono de la experiencia anterior, que impregnó profundamente mi infancia y mi adolescencia, en cierto sentido me despojó de referencias tan imperceptibles como imprescindibles. Aquella forzosa y definitiva trashumancia hizo que con el paso del tiempo olvidase buena parte del vocabulario que empapaba mis viejas conversaciones, de la misma manera que diluyó la mayoría de mis costumbres ancestrales. No sólo ha sido la distancia la causante de estos menoscabos, también son producto de la enorme transformación que ha sufrido el país en estos diez lustros que, como acostumbraba a decir Alfonso Guerra, ha hecho que hoy no lo conozca ni la madre que lo parió. Pese a todo, no creo que exista experiencia alguna que consiga hacernos olvidar completamente nuestro pasado, eso es algo que solamente les sucede a las personas que tienen profundamente mermadas sus capacidades intelectuales y/o emocionales. Siempre permanece un sedimento más o menos grande y denso constituido por aprendizajes, experiencias y sentimientos de los que es difícil desproveerse; es más, diría que nadie deseamos prescindir del talismán que subsume ciertas trazas identitarias que nos permiten entender e interpretar el sentido de nuestras vidas.

Aceitunas caseras aliñadas
con sosa cáustica.
De las cosas que conservo en mi particular hatillo, algunas parecen escasamente relevantes pese a que son cualificados vestigios de lo que supuso aquella vida pretérita. En ella, una de las costumbres más arraigadas era la obcecación por aprovechar al máximo los frutos de las cosechas y extender su benefactora influencia más allá de las escasas fechas en que se recolectaban. Así sucedía con prácticamente todo tipo de géneros, fuesen hortalizas, frutas, leños, vinos, aceites o cualesquiera otros productos. Una de aquellas vetustas usanzas era la elaboración de la conserva de aceitunas. En el pueblo, la mayoría de las mujeres –porque entonces era una ocupación que asumían privativamente–, cuando llegaba el mes de octubre y empezaban a ‘pintar’ las aceitunas, encargaban a los maridos que hiciesen una pequeña recolección de unos veinte o treinta kilos. Una vez la traían a casa, se ponían a la faena, es decir, a conservarlas en salmuera para disponer de otro aditamento que añadir a las ensaladas, o simplemente para consumirlas acompañando los almuerzos o las comidas.

Eran diversas las maneras de enfocar este trabajo. Por un lado, se separaban las aceitunas verdes de las maduras –negras– porque unas y otras se aliñaban de distinta manera. Por otro lado, también eran diferentes las técnicas de conservación, según se pretendiese consumirlas de inmediato o guardarlas para más adelante. Generalmente se hacía una pequeña conserva para “matar el gusanillo”, que empezaba a despertarse dada la lejanía de la cosecha anterior. Para este menester se utilizaba la sosa cáustica  o hidróxido de sodio, con la que se consigue un aliño rapidísimo que permite el consumo casi inmediato. Mi madre nos enseñó a disfrutar del privilegio que supone la degustación de los frutos primerizos y a consumir con mesura los selectos rendimientos de los fatigosos trabajos agrícolas, de la misma manera que nos adiestró en controlar la impaciencia por meter la mano en la jarra y catar las primeras aceitunas, que todavía tenían un regusto amargo aunque aromatizado por el aliño de hierbas silvestres maceradas en aguasal. Recuerdo las indelebles imágenes de nuestros fruitivos almuerzos a base de un puñado de aquellas inigualables aceitunas, acompañadas de un trozo de hogaza, de las que heñía con sus manos y cocía en el horno moruno de la casa Suay.

Hace unos días preparé un pequeño hatillo que me trajo mi cuñado. Apenas tres kilos de una variedad denominada cornicabra, cuya producción se extiende fundamentalmente por Toledo y Ciudad Real. En cierto modo, su fisonomía hace honor a su nombre y, por otro lado, tienen unas propiedades que las hacen idóneas para su preparación en conserva: mucha pulpa y poco hueso. En el pueblo, esta variedad era desconocida; allí se utilizaban otras para esos usos primerizos, como las llamadas villalongas, que en otros lugares denominan manzanilla villalonga y manzanel y que son igualmente carnosas y de características muy aceptables como frutos de mesa.

