jueves, 30 de junio de 2016

La puta mili.

Ramón Tosas Fuentes, conocido artísticamente como Ivà, fue un historietista español, prematura y accidentalmente desaparecido con apenas cincuenta y dos años, que trabajó en revistas icónicas como El Papus, Hermano Lobo, Barrabás o El Jueves. Para esta última creó dos de sus series más célebres Makinavaja e Historias de la puta mili, que fueron adaptadas al teatro, al cine y a la televisión en los años noventa. Ivà fue un culo inquieto en lo personal y un personaje muy interesante en lo profesional. Hombre de izquierdas, persona culta y viajera, y gran lector; todas ellas características que traslucía su trabajo, una obra que ha sido encuadrada en el “feísmo” de la época del boom del cómic adulto en España, una tendencia estética en la que abundan los personajes con cabezas desproporcionadas en relación con el resto de su cuerpo, en la que los fondos de las historietas son prácticamente inexistentes y en la que el texto, cargado de intencionalidad, ocupa la mayor parte de la viñeta. A ella se han asimilado otros destacados dibujantes como Óscar (Óscar L. Nebreda), Ja (Jordi Amorós),  Gin (Jordi Ginés) o Fer (José Antonio Fernández).

Las Historias de la puta mili son pequeñas narraciones autoconclusivas, generalmente de un par de páginas, en las que se parodia en clave satírica el servicio militar. En ellas la vida castrense se muestra en su dimensión más caótica y absurda a través de situaciones intencionadamente disparatadas que el autor construye a partir de las anécdotas que le cuentan o que inventa. No es nada extraño que una creación así se abriese paso entre nosotros. En España, el servicio militar ha tenido problemas de aceptación social desde que se creó como tal a la muerte de Fernando VII hasta su suspensión en 1996, aunque siguiese siendo obligatorio hasta 2001. No solo fue cuestionado por discriminar a la población por razón de su renta (las familias con más recursos pagaban y lograban que sus hijos lo eludiesen), sino también por su sesgo partidista y su escasa funcionalidad, por la incompetencia de muchos de los mandos y por dar cobijo a prácticas socialmente inaceptables, como el maltrato, la discriminación o el servilismo. Se dice muchas veces que la realidad supera la ficción. Personalmente viví algunas situaciones que sobrepasan los disparatados contenidos de las tiras de Ivá, y hasta algunas de las delirantes escenas de las adaptaciones cinematográficas de sus historietas.

Empezaré diciendo que hice las milicias universitarias, una modalidad de servicio militar pensada para los estudiantes consistente en trocearlo para que pudiésemos cumplirlo durante veranos sucesivos, en el intervalo vacacional de los periodos académicos, evitando así la interrupción de los itinerarios formativos. No fue ese mi caso porque, cuando hice el primer “campamento” en el CIR de Rabasa, ya había concluido la carrera y estaba ejerciendo de maestro. Obviamente, me sucedió lo mismo con los dos periodos restantes, que completé respectivamente en la toledana Academia de Infantería y en el Regimiento Vizcaya 21, de Alcoy. Contaré un par de anécdotas para no hacerme pesado, porque ya se sabe lo que sucede cuando se aborda el tema de la milicia en las tertulias varoniles.

De mi periodo como recluta en el Centro de Instrucción de Rabasa mencionaré un chascarrillo relacionado con el “rancho”, que es el apelativo que se da en el argot castrense a la alimentación de la tropa. El protagonista es un sargento de la compañía en la que yo estaba enrolado. Antiguamente, los sargentos eran suboficiales que solían alcanzar su empleo mediante promociones sucesivas desde su inicial condición de soldados rasos. Tras muchos años de servicio militar, reenganches, cursos, etc. lograban ascender a sargentos o brigadas, empleos con los que concluían su carrera. Existen expresiones en la jerga soldadesca que aluden peyorativamente a su escasa formación, a sus maneras toscas y a sus expresiones maleducadas. Pues bien, como decía, a las pocas semanas de mi llegada al cuartel despertó mi curiosidad comprobar diariamente que el referido sargento aparecía cada día en nuestro pabellón provisto de una enorme cartera, que paseaba marcialmente como no lo hacía ningún otro suboficial.

Permanecí en la extrañeza un cierto tiempo hasta que un día, queriendo disipar mis conjeturas y seguramente en la medida que lo permitían las circunstancias, decidí hacer un seguimiento de tan singular personaje. Comprobé que asiduamente entraba en el pabellón, dirigiéndose inmediatamente al cuarto reservado a los suboficiales. Al rato salía y, a lo largo de la mañana, atendía las tareas que tenía encomendadas. Ni rastro de la cartera hasta el mediodía, cuando portando de nuevo el cartapacio se ausentaba del cuartel. Así sucedía jornada tras jornada, semana tras semana, sin que vislumbrase indicio alguno que me permitiese averiguar la utilidad de aquel extraño complemento. Hasta que un día me sonrió la fortuna. Esa mañana me adjudicaron el servicio de limpieza y lo que ello conllevaba: una dilatada permanencia en el barracón. Justamente, esa fue la coincidencia que me permitió descubrir secreto tan bien guardado y esclarecer, por tanto, lo que durante tanto tiempo me intrigó: el hipotético e inusual interés de un militar de baja graduación por los asuntos académicos.

