sábado, 15 de octubre de 2016

1.957

Al meu país la pluja no sap ploure:
o plou poc o plou massa;
si plou poc és la sequera,
si plou massa és la catástrofe.
(Raimon, 1983)

Anteayer, 13 de octubre, como si de un una conmemoración se tratase, apenas eran las nueve y media de la mañana cuando se abrió el cielo sobre la ciudad. Un inopinado, inhabitual y anhelado aguacero descargó sobre ella anegando calles y jardines, mojando a muchos de los viandantes y perturbando levemente la vida ciudadana. Afortunadamente, los rigores del cielo duraron poco y apenas interrumpieron unos minutos la rutina matinal. Era el primer amago de marcharse que ha hecho el verano. Pareció por momentos que llegaba el otoño para quedarse, aunque visto lo visto solo fue una especie de mentirijilla bienintencionada, o una anécdota irrelevante. Tras un larguísimo estío cada año más dilatado y secosimplemente ocurrió lo habitual en estas tierras: nos sorprendió un chaparrón de escasa entidad que nos volvió a pillar a contrapié pese a que venimos sufriéndolos desde el año de Maricastaña.

En el Cap i Casal, estos días es sorprendentemente normal encontrar en los periódicos referencias y recordatorios de la gran riada que lo asoló en 1.957. Ahora se cumplen cincuenta y nueve años de aquella descomunal avenida producida por un “proceso convectivo de mesoescala” –como lo califican los expertos– que afectó gravemente la cuenca media y baja del río Turia, con precipitaciones superiores a los 100 litros en 24 horas, causando la muerte de un centenar de personas. Una riada que probablemente ha sido estudiada más que ninguna otra, al menos de las sucedidas por estos pagos. De hecho hace pocas fechas que unos investigadores de la Universidad Politécnica de Valencia concluyeron un trabajo hidrológico-sedimentario que ofrece novedosas explicaciones sobre el singular acontecimiento.

Tareas de limpieza tras la riada de 1957.
El estudio al que me refiero no es un ejercicio retórico sino que tiene una vocación utilitaria. Como se sabe, en las últimas décadas los usos del suelo en el territorio regado por el Turia han cambiado radicalmente, especialmente en su cuenca baja, donde la expansión de la urbanización ha sido exponencial. La preeminencia de la construcción ha impulsado que se hayan adoptado ciertas medidas y soluciones para minimizar los efectos de un hipotético episodio de precipitaciones torrenciales, como el acaecido en 1957. De hecho, en las conclusiones del trabajo que menciono se asegura que, hoy, una avenida como la de aquel año sería perfectamente absorbida por los dispositivos que se han habilitado para prevenir estos fenómenos y para rentabilizar el uso del agua. Según ese trabajo, el embalse de Loriguilla almacenaría el volumen de agua proveniente de la primera fase de lluvia intensa que se produjo en la tarde noche del trece de octubre. Por otro lado, el desvío del cauce del río por el sur de la ciudad de Valencia mitigaría las dramáticas consecuencias de una segunda avenida, como la que se produjo en la madrugada siguiente, neutralizándola prácticamente en su totalidad porque la capacidad de evacuación del nuevo lecho supera en más de 1.000 litros por segundo los 3.700 de aquella avalancha.

Los fríos datos y los argumentos que los estudios proyectan sobre las realidades me asombran, especialmente cuando los contrasto con los recuerdos que conservo de aquella catástrofe, que tuve el dudoso honor de vivir en directo siendo apenas un niño. Recuerdo la atronadora noche del 13 al 14 de octubre de 1957 como si hubiese sucedido la pasada madrugada. Los reportajes, las fotografías, los vídeos, los comentarios periodísticos reavivan en mi retina las imágenes de los hombres trasegando su desesperación por todo el pueblo, recorriendo calles y casas, transportando personas y animales a palpas, envueltos en las sombrías tinieblas de una noche de relámpagos, truenos y lluvia a cántaros. Las mujeres compartiendo sus casas con sus vecinos y conocidos, deambulando por las habitaciones tenuemente iluminadas por el irregular centelleo de los candiles que proyectaba sobre las paredes y cortinas sus fantasmales y caprichosas sombras, dando cobijo a quienes no tenían casa que habitar ni lecho donde descansar. Aquella noche, mi familia fue una de las privilegiadas porque nuestra casa estaba a salvo de la avenida del río y aguantó firme los aguaceros. En ella se recogieron una docena larga de personas, familiares, conocidos y amigos, que pasaron la velada con nosotros, amontonados en los dormitorios, en el comedor y en la cambra. Incluso en la parte de la casa donde se guardaban los aperos hubo que acomodar a algunas personas mayores. Esa noche compartí cama con otros cuatro o cinco niños. Aquello a mi me pareció que era como la guerra o como el fin del mundo.

Todavía resuena en mis oídos el amenazante runrún del río, que unas veces ululaba como los lobos y otras proyectaba al viento el estruendo sordo que provocaban sus aguas desbocadas arramblando árboles, carrizales, piedras y cantos rodados, chocando unos con otros y produciendo un estrépito cuyo recuerdo todavía me ensordece. Rememoro aquellas tinieblas, aquella especie de túnel sin fin que nos engulló a todos aquella aciaga noche del trece de octubre de 1957, en la que no logramos pegar ojo ni niños, ni jóvenes, ni adultos, ni viejos. Aquella disparatada jornada activó la solidaridad de la gente como pocas veces he conocido, hasta el punto de que toda casa útil se convirtió en refugio improvisado y solidario, como se aprovechó cualquier fuerza disponible hasta que devino exhausta. Aquella fue una de esas ocasiones en las que la familia humana pareció tal.

Poco después de amanecer, mi padre me cogió de la mano y me llevo a ver el resultado de la catástrofe. Así era la vida entonces, nos colmaban de besos cuando tocaba (pocas veces, todo hay que decirlo) y nos mostraban la crudeza de la realidad cuando correspondía (en muchas más ocasiones). Conservaré toda la vida en mi retina la desoladora imagen que presencié. El mismo río que horas antes alimentaba una huerta feraz la había transformado en un barrizal, en una enorme gravera donde sobrevivía un pequeño y desaliñado arbolito, de apenas un metro de altura, que en su orgullosa y frágil soledad testificaba el drama de la desolación que le rodeaba. El  paisaje que contemplaron mis ojos aquella mañana era extraterrestre, aquello parecía corresponder a otro mundo, a algo que jamás había imaginado.

Por suerte, la terrible desgracia no produjo víctimas mortales en el pueblo, aunque significó para muchos de mis convecinos el principio del fin de su vida allí. Aquí empezó la masiva emigración, la huida hacia cualquier otro lugar. Aquello cercenó las raíces que unían a muchos con su pasado y les determinó a iniciar una nueva vida que, afortunadamente, casi siempre fue para mejor.

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