Las preparé como lo hacía mi madre, siguiendo la eficientísima receta que, además de ahorrar el esfuerzo y los inconvenientes derivados de partirlas a golpes o sajarlas con el cuchillo, permite disfrutar de unas aceitunas magníficas, parecidas a las sevillanas, en menos de una semana. Dispuse los escasos pertrechos que exige la tarea e inmediatamente las deposité en el barreño para que se hidratasen durante un par de días, cambiándoles el agua varias veces. Una vez hidratadas, las escurrí y, en el mismo barreño, preparé una mezcla de agua y sosa al 2% e introduje en ella las aceitunas por espacio aproximado de veinticuatro horas con el objetivo de reducir su amargura. Logrados los dos propósitos, es decir, que tuviesen la tersura y el amargor deseados, las escurrí y deposité en sendos botes de cristal, cubriéndolas con una disolución de salmuera al 6% mezclada con tallos de tomillo, romero e hinojo, a discreción. Pasados dos o tres días tuve a mi disposición unas magníficas aceitunas con las que acompaño las ensaladas y que consumo directamente, sin aditamento alguno.

Estos y otros sencillos oficios son algunos de los escasos vestigios que me quedan de aquel tiempo rural, humilde, precario y silencioso que, por más años que pasen, algunos ni podemos ni queremos olvidar. 

martes, 11 de octubre de 2016

Banalización de la política.

La legalidad es muchas veces el poder de los sin poder.
(Flores d’Arcais)

Días atrás el catedrático Manuel Cruz ofrecía una tribuna en el diario El País, con el rótulo “¿Todos socialdemócratas?”, en la que argumentaba que la socialdemocracia parece estar ganando adeptos, tanto por la derecha como por la izquierda. Se preguntaba, a la vez, si estamos ante un auténtico debate teórico-político sobre la desigualdad y la redistribución principios básicos de los socialismoso asistimos a una simple ofensiva por las etiquetas.

Decía el profesor que quizás nos haya tocado vivir un momento histórico en el que dos importantes batallas, la de las ideas y la de la realidad, se han dejado de librar en el mismo escenario para hacerlo en atmósferas diferentes, dado que las esferas de la política y del poder ya no se identifican. Una prueba de ello es que los mismos políticos suelen quejarse de los condicionamientos y limitaciones externas que les afectan (los mercados, el FMI, la Unión Europea, etc.), reduciendo el margen de maniobra para materializar las políticas que desearían. De ahí que el columnista concluyese que, si ello es cierto, lo que necesita empoderarse urgentemente es la propia política, especialmente si aspira a recuperar de verdad la capacidad de transformación de lo real que antaño le atribuían los ciudadanos, que no tenían a su alcance otra herramienta para alterar su entorno. Sin embargo, me parece que, por desdicha, la política es hoy una mera construcción, un puro artificio cada vez más alejado de su contenido nuclear: la gestión de lo que existe.

Esencialmente estoy de acuerdo con lo que plantea el profesor Cruz, aunque veo difícil la empresa de ordenar las cosas para resituarlas donde debieran estar. Porque en las sociedades occidentales la democracia participativa, que es la premisa imprescindible de lo político (de lo comunitario, de lo que nos concierne a todos), pone el acento en promover la participación y, en consecuencia, en el desarrollo de la virtud cívica. Ahora bien, cabe preguntarse qué significa esa virtud en una sociedad dominada por los medios.