En uno de los extremos de aquella larga nave que compartíamos mandos y tropa había un gran cajón de madera. De buena mañana, los panaderos depositaban en él los chuscos, es decir, los bocadillos con los que nos alimentábamos diariamente las doscientas y pico personas que residíamos allí. Por la mañana, cada cual cogíamos nuestro par de chuscos y, oportunamente, a los toques de fagina, nos dirigíamos a la cantina en formación. Esos denostados bollos resultaban muy socorridos porque el rancho era inmundo y un bocadillo era recurso que satisfacía razonablemente las necesidades más perentorias. Lo abríamos por la mitad, depositábamos en él el contenido de una lata de sardinas o un poco de embutido o queso, y salíamos airosos del trance. Aquel comedor era una auténtica ruina que suscitaba comentarios sobre lo bien que remedaba los procesos del reciclaje orgánico - utilizando sus abundantísimos deshechos para la alimentación de los cerdos de una granja castrense habilitada cerca de allí, que en la fase de retorno se integraban en los menús- y también sobre el oscuro negocio que hacían con sus cuentas los capitanes encargados de su gestión. Hasta el punto de que había quienes aseguraban que capitán que entraba de turno, su coche que cambiaba. En fin, ¿qué decir al respecto?; seguramente cosas de gente lenguaraz, que abundaba y abunda por doquier.

Pues bien, ese día sorprendí al sargento en cuestión llenando con chuscos su espaciosa cartera, con absoluta naturalidad, sin “cortarse” un pelo. Puede imaginarse mi decepción. Yo, que había conjeturado con las aficiones literarias de mi suboficial, que había puesto en tela de juicio algunos de los más zafios lugares comunes de la profesión castrense, debí rendirme ante la evidencia de aquella cartera que, lejos de acoger en su interior apuntes, novelas o tratados filosóficos, apenas alcanzaba para servir de medio de transporte a los chuscos que abastecían diaria y espuriamente las necesidades de una familia.

La segunda anécdota sucedió en la Academia de Infantería de Toledo. Allí los aspirantes a oficial de complemento dormíamos en camaretas de ocho. Los pabellones estaban subdivididos en pequeños compartimentos, en los que se habían instalado cuatro literas dobles y sus correspondientes taquillas. A mi me correspondió la cama superior. En la inferior dormía un compañero gallego, cuyo nombre y apellidos omitiré, aunque los recuerdo perfectamente, que cada día, cuando sonaba el toque de silencio y se apagaban las luces, es decir, cuando lo único que estaba permitido era dormir, justo entonces, se ponía en pie y, con todas sus fuerzas, gritaba tres o cuatro veces la siguiente sentencia: “Esto es la tumba del fascismo, esto es la tumba del fascismo…”

Inmediatamente, otro compañero de la camareta de al lado sacaba de la taquilla un magnetófono de bobina abierta y, con el máximo volumen que permitía aquel pequeño artilugio, hacía sonar La Internacional, que inmediatamente era acompañada por un ensordecedor tarareo proferido por buena parte de la tropa. Al menos a mi me lo parecía entonces. Puede imaginarse la escena: una dependencia de la ilustre Academia de Infantería de Toledo, de la cuna de la gloriosa infantería, mancillada por unos estudiantones que profanaban noche tras noche aquel templo de la milicia.

Obviamente, a requerimiento del oficial de semana, el correspondiente de guardia enviaba a los pocos minutos la dotación que mandaba a nuestro pabellón. Inmediatamente, nos hacían recoger del armero los fusiles de asalto CETME y provistos de ellos, en calzoncillos, desfilábamos escaleras abajo hasta el zaguán del Regimiento, donde se había instalado un hermosísimo pino de Navidad porque estábamos en diciembre. Allí, el oficial nos hacía formar, daba la orden de presentar armas y haciendo tal cosa, es decir, sujetando en suspensión frontal un fusil que pesa 4,5 kg, permanecíamos como podíamos –algunos caíamos, otros sujetábamos los fusiles de manera lamentable, todos luciendo los impresentables gayumbos reglamentarios, en fin, un espectáculo que me gustaría volver a ver por un agujerito– por espacio de una o dos horas, dependiendo de la “humanidad” del oficial que correspondía cada día. Tras aquella rendición de honores al emérito pino, absolutamente deshechos, volvíamos a nuestras respectivas literas, no sin antes acordarnos de todos los antepasados de algunos de los que nos rodeaban. Así sucedió casi todas las noches de aquel diciembre de 1972, ¡cómo para olvidarlo!

