domingo, 30 de octubre de 2016

Sin prisa.

Hoy es un día cualquiera en una ciudad cualquiera. Por no restringirlo a su insustancial entidad, podrían reconocérsele los atributos de plomizo y húmedo, hasta el punto de que resulta casi otoñal, aunque se deje sentir plenamente veraniego. Una aparente incongruencia que le hace acreedor a dos inapelables y merecidos calificativos: anodino y desustanciado.

Hace rato que salí de casa para hacer unos recados. Mientras regreso, distraído y ajeno al ajetreo que me rodea –producto del tráfago que a estas horas asedia las calles–, camino distraídamente con la mirada perdida en los caprichosos dibujos del interminable muestrario de baldosas que deslustran las aceras. Una pareja que transita algunos pasos por delante azuza mi atención y me sustrae del ensimismamiento. Alzo la vista y descubro una imagen que aunque habitual no deja de interesarme. Corresponde a una pareja que engrosa el sinnúmero de personas de cierta edad que deambulan por las calles, sin rumbo aparente ni destino conocido. Son centenares, miles, decenas de miles de seres humanos que diariamente caminan, silenciosa y gregariamente por paseos, bulevares y avenidas de pueblos y ciudades. La pareja que tengo ante mi, como tantas otras, ha diversificado sus funciones. Uno empuja el carro que transporta al otro, sin que exista solución de continuidad entre ambos.

Nuestras respectivas posiciones me proporcionan una perspectiva sesgada que solo me permite ver sus dorsos. Repaso el contorno del primero y advierto que corresponde a un hombre de cierta edad y mediana estatura, de complexión normal, caminar parsimonioso y ademanes perezosos. Una gorrilla de visera remata su silueta dándole un toque estrafalario, que contrasta con el porte sosegado y apacible que parece caracterizarle. Delante de él se adivina, interpolado, el contorno de una mujer de aproximadamente la misma edad, que permanece acomodada en una silla de ruedas, sin otros rasgos distintivos destacables. A simple vista, se trata de una pareja de personas mayores que ha decidido salir a pasear en esta mañana de otoño. Intuyo que, desde la posición en que se encuentran, la longitud de la acera debe antojárseles una distancia interminable. Me pregunto, ¿qué harán estas personas por aquí, a estas horas?

Mantengo la distancia y disimuladamente les sigo mientras se desplazan ajenos a mi inquisidora mirada. Lo hacen despacio, más que tranquila, cansinamente. Evidentemente no tienen prisa. Tal vez porque no saben siquiera a dónde van, seguros como están de que nadie les espera al final de su recorrido. Acaso un encuentro fortuito con algún amigo o viejo conocido sea la única improbable sorpresa que les aguarde en esta insulsa mañana, aunque es más verosímil que no encuentren durante su paseo otras miradas que no sean las de personas desconocidas y anónimas, errantes, como ellos.

Proyecto en el horizonte el alcance que presupongo a sus miradas. La de la señora apenas alcanzará los cincuenta metros; la de él no llegará al centenar. Inmediatamente, me pregunto, ¿acaso tiene importancia alguna?, ¿qué interés puede incitar a saber hasta donde se alcanza a ver, si apenas se mira y casi nunca se ve? Porque el paisaje de muchas de estas personas se constriñe a su pensamiento perennemente absorto, enredado en cavilaciones y preocupaciones por las cosas perentorias. Sus ademanes indican a las claras su despreocupación por las inquietudes usuales en el ecosistema en que se desenvuelven. Apenas reviste interés para ellos nada que trascienda las dificultades para atravesar la primera calzada que deben cruzar o el enésimo obstáculo que han de sortear. Probablemente, el suyo es un horizonte imaginario, inconsciente, subliminal, definido por un vocablo que adquiere connotaciones mágicas: esperanza. Un término primordialmente reverdecido en un diccionario ahíto de conceptos vacuos, amenazantes o infortunados.

Casi nueve millones de personas mayores de 65 años envejecen imparablemente el país. Sigue creciendo la población octogenaria. En 2016, según las proyecciones del Instituto Nacional de Estadística (INE), habrá más de dieciséis millones de personas mayores, casi el 40% del total. Las frías estadísticas no solo ofrecen una idea cuantitativa del futuro, también apuntan tácitamente las problemáticas que se avecinan.

Es una evidencia, por ejemplo, que la edad aumenta la posibilidad de vivir en soledad. En los últimos años se ha constatado un incremento importante de los hogares unipersonales en los que residen personas mayores de 65 años. Por otro lado, se sabe que tres de cada cuatro mayores que viven solos son mujeres, y que la forma de convivencia mayoritaria entre los hombres de 65 y más años es la pareja. Las personas que fundamentalmente cuidan de los hombres mayores son sus cónyuges, seguidas de sus hijas. En el caso de las mujeres se invierte el orden, son las hijas las que principalmente se hacen cargo de los cuidados, seguidas de otros familiares y amigos. Unos patrones que responden al modelo clásico de ayuda provista por la familia, la solidaridad funcional por excelencia, que se da entre las diferentes generaciones a través de los vínculos verticales entre hijos y progenitores.

Está claro que el futuro será diferente. De hecho ya lo está siendo. La crisis y sus variopintas consecuencias, los recortes en los derechos, los nuevos patrones de convivencia, la deslocalización del empleo, etc., etc., están prefigurando nuevos escenarios. El papel de la familia respecto al cuidado también se modifica al ritmo que lo hace la longevidad, pues la dependencia avanza en paralelo a la edad. Cuanto más crezca la población de personas mayores dependientes, más lo hará la población de cuidadores. En este sentido, el cuidado habría que concebirlo –y atenderlo– como una respuesta a los cambios demográficos y a los problemas que plantearán en el futuro el gran número de personas mayores que llegarán a edades avanzadas. Porque las personas dependientes severas aumentarán, como lo harán las parejas que no podrán cuidarse mutuamente por sus respectivas limitaciones funcionales. Todo ello incidirá en una mayor demanda de ayuda formal, bien en domicilio o en institución. ¿Hay recursos para ello? ¿Existe voluntad para habilitarlos?

Es más que probable que las personas que divisé esta mañana no tengan ni idea de esta realidad. Pese a ello, si algo parecía no importarles era la prisa. Prisa, ¿para qué?, dirían, si la conociesen, ¿para alcanzar ese todavía más incierto futuro? Quizá por ello caminaban con tanta displicencia, sin ningún apresuramiento, sin pretender llegar a ningún destino. Vagaban al albur, simplemente se dejaban llevar hacia donde el azar les condujese. No les importaba el recorrido, ni el destino. Seguramente hace tiempo que para ellos perdieron importancia las prisas, lo inaplazable. Les llegó el tiempo de la tranquilidad y se impuso la expectativa sobre la certeza. Probablemente no les queda otra actitud que la pasividad activa, el hacer hasta donde alcancen las fuerzas, el dejar correr la vida con la mayor dignidad posible. Pienso que en ello estaban cuando los encontré, disfrutando a su manera de lo único que, pese a todo, realmente les importa: vivir el presente.

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