Pronto
hará un año que nació nuestro nieto. Soy persona celosa con mis cosas y
seguramente por ello, durante este largo intervalo, no he hecho referencia
alguna a él en este cuaderno de bitácora que cumplimento con irregulares impulsos.
Lo que en absoluto equivale a que la criatura haya sido ajena a mi pensamiento (no
pasa día que no lo rememore), o que entretanto dejase de admirar su imparable crecimiento
en las fotografías y vídeos que nos procuran sus padres.
El
pasado fin de semana estuvimos cuidando de él en su casa madrileña. Sus
progenitores aprovecharon la celebración del cumpleaños del padre para materializar
esa especie de ceremonia ritual privativa de los papás primerizos y responsables
–que
es equiparable al destete, aunque con matices–, que concreta la primera
separación física de su vástago por espacio de un par de días. Una experiencia
que viven con preocupación y con cierto dramatismo, y que, a la vez, se
corresponde con la asunción de una gratísima responsabilidad por parte de quienes heredamos circunstancialmente la
guarda y custodia de los nietos por la hermosa vía de la confianza de sus
padres, nuestros hijos, que es muy de agradecer.
Cualquier
abuelo sabe por experiencia que atender las necesidades de los bebés es tarea
compleja y cansina. La naturaleza, inmemorialmente sabia, ha instituido el
ciclo de la procreación en los intervalos de edad que aseguran a priori las
atenciones que exige la crianza para cada especie. Obviamente existen las
excepciones, que no son otra cosa que eso, por más que algunos, yendo contra
viento y marea, se empecinen en equipararlas a la normalidad. Digo lo que digo porque
hemos regresado baldados, de no parar y de dormir poco y mal. Aunque tan
rotunda afirmación debe matizarse de inmediato porque a la vez volvemos con el
ánimo por las nubes, avivado por las infinitas complacencias que procuran tan
cándidas criaturas, siendo innegable que los años no perdonan porque, hasta
hoy, nuestro nieto es una criatura excepcional que –aunque se dirá que todos los
niños lo son, y no les falte razón a quienes lo aseguren– facilita enormemente las cosas.
Me refiero a que tiene la fortuna de estar sano, comer como una lima, dormir
como un lirón y ser persona de naturaleza jovial y simpática. Lo habitual en él
son las sonrisas y las pequeñas gracias que ha aprendido, y no los enojos y las
verraqueras. De manera que no sé si sus padres son plenamente conscientes del
tesoro que tienen, que difícilmente se repetirá si alumbran algún otro hermano.
Nuestro nieto conociendo la playa |
En estos
días en los que hemos estado volcados a tiempo completo con el bebé hemos
redescubierto y revivido la condición connaturalmente sensorial de los niños.
Hemos contrastado experimentalmente el empeño con que demandan vernos,
tenernos y sentirnos próximos, chuparnos, olernos, tocarnos, sincronizarse con
nuestros movimientos, en síntesis: sentir la seguridad que les produce la
proximidad de nuestros cuerpos o percibirse acunados entre nuestros brazos.
Hemos
contrastado sus progresos, comprobando con qué atención mira las cosas, cómo se
interesa por los pequeños detalles de los juguetes y de otros objetos de uso
común, cómo está pendiente de cualquier ruidito que oye permaneciendo a la
expectativa hasta descubrir qué o quién lo ha producido, cómo empieza a conocer
a las personas con las que se relaciona regularmente (incluidos nosotros), cómo
corresponde a los estímulos que producen los demás con risotadas y gesticulaciones,
cómo ensaya espontáneamente balbuceos ininteligibles, que son como una especie de
parloteos, que invitan a responderle con vocalizaciones parecidas que
estimulan su incipiente lenguaje, cómo pierde el tiempo tumbado en su pequeño
parque rodeado de juguetes, cómo se entusiasma con las marionetas, con qué
atención sigue las secuencias de las series de dibujos animados en la TV…
También
hemos constatado la incontinente alegría que le produce visualizar el biberón de
la mañana y cómo se desentiende de su inseparable chupete para atender lo que
sabe de sobra que le reportará rendimientos más magros. Nos asombra la fruición
con que sorbe de la tetina y la diligencia con que abre la boca para engullir las
cucharadas de papillas y yogures presurosamente. Nos encanta desnudarlo y
acompañarlo en el disfrute de su baño diario, enjabonándolo entre chapoteos y
risas, entre bromas y juegos, siempre renuente a abandonarlo y renunciar voluntariamente a uno de los
mayores placeres que conoce –al menos así lo pienso yo–, una decisión
que siempre adoptamos los adultos y que sistemáticamente le arranca el llanto
que expresa su descontento.
Nos
sorprende el enorme vigor con que a veces arquea su menudo cuerpo impidiendo
que podamos aposentarlo en el carrito de paseo cuando no percibe la finalidad
de lo que pretendemos. Nos asombra el interés que despierta en una criatura tan
pequeña el canto de los pájaros que pueblan los parques y jardines, los
ladridos de los perritos, el ulular de las sirenas o el arrullo de las tórtolas. Resulta
curioso comprobar su afición a manipular las hojas y ramitas de árboles y arbustos,
y también los interruptores de lámparas y aparatos electrodomésticos.
Soy
consciente de no ser imparcial y de mi propensión a la hipérbole pero, sinceramente,
pienso que pasar unos días a tiempo completo con un nieto es una experiencia
asombrosa, una oportunidad para reeditar provechos y disfrutes casi olvidados.
Es ocasión para encontrar fuerzas que casi se consideraban perdidas, para
sentir a pleno corazón, para avivar la ternura, para mirar con otros ojos, para reencontrar la esperanza e incluso para creer en el futuro. En suma, es una contingencia excepcional
para percibir con vehemencia la imparable pulsión de la vida.