Podría contar infinitas anécdotas, pero no caeré en la tentación. No vaya a ser que alguien me requiera la cartilla militar, me movilicen como reservista que soy, me monten un consejo de guerra y me hagan repetir la mili. Yo ya no estoy para eso.

lunes, 27 de junio de 2016

Más “maera”.

Casi 7.000 casos de estafas y corrupciones, desahucios, pobreza energética, más corrupción, Gürtel, Acuamed, Baltar, ley “mordaza”, Rodrigo Rato, Bárcenas, Brugal, exilio y fuga de cerebros, papeles de Panamá, embargo de la sede del PP, Rita Barberá, Carlos Fabra y Alfonso Rus, caso Cooperación, PP partido imputado, impuesto al sol, cuatro millones de parados, rescate a Bankia, comparecencias en plasma, amnistía fiscal, Fernández Díaz y la policía patriótica, manipulación de RTVE, Ley Wert, IVA cultural al 21%, Operación Púnica, privatización de la sanidad, recortes en educación, sanidad y dependencia, subida de tasas universitarias, contra-reforma laboral, hucha de las pensiones reducida a menos de la mitad, empobrecimiento de la clase media y trabajadora, seis meses de desidia gubernamental, 130 millones de euros gastados en unas elecciones innecesarias, etc., etc. han logrado lo que parecía imposible: reforzar al Partido Popular y debilitar a la izquierda, que ya no es alternativa de gobierno.

Los resultados electorales son de una contundencia abrumadora. Pese al aluvión de los escándalos mencionados –¿qué más tiene que pasar para que los ciudadanos desalojen a un gobierno tan indigno?, es la pregunta que recurrentemente escucho– ahí está la realidad: Rajoy ha ganado las elecciones mejorando notoriamente los resultados de diciembre. Hace solo cuatro meses pudo perder la Presidencia del Gobierno y ahora cosecha el 33% de los votos y llega a los 137 escaños en el Congreso (14 más que el año pasado) y a 130 en el senado (6 más que en la confrontación anterior). Rajoy ha salido claramente reforzado del envite mientras que sus rivales, todos, han fracasado; cada uno a su manera, pero todos están más débiles y en peores condiciones. Las pretensiones de cambio de los nuevos partidos y de la izquierda tradicional han fracasado. Un elocuente sarcasmo que se transmuta en auténtico drama cuando se constata por enésima vez que si Podemos se hubiese abstenido en la investidura de Pedro Sánchez ahora sería imposible que Rajoy fuera presidente.

Sin embargo, siempre hay quién sabe más. Hace dos meses o más que Rajoy daba por seguro que seguiría gobernando. De hecho, en una reunión del Consejo de Ministros, a mediados de abril, pidió a los miembros del Gabinete que siguiesen trabajando en los expedientes informativos que tramitaban para que cuando volvieran a gobernar estuviese hecho parte del trabajo normativo que compete al Gobierno. Entonces, Rajoy barajaba que su vuelta al despacho presidencial se produciría, como muy tarde, en la primera semana de agosto, es decir, dentro de cuarenta días. Un dato que reafirma su confianza en permanecer en La Moncloa es que, por esas fechas, dio orden de activar los trámites para dar forma a los Presupuestos Generales del Estado de 2017, dos meses antes de lo habitual. En esta ocasión adelantó la previsión a causa de la campaña electoral, pero también con plena confianza en la continuidad del gobierno del PP. El Presidente manejaba entonces un hipotético escenario en el que era patente el aumento del apoyo para el dúo PP-Ciudadanos. Es verdad que era menos optimista que el que han promovido los resultados electorales pero que, en todo caso. evidenciaba que sumaban y hacía posible un Gobierno de coalición, o al menos aseguraba el sostén de Albert Rivera a su investidura. En ese contexto, el visto bueno de C’s a las cuentas públicas emergía como uno de los aspectos fundamentales para el acuerdo.

Y es que los Pedro Arriola y compañía saben mucho más de lo que sabemos los mortales. Y si no saben más, lo que saben lo han aprendido muy bien y no escatiman esfuerzos, ni tienen remilgos, para actuar en consecuencia. Con ellos no van las bagatelas de “mariacomplejines” y “marioacomplejaos”. Bien mirado, tampoco es que sean unos linces, porque su estrategia es más vieja que el picor y se basa en dos premisas inequívocas que conocían griegos y romanos: διαίρει καὶ βασίλευε o, si se prefiere, divide et vinces (divide y vencerás). La segunda, mucho más reciente, es la que asegura que “entre la copia y el original, es preferible quedarse con el segundo”

