sábado, 24 de junio de 2017

El baúl de los recuerdos (1)

En la vida de muchas personas existe un baúl de los recuerdos que adquiere múltiples formatos. A veces se trata de un pequeño cofre repujado en el que se guardan minúsculas alhajas y piezas de bisutería que recuerdan puntuales momentos de felicidad. Otras adopta la forma de cajas de cartón forradas con papeles o telas amables que arropan epistolarios pretéritos. Algunos son pequeños petates que esconden fetiches y trofeos cobrados en incruentas batallas infantiles. Por no mencionar el famoso baúl de la Piquer, las colecciones de Louis Vuitton o el infinito muestrario de cofres, arcas, arcones, arquetas y bargueños que decoran mansiones, castillos y palacios. Hasta Karina confesó que tenía su propio baúl de los recuerdos, en el que buscaba y buscaba entre melancólica y esperanzada.

El mío lo conservo en el pueblo. Se trata de un rudimentario cajón de madera, con una cabida de apenas un hectolitro, en el que guardo cosas que ni siquiera recuerdo del tiempo que hace que las deposité en su interior. Ese pequeño baúl está en el zaguán de la casa de la tía Carmen, colindante con la nuestra. Allí permanece desde hará unos quince años, acompañando a tinajas, sillas, cantareras y otros enseres, que con la casa nos legó mi tía y que mi mujer ha ido transformando con el paso de los años en un pequeño y humilde museo etnográfico que acoge centenares de antiguos enseres y utensilios, que han perdido su funcionalidad en beneficio de los plásticos y de los artilugios tecnológicos que se enseñorean hoy de los hogares y de casi todo. 

Hoy he decidido abrir ese pequeño baúl y escudriñar en su interior. Empezaré por decir que, aunque está rodeado de otros muebles roídos por la carcoma, se mantiene inaccesible al temido coleóptero. He girado la pequeña llave que acciona la cerradura que retiene la tapa que lo cierra, y la he levantado apoyándola sobre la verticalidad de la pared. Inmediatamente, he redescubriendo un cofre a medio llenar, con documentación, libros y otros pequeños objetos. Más o menos, he encontrado lo que vagamente recordaba que tenía allí. He separado lo que había en la parte superior (rollos, cuadernos, escritos…), que no son pertenencias privativas sino que llegaron a mis manos a través de los parientes o porque alguien me las proporcionó. Tal vez otro día hable de ellas. Pero lo que andaba buscando no eran esas cosas, sino algo que recordaba depositado en el fondo del arcón. Apenas he despejado un poco la superficie, cuando he descubierto cinco cuadernos de dibujo que cumplimenté entre los años 61 al 64 del pasado siglo, cursando la materia de ese nombre que formaba parte del plan de estudios del Bachillerato Elemental, y que nos impartía en el Colegio Libre Adoptado Luis Vives, de Chiva, Manuel Mora Yuste, ilustrado e ilustre pintor que, además de mi profesor, era familia política por haber matrimoniado con mi prima Amparo Corachán.

Manuel Mora Yuste
Manolo Mora, como todos le conocían y le conocen (que falleció prematuramente, si no me falla la memoria, hará un par de décadas), además de inculcarme el interés por el dibujo y la pintura, fue también el culpable de mi afición futbolística, dado que los domingos me llevaba “de paquete” en su vespa al campo que el Club Deportivo Chiva tenía en la partida de Vista Alegre. Allí empecé a interesarme por ese deporte y a seguir a un equipo de aficionados que jugaba la liga de segunda regional, algo que en mi pueblo ni sabíamos que existía.

Pues bien, he abierto un primer cuaderno de gusanillo, con una tapa amarilla en la que figura impresa la efigie de la Dama de Elche –probablemente la primera noticia que tuve de ella– sobre un rótulo que reza: “Dibujo”. Lo integran veinte láminas de papel semi-canson, número 304, rematadas por una contratapa acartonada y marrón. Se estructura en una secuencia que se inicia con hojas que incluyen trazos a mano alzada de líneas (perpendiculares, paralelas, curvas…) y continua con otras en las que se copian signos, siluetas de hojas, escudos, animales domésticos, etc. A estas les suceden otras copias de dibujos sencillos y esquemáticos, así como cuerpos geométricos a los que se intenta dar volumen con el sombreado. Más adelante se incluyen láminas que reflejan un esquema astronómico y la señalización de un cruce de caminos, rematando el álbum una especie de marina que replica la playa de la Concha, algunas flores y pájaros y, finalmente, una espectacular tromba marina que se abate sobre un faro, con nubes de desarrollo y arco iris incluidos.

Obviamente, son dibujos de un niño de nueve/diez años que revelan su impericia con los lapiceros, que trasluce el dorso de cada lámina, cuyas hendiduras y marcas testifican las múltiples correcciones y sudores que costó su elaboración. Eso sí, al final, contaron con la aprobación del profesor, como acredita la rúbrica que estampó en todas y cada una de ellas, acompañada de la fecha en que fueron supervisadas. Pese a la exigencia del maestro, que entonces me desagradaba aunque después he agradecido, y pese a la dificultad de la tarea, recuerdo