lunes, 23 de mayo de 2016

Crónicas de la amistad: Alacant (14)

Escribo las primeras líneas de esta decimocuarta crónica de la amistad interrogándome acerca de si, más allá del anecdotario específico de otra magnífica velada que justifica y aporta per se más que suficiente contenido para este particular dietario que empezamos hace unos tres años, puedo añadir alguna reflexión novedosa sobre la amistad. Pronto se disipan mis dudas porque deduzco que una relación afectiva fundacional, un vínculo consustancial a la condición humana, tiene tanto arraigo y tanta historia que será prácticamente imposible agotar el repertorio de las innumerables percepciones, vertientes, aristas, enfoques, reflexiones, sentimientos o vivencias que ha originado a lo largo y ancho de la historia de la Humanidad. De hecho, tanto la amistad como los amigos han sido temas bienqueridos y versados por los clásicos antiguos y modernos, desde Platón o Aristóteles a Epicuro, pasando por Cicerón, San Agustín, Montaigne o Voltaire, hasta los más recientes y cercanos Laín Entralgo o Julián Marías.

Vaya por delante el anecdotario, que es elemento insoslayable en toda crónica que se precie. Alicante, noche del sábado, 21 de mayo, reservado en la Barra de César Anca. Estrella invitada: Domingo Moro, venido ex profeso desde Ibiza. Diecisiete amigas y amigos sentados a una mesa rectangular magnífica, con buena comida, buenos caldos y un ambiente grato a ojos de todos. El chef nos obsequió hoy con un menú tapeo que incluyó tiradito de atún con rúcula y parmesano, alcachofa rellena de chipirones, crêpe de langostinos, pulpo con all-i-oli, canelón de rabo de buey, merluza confitada y tarta de manzana, que fueron trufados con algunos “postizos” que no desmerecieron, aportados generosamente por Domingo. Para empezar despachamos un aperitivo Palo, mezclado con unas gotitas de ginebra y limón y un toque de agua de seltz, que supo a gloria. Y para acompañar el postre de la casa, espléndida la clásica ensaimada e inimitables “els flaons”, dignísimos remates que tuvieron su guinda en las trufas vileras de Marcos Tonda, que trajeron Rosana y Tomás, y que algunos acompañamos de una copita de Frígola, el destilado de tomillo ibicenco que nuestro colega isleño popularizó en Alicante hace casi cinco décadas. 

Barra de César Anca, mayo de 2016
Hoy quiero aprovechar la crónica para compartir sucintamente una de las vertientes de la amistad, la que acoge la filosofía popular. Tal vez os pueda interesar conocer, recordar o reinterpretar algunos detalles sobre la manera en que se aborda tan preciada relación en la particular cosmología que encierran los adagios.

Debo empezar diciendo que los refranes apenas tratan de la amistad como concepto abstracto, refiriéndose mucho más a los amigos que a aquella. No debe extrañar porque, en general, la sabiduría popular atiende bastante más a lo concreto que a lo abstracto o a lo sofisticado. Sin embargo, ello no significa que los dichos populares tengan menor enjundia o profundidad que las elucubraciones de ensayistas y filósofos, a los que a menudo parafrasean. De modo que iré de unos a otros para intentar demostrar lo que digo.

No he encontrado ningún refrán que defina la amistad como lo hizo, por ejemplo, Cicerón cuando puso en boca del cónsul Cayo Laelio aquella sentencia que la define como “un sentimiento de afecto y benevolencia, un acuerdo perfecto en lo divino y lo humano, lo mejor que, a excepción de la sabiduría, se ha concedido a las personas”. Pese a lo dicho, a poco que meditemos, comprobaremos que esta espléndida valoración de la amistad la refrenda ampliamente el refranero, que incluye pronunciamientos contundentes al respecto: “Quien tiene un amigo, tiene un tesoro”, o “Pobre que tiene amigos, llámese rico”. Y, si optamos por descender al territorio de lo concreto, hallaremos refranes en los que la definición de lo que es un amigo difiere muy poco de las expresiones acuñadas por la filosofía clásica, tales como alter ego o alter ídem. Recordemos si no los que indican, por ejemplo, que: “El buen amigo es otro yo” o “El buen amigo, espejo es en que me miro”.