Desde diciembre hasta ayer el PP ha permanecido desaparecido del escenario político, practicando intensivamente el absentismo y sabiendo que la izquierda es la que estaba expuesta –incluso sobreexpuesta– en ese tiempo de zozobra e incertidumbre y que, además, tenía inoculado, mucho antes del invierno, el virus que históricamente ha acabado con sus aspiraciones: la fragmentación y el enfrentamiento fratricida. Solo era cuestión de esperar sus efectos. El previsible fracaso de la intentona de PSOE y C’s para formar gobierno añadió el condimento que exigía la coyuntura. A ojos de la izquierda “auténtica”, de Unidos Podemos, el PSOE aparecía como un partido equiparable a la derecha porque pactaba con ella sin complejos. Por tanto, en su ‘lógica’, se imponía afanarse en ocupar el histórico espacio, el de la socialdemocracia, que monopolizaba el PSOE, incluso concurriendo a los comicios en alianza ‘oportunista’ con quienes representan el comunismo y sus epítomes. Por otro lado, de cara a la derecha de siempre, C’s emergía como una mala copia (y, además, traidora, porque pacta con la izquierda), dejando claro a muchos de quiénes ‘circunstancialmente’ se habían ‘confundido’ que, si se opta por el conservadurismo, la mejor alternativa es la que encarna la versión original que representa el PP.

Así han ido manejando los hilos sibilinamente, llevándonos en volandas a través de televisiones, tertulianos, ególatras y desparpajos hacia donde conviene al establishment. El Brexit ha sido una ayuda tan gratuita como impagable de última hora. Una vez más comprobamos que somos peleles en manos de gentes sin escrúpulos. Vivimos en una realidad inexistente, que ni conocemos ni sabemos interpretar. Al menos, yo me declaro insolvente.

sábado, 18 de junio de 2016

¡Maldito ruido!

Decir que España es un país ruidoso, además de una obviedad, es redescubrir el Mediterráneo. Tráfico, trenes, aviones, bares, fiestas populares, discotecas, conciertos... nos convierten en el segundo país más estridente del mundo, solo por detrás de Japón, según un ranking de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Nueve millones de españoles (el 22% de la población) estamos expuestos a niveles de sonido que diariamente sobrepasan los 65 decibelios que establece la OMS como máximo tolerable. Un disparate como otro cualquiera.

Sabemos de sobra que el tráfico automovilístico es el más peliagudo de los problemas que generan el ruido en las grandes ciudades, puesto que aporta casi la mitad de la contaminación acústica. Pero hay fuentes adicionales nada despreciables como el tráfico aéreo, que supone alrededor del 15%, o el ferroviario, con un aporte similar. Sumando el ruido que producen los tres principales medios de transporte, el montante alcanza las tres cuartas partes de la contaminación acústica. Aún queda una tercera parte que genera básicamente la actividad comercial y el vecindario, que completan a partes iguales el gran ‘desconcierto’ del ruido en este país. Un problema que tiene carácter sistémico y, por ello, no atañe a una parte concreta de la ciudadanía sino a su conjunto. Es innegable que a quienes concierne en mayor medida es a sus productores, que debieran fabricar vehículos, suministros e infraestructuras más silenciosos, de la misma manera que los gestores de la vida pública debieran esforzarse mucho más en cooperar para instaurar un ambiente confortable, restringiendo el tráfico en determinadas horas y lugares o propiciando transportes alternativos. Pero no nos engañemos, el problema compete al conjunto de los ciudadanos, que deberíamos poner de nuestra parte cuanto menos dos cosas: un poco de educación y compromiso, y algo de sentido común. Y aquí hemos de reconocer que fallamos estrepitosamente.

Porque, según las estadísticas, las denuncias formuladas contra los causantes del ruido atañen fundamentalmente a bares y discotecas, aunque en los últimos años han proliferado las relativas a los problemas con los vecinos. Inconvenientes denunciados por familias que compran o alquilan una vivienda y sufren el malestar que causa un reducido vecindario que altera el descanso de la mayoría de quienes conviven con él. En muchas ocasiones, no siempre, se trata de nuevos estilos de vida que chocan con los estilos tradicionales, que alcanzan situaciones insostenibles que son consecuencia de fiestas, borracheras, peleas, sobreocupación de las viviendas, etc., fenómenos que hace pocos años eran prácticamente desconocidos por estas latitudes. Pero no es este un problema circunscrito a esos ciudadanos, también se da entre quienes no han llegado de fuera y conocen perfectamente las costumbres del país.

