Las
últimas luces del día ponían el broche a una jornada que despedíamos
deslizándonos con nuestros vehículos por las sinuosas vías que enlazan el
Comtat, l’Alacantí y el Vinalopó. Carreteras que serpentean mientras salvan el
desnivel y la escasa distancia que media entre las heredades próximas al
Benicadell, los valles del Vinalopó y la costa. Un recorrido pausado y trufado
de luces ambarinas, dispersas en un paisaje nebuloso, que se ofrecía como
envoltorio perfecto para las creaciones del inefable Ennio Morricone, el amigo
de los Leone, Tornatore, Tarantino y tantos otros, que sonaban en el coche de
Pascual, amenizando el regreso con compases de piezas sublimes, que han sido
telón de fondo de historias de acción y de aventuras, o de tragicomedias y
dramas, en decenas de películas que jalonan nuestras biografías. Nada mejor que
esas armoniosas modulaciones para aderezar las postreras conversaciones y
despedir otra jornada fantástica, que recordarán nuestros corazones y conservarán
nuestras pupilas.
Esta
vez la cita era al mediodía, en Muro, la patria chica de Elías, un lugar tradicionalmente
hacendoso y fabril que reivindica y proclama su independencia de la capital comarcal
y exhibe orgulloso su vínculo con el río de Alcoi, que lo apellida. Tal vez por
ello, el restaurante Alcoyano era la primera estación. Allí, Juanvi había
dispuesto unos quintos y algún vermut para suavizar la espera que, como siempre,
se reveló párvula. Apenas pasaban dos minutos de la hora acordada y todos estábamos
allí: los Antonios, Luis, Elías, Alfonso, Sofo, Pascual, Tomás y quien
suscribe. Mientras nos saludábamos con los primeros abrazos y brotaban los
primeros comentarios, despachamos un frugal tentempié a base de ensaladilla
rusa, almendras y panchitos recién tostados, y unos champiñones que la esposa
de Juanvi prepara maravillosamente. Entretanto, conocimos la noticia del día,
que nos recordaba por enésima vez que la justicia no es tal, y que mucho menos
es ciega. Los poderosos siguen yéndose de rositas mientras los demás nos
quedamos estupefactos, con tres palmos de narices, por más que nos desahoguemos
mentando sus ancestros o los de quienes tienen la obligación de administrar
justicia.
Un
breve desplazamiento en coche nos trasladó al Celler de la Muntanya. Allí nos estaba esperando Juan Cascant, alma
máter del proyecto, que fue el anfitrión perfecto durante la visita. Nos estuvo
contando con amenidad, no exenta de rigor, y con todo lujo de detalles el corto
devenir de una empresa que es modélica en muchos aspectos. Conocimos de su
amistad con Toni Boronat y su importancia en el origen de este modelo
productivo colaborativo, que no solo busca ser rentable para el agricultor sino que pretende evitar el abandono de los
cultivos, preservar los ecosistemas
y propiciar la biodiversidad agraria. Nos decía Juan que lo que realmente
pretenden es implementar un modelo empresarial ético y comprometido
con su entorno, según los preceptos de la Economía del Bien Común,
promovidos por el economista austriaco Christian Felber.
La
mayoría de los viñedos tienen una extensión de entre cinco y seis hanegadas, y
son fruto de herencias familiares. Los
hijos y nietos de los antiguos agricultores, que se dedican a otras
cosas, viven con ilusión esta nueva experiencia del cultivo de la tierra, hasta
el punto de que en ciertos casos la explotación agrícola ha revitalizado la cohesión y el reencuentro familiar. Y
es que uno de los principales leitmotiv del proyecto es la recuperación del
viñedo tradicional, a base de cultivarlo en microviñas heterogéneas, con suelos,
climas, orientaciones geográficas y variedades diferentes, que aseguran la
singular idiosincrasia de los vinos.
Particularmente
me sorprendió un detalle en el que nos hizo reparar nuestro anfitrión. En un momento
del recorrido, nos mostró lo que denominó un pequeño tesoro, una reliquia del
pasado que intentan recuperar. Se trataba de unos plantones de la variedad
denominada “farana” o “plantafina de Pedralba”, que hace años que desapareció
de estos pagos. La mención a Pedralba, una localidad vecina de Gestalgar, mi
pueblo, me puso en la pista del recuerdo. Mi padre cultivaba algunas cepas de esta
variedad, que allí se denominaba “plantafina”, en una pequeña parcela de apenas
dos o tres hanegadas situada en la Loma de la Casa Suay. Recuerdo perfectamente
como apreciaba estos racimos de uva blanca y temprana, de grano pequeño y
espaciado, hollejo dorado y sabor particularmente dulce, que seleccionaba y
reservaba para el postre con que acompañábamos las frugales comidas del
mediodía durante la recolección de la algarroba.
