jueves, 10 de noviembre de 2016

Yin y yang.

Determinados días los anotamos en el calendario de una manera especial. Son fechas que subrayamos con mucha antelación, con los rotuladores más estridentes, porque en ellas está previsto que ocurra algo que o no debemos, o no deseamos olvidar. Las personas que queremos, o nosotros mismos, celebrarán, o celebraremos algo especial que deseamos compartir; a menudo acontecimientos asociados con sentimientos y emociones intensas. El sábado pasado era una de esas jornadas. Se casaba la hija menor de unos de nuestros mejores amigos. Por ello, en el almanaque que tenemos adherido a la puerta del frigorífico nuestro mejor recurso nemotécnico hace meses que recuadramos muy destacadamente el 5 de noviembre.

Obviamente, hacía semanas que nos preparábamos para tan señalado momento: recuperando la invitación extraviada, haciendo la transferencia bancaria que hipotéticamente se corresponde con el regalo de boda, etc. En fin, probándonos las prendas, urdiendo los arreglos pertinentes y buscando los complementos adecuados para rentabilizar en lo posible el ropero. De modo que en la mañana de autos todo estaba bajo control. Así que, llegada la hora, acicalados con los perendengues que requería la ocasión, nos dirigimos a la iglesia. Mientras hacíamos la habitual espera, reparé en una persona que estaba sentada un par de bancos más adelante. La miré discreta e inquisitivamente porque, si bien su aspecto general me resultaba familiar, no me cuadraba su fisonomía. Me parecía desdibujada y confusa, haciéndome dudar de que se tratase de quién intuí a primera vista. Al remate, opté por preguntar a mi mujer si le parecía que aquél hombre era quien que yo pensaba. Lo miró con detenimiento y, tras contrastar dónde y con quienes estaba, asintió, deduciendo que, por inverosímil que nos pareciese, no podía ser otro que Paco. Ciertamente, pocos minutos después, los movimientos y ademanes de algunas personas cercanas, y de otras que se aproximaron ex profeso, ratificaron que estaba en lo cierto.

Nos pareció que aquél no era momento oportuno para saludos protocolarios y optamos por permanecer a la expectativa. Acertamos porque, casi inmediatamente, llegaron los novios con su corte de acompañantes, que lógicamente acapararon la atención de todos, inaugurando la ceremonia que justificaba tan singular cónclave. En mi familia somos poco amigos de recrearnos en las dudosas exquisiteces del compadreo y el dejarse ver característicos de estos compromisos sociales. No nos entusiasma descubrirnos inmortalizados en cualquier esquina de las centenares de instantáneas que certifican gráfica o digitalmente tales eventos. De modo que apenas pronunció el oficiante el ite misa est, discretamente, hicimos mutis y nos dirigimos al parking donde habíamos dejado el coche. Parecía que todo quedaba ahí, pero no.

Nos desplazamos unos cuantos kilómetros para llegar al restaurante donde se celebraba el convite. Durante el trayecto hicimos algún recado por lo que, cuando llegamos, ya se encontraba allí buena parte de los invitados. Atravesamos un tramo de jardín y, cuando apenas habíamos puesto el pie en la terraza donde se había preparado el cóctel, nos topamos de bruces con Paco, ya perfectamente identificado, que se encontraba frente a nosotros sentado en una silla y acompañado por un par de amigos. Estaba claro que era un día predestinado para profundizar en los aprendizajes transcendentes y creo que no desaproveché la oportunidad que se me presentó.

Allí estaba, sosteniendo con una de sus manos un ínfimo platito en el que le habían servido distintas variedades de queso. Me dirigí a él y, sin más preámbulo, le espeté aquello de: Paco, no sé si te acordarás de mí, soy Vicente… No me dejó terminar. Inmediatamente, cual si hiciese pocos meses que nos hubiésemos visto, me espetó: ¡hombre!, naturalmente, el marido de Amalia, la amiga de África. Y, efectivamente, así era. De modo que, aunque hará más de veinte años que nos veíamos, ambos nos recordamos como si hubiésemos compartido el día anterior.

Proseguí la conversación con cautela, tanteando el terreno. Por un lado, para no interrumpir la que ya mantenía el pequeño grupo; por otro, porque, aunque tengo referencias de cómo sobrelleva la grave enfermedad que padece, me pareció inoportuno llevar el diálogo a esos derroteros y preferí que discurriera por otros más triviales. Tras unos breves comentarios insulsos nuestros acompañantes se marcharon para reunirse con sus familiares o amigos y, como ni él ni yo acabamos de caernos del guindo y nos conocemos lo suficientemente para deducir lo que a ambos nos interesaba, abordamos sin tapujos las circunstancias de su vida actual. De modo que aquella conversación, que se había iniciado a cuatro bandas, en pocos minutos se transformó en un diálogo entre dos personas, aderezado con los compases de la música que lo impregnaba todo. Fue entonces cuando empezó a contarme lo que realmente le pasa y, especialmente, cómo lo vive. Desde la socarronería, la jovialidad y la falsa indolencia que le han caracterizado siempre desgranó el relato de los últimos compases de su existencia, interpretándola desde el desenfado con que siempre desdramatiza cuanto le sucede, aunque se trate de una secuencia tan sobrecogedora como la que protagoniza en los últimos años.