Paradójicamente la regulación del ruido en España es amplia y se aborda tanto en la normativa estatal como en la específica de las comunidades autónomas y en las ordenanzas locales. Los tres niveles institucionales tratan de desarrollar los mandatos constitucionales prescritos por los artículos 43 y 45 de la Constitución, que aluden a la necesidad de proteger la salud y el medio ambiente. Y es que está más que demostrado que el ruido produce efectos nocivos que, además de afectar a la dimensión emocional y al bienestar físico de las personas, produce patologías como la sordera. Por eso, hasta la ley de propiedad horizontal contempla las situaciones de ruido entre vecinos, permitiendo a los jueces revocar los contratos de arrendamiento e incluso privar a los propietarios del uso de sus viviendas por un periodo de hasta tres años. Evidentemente, para que se adopten semejantes resoluciones deben haberse constatado previamente infinidad de llamadas a la policía, amenazas, denuncias, etc. Obviamente, solo cuando no hay manera de resolver estos problemas por la vía de la buena vecindad se recurre a los tribunales. Cualquiera que haya tenido alguna experiencia al respecto sabe que, llegados a este punto, empieza un calvario casi interminable. Una vez inmersos en el procedimiento lo que nos aguarda suele ser un dispendio importante, unos esfuerzos ímprobos y unos resultados incomprensiblemente inciertos.

El ruido en España es un problema cultural y medioambiental, y como tal hay que abordarlo. No es asunto que se pueda resolver con medidas sancionadoras, ni tampoco con parches que atajen circunstancialmente sus causas. Acotarlo con alguna probabilidad de éxito exige un estudio concienzudo de sus orígenes, sus dimensiones, sus condicionamientos, sus manifestaciones y sus posibles soluciones, así como el consecuente plan estratégico para su erradicación, incluyendo la combinación de actuaciones pluridimensionales, secuenciadas en el tiempo, que ofrezca alternativas a cuantas vertientes presenta la problemática, desde la dimensión educativa a los comportamientos saludables, desde las medidas punitivas o disuasorias a las propuestas de concienciación ciudadana.

En definitiva, exige una estrategia para lograr que los ciudadanos tomemos conciencia de que el ruido es una lacra que sufrimos innecesariamente todos en mayor o menor medida, y que vale la pena suprimirlo de nuestras vidas porque, entre otras cosas, es insalubre per se y, además, porque si comparamos el contingente de quienes lo sufren con el de los que lo producen veremos la abrumadora e injusta asimetría existente entre ambos colectivos. Ni la ley permite, ni el sentido común justifica que nadie, sea una población minoritaria o mayoritaria, haga sujetos pasivos de las consecuencias de su incivilidad a otras personas, muchas de las cuales tienen situaciones económicas y/o estado físicos y/o anímicos que les incapacitan para hacer frente a tales agresiones, ya que ni siquiera tienen fuerzas o recursos para poner pies en polvorosa y alejarse de las fuentes del ruido, aunque no tengan obligación de hacerlo. Son muchísimos los ciudadanos y las ciudadanas que no tienen otra alternativa que seguir viviendo en sus casas de siempre, que no tienen otra opción que soportar estoicamente las embestidas sistemáticas de impostores incívicos que se lucran y enriquecen al socaire de la permisividad institucional y de la complicidad silente de todos.

Son abundantes los estudios experimentales y epidemiológicos que advierten de los efectos perniciosos del ruido para la salud. Algunos señalan que los europeos perdemos casi dos millones de años de vida saludable, teniendo en cuenta las muertes prematuras y el deterioro de la calidad de vida que genera. Además de la pérdida de audición, las tasas altas de ruido aumentan el riesgo de enfermedad cardiovascular, producen problemas psicológicos, insomnio y un desarrollo cognitivo más lento en la población infantil. Peligros de los que la OMS alerta cada año con la intención de que los distintos gobiernos desarrollen directivas para proteger la salud pública frente al ruido, que es la segunda causa de enfermedad por motivos medioambientales.

Confieso que me molesta extraordinariamente el ruido y que habito lugares que me hacen involuntario sujeto pasivo (y, a la fuerza, paciente) de sus efectos. Soy consciente del mundo que habitamos y de que no es nada fácil compatibilizar la limitación del ruido con el tren de vida que llevamos. Sin embargo, más allá de que no renuncio (ni creo que nadie deba hacerlo) a la saludable aspiración de reducir sustancialmente sus tasas, creo posible y relativamente sencillo implantar pautas de comportamiento ciudadano que hagan más llevadero el trayecto hacia ese irrenunciable y sereno escenario.

Así, a vuelapluma, sin dejarme tentar por proposiciones sediciosas, me pregunto: ¿no podrían limitarse drásticamente las emisiones de ruido en determinadas intervalos del día para asegurar el descanso de todos?; ¿no podría extremarse el control sobre los focos de contaminación y las medidas disuasorias para con los infractores?; de la misma manera que se aíslan las actividades económicas peligrosas de los núcleos poblacionales, ¿no sería posible hacerlo con las productoras de contaminación acústica y ambiental, como los bares, discotecas, ferias, etc.?; ¿es imposible combatir la demagogia y la propaganda de quienes equiparan todo tipo de situaciones, amparándose en la presunta y falaz equivalencia de su importancia económica y en su hipotética contribución a la generación de riqueza? Por decirlo de otro modo, creo que debe desenmascararse a quienes pretenden asimilar la tolerancia frente al ruido que produce durante unos minutos un helicóptero que traslada un enfermo a un hospital a deshoras, o el de un tren que transporta trescientos viajeros, con el que producen varias decenas de personas ingiriendo alcohol con desmesura, acomodadas en las mesas instaladas por un bar en medio de la vía pública, o el que originan unos cuantos vecinos y sus músicas estridentes despreciando el descanso y la salud de quienes conviven con ellos. Son cosas radicalmente diferentes y como tales deben abordarse.