Por otro lado, como sabemos, la amistad es una forma de amor entre las  personas, que se diferencia de otros sentimientos también recíprocos. Así, el refranero distingue los amigos de los parientes, avalando la primacía de los primeros. ¿No os parece que es así cuando se dice: “Más vale buen amigo que pariente ni primo” o “Lo que ni tu hermano hará contigo, lo hará un amigo”? Sin embargo, como sucede con otras cosas, otro refrán da pábulo a un significado contrario; es aquel que reza: “Más vale gota de sangre que cuarto de amistad”. Evidentemente, son puntos de vista encontrados, no hay más que añadir.

En el refranero se distinguen los amigos de los conocidos. Se afirma al respecto que “Los más de los amigos, no son sino conocidos”, a la vez que se resalta la dificultad de hacer amigos frente a la relativa facilidad con que se acopian los conocidos. “Muchos son los conocidos y pocos los amigos”, sentencia un dicho, que también tiene su versión contradictoria que advierte de que debemos “Esperar más del conocido que del amigo”.

Todos coincidimos en que los buenos amigos se prestan ayuda mutua en cualquier circunstancia: “El buen amigo, en bien y en mal está contigo”, aunque, de la misma manera que las buenas fuentes manan incluso en las épocas de sequía, el refranero informa de que la piedra de toque de la amistad es también la adversidad cuando asegura que: “El amigo leal, más que en el bien, te acompaña en el mal”, o en aquel otro proverbio que reza “En los males se conoce a los amigos leales; que en los bienes, muchos amigos tienes”.

Evidentemente, la amistad hay que cultivarla en todas las etapas de la vida, pero existe un momento privilegiado para que surja: “Las firmes amistades se hacen en las mocedades”. Por otro lado, aunque los amigos sean para cuando se necesitan (“Los amigos y los doblones son para las ocasiones”) conviene no echar mano de ellos exclusivamente en tales circunstancias porque probablemente suceda que “Quien no buscó amigos en la alegría, en la desgracia no los pida”. Por otro lado, el refranero aborda otra dimensión importante de la amistad. Es rotundo cuando dictamina que se debe dar entre iguales: “La amistad entre iguales es la que más vale”, o “Amigo y compadre, búscalo entre tus iguales”. Y también cuando advierte de que no deben obnubilarnos los espejismos de la amistad que se sustenta en la desigualdad: “Entre amigos desiguales no hay franca correspondencia, sino mando y dependencia”, o “ Entre desiguales, no hay verdaderas amistades”.

Algunos aforismos abundan en las diferencias existentes entre amistad y fraternidad, asegurando que ésta no se elige, sino que se acepta sin más. En cambio, los amigos se escogen: “El amigo escogido, el hermano como es venido”. No faltan las advertencias sobre las cautelas que deben observarse en esa elección: “Toma amigo fiel y secreto, si eres discreto”. Por otra parte, se dicen otras muchas cosas de la amistad. Por ejemplo, se considera que está por encima de los años (“La amistad no tiene edad”), que supera las distancias (“Del amigo ausente como si fuera presente”), que exige respeto y franqueza (“Al amigo y al caballo, no apretallo”), que se fundamenta en la lealtad y en la confianza mutuas (“Ni yerba en el trigo, ni sospecha en el amigo”) y que no precisa de un trato especial (“Entre amigos y soldados, cumplimientos son excusados). Y por si fuera poco se asegura que la verdadera amistad exige liberalidad (“La bolsa y la puerta, para los amigos abierta”), demanda imaginación y camaradería (“En el gran aprieto, se conoce el amigo neto”, “En luengos caminos, se conocen los amigos”) y también correspondencia (“No es amistad la que siempre pide y nunca da”).

Podéis imaginar que cuanto antecede apenas significa una somera aproximación a una perspectiva tan poco novedosa como interesante sobre la que tal vez vuelva otro día. Concluiré con una referencia a Ortega, que creo que pone un buen colofón a esta larga digresión; él decía que la triple regla de oro de la relación amistosa: benevolencia, beneficencia y confidencia, hace de la amistad la cima del universo. Tal vez la cosa no sea para tanto, pero debe estar cerca. Y para muestra un botón. Releamos algunos de los guasaps que ayer y hoy inundan nuestro “Botellamen de Dios” y tendremos una excelente piedra de toque para contrastar con verosimilitud los párrafos anteriores: “Fue una noche mágica”, “Magnífica velada”, “Mirad qué contentos estamos”, “Fue una velada excelente, tanto el menú como vuestra compañía, que al final es lo que importa”, “Espero que nunca decaiga el ánimo”, “Una estupenda trobada”, “Tantas horas que estuvimos juntos pasaron en pocos minutos”, “Es un privilegio compartir con vosotros”, “Estamos resacosos de tanto cariño y alcohol”, “Lo del dissabte són vitamines per a l’ànim, quin goig”…

