sábado, 3 de diciembre de 2016

Crónicas de la amistad: Elx (16).

A veces, en las conversaciones que surgen en nuestros encuentros, nos hemos preguntado sobre el origen, el desarrollo, el significado o la finalidad de la amistad. Una palabra que proviene de otra latina: amicus –el que ama–, que me parece que expresa como ninguna otra esa especial relación afectiva que tanto ansiamos lograr y que encuentra su anclaje en valores universales como la comunicación, la comprensión, el afecto, el apoyo mutuo y la armonía entre las personas. Sabemos bien que la amistad, como el vínculo conyugal, es una relación íntima con un flujo bidireccional: se da y se recibe, no es posible concebirla de otro modo. Quizá por ello la valoramos tanto, o tal vez sea por sus otras muchas bondades. Porque, sin ir más lejos, satisface necesidades básicas como la seguridad o la aprobación de los otros, o nos aporta recompensas invaluables, como la compañía o el sentirnos comprendidos y queridos. Además, no solo facilita estas prebendas socioemocionales que fluyen de la estricta relación afectiva, sino que constituye un excelente recurso para el enriquecimiento personal al propiciar que aprendamos de las experiencias, de los conocimientos y de las vivencias de los demás.

Casi intuitivamente, sabemos que la conciencia de la amistad es algo que se instaura en la infancia, cuando nos incorporamos a las instituciones escolares, sean guarderías, escuelas infantiles o colegios. No en vano invocamos a menudo la recurrente frase: “es un amigo de la infancia”. En el mundo occidental, donde la mayoría de los niños se escolarizan desde hace siglos, es la escuela el lugar donde solemos descubrir a los otros y a sus valores, que son distintos de los nuestros, como lo son sus familias. Hasta entonces, la estirpe respectiva es generalmente la proveedora casi única de los vínculos socioafectivos. Ahora, en la guardería o en el colegio, se amplía el horizonte y se aprenden otras cosas: a compartir, a confiar y a querer a otras personas de edades similares, con las que se establece una relación que influye en el desarrollo recíproco. Para que este aprendizaje se perfeccione idóneamente es primordial la actitud que se trae desde el hogar que, lógicamente, está muy influenciada por el comportamiento de los padres. De ahí que sea una realidad incontrovertible que los niños cuyas familias valoran y potencian la amistad tengan más amigos.

Casino de La Baia-Elx.
Pero la mistad no es patrimonio exclusivo de la infancia; también se da en distintas etapas de la vida y en diferentes grados de importancia y trascendencia. A lo largo de la adolescencia y de la juventud casi todos porfiamos por recomponer una y otra vez las piezas de nuestro particular rompecabezas afectivo. En ambas etapas evolutivas se suscitan nuevas oportunidades para prosperar en la amistad (la que nos une a nosotros es una evidencia de ello). Paulatinamente, vamos orillando los abigarrados grupos de conocidos, en tanto que merma la profusión de las demasías juveniles. Buscamos, alternativamente, personas con quiénes compartir y avivar nuestras inquietudes personales y psicosociales. Aprendemos, en suma, a querer más y a menos gente ya que, como se suele decir, los verdaderos amigos se cuentan con los dedos de una mano. Casi imperceptiblemente, con el transcurso de los años, acaba pesando más la calidad que la cantidad en las relaciones amistosas. La experiencia vital nos ayuda a ponderar las distancias y las proximidades afectivas en función de nuestras necesidades. No es que se reduzca progresivamente la sociabilidad, sino que nos interesa menos relacionarnos con muchos que rodearnos de quiénes verdaderamente nos importan, de los que nos proveen de bienestar emocional, social y cognitivo. Esa suele ser la propensión evolutiva hacía el perfil finalista de las amistades que, como las nuestras, acaban siendo casi hermandades, uniones hondas ajenas a ocultismos o a enmascaramientos que permanecen como alianzas en el tiempo y se recuperan de todo. Esos son los reconocibles y placenteros vínculos que nos conexionan y que nos motivan los abrazos más sinceros y las miradas más cómplices.