No creo que sea especialmente difícil ir mitigando paulatinamente los efectos del ruido si todos ponemos un poquito de nuestra parte (recordemos lo que ha sucedido con el tabaco, por ejemplo). Ahora bien, no dejemos todo en manos de las autoridades, porque ellas solas no pueden hacerlo. Aquí se ha instalado un statu quo privativo –no hay otro lugar de Europa donde suceda algo similar– cuya erradicación requiere más asenso y más compromiso que el que corresponde o pueden aportan la clase política y los funcionarios. Vamos, lo mismo que para evitar la corrupción. O nos ponemos a la faena una mayoría significativa de los ciudadanos, o unos pocos seguirán campando a sus anchas, apropiándose y viviendo de lo que es de todos y riéndose a mandíbula batiente. Y, por favor, que a nadie se le ocurra pensar aquello tan socorrido de que “yo, en su situación, haría lo mismo” porque entonces sí que se me caen todos los palos del sombrajo.

jueves, 16 de junio de 2016

La inmortalidad de los dioses.

Entre todas las manifestaciones artísticas las que me emocionan con mayor presteza y espontaneidad son las obras musicales. Cada vez que desaparece un compositor reconocido, o un intérprete o ejecutante virtuoso, me aflige la congoja y el desasosiego, me siento incómodo y tristón. No puedo evitarlo. Algo parecido me sucede cuando me entero de que a alguien que me ha deleitado con lo que hace le ha ocurrido algo que le impedirá seguir haciéndolo. La nostalgia y la melancolía se hacen entonces mis compañeras, a veces por unos minutos, otras durante unas horas y, en ciertas ocasiones, hasta por una temporada.

Me sucedió hace pocos días, al inicio de este mismo mes de junio. En una entrevista para la revista Classic Rock, Eric Clapton hacia público que dejaba definitivamente los escenarios por causa de la enfermedad neurodegenerativa que sufre desde hace algún tiempo. El músico británico confesaba que años atrás empezó a tener dolores de espalda, que parece que han evolucionado hasta convertirse en auténticas descargas eléctricas, síntoma de la neuropatía periférica que padece. Quiénes siguen al músico saben desde hace cuatro o cinco años que su situación era complicada. Durante ese periodo se ha visto obligado a cancelar conciertos y comparecencias por sus dificultades crecientes para tocar la guitarra por causa de la insuficiencia nerviosa que le hace perder sensibilidad y le incapacita para controlar los movimientos musculares. Tristemente, Clapton engrosa el particular olimpo de los semidioses vivientes que pueblan el dique seco de la música, como Phil Collins o Brian Johnson, cuyos problemas de salud también les retiraron prematuramente de sus respectivas carreras.

Con Clapton se va uno de los “dioses” de los años gloriosos de la música rock, un reputadísimo músico desde principios de los sesenta. ¿Quién no lo recuerda integrando aquellos The Yardbirds con los que se hizo acreedor a uno de sus apodos más notorios, slow hand (mano lenta)? Esa etapa quedó atrás cuando el grupo decidió grabar For your love, una decisión que él no compartió por considerar que representaba una cesión intolerable a los intereses comerciales. Sus caminos se separaron y Clapton se sumaría casi inmediatamente a las filas de los Bluesbreakers, de John Mayall. El propio Mayall entendió su decisión a la perfección cuando aseguraba que “ninguno de los Yardbirds sabía distinguir un blues de un agujero en el suelo”. El periodo que pasaron juntos sirvió a Eric Clapton para ganarse algo más que el reconocimiento del público, aquello empezaba a ser ya pura idolatría. Es el momento en que los muros de las calles de Londres se rotulan con la célebre pintada: Clapton is God, que tanto agrada a mi hijo que, por cierto, tuvo el privilegio de verlo, quizá en su último gran concierto, el pasado mes de marzo, en el Royal Albert Hall, la mítica sala en la que ha actuado en más de doscientas ocasiones, por lo que algunos han optado por denominarla “Royal Eric Hall”

Tras dejar a los Bluesbreakers, en 1966, el ya ‘dios’ Clapton se embarcó en la formación de distintas bandas, el power trio Cream (1966-1969), el efímero supergrupo Blind Faith (1969) o el proyecto personal Derek and the Dominos (1970-1971) De este periodo se cuenta una anécdota, falsa, como la mayoría, que hace referencia a que la banda Grand Funk Railroad estaba ofreciendo un concierto en el que su guitarrista Mark Farner se dispuso a lucirse con un solo. El público le abucheó y, desconcertado, lanzó al aire una pregunta impertinente: “¿Alguien puede hacerlo mejor?” Una persona aceptó el reto y subió al escenario para demostrarle que sí era capaz de ello, y lo hizo. Obviamente se trataba del mismísimo ‘Dios’, encarnado en Eric Clapton. Naturalmente todo es imaginario en esta leyenda urbana; los personajes son aleatorios, y la historia también porque ‘God’, aunque en su entidad metafísica sea omnipresente, nunca subió a un escenario en manifestación corpórea a humillar a sus compañeros de profesión.