Cierro el capítulo de hoy evocando las viejas canciones y el nuevo himno que todas y todos “interpretamos”, dirigidos magistralmente, como siempre, por Antonio Antón. Quiero hacer una mención especial a las rosas que Domingo obsequió a nuestras compañeras, que esta vez asistieron al encuentro. Una delicia compartir tanto sentido y tanta coral sensatez y simpatía, aunadas y representadas imaginariamente por ese pequeño y atento detalle, que sirvió para despedir la noche enredados en la delicada fragancia de las emociones sentidas por quiénes compartimos el tiempo y la quietud de la memoria y del afecto.

martes, 17 de mayo de 2016

Cuatro escenarios en busca de actores.

La situación en el país es ciertamente inquietante. Aún a riesgo de simplificar demasiado, la visualizo mediante cuatro escenarios en los que faltan los personajes. Ese es, justamente, el nudo gordiano de la cuestión: los espacios escénicos están ahí, los que describo y algunos otros, pero ¿contamos con actores capaces de interpretar los papeles que demandan los retos que proyectan?

Escenario 1. La imprescindible gobernanza
Me parece que el país necesita hoy un liderazgo lúcido y un programa político realista que permita asentar una gobernanza que aborde y dé respuesta a los aspectos fundamentales de la economía, reactivando la actividad productiva y fomentando el empleo. Considero igualmente imprescindible e inaplazable amortiguar los estragos de una crisis que ha dejado en cueros a un sistema productivo desequilibrado y poco diversificado, que se ha llevado por delante buena parte del estado del bienestar, que ha producido una enorme exclusión social, que ha laminado casi todos los derechos laborales y sociales logrados tras décadas de sacrificio y lucha ciudadana, que ha cortocircuitado la investigación y ha propiciado la emigración del talento y que, desde hace demasiados años, ha consolidado el desempleo estructural que nos atribuye el “honor” de ser los adalides del paro en Europa.

Ese liderazgo es imprescindible para desplegar una actividad sociopolítica que combata y neutralice hasta el límite de lo posible la corrupción estructural que se ha instalado en el sistema político y en las instituciones. Además,  debe incentivar e impulsar nuevos flujos económicos para diversificar la actividad productiva y evitar que en el futuro volvamos a sufrir los efectos de la sobreexposición a los riesgos de una economía monopolizada por el ladrillo y sus derivados. Indiscutiblemente, esa nueva gobernanza debería reenfocar y gestionar el realineamiento con la Unión Europea renegociando los compromisos mutuos. De manera que, sin abandonar el marco del euro, se debe conseguir el cambio de las políticas que rigen la moneda única para lograr la efectiva reducción de la austeridad, que es insoportable para millones de personas y que colapsa el despegue de la economía.

Tales aspiraciones deberían traducirse en acciones de las fuerzas políticas dirigidas a consensuar y aprobar presupuestos realistas a lo largo de la legislatura, que Bruselas tendría que refrendar y que cobran pleno sentido en el marco de un gran pacto de estabilidad que dé coherencia y recorrido a la acción política de un gobierno plural y legítimo, respaldado por una amplia mayoría parlamentaria.

Escenario 2. El multipartidismo.
El último sondeo del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), realizado en abril, insiste en la redundancia de los porcentajes de voto para todos los partidos en las elecciones del 26J; lo que equivale a decir que se repetirán prácticamente los mismos resultados: 43% de votos para la derecha (PP y Ciudadanos) y 44 % para la izquierda (PSOE, Podemos, En comú, Compromís, Mareas e IU). También se pronostica que bajará la participación y que la izquierda en conjunto obtendrá menos proporción de votos (aproximadamente un 2% menos que en diciembre pasado). Otra cosa es la distribución de los escaños. El PSOE parece que repite diputados y la coalición Podemos-IU-Mareas-Compromís probablemente no llegue a 80, ya que concentra sus votos en las grandes ciudades y eso lo penaliza expresamente el sistema electoral. Así pues, parece plausible que esta coalición de partidos logre más votos que el PSOE, pero no más diputados.