En
una larga hora –que nos pareció cortísima– Juan nos ilustró acerca del
sentido que tiene hoy la práctica de la economía del bien común, una
pseudoutopía que incluye el moderno concepto de “comercio justo”. No sólo nos
explicó la motivación, los esfuerzos, la dedicación, el interés o la necesidad
que han impelido su búsqueda colaborativa e incansable, el esfuerzo que han
desarrollado para poner en valor una explotación que es mucho más que una simple
iniciativa económica o un mero negocio. Lo suyo, además de eso, es cuasi una
utopía que sobrepasa los límites de la economía, que anida en la concepción
más holística de la cultura y que arraiga en los intersticios de la etnología, de
la historia y de la idiosincrasia de unas gentes y de un territorio que
constituyen su sustento y que parecen decididos y comprometidos en no dejar
escapar esta oportunidad.
La
visita concluyó con una cata de los caldos de la casa, de magnífica factura,
que Juan nos descubrió respetando los cánones de una ocupación tan
especializada y sibilina. Y aprovechamos la ocasión. La mayoría, lerdos en la
materia, aprendimos a mirar, a oler y a
paladear los vinos que nos ofreció, pero sobre todo comprobamos la pasión de un
hombre por lo que cree, por lo que hace y por el territorio en el que vive.
Fuera
de tiempo, alargando la visita lo que era imposible, y tal vez más, nos apresuramos
a llegar al restaurante de Víctor, una magnífica elección de Elías, donde
degustamos un menú excelente, como siempre. Aperitivos completísimos a base de
croquetas de bacalao y boquerón; tomate y all-i-oli para embadurnar las
tostadas, pulpo asado y unos chipirones majestuosos que dieron paso a una olleta
portentosa, a la que no le faltaba nada y que se había cocido en su punto
exacto, que hizo las delicias de la inmensa mayoría de los comensales,
exceptuando un par que echó por el camino de en medio y se despachó con los
socorridos platos de carne y pescado. Todo ello fue convenientemente regado con
cerveza y con un Peña Cadiella, de
Vins del Comtat. Unos postres dulces, trufados con fruta de temporada, completaron
el menú, que rematamos con unos sorbos de Naturalment
dolç, 2011, un malvasía, señor del Celler de la Muntanya, que puso el justo y adecuado colofón a un buen
menú.
Como
es habitual, con los postres empezó la sobremesa que, en esta ocasión, fue
pródiga en cantos y dedicaciones. La vena italiana se impuso a cualquier otra
pretensión. Desgranamos (así como suena) canciones de Mina y de Celentano, de
Pipino de Capri y de Domenico Modugno, de Riccardo Crocciante y de Patty Bravo,
trufadas con otras de Raimon (que Antonio Antón siempre pone sobre la mesa,
como Dios manda) y con otras francesas de
gentes legendarias como Adamo o Aznavour. Incluso asomaron por allí Demis
Roussos, los Platers, los Relámpagos,
los Pekenikes, Juan Pardo, los Brincos y hasta Karina.
Aquello
se iba poniendo “caldosito” y decidimos que era hora de escampar. Eso sí, previamente
habíamos acordado las próximas citas. El
21 de abril, en Alcolecha, por decisión de Alfonso, a quien corresponde ser el
anfitrión. La siguiente será una asamblea general nocturna, que se celebrará en
Alicante, el 3 de junio, a la que concurrirán nuestras parejas y Domingo Moro,
que se desplazará ex profeso desde Ibiza. Será el anticipo que anuncie urbi et
orbe el solsticio estival y les Fogueres de Sant Joan, también el Festival Fifty Years on the road, que
celebraremos en septiembre.
Y
así, entre risas y chascarrillos, repartiéndonos los vinos que nos procuramos
en el Celler, despedimos este nuevo
encuentro, con plácemes y abrazos, disfrutando incontinentemente de nuestra
amistad, de esa pócima maravillosa que nos ha engatusado a todos, de esa
costumbre a la que somos adictos y de la que no pensamos desertar.
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