jueves, 13 de octubre de 2016

Olivas.

Cincuenta años en la ciudad son un bagaje lo suficientemente importante como para generar un poso sólido, consistente, capaz de laminar cualquier atisbo de pensamiento, práctica, costumbre o comportamiento previo. Ahora se cumplen cinco décadas desde que dejé la vida pueblerina, allá, a casi doscientos cincuenta kilómetros, una distancia lo suficientemente pequeña o lo convenientemente grande, como se antoje, que a lo largo del tiempo ha sido como el filtro natural de mis idas y venidas desde aquel vecindario a esta ciudad y viceversa. Diría que esos desplazamientos han sido los suficientes o, cuanto menos, los necesarios para alimentar el vigoroso flujo que he percibido de ambos ambientes, que me ha facilitado el alambicado trasiego entre unas y otras costumbres y que ha propiciado transiciones naturalizadas entre mis viejas y nuevas maneras de ser y de actuar.

Esta aventura 'urbanita', que se extiende a lo largo y ancho de las tres cuartas partes de mi vida, me ha proporcionado muchos beneficios y ventajas, facilitándome la adquisición de pródigos aprendizajes y experiencias que me han provisto de capacidades y recursos para ganarme la vida y que han alimentado sensibilidades necesarias para percibir ignotas perspectivas sobre su transcurso. Sin embargo, el abandono de la experiencia anterior, que impregnó profundamente mi infancia y mi adolescencia, en cierto sentido me despojó de referencias tan imperceptibles como imprescindibles. Aquella forzosa y definitiva trashumancia hizo que con el paso del tiempo olvidase buena parte del vocabulario que empapaba mis viejas conversaciones, de la misma manera que diluyó la mayoría de mis costumbres ancestrales. No sólo ha sido la distancia la causante de estos menoscabos, también son producto de la enorme transformación que ha sufrido el país en estos diez lustros que, como acostumbraba a decir Alfonso Guerra, ha hecho que hoy no lo conozca ni la madre que lo parió. Pese a todo, no creo que exista experiencia alguna que consiga hacernos olvidar completamente nuestro pasado, eso es algo que solamente les sucede a las personas que tienen profundamente mermadas sus capacidades intelectuales y/o emocionales. Siempre permanece un sedimento más o menos grande y denso constituido por aprendizajes, experiencias y sentimientos de los que es difícil desproveerse; es más, diría que nadie deseamos prescindir del talismán que subsume ciertas trazas identitarias que nos permiten entender e interpretar el sentido de nuestras vidas.

Aceitunas caseras aliñadas
con sosa cáustica.
De las cosas que conservo en mi particular hatillo, algunas parecen escasamente relevantes pese a que son cualificados vestigios de lo que supuso aquella vida pretérita. En ella, una de las costumbres más arraigadas era la obcecación por aprovechar al máximo los frutos de las cosechas y extender su benefactora influencia más allá de las escasas fechas en que se recolectaban. Así sucedía con prácticamente todo tipo de géneros, fuesen hortalizas, frutas, leños, vinos, aceites o cualesquiera otros productos. Una de aquellas vetustas usanzas era la elaboración de la conserva de aceitunas. En el pueblo, la mayoría de las mujeres –porque entonces era una ocupación que asumían privativamente–, cuando llegaba el mes de octubre y empezaban a ‘pintar’ las aceitunas, encargaban a los maridos que hiciesen una pequeña recolección de unos veinte o treinta kilos. Una vez la traían a casa, se ponían a la faena, es decir, a conservarlas en salmuera para disponer de otro aditamento que añadir a las ensaladas, o simplemente para consumirlas acompañando los almuerzos o las comidas.

Eran diversas las maneras de enfocar este trabajo. Por un lado, se separaban las aceitunas verdes de las maduras –negras– porque unas y otras se aliñaban de distinta manera. Por otro lado, también eran diferentes las técnicas de conservación, según se pretendiese consumirlas de inmediato o guardarlas para más adelante. Generalmente se hacía una pequeña conserva para “matar el gusanillo”, que empezaba a despertarse dada la lejanía de la cosecha anterior. Para este menester se utilizaba la sosa cáustica  o hidróxido de sodio, con la que se consigue un aliño rapidísimo que permite el consumo casi inmediato. Mi madre nos enseñó a disfrutar del privilegio que supone la degustación de los frutos primerizos y a consumir con mesura los selectos rendimientos de los fatigosos trabajos agrícolas, de la misma manera que nos adiestró en controlar la impaciencia por meter la mano en la jarra y catar las primeras aceitunas, que todavía tenían un regusto amargo aunque aromatizado por el aliño de hierbas silvestres maceradas en aguasal. Recuerdo las indelebles imágenes de nuestros fruitivos almuerzos a base de un puñado de aquellas inigualables aceitunas, acompañadas de un trozo de hogaza, de las que heñía con sus manos y cocía en el horno moruno de la casa Suay.

Hace unos días preparé un pequeño hatillo que me trajo mi cuñado. Apenas tres kilos de una variedad denominada cornicabra, cuya producción se extiende fundamentalmente por Toledo y Ciudad Real. En cierto modo, su fisonomía hace honor a su nombre y, por otro lado, tienen unas propiedades que las hacen idóneas para su preparación en conserva: mucha pulpa y poco hueso. En el pueblo, esta variedad era desconocida; allí se utilizaban otras para esos usos primerizos, como las llamadas villalongas, que en otros lugares denominan manzanilla villalonga y manzanel y que son igualmente carnosas y de características muy aceptables como frutos de mesa.

Las preparé como lo hacía mi madre, siguiendo la eficientísima receta que, además de ahorrar el esfuerzo y los inconvenientes derivados de partirlas a golpes o sajarlas con el cuchillo, permite disfrutar de unas aceitunas magníficas, parecidas a las sevillanas, en menos de una semana. Dispuse los escasos pertrechos que exige la tarea e inmediatamente las deposité en el barreño para que se hidratasen durante un par de días, cambiándoles el agua varias veces. Una vez hidratadas, las escurrí y, en el mismo barreño, preparé una mezcla de agua y sosa al 2% e introduje en ella las aceitunas por espacio aproximado de veinticuatro horas con el objetivo de reducir su amargura. Logrados los dos propósitos, es decir, que tuviesen la tersura y el amargor deseados, las escurrí y deposité en sendos botes de cristal, cubriéndolas con una disolución de salmuera al 6% mezclada con tallos de tomillo, romero e hinojo, a discreción. Pasados dos o tres días tuve a mi disposición unas magníficas aceitunas con las que acompaño las ensaladas y que consumo directamente, sin aditamento alguno.

Estos y otros sencillos oficios son algunos de los escasos vestigios que me quedan de aquel tiempo rural, humilde, precario y silencioso que, por más años que pasen, algunos ni podemos ni queremos olvidar. 

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