Además, la amistad genera unos beneficios impagables. Está demostrado, por ejemplo, que tener amigos amortigua el estrés y alarga la vida. ¿Quién nos iba a decir que las relaciones socioafectivas son la medicina más barata a nuestro alcance? Pues así lo testifican más de cien estudios científicos que revelan que la amistad es muy provechosa para la salud. Tan es así que se ha contrastado que las personas que tejen estrechos lazos amistosos adquieren protectores biológicos, que les reducen el riesgo de morir de enfermedades graves porque desarrollan un sistema inmunitario más resistente. Además, gozan de mejor salud mental y son más longevas que las que no disfrutan de apoyo social. Así que, más allá de la particular percepción y de la valoración que cada cual tenemos y/o hacemos de la amistad, indiscutiblemente, es una realidad subyugante que termina fidelizándonos a todos.

Hoy nuestra particular y amistosa peregrinación por los lugares de la provincia recaló en Elx, la ciudad que vio nacer a Antonio Antón y que hace años adoptó como vecinos a Elías y a Luis, y a sus respectivas familias. Elx es mucho más que la tercera ciudad del País Valencià por razón de su población, o la vigésima del Reino de España, como se prefiera (la cuarta, si se excluyen las capitales de provincia). Desde la época de la Reconquista, su término municipal está dividido en partidas rurales y pedanías que rodean el casco urbano por los cuatro puntos cardinales. Su número y superficie han ido cambiando con el paso del tiempo, siendo actualmente treinta las partidas ilicitanas. Nuestros anfitriones nos han llevado a dos de ellas, situadas respectivamente al suroeste y al sureste de la trama urbana: Pusol y La Baia.

Antonio Antón había fijado el meeting point en su casa, junto a la carretera de Santa Pola. A las once en punto, allí estábamos todos, como clavos, a excepción de Elías. Nos hemos dispensado los abrazos y arrechuchos protocolarios, hemos saludado a Paqui y, tras apurar algunos improvisados cafés, hemos emprendido la marcha hacia la escuela de Pusol, siguiendo a Antonio por el laberinto de caminos y veredas que vertebran inmemorialmente el Camp d’Elx. Junto a la escuela se hallan las instalaciones del Centro de Cultura Tradicional, conocido popularmente como el Museo de Pusol, que nació el año 1969 como parte del proyecto pedagógico La Escuela y su Medio, que dirigía Fernando García, su alma mater. Una interesantísima propuesta para incorporar al curriculum escolar el estudio de los oficios y tradiciones del Camp d’Elx. Aquella modesta y voluntarista instalación se ha transformado recientemente en un complejo museístico, inaugurado en 2001, que integra salas de exposiciones, áreas de almacenamiento, talleres de conservación y restauración, sala de usos múltiples, biblioteca, archivo, zona de servicios, huerto de estudios medio-ambientales, etc. Un espacio espléndido que acoge fondos únicos que ilustran y documentan distintos aspectos etnológicos relativos a la agricultura, el comercio, la industria, el folklore, las tradiciones, etc. del Camp d’Elx. En 2009, fue incluido por la UNESCO en el Registro de Prácticas Excelentes en Materia de Salvaguarda del Patrimonio Cultural Inmaterial. En síntesis, una delicia de visita realizada de la mano de Fernando y Mª José Picó, que nos han acompañado amabilísimamente explicándonos anécdotas y detalles curiosos e interesantes que nos han permitido evocar decenas de recuerdos asociados a los centenares de objetos, utensilios y productos que allí se exponen y que forman parte de nuestras propias biografías.