La tradición republicana alude a lo público para definir y demarcar la esfera de la discusión política. En la lógica del pensamiento republicano lo “político” es sinónimo de “público”, es decir, el espacio público es el ámbito que delimita el debate sobre los asuntos que nos conciernen a los ciudadanos, en el que desarrollamos la cualidad de la virtud cívica, compartida por todos,   independientemente de nuestra capacidad adquisitiva o nuestro particular grado de formación. En el republicanismo, el ciudadano desempeña un papel decisivo para el devenir de la sociedad a través de su activa participación en los procesos de toma de decisiones. Porque de lo que se trata es de trascender la democracia liberal y conformar la democracia deliberativa e inclusiva, que no tienen otro objetivo que extender y  acrecentar el ámbito de la decisión y/o de la deliberación política.

Sin embargo, pertenecemos a unas sociedades masificadas en las que la política requiere la simplificación de los mensajes. Son los medios quienes establecen los hechos que deben ser de dominio público, lo sean o no. Ello conlleva una secuela importante: la política deja de ser sólo política. Además de elección, negociación, resolución, implementación, imposición, etc., también es entretenimiento, espectáculo, marketing, audiencia, publicidad, virtualidad, etc., etc.

A poco que reparemos en lo que vemos o escuchamos comprobaremos que hoy se consideran de dominio público los hechos noticiosos susceptibles de tener interés para el público, aunque pertenezcan a la órbita privada o no contribuyan en nada a que los ciudadanos nos forjemos un juicio razonado sobre los asuntos auténticamente públicos. Hoy pertenecen al dominio público los asuntos que atraen a un mayor número de espectadores, es decir, aquellos que tienen potencial para ganar audiencias. Y justamente aquí creo que está el origen de la banalización de la política, en la exigencia de la simplificación de los mensajes que impone la política de masas, que provoca inevitablemente el debilitamiento de la virtud cívica.

Los grupos de comunicación que controlan los medios establecen los hechos y realidades que deben de ser de dominio público. Los partidos y los líderes se pliegan a las exigencias de las plataformas mediáticas. En fin, los hechos considerados de dominio público –de presunto interés público- se presentan en diversos formatos, que están a caballo entre la información y el entretenimiento, que acaban sustituyéndose progresivamente una por otro y viceversa. Así, mientras los programas de entretenimiento exageran y adulteran los sucesos, los supuestamente informativos incluyen cada vez más minutos dedicados a lo anecdótico o a lo divertido. En síntesis, casi todo se reduce a una cuestión de economía informativa y de captación de clientela potencial consumidora de información política. De modo que, a la par que la política llega a más gente a través de los medios, la información –y sobre todo la pseudoinformación– banaliza la actividad política y debilita la virtud cívica a través de procesos de sustitución, privatización y trivialización de los asuntos públicos.

En ese contexto, pierde terreno el diálogo deliberativo, orientado a lograr consensos y a garantizar la adopción de decisiones colaborativamente acordadas, en beneficio del mero debate, que simplemente genera opinión y que muchas veces no persigue otra cosa que la imposición o a la mera difusión de mensajes interesados, estancos e impermeables al contraste con otros contradictorios.

El nuevo espacio público lo conforman la televisión, la web, las redes sociales, etc. Un enorme escenario donde caben todos los géneros (drama, sátira, humor, etc.) porque debe concitar la atención de todo tipo de públicos. Es una entablado fácilmente tergiversable y virtual, que permite jugar con las imágenes, con las palabras y con los contextos para proyectar escenarios virtuales paralelos a la realidad, aunque lo que de verdad pretenden es acabar configurándola.

Estos son los lugares en los que hoy se escenifican los hipotéticos debates sobre la desigualdad y la redistribución, estos son los proscenios en los que se porfía por patrimonializar la socialdemocracia o las nuevas formulaciones de la modernidad y sus epígonos. Vistas las compañías participantes, los decorados y los actores de reparto me parece que más que un verdadero debate lo que nos aguarda es una mera competición por acaparar las etiquetas que aseguren las ventas. Al fin y al cabo, ¿qué importa la calidad del espectáculo?