martes, 18 de octubre de 2016

Asco.

El asco, al que también llamamos aversión o repugnancia, es una emoción universal e innata. Por eso la Psicología lo considera una de las emociones básicas que contribuye a facilitar el equilibrio personal y a asegurar la adaptación social, como todas las demás. El asco es la respuesta emocional que producimos cuando sentimos repulsión hacia alguna cosa, o si algo nos impresiona desagradablemente. Sabemos por experiencia que es una emoción compleja, que implica un rechazo hacia lo que es desagradable, molesto o peligroso (un olor corporal, el cadáver de un animal, un alimento en descomposición, etc.), o bien hacia un acontecimiento concreto o a determinados valores morales que consideramos infectos o poco éticos (conductas sexuales, como el incesto o la zoofilia; comportamientos antisociales, como la corrupción o la drogadicción, etc.).

Los elementos y factores que desencadenan el asco son diversos. Generalmente son estímulos repulsivos y potencialmente peligrosos o molestos, como los víveres corrompidos, los olores orgánicos o la contaminación ambiental; aunque también lo induce una amplia gama de impulsos que varían de unas personas a otras. En tanto que emoción básica, una de las principales funciones del asco es su cometido adaptativo, es decir, su capacidad para condicionar al organismo, haciéndole rechazar las condiciones ambientales que potencialmente le resultan dañinas, movilizando simultáneamente la energía necesaria para asegurar su alejamiento de esos estímulos. Por tanto, la finalidad del asco no es otra que hacer prevalecer los hábitos saludables e higiénicos estimulando respuestas de escape o de evitación para eludir situaciones desagradables y/o potencialmente nocivas para la salud. En este sentido, algunos estudiosos han insistido en la importancia de esta emoción para la vida de nuestros antepasados ya que supuso un importante mecanismo de contención frente a las enfermedades infecciosas, que tuvo gran trascendencia para la supervivencia de la especie.

Aunque ya lo he apuntado, insistiré en la acentuada función social que tiene el asco, en tanto que facilita la práctica de conductas ajustadas, que son especialmente valiosas en los procesos de relación interpersonal. Así, por ejemplo, cuando alguien prueba un determinado alimento y pone cara de asco está previniendo al resto de los comensales, tan involuntaria como evidentemente. Podría decirse, por tanto, que el asco facilita la interacción social y afecta al proceder de los otros, posibilitando la comunicación de los estados afectivos y promoviendo las conductas ‘prosociales’.

Sin embargo, no todas las facetas asociadas al asco son positivas, también tiene aristas negativas. Una de ellas, no sé si la más importante, es que históricamente ha sido utilizado como mecanismo de control social. Por ejemplo, el asco interpersonal es una variable que han activado quienes abogan por el trato discriminatorio entre las personas en base a su apariencia física, sexualidad, estatus social o raza. De modo que, a veces, el asco también juega un importante y execrable papel en los juicios morales y en la violencia étnica.

No obstante, por encima de estos y otros inconvenientes, la función nuclear del asco es potenciar los hábitos saludables, tanto higiénicos como adaptativos. De hecho se ha llegado a concebir como una especie de motor casi imprescindible para asegurar la evolución positiva de la civilización. Hace tiempo que creo que quienes piensan así tienen razón porque me descubro habitualmente asqueado, puntualmente atormentado por las insufribles náuseas que me producen determinados congéneres, no por el color de su piel, su sexo, su apariencia o su condición socioeconómica, sino por su mendacidad, su cinismo y su criminalidad.

Desprecio las actitudes y las conductas discriminatorias basadas en criterios arbitrarios y me esfuerzo en que las mías se sustenten en pautas morales coherentes con principios éticos universalmente compartidos. En mi opinión, hace demasiado tiempo que asistimos a un espectáculo lamentabilísimo -dramático para muchos de nuestros conciudadanos- que nos asombra cada mañana, al que no damos crédito, pero al que tampoco combatimos como creo que debiéramos. 

Han transcurrido cinco siglos desde que se escribieron sus glosas y casi nada ha cambiado, éste sigue siendo el país de la picaresca, eso sí, en una nueva versión que podríamos apellidar ‘customizada’. Ahora el pícaro no es el antihéroe que encarna el deshonor y se arrastra por su vida, radicalmente opuesta a la del caballero. Ha dejado de ser el típico golfillo que practica la mendicidad aunque, curiosamente, conserva sus cualidades distintivas, muy particularmente la de estar dispuesto a todo por dinero –engañar, robar, perjudicar–, con el único objetivo de trepar, de ascender en la escala social; algo inalcanzable en la versión clasicista que ahora se consigue en ocasiones, o por lo menos así se lo parece a los nuevos pícaros.

Hambre, lo que es hambre, ya no pasan, aunque siguen sobreviviendo gracias a su ingenio –torticero y malintencionado- en un mundo menos hostil y cruel, y tampoco en soledad, como entonces. Son cuadrillas organizadas, que suelen tener el amparo institucional, unas veces tácito y otras explícito. Se trata de auténticas organizaciones mafiosas, de delincuentes profesionales y paralegales. La suya ha dejado de ser una narración autobiográfica, aquel relato ordenado de los servicios prestados a diferentes amos desde la perspectiva única del malandrín. Hoy se han traspuesto los términos, quién cada vez es más único es el amo, lo que cambian son las representaciones del pícaro, que abarcan el espectro pleno de la vida social, porque no hay vericueto donde los miserables estén ausentes.

Como se sabe, el humor está presente en todos los relatos de la picaresca. En ellos las situaciones cómicas se suceden de manera ininterrumpida, lo que ha hecho decir a más de un crítico que su finalidad primordial es provocar la risa de los lectores. Nada más lejos de la realidad porque el humor solo se utiliza como recurso para mostrar situaciones moralizantes y ejemplificantes. Es cierto que algunos episodios de los tiempos actuales encuadrarían en esta particular cosmogonía. Pero hemos llegado a tal nivel de latrocinio, de desvergüenza, de caradura, de amoralidad, de incompetencia profesional..., que lo nuestro hace mucho tiempo que sobrepasó el vodevil para convertirse en un estercolero nauseabundo. La sinvergonzonería y la delincuencia de todos los colores campa por sus respetos afectando a cualquier ámbito de la vida pública y privada, económica, social y política. Produce asco asistir a esta dramática astracanada, a esta enorme hoguera de las vanidades que lo arrasa todo, a este desgobierno inaceptable.

Diariamente me planteo adoptar la conducta adaptativa alternativa que teóricamente debiera asociar al asco socioexistencial que experimento. Habiendo contrastado que malamente puedo contribuir mínimamente a limpiar semejante avalancha de porquería, quisiera tomar las de Villadiego y hacerme apátrida, especialmente en la vertiente fiscal, para evitar que mis recursos contribuyan a mantener un estado de cosas que aborrezco. Visto lo imposible de mi pretensión, creo que no me queda otra que el estoicismo, seguir respirando el aire fétido e insalubre de esta atmósfera putrefacta y reconcomerme en el asco porque, de momento, descarto la defección a lo samurái. ¡Menos mal que no soy asqueroso!

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