En este nuevo escenario de crisis del bipartidismo e implantación de la fragmentación parlamentaria, sorprende que la clase política no tema las consecuencias del desacuerdo y la repetición sucesiva de las elecciones. No digo yo que el miedo sea buena compañía pero, en buena medida, él y la necesidad de dar respuesta a un país a la deriva (no debemos olvidar que, como decía Toynbee, la historia se repite, con matices) fueron los elementos clave que impulsaron los acuerdos de las fuerzas políticas en la transición e hicieron posible la democracia. Somos de natural olvidadizos, pero deberíamos evitar semejante torpeza e, incluso, quienes no tienen memoria porque son demasiado jóvenes deberían estudiar la historia para evitar repetir sus peores secuencias.

El nuevo modelo instaurado en la política española, el llamado “multipartidismo del bloqueo”, en el que tienen gran protagonismo los partidos emergentes, está propiciando un parlamentarismo incapaz de lograr acuerdos para la gobernabilidad. Es curioso que una generación nacida en la democracia del acuerdo se muestre incapaz, al menos por ahora, de hacer que el consenso y la palabra sean herramientas para construir alternativas a favor de los intereses generales de la ciudadanía. Todos aseguran que es su principal objetivo aunque, paradójicamente, lo que trasluce su comportamiento cotidiano es que para ellos la política es casi exclusivamente cortoplacismo y puro interés partidista.

Escenario 3. Un sistema electoral injusto y obsoleto.
En las pasadas elecciones, la Comunidad Valenciana, con un censo de 3.561.911 habitantes, eligió 32 diputados de los 350 que componen el Congreso y 12 senadores de los 208 que integran el Senado. Por su parte, Castilla-León y Castilla-La Mancha tenían un censo conjunto de 3.597.586 habitantes, es decir, alrededor 35.000 personas más. Pues bien, estas dos últimas eligieron 53 diputados y 56 senadores, es decir 21 diputados y 44 senadores más que nosotros. No son necesarios más ejemplos porque tales datos desenmascaran la trampa del sistema electoral, el trapicheo que elección tras elección hace que las cosas apenas se muevan. Esta artimaña legal se construye sobre dos criterios arteros consagrados por la Constitución: la circunscripción provincial, que impide que partidos con un 15% de voto obtengan representación en las demarcaciones que reparten 4 ó menos escaños; y la desigual asignación de escaños por población, que penaliza algunas de las Comunidades Autónomas más pobladas y privilegia especialmente a las conservadoras y envejecidas provincias castellanas.

El ejemplo mencionado sirve también para refrendar la constatación de que el Senado es un aliado incondicional del inmovilismo. A menudo se argumenta que la Cámara Alta no sirve para nada, y no es verdad. Es cierto que no puede vetar leyes menores, pero puede impedir la reforma constitucional. De modo que no debe juzgarse a la ligera su auténtico papel. El método de elección de los senadores (4 por provincia, sistemáticamente) hace  que la mayoría conservadora sea casi incuestionable. Otro ejemplo lo aclarará más. En Alicante, pese a lo que ha caído por estos lares, en las últimas elecciones el PP obtuvo el 34,7% de los votos al Senado, que se tradujo en un 75% de los escaños (3 de los 4 que había en juego). Esto se repite en todas las circunscripciones, con lo que, obviamente, las grandes beneficiadas son las Comunidades divididas en muchas provincias. Si nos tomamos la molestia de sumar las que integran Castilla, Andalucía y Extremadura, comprobaremos que les corresponden 96 de los 208 senadores, que representan un porcentaje superior al 46% de la Cámara. Ello determina que la plurinacionalidad del Estado se estrelle contra un enemigo insuperable: la “pluriprovincialidad”, el truco matemático-legal que adultera las reglas de la democracia española y que tantos quebraderos de cabeza ocasiona al Estado.

En ese escenario, tal vez sea hora de abordar una reforma electoral integral que, entre otras novedades, permita el gobierno de la lista más votada o la celebración de una segunda vuelta que dé estabilidad, dado que parece que los consensos van a ser poco menos que imposibles, al menos en lo que dependa de una generación política "3emes": mediática, mediocre y miope; que se ha impuesto a lo que antiguamente se llamaban “estadistas”; es decir, aquellos hombres y mujeres que han engullido las maquinarias de los partidos políticos cuyos objetivos parecen circunscritos a alimentar sus propios resortes y a quienes los mantienen.