Cumplimentada la faceta cultural del encuentro, rebasado ampliamente el mediodía y cercana la hora del aperitivo, Antonio nos ha propuesto dirigirnos directamente a la siguiente estación, proposición que ha sido aceptada unánimemente. A pocos quilómetros hacia el este se encuentran dos partidas rurales: La Baya Alta La Baya Baja, que comparten núcleo urbano, tradiciones y servicios. Tal vez por ello sus habitantes las denominan genéricamente La Baia, sin más. Según el Onomasticon Cataloniae, el nombre deriva de la Serra del Tabaià, situada al norte del término municipal, cuyas últimas ondulaciones alcanzaban estos lugares separándolos de la costa. Con tres mil almas es la cuarta pedanía en población, siendo conocida más allá de sus confines por los luctuosos sucesos acaecidos allí en 1938, 1981 y 1984, todos enfrentamientos de grupos de vecinos con delincuentes comunes ventilados en la cercanía del celebérrimo “Pi de la Baia”, que hicieron popular en la comarca el dicho “En la Baia te veas”, que suele destinarse a las personas a quienes no se les desea nada bueno. Por encima de estos circunstanciales e infaustos sucesos, la Baia ha acogido a ilustres vecinos como el Mestre Canaletes, que impartía clases en muchos lugares del Camp d’Elx, el Tio Ximenez, que vivió 106 años, o el Tio Fregidor, inspirado poeta en valencià, que colaboraba en los diarios de principios del siglo XX.

Nuestro destino estaba muy próximo al meritado pino, aunque nada tenía que ver con él. Se trata del famoso “Casino”, el mejor restaurante de la localidad, propiedad de la familia Alemany, que elabora un delicioso “arròs en costra”, cuya fama ha trascendido las fronteras ilicitanas. Además de restaurante, el establecimiento ha sido tradicionalmente punto de encuentro de muchos de los hombres de La Baia, que después de la jornada de trabajo iban a tomarse una copa y echar una partida al dominó o a las cartas.

Acabábamos de sentar los respectivos reales en la terraza trasera, cuando ha aparecido Elías, que venía de atender obligaciones odontológicas, al que hemos saludado efusivamente, como merece. Inmediatamente, nos hemos aplicado a dar cuenta de unas cuantas mahous y de algunos vinos y refrescos, que han acompañado a unos frugales aperitivos, antesala obligada del contundente menú de la casa, que hemos pasado a degustar en la parte noble del establecimiento.

Acomodados en una mesa redonda, cual pares sin “primus”, hemos dado buena cuenta de los aperitivos, a base de pan tostado con aceite virgen y recién exprimido de aceitunas de la Montaña, que traía Alfonso, al que han acompañado taquitos de queso, zepelines, calamares a la andaluza y croquetas, junto con una ensalada que era el necesario contrapunto a la contundente “costra” que ha seguido, maridada con más mahous, un par de botellas de Ramón Bilbao y algún “colpet” de café licor con gaseosa o bitter Kas, según gustos. Un excelente menú rematado por una sabrosísima tarta de almendras con helado, que nos ha regalado los paladares entremezclada con pequeños sorbos de un brut Juve Camps.

Apenas se había vaciado el salón y ya habíamos dado inicio a la sobremesa en la que, como es habitual, hemos abordado el repaso general a los asuntos pendientes: próximos encuentros, situación del país y las pensiones, misceláneas y recuerdos, apuntes pseudofilosóficos, etc., etc. Sin que nos hayamos apercibido, la brevedad de estos días otoñales nos ha echado encima el titileo de las primeras farolas del alumbrado que anunciaba el crepúsculo. Una señal de despedida que todos hemos atendido, dirigiéndonos a los vehículos, dándonos los postreros abrazos y emprendiendo cada cual su particular camino de vuelta a casa.

Aún no habíamos descendido de los coches cuando recibíamos a través del whatsup la enésima reflexión de Pascual: “Queridos amigos, jornada feliz acabada. Llego a casa. Y cuando uno duda del origen, de los porqués de las relaciones humanas, se encuentra que llega a casa pletórico de lo que ha vivido hoy, solo cabe pensar que la necesidad de uno respecto a los otros, se sacia con vosotros. Justificáis todos los porqués. Gracias por sostener la filosofía de lo que se ha venido en llamar amistad. Gracias a todos y hoy a Antonio y a Paqui”. A mí solo se me ocurre rematarla con una pequeña apostilla, la que inscribe la frase que escribió hace años Katherine Mansfield, que dice: Siempre sentí que el gran privilegio, el alivio y la comodidad de la amistad era que uno no tenía que explicar nada.

Salud, amigos.

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