sábado, 18 de febrero de 2017

Crónicas de la amistad: Muro (17)

Las últimas luces del día ponían el broche a una jornada que despedíamos deslizándonos con nuestros vehículos por las sinuosas vías que enlazan el Comtat, l’Alacantí y el Vinalopó. Carreteras que serpentean mientras salvan el desnivel y la escasa distancia que media entre las heredades próximas al Benicadell, los valles del Vinalopó y la costa. Un recorrido pausado y trufado de luces ambarinas, dispersas en un paisaje nebuloso, que se ofrecía como envoltorio perfecto para las creaciones del inefable Ennio Morricone, el amigo de los Leone, Tornatore, Tarantino y tantos otros, que sonaban en el coche de Pascual, amenizando el regreso con compases de piezas sublimes, que han sido telón de fondo de historias de acción y de aventuras, o de tragicomedias y dramas, en decenas de películas que jalonan nuestras biografías. Nada mejor que esas armoniosas modulaciones para aderezar las postreras conversaciones y despedir otra jornada fantástica, que recordarán nuestros corazones y conservarán nuestras pupilas.

Esta vez la cita era al mediodía, en Muro, la patria chica de Elías, un lugar tradicionalmente hacendoso y fabril que reivindica y proclama su independencia de la capital comarcal y exhibe orgulloso su vínculo con el río de Alcoi, que lo apellida. Tal vez por ello, el restaurante Alcoyano era la primera estación. Allí, Juanvi había dispuesto unos quintos y algún vermut para suavizar la espera que, como siempre, se reveló párvula. Apenas pasaban dos minutos de la hora acordada y todos estábamos allí: los Antonios, Luis, Elías, Alfonso, Sofo, Pascual, Tomás y quien suscribe. Mientras nos saludábamos con los primeros abrazos y brotaban los primeros comentarios, despachamos un frugal tentempié a base de ensaladilla rusa, almendras y panchitos recién tostados, y unos champiñones que la esposa de Juanvi prepara maravillosamente. Entretanto, conocimos la noticia del día, que nos recordaba por enésima vez que la justicia no es tal, y que mucho menos es ciega. Los poderosos siguen yéndose de rositas mientras los demás nos quedamos estupefactos, con tres palmos de narices, por más que nos desahoguemos mentando sus ancestros o los de quienes tienen la obligación de administrar justicia.

Un breve desplazamiento en coche nos trasladó al Celler de la Muntanya. Allí nos estaba esperando Juan Cascant, alma máter del proyecto, que fue el anfitrión perfecto durante la visita. Nos estuvo contando con amenidad, no exenta de rigor, y con todo lujo de detalles el corto devenir de una empresa que es modélica en muchos aspectos. Conocimos de su amistad con Toni Boronat y su importancia en el origen de este modelo productivo colaborativo, que no solo busca ser rentable para el agricultor sino que pretende evitar el abandono de los cultivos, preservar los ecosistemas y propiciar la biodiversidad agraria. Nos decía Juan que lo que realmente pretenden es  implementar un modelo empresarial ético y comprometido con su entorno, según los preceptos de la Economía del Bien Común, promovidos por el economista austriaco Christian Felber.

La mayoría de los viñedos tienen una extensión de entre cinco y seis hanegadas, y son fruto de herencias familiares. Los hijos y nietos de los antiguos agricultores, que se dedican a otras cosas, viven con ilusión esta nueva experiencia del cultivo de la tierra, hasta el punto de que en ciertos casos la explotación agrícola ha revitalizado la cohesión y el reencuentro familiar. Y es que uno de los principales leitmotiv del proyecto es la recuperación del viñedo tradicional, a base de cultivarlo en microviñas heterogéneas, con suelos, climas, orientaciones geográficas y variedades diferentes, que aseguran la singular idiosincrasia de los vinos.

Particularmente me sorprendió un detalle en el que nos hizo reparar nuestro anfitrión. En un momento del recorrido, nos mostró lo que denominó un pequeño tesoro, una reliquia del pasado que intentan recuperar. Se trataba de unos plantones de la variedad denominada “farana” o “plantafina de Pedralba”, que hace años que desapareció de estos pagos. La mención a Pedralba, una localidad vecina de Gestalgar, mi pueblo, me puso en la pista del recuerdo. Mi padre cultivaba algunas cepas de esta variedad, que allí se denominaba “plantafina”, en una pequeña parcela de apenas dos o tres hanegadas situada en la Loma de la Casa Suay. Recuerdo perfectamente como apreciaba estos racimos de uva blanca y temprana, de grano pequeño y espaciado, hollejo dorado y sabor particularmente dulce, que seleccionaba y reservaba para el postre con que acompañábamos las frugales comidas del mediodía durante la recolección de la algarroba.