Escenario 4. Los desequilibrios territoriales y la financiación autonómica.
Sobre uno y otro tema han corrido ríos de tinta. Aunque teóricamente el Estado de las Autonomías se basa en la igualdad territorial y en la solidaridad, existen viejos y nuevos desequilibrios socioeconómicos y demográficos entre las comunidades autónomas. Sus causas fundamentales son las diferentes condiciones naturales y la desigual distribución de los recursos, la localización de las actividades económicas más dinámicas en cada momento histórico y las actuaciones humanas, que los han acentuado hasta épocas recientes. Las políticas de incentivos regionales y de distribución de los Fondos de Compensación Interterritorial, las balanzas fiscales, etc. han sido objeto de controversias recurrentes entre los Gobiernos Autonómicos y el Gobierno Central. La realidad es que actualmente las pretensiones secesionistas de Cataluña están sobre la mesa, no es descabellado pensar que aparezcan iniciativas semejantes en otros territorios y siguen sobre el tapete los agravios en la financiación planteados por otras autonomías, aspecto que está muy vinculado al problema anterior. En todo caso, lo que está en entredicho es el mapa autonómico nacido de la Constitución y habrá que hacer frente a los desafíos que plantea la nueva situación porque la experiencia prueba que la política del avestruz, como la desarrollada en los últimos años por el PP, no es la solución de nada sino todo lo contrario.

Frente a los retos que proyectan los anteriores escenarios uno se pregunta:
  • ¿Existen actores políticos con capacidad de actuar y con talla suficiente para intentar resolver los desafíos que tenemos planteados?
  • Si los hubiese, ¿tendrán la decencia o les dejarán contarnos qué piensan hacer de verdad y hasta donde creen, honestamente, que pueden llegar en sus pretensiones? Obviamente, incluyo en ese interrogante los límites del ‘austericidio’, la lucha contra la corrupción, las líneas rojas para los recortes, la posibilidad real de crear empleo que merezca tal nombre, etc.
  • ¿Nos dirán también con quiénes están dispuestos a pactar o aliarse para sacar adelante el país? ¿Nos confesarán con quienes no se asociarán en ningún caso? ¿Se comprometerán a cumplir sus promesas y a dimitir irrevocablemente si no lo hacen?
  • ¿Nos dirán antes de que los elijamos si, en el hipotético caso de que se conforme una mayoría parlamentaria suficiente para sostener un gobierno en minoría, se abstendrán para dejarlo gobernar durante un tiempo razonable?
Estas y otras muchas preguntas debieran responderse en las próximas semanas. Es mucho lo que nos jugamos y todos deberíamos esforzarnos por estar a la altura que exige la complicada situación del país.

lunes, 9 de mayo de 2016

Mi tío Frandisco.

Cuando me siento a la mesa del comedor en la casa del pueblo suelo hacerlo frente a un pequeño aparador que hay en uno de los lados, rematado por una pequeña alacena con puertas de cristal que permiten ver los objetos que hay en su interior. Allí guardamos una exigua vajilla y una cristalería ínfima, acompañadas de pequeñas reliquias de loza, unas heredadas de nuestros antepasados y otras que han logrado sortear el paso de los años. Una de ellas es una hucha con forma de cerdito. Como está a la altura de los ojos, cuando me siento, reparo involuntariamente en ella como lo hago en un elegante tigre de bengala que, pese a la pequeñez de su tamaño, da prestancia a su función de palillero, aunque confieso que jamás lo he visto encima de la mesa haciendo las veces de tal. Pues bien, esa pequeña hucha tiene su historia.


Empezaré por decir que no he errado al escribir en el título el nombre "Frandisco". Así lo conocimos todos; su hermana, mi abuela Magdalena, y sus hijos, y todos sus resobrinos nacidos de ellos, entre los que me cuento. La razón es muy simple, en los territorios de habla churra -y en otros- son muy habituales los cambios consonánticos en el habla. Este no es más que uno de las decenas de ejemplos que podría mencionar. De modo que, hecha la aclaración, seguiré refiriéndome a mi tío por su nombre correcto. 

El tío Francisco era un un hombre menudo, de pequeña estatura, cuerpo enjuto y ademanes educados, matizados con el sesgo de esa amabilidad casi servil que impregna las maneras de muchas de las personas que han sido asistentes en el ámbito doméstico o en el profesional. Su cara, de contornos redondeados y rasgos poco prominentes, era tan blanquecina que desvelaba a las claras que sus ocupaciones y devociones le permitían eludir las inclemencias atmosféricas. Ningún otro rasgo destacaba más de su fisonomía que la boina que lucía habitualmente, que le confería el característico semblante cercano y bondadoso que se asocia a los abuelos. Tal vez, especialmente en él, la boina era un complemento que concordaba perfectamente con su carácter y probablemente con la imagen que deseaba proyectar, más allá de su natural e intrínseca utilidad. Cuando se dejaba caer por el pueblo, fuera cual fuese la época del año, era inseparable de ella, de ese complemento tan habitual de la vestimenta de los hombres del lugar que, sin embargo, contrastaba con la indumentaria que solía lucir mi tío. Sus zapatos, sus pantalones y su chaqueta denotaban inmediatamente que no era persona de aquellos pagos. Tales prendas le delataban ipso facto, desvelando que su vida transcurría lejos del pueblo, y más que probablemente en una ciudad. Por otro lado, era un hombre extraordinariamente afable, de esas personas que tienen la sonrisa en la boca permanentemente, que han desterrado de su habla las estridencias y los exabruptos, y en cuyos diálogos menudean las palabras gratas y los comentario amables o agradecidos. Ese era el tío Francisco que recuerdo.

Vivía en Barcelona. Desconozco porqué y cuándo decidió irse a esa ciudad. A veces he especulado sobre lo que pudo llevarle allí y apenas he logrado deducir más de dos alternativas plausibles: o su vida era absolutamente imposible en el pueblo, o había tanta hambre en su casa que no tuvo otro remedio que emigrar. Nunca supe por qué se fue, ni la razón de que pasarse buena parte de su vida allí. Sé lo que me dijeron, que tenía un empleo como conserje en un garaje y que así se ganó la vida mientras vivió, sin penurias, razonablemente satisfecho y relativamente feliz.

Volvía al pueblo regularmente cada año. Creo que la mayoría de las veces coincidía con las navidades o el año nuevo, pero no lo aseguraría. En una de esas visitas me regalo la hucha a la que hacía referencia. Me dijo que la había comprado en Andorra, un lugar que rememoraba con admiración y que a mí me sorprendía siempre. Me preguntaba qué sería eso de Andorra. Entonces la imaginaba como un territorio lejanísimo, un sitio al que casi sería imposible llegar. Hablaba maravillas de aquel pequeño país y todos los sobrinos le preguntábamos incansablemente porque nos embelesaba escuchar las historias que nos contaba. En aquella ocasión, aprovechó una visita a mi casa para obsequiarme el cerdito. Seguramente sería alguna circunstancia especial, que no recuerdo. Aseguró que me lo trajo de Andorra, que lo compro allí pensando en mí porque sabía cuánto me gustaba escuchar las historias de aquella tierra, para que tuviese un recuerdo de ella que me traería suerte y que me ayudaría a visitarla cuando fuese mayor. Creo que acertó y tal vez por ello todavía lo guardo en la alacena. Es verdad que un tanto deteriorado porque en su momento lo llene de monedas y lo vacié agujereando toscamente su parte superior. Pero, más allá del agujero que desdora su lomo, el cerdito conserva milagrosamente su integridad casi sesenta años después. 

Las visitas del tío las esperábamos los sobrinos como agua de mayo. La razón era evidente, verlo y llegar el maná era lo mismo. Cuando venía se nos aparecía el Señor en forma de una disponibilidad de monedas que desconocíamos a lo largo del año. Para empezar, a todos nos caía un duro de papel, de aquellos de color verde con la efigie de Alfonso X el Sabio, que nuestras madres ponían inmediatamente a buen recaudo para evitarnos las tentaciones. Más allá de recibir individualizadamente ese capitalazo, permanecer junto a el era como estar cerca de una máquina tragaperras desregulada que, sin apostar, a poco que te descuidabas, te caía una moneda de diez céntimos o de dos reales, e incluso alguna peseta que otra. De modo que, mientras mi tío estaba en el pueblo, él y sus sobrinos éramos la misma cosa, él era el árbol y los demás su propia sombra. Siempre con la sonrisa la boca, siempre con esa palabra cariñosa que todos recordamos, con su disposición permanente para disfrutar de la "canalleta", cariñoso e importado apelativo con el que nos designaba cuando hablaba con sus convecinos. A menudo le decían, "Frandisco, ¿qué, de paseo?" Y él respondía siempre, "Pues sí, mira, aquí vamos, con la canalleta". No sé cuánto catalán aprendió, aunque presumo que poco, también desconozco la voluntad y el empeño que puso en ello, pero esa palabra tan cercana y tan cariñosa formaba parte de su vocabulario esencial, y también del nuestro, aunque entonces desconociésemos su origen.