Más tarde emprendió la carrera en solitario, que ha sido larga y fructífera: exactamente veintitrés álbumes. El último, I still you, lo presentó el pasado 20 de mayo. En este trabajo ha contado de nuevo con la colaboración del productor Glyn Johns, que ha trabajado con artistas de la talla de los Rolling Stones, Eagles, Led Zeppelin y The Who. Él fue también el responsable del LP Slowhand (1977), un álbum que incluye éxitos míticos de Clapton como Cocaine, Wonderful Tonigh y Lay Down Sally. Tal vez todavía queda una última oportunidad de oír y disfrutar de ‘Dios’. La prevista y anunciada colaboración del guitarrista en el nuevo disco de los Rolling Stones, que ha trascendido que será de blues y que llegará a finales de año.

He escuchado centenares de veces muchas de sus canciones, aunque solamente he tenido la oportunidad de verlo una vez en directo, fue en el Palau San Jordi, hará una veintena de años, cuando mi hijo –uno de sus más incondicionales admiradores- era un adolescente. Él ha asistido a muchos de sus conciertos y conoce a fondo su discografía. Ha interpretado centenares de veces algunas de sus canciones y le ha copiado sus cosas hasta desgastarlas. Evidentemente, no soy experto en música rock, pero tengo la convicción de que la música de Eric Clapton forma parte de la historia de la música moderna. Tal vez mucho menos por sus composiciones que por su exquisitez como intérprete. Gentes que saben del oficio aseguran que es uno de los mejores guitarristas que ha conocido la música moderna.

Canciones como Cocaine o Laila son himnos que forman parte de la vida de muchos de nuestros convecinos, particularmente de quienes nacieron en los años 50 del siglo pasado. Clapton es uno de los supervivientes de aquel tiempo de sexo, drogas y rock n’roll, más de una vez lo ha confesado públicamente. Ha alcanzado el estatus de septuagenario salvando importantes altibajos y episodios vitales que le han producido más de un quebradero de cabeza, cuando no disgustos superlativos, como el que motivó que compusiese una de las canciones más tiernas que oído, Teers in heaven, otro hito en la historia de la música moderna.

Nada ni nadie es eterno. Yo no creo en la eternidad, más allá del propio concepto. Sin embargo, de alguna manera cada cual tenemos nuestra particular concepción de la infinitud. Sin duda, God o Slow hand, como se prefiera, será eterno para mi y seguramente para cuántos mortales lo disfrutamos durante el tiempo que permaneció con nosotros.

lunes, 6 de junio de 2016

La pobreza es vegetariana.

El título lo tomo prestado de un artículo que publicó el diario Información hace unas semanas firmado por Pino Alberola. En él se decía que, según el Instituto Nacional de Estadística (INE), en la provincia de Alicante más de 50.000 personas no pueden comprar y comer carne o pescado cada dos días como aconsejan los nutricionistas y que las entidades que ayudan a las gentes necesitadas tampoco consiguen suministrarles alimentos frescos con regularidad porque carecen de los recursos necesarios. Históricamente, la alimentación de un determinado grupo social ha estado bastante condicionada por su contexto vital y por los usos que se hacían de él. En unos casos los territorios fueron o son productivos y/o tenían o tienen bien organizada su explotación; ello redunda en la abundancia y variedad de los víveres disponibles en las despensas y, por ende, en la adecuada satisfacción de las necesidades alimenticias de sus habitantes. En otros casos,  sucedió y sucede justamente lo contrario y, cuando es así, los recursos económicos suelen ser requisitos indispensables para lograr lo que no se posee. Y se tienen o no se tienen; ergo, se vive razonablemente bien, o se malvive.

En mi casa, con cierta frecuencia, discrepamos a propósito de los menús. Mi mujer, que es quien suele cocinar, es muy proclive a incorporar todo tipo de vegetales a cualquier comida. Es tan raro que en un menú falte la ensalada, como inusual que verduras y legumbres estén ausentes de cualquier plato, sea al mediodía o por la noche. Ella desciende de una familia que tenía muy enraizada esa costumbre culinaria, que sigue practicando no solo por tradición sino por convicción. Contrariamente, yo participé en mis años mozos de una cultura mucho menos proclive al uso de los vegetales en la dieta. Si bien es cierto que al final de la primavera y durante el verano lechugas, cebolletas, rábanos, tomates, pimientos, berenjenas…, así como abundantes variedades de fruta estaban presentes en ella, no lo es menos que, cuando llegaba el otoño y flojeaba la cosecha familiar de frutas y hortalizas, éstas desaparecían de la mesa como por arte de ensalmo y no volvían a reaparecer hasta la primavera siguiente. Tal vez por ello, casi inconscientemente, censuro su machacona reiteración en los menús actuales.