En una larga hora –que nos pareció cortísima– Juan nos ilustró acerca del sentido que tiene hoy la práctica de la economía del bien común, una pseudoutopía que incluye el moderno concepto de “comercio justo”. No sólo nos explicó la motivación, los esfuerzos, la dedicación, el interés o la necesidad que han impelido su búsqueda colaborativa e incansable, el esfuerzo que han desarrollado para poner en valor una explotación que es mucho más que una simple iniciativa económica o un mero negocio. Lo suyo, además de eso, es cuasi una utopía que sobrepasa los límites de la economía, que anida en la concepción más holística de la cultura y que arraiga en los intersticios de la etnología, de la historia y de la idiosincrasia de unas gentes y de un territorio que constituyen su sustento y que parecen decididos y comprometidos en no dejar escapar esta oportunidad.

La visita concluyó con una cata de los caldos de la casa, de magnífica factura, que Juan nos descubrió respetando los cánones de una ocupación tan especializada y sibilina. Y aprovechamos la ocasión. La mayoría, lerdos en la materia, aprendimos  a mirar, a oler y a paladear los vinos que nos ofreció, pero sobre todo comprobamos la pasión de un hombre por lo que cree, por lo que hace y por el territorio en el que vive.

Fuera de tiempo, alargando la visita lo que era imposible, y tal vez más, nos apresuramos a llegar al restaurante de Víctor, una magnífica elección de Elías, donde degustamos un menú excelente, como siempre. Aperitivos completísimos a base de croquetas de bacalao y boquerón; tomate y all-i-oli para embadurnar las tostadas, pulpo asado y unos chipirones majestuosos que dieron paso a una olleta portentosa, a la que no le faltaba nada y que se había cocido en su punto exacto, que hizo las delicias de la inmensa mayoría de los comensales, exceptuando un par que echó por el camino de en medio y se despachó con los socorridos platos de carne y pescado. Todo ello fue convenientemente regado con cerveza y con un Peña Cadiella, de Vins del Comtat. Unos postres dulces, trufados con fruta de temporada, completaron el menú, que rematamos con unos sorbos de Naturalment dolç, 2011,  un malvasía, señor del Celler de la Muntanya,  que puso el justo y adecuado colofón a un buen menú.

Como es habitual, con los postres empezó la sobremesa que, en esta ocasión, fue pródiga en cantos y dedicaciones. La vena italiana se impuso a cualquier otra pretensión. Desgranamos (así como suena) canciones de Mina y de Celentano, de Pipino de Capri y de Domenico Modugno, de Riccardo Crocciante y de Patty Bravo, trufadas con otras de Raimon (que Antonio Antón siempre pone sobre la mesa, como Dios manda)  y con otras francesas de gentes legendarias como Adamo o Aznavour. Incluso asomaron por allí Demis Roussos, los Platers,  los Relámpagos, los Pekenikes, Juan Pardo, los Brincos y hasta Karina.

Aquello se iba poniendo “caldosito” y decidimos que era hora de escampar. Eso sí, previamente habíamos acordado las próximas citas.  El 21 de abril, en Alcolecha, por decisión de Alfonso, a quien corresponde ser el anfitrión. La siguiente será una asamblea general nocturna, que se celebrará en Alicante, el 3 de junio, a la que concurrirán nuestras parejas y Domingo Moro, que se desplazará ex profeso desde Ibiza. Será el anticipo que anuncie urbi et orbe el solsticio estival y les Fogueres de Sant Joan, también el Festival Fifty Years on the road, que celebraremos en septiembre.

Y así, entre risas y chascarrillos, repartiéndonos los vinos que nos procuramos en el Celler, despedimos este nuevo encuentro, con plácemes y abrazos, disfrutando incontinentemente de nuestra amistad, de esa pócima maravillosa que nos ha engatusado a todos, de esa costumbre a la que somos adictos y de la que no pensamos desertar.

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