Guardo mi cerdito en la alacena como oro en paño, me lo estimo como mi tío nunca imaginó, tengo intención de conservarlo mientras viva porque siempre será el fetiche que me recuerde que hace muchos años tuve un tío -que pudo ser cualquiera de mis abuelos, a los que por desgracia no conocí- con el que disfruté unos pocos días al año los buenos ratos que no tuve oportunidad de compartir con ellos.

martes, 3 de mayo de 2016

Éxodos.

No puedo evitar que la ira y la impotencia me dominen cada vez que tengo ante mis ojos una fotografía o una secuencia de TV en las que aparecen personas harapientas, que han salido de su país hacia un exilio forzoso, al que les empujan guerras y circunstancias que les son ajenas y que les condenan a vagar por centenares, por miles de kilómetros, sin ruta ni destino conocidos, abandonados al albur de su propia suerte, muriéndose en el camino o extenuándose para llegar a las puertas del paraíso que representa para ellos la Unión Europea.

Cuando veo a esas mujeres desaliñadas que parecen las abuelas de sus propios hijos, tristes, sucios y andrajosos, que cogen de la mano o llevan en sus brazos; cuando contemplo a los hombres deslustrados, viejos en plena madurez, pasear sus miserias y su desesperación por caminos enlodados, varar chalupas destartaladas o zodiacs inmundas en nuestras playas y acantilados, porfiar por atravesar fronteras alambradas y selladas por policías y soldados; cada vez que se nos muestran esas desgarradoras e inhumanas escenas no puedo evitar cabrearme y reprobar radicalmente las injusticias que las producen. Una infamia que condena a millones de personas normales y corrientes, que no hace mucho tiempo sobrevivían felizmente en sus pueblos y ciudades, a emigrar a la fuerza por causa de las guerras y conflictos que asolan las tres cuartas partes del mundo, impidiendo vivir a las gentes con normalidad y decencia en los lugares que les vieron nacer o en los que eligieron para vivir.

Salvando la enorme distancia que existe entre estas realidades y las que viví personalmente, comparto con quienes las sufren los sinsabores del indeseado y penoso peregrinaje. El mío fue incomparablemente menor en longitud, sufrimiento y expectativas, aunque probablemente, de algún modo, me motivó pensamientos y sentimientos parecidos a los suyos. Yo también sé lo que es emigrar de mi tierra y hacerlo a la fuerza. Mi pequeño éxodo no obedeció a motivos épicos, como las guerras o las grandes represiones. Su desencadenante fue la enfermedad que le sobrevino a mi padre, que le inhabilitó para realizar el trabajo que le había ocupado los cincuenta años precedentes. Según los médicos esa dolencia le ponía ante una disyuntiva: seguir con lo mismo que hacía y perecer en pocos meses, o abandonar su oficio de agricultor y subsistir de otro modo.

Sebastião Salgado, Éxodos.
Obviamente, optó por la segunda alternativa y ello acarreó que todos, mis padres y nosotros, que entonces éramos adolescentes, dejásemos nuestra tierra, nuestra familia, nuestros amigos, nuestros intereses, hasta nuestros incipientes enamoramientos, y nos trasladásemos a vivir a trescientos kilómetros del lugar donde nacimos y pasamos la infancia. A una ciudad que carecía de significado, a una tierra extraña de la que no teníamos referencias y en la que debíamos rehacer nuestras vidas.

Recuerdo muy bien aquel viaje que emprendimos hace cincuenta años, que no fue precisamente un paseo triunfal. Corría el mes de agosto del año 66. Mis padres habían consumido aquella tarde cargando en un pequeño camión, propiedad de un vecino del pueblo, los enseres que habían decidido llevar consigo. Serían las diez y media o las once de la noche cuando nos dijeron que había llegado la hora de emprender la marcha. Cerraron con llave la puerta de la casa y todos, cabizbajos, nos dirigimos a la entrada del pueblo, donde estaba estacionado el pequeño camión. Mi padre y el conductor nos ayudaron a acomodarnos entre los muebles y los bártulos que habían cargado en la caja; luego, ambos subieron a la cabina e iniciamos lentamente la travesía, dejando casi cuanto teníamos a nuestras espaldas. Sentados en las mismas sillas que utilizábamos en casa, mi madre, mi hermana y yo viajábamos hacia lo desconocido, recorriendo un itinerario que fue desgranándose a lo largo de la noche por carreteras secundarias, para evitar que nos sorprendiera la guardia civil desplazándonos en condiciones que no eran reglamentarias. Así transcurrió aquella larguísima madrugada, entre el traqueteo de las carreteras polvorientas y la incomodidad de unos asientos inadecuados, que en nada amortiguaban los vaivenes y sobresaltos que acompañaban la trayectoria de aquel precario vehículo.

Serían las cinco y media o las seis de la mañana cuando llegamos a Alicante. Nos detuvimos en una gasolinera que había a la derecha de la carretera, casi a la entrada de la ciudad. Bajaron José, el Aniceto, que era el conductor, y mi padre. En silencio, acurrucados bajo el entoldado que cubría nuestro inusitado habitáculo, oímos que preguntaban por la dirección que nos habían facilitado y a donde debíamos ir. Allí obtuvieron las oportunas indicaciones. Todavía era de noche y no era oportuno encaminarse directamente al lugar que nos aguardaba. De modo que, según deduje tiempo después, la camioneta debió adentrarse en la ciudad tomando la empinada calle que bordea la vertiente septentrional del castillo de Santa Bárbara, continuaría por Vázquez de Mella para, finalmente, descender la cuesta de la Fábrica de Tabacos. Recorridas unas decenas de metros, aproximadamente en su intersección con la calle La Huerta, decidieron estacionarla. Agotados y somnolientos, permanecimos allí descabezando un breve sueño hasta que se hizo hora de buscar nuestro destino en el barrio del Altozano. De modo que en ese extremo del barrio de San Antón terminamos de pasar la noche. Yo no podía dormir y estuve atenuando el mal cuerpo y el mareo que me produjo el incómodo viaje curioseando a través de los intersticios de las lonetas que cubrían la camioneta, escudriñando las luces y las viviendas y, a medida que se acercaba el alba, a las personas que entonces se dirigían a sus trabajos.

Finalmente, a la hora que les pareció prudente a mis padres, nos pusimos de nuevo en marcha. Bordeamos la plaza de toros y enfilamos la avenida de Alcoy hasta el Rancho Grande, un bar hoy desaparecido situado en el Altozano que acabó dando nombre a aquella zona del barrio. Cerca de allí estaba la vivienda que nos esperaba. Todavía retengo en mi memoria el aspecto que presentaba aquella casa recién construida, aquel larguísimo pasillo de la entrada con sus tramos de escaleras que daba acceso a la especie de guarida, que era la lóbrega vivienda del conserje, en la que deberíamos vivir los próximos años. Evoco con nitidez la descarga de los enseres y su acomodo en las pequeñas habitaciones, la primera comida y la soledad que nos embargó aquella tarde, reunidos en una morada que no nos pertenecía y que entonces nos pareció, más que el hogar de una familia, la celda de unos condenados.

Son algunos de los sentimientos y sensaciones que me provocó el pequeño éxodo interior que emprendí entonces hacia un territorio que apenas distaba unos centenares de kilómetros y que, pese a que era desconocido, pronto descubrí que formaba parte de mi entorno cultural y social. Porque es justo reconocer que esta ciudad nos acogió con los brazos abiertos, hasta el punto de que con el paso de los años la hemos considerado nuestra casa porque aquí hemos construido el grueso de nuestras vidas, aquí han nacido nuestros hijos y aquí viven la mayoría de nuestros amigos.  

Cuando veo en las fotografías y en las secuencias de televisión a los ejércitos de personas demudadas y famélicas, perdidas en la inmensidad de las llanuras centroeuropeas, hacinadas frente a las fronteras o porfiando en los vagones de los trenes; cuando observo a las madres con sus hijos en brazos y a los hombres que las acompañan porteando cual bestias los cuatro enseres que han podido salvar; cuando verifico que se les cierran barreras y pasos, que se les mantiene a raya y se les deporta a países periféricos con regímenes autoritarios, sin habilitar ninguna solución estructural, razonable y sostenible, a la miseria de sus vidas, ni aquí ni en los territorios de donde proceden, siento una profunda tristeza y me consume la rabia y la impotencia. No puedo evitar reeditar el terrible destierro, la incertidumbre, la impotencia y la soledad que se siente cuando se abandonan forzosamente las raíces y se empieza a vivir -o a malvivir- una nueva existencia lejos de ellas. Nadie debiera ser sometido a tamaña crueldad y mucho menos ser condenado a vagabundear por el mundo.