Paco es una persona autodidacta, con una pasión que ha condicionado su vida: la cocina. Aunque mi insignificante cultura gastronómica me inhabilita para refrendarlo, aseguro que Paco es el paradigma del buen cocinero. Alguien que ha sido capaz de confeccionar un menú -permítaseme expresarlo así- con poco más que cuatro piedras, dos puñados de tierra y un poco de agua. Amistades y conocidos lo hemos asociado siempre a su proverbial habilidad para guisar. Ha sido el inusitado personaje que llega a casa a la hora de preparar la comida, abre el frigorífico y, sin encomendarse a nadie, con lo que encuentra en él prepara un menú perfecto. Nos hemos preguntado mil veces cómo obraba semejantes portentos. Tras mucho elucubrar, creo que todos hemos coincidido en la respuesta: tales prodigios no son sino la consecuencia de la pasión que siente por lo que hace, que es a la vez el fundamento del enorme conocimiento culinario que atesora.

Desde hace cuarenta años vive en La Rioja porque conoció a una riojana y se fue para allá. Aunque ha consumido los años de profesión trabajando de bancario, jamás olvidó su entusiasmo por la cocina. No se conformó con exportar a aquella tierra la sabiduría gastronómica que acumuló en Alicante, sino que aprendió de allí y de otros territorios y fogones cuanto se puso a su alcance. Con su viejos aprendizajes y las nuevas erudiciones amasó una cultura gastronómica que hace años que difunde más allá de los límites riojanos, por territorios colindantes y más allá. De hecho, él y quienes le han acompañado en su acreditada aventura han logrado reconocimiento y premios que avalan su excelencia. Y tan es así, que en otras latitudes, como Italia, logró aventajar a reputados chefs con sus singulares platos e incluso llegó a vencerles en una especialidad tan genuinamente transalpina como los helados. Sin embargo, más allá de sus capacidades y habilidades profesionales y/o vocacionales, Paco es por definición una persona generosa, con una apertura de miras y un buen hacer insólitos. Inveteradamente, su casa ha estado abierta para su familia, para los amigos, conocidos, allegados, e incluso para quienes no lo son. 

Hace tiempo que tiene un problema de salud gravísimo. Dice que tiene dentro de sí un ‘bicho’, como le llama, que se lo está comiendo. Lo tiene más o menos a raya desde hace tres años, pese a que sabe que acabará merendándoselo aunque ponga todo su empeño en que eso no suceda, como buen cocinero que es. No solamente tiene en su cuerpo el dichoso bichito que tantas fatigas le produce; otras circunstancias familiares acrecientan notoriamente semejante quebradero de cabeza. Pues bien, pese a lo uno y lo otro, no ha perdido su esencia. Sigue siendo un tipo jovial y positivo, una persona simpática que sigue riéndose de sí mismo como ha hecho siempre, un individuo que continua haciendo bromas con cuanto sucede a su alrededor. En suma, una persona extraordinaria, obsesionada por el bienestar de quienes le rodean, experta en camaradería, en el buen hacer y en el buen vivir.

El sábado compartí algunos minutos con este hombre que se trastabilla mientras recorre los últimos pasos de su existencia. Alguien que ya está puesto en el disparadero y que tiene plena conciencia de ello. De hecho, me aseguraba que el viernes le resultaba imposible sacarle una sola gota de agua a un manantial que percibía casi completamente agotado y, sin embargo, el sábado allí estaba, casi en plena “forma”, aunque fuese a base de atiborrarse de pastillas y de empapelarse de parches de morfina; contento y feliz de ver, abrazar y disfrutar de la compañía de muchas personas que quiere y a las que sabe que tendrá pocas oportunidades de volver a ver.

Me estoy refiriendo a alguien que es capaz de encontrar algo positivo hasta en el animalucho que lo está devorando. Con plena convicción, me confesaba que le ha enseñado a ver la vida de una manera absolutamente diferente a como la había contemplado hasta que empezó a convivir con él. Y le agradece que le haya aproximado esa nueva perspectiva. Un tipo como Paco, que es capaz de seguir aprendiendo y de exprimir la vida hasta su práctica extinción, merece no solo el respeto, sino la admiración y la gratitud de quienes hemos tenido la oportunidad de compartir su enorme sabiduría. Porque, aunque no lo crea ni se vanaglorie de ello, por encima de todo, Paco es un hombre sabio.

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