Probablemente mi actitud es un atavismo arraigado en las prácticas culinarias de la tierra en que nací y, específicamente, en las de mi madre, una excelente cocinera que acostumbraba a sacar el máximo partido de las provisiones que se procuraba. Ello no obstante, aquellos eran tiempos en los que si algo sobraba era escasez y precariedad, especialmente de productos y viandas ajenos a nuestro hábitat, como los coloniales, las conservas industriales, los derivados lácteos o la carne de ternera, un bien escaso donde los hubiera por los pagos serranos. En aquellos años, más allá de su aceptación y disfrute estacional, los paisanos teníamos asociadas las frutas y verduras a los periodos de mayor carestía. ¡Cuántas veces oímos decir a nuestras madres aquello de que como no tenían nada para elaborar la comida prepararían un arroz con cuatro berzas y un puñado de caracoles, o con una raspa de bacalao! La olla viuda, el caldo de borrajas o las patatas cocidas con unos ajos y algo de pimentón eran socorridos recursos a los que se echaba mano cuando, especialmente durante el invierno, menguaban los víveres más consistentes. De ahí que no sea difícil deducir que, en nuestro imaginario, mentar las verduras y las hortalizas era aludir a las situaciones de carestía. En aquella tierra, entonces y ahora, los menús considerados suculentos incluyen abundante carne y casquería, además de legumbres y hortalizas. La olla churra, los pucheros, los arroces, las gachas o las migas, entre otras delicias, son exponentes de una gastronomía recia y contundente, común a las zonas montaraces en las que el clima, el terreno y las ocupaciones son duros y exigentes. Lo cierto y verdad es que han pasado cincuenta años y todavía no he logrado desprenderme completamente de ese cliché atávico que en cuestiones de dieta considera sinónimos vegetales y precariedad, de la misma manera que hace homólogos productos cárnicos y prodigalidad.

Tal vez por cuanto vengo diciendo me sensibilizo con el sentir de las asociaciones de vecinos, ONGs, organizaciones de ayuda y bancos de alimentos. Pienso, como ellos, que es cierto que supermercados, centros comerciales, particulares… les donan comida, pero casi siempre se trata de verduras y hortalizas, o de productos no perecederos. Ironizo, como ellos, manifestando que entre unos y otros nos están convirtiendo en vegetarianos. Y es que solamente algunos días, y con un poco de suerte, obtienen de los supermercados pescado congelado con el que preparan paellas o arroces para brindárselos a sus singulares ‘clientes’, a los que normalmente les ofrecen huevos con patatas fritas como segundo plato.

En este puñetero mundo que vivimos, la pobreza se cronifica mientras las redes familiares se debilitan cada vez más. Los subsidios se agotan y el dinero de las indemnizaciones que su día compensaron los despidos se esfumó. Los responsables de la catástrofe aseguran continuamente que estamos saliendo de la crisis y que los subsidios son improcedentes e ineficientes porque hacen que la gente se relaje y no se aplique a lo que ‘toca’, que es buscar trabajo sean cuales sean las condiciones y sea cual sea el salario. Contrariamente, instituciones poco sospechosas, como la Cruz Roja, martillean con sus mensajes asegurando que el número de personas en situación de pobreza está estabilizado y hasta crece. Dicen que, al inicio de la crisis, la cuestión se circunscribía prácticamente al reparto de alimentos; en cambio, ahora, se han multiplicado los frentes que deben atender, que incluyen los suministros de material escolar, los productos de higiene, las ayudas para los comedores escolares, las becas, etc.

Volviendo a lo dicho, será un atavismo irracional, será muy saludable comer frutas y verduras, será lo que pretendamos que sea…, lo siento, me identifico plenamente con los actuales desheredados de la fortuna y con quiénes les procuran el sustento diario. Cuando de lo que se trata es de llenar el estómago en sentido literal, la dieta mediterránea, vegetariana o terapéutica, y los menús hipocalóricos, disociados o macrobióticos, son auténticas ‘boutades’. Cuando la cruda realidad se circunscribe a saciar literalmente el hambre –al fin y al cabo, ¿tiene otra finalidad la alimentación?–, la salubridad pasa a un segundo plano y lo que se ansía no es otra cosa que lograrlo con viandas sustantivas que mantengan enhiestas las potencialidades de los cuerpos y los espíritus, ¿o no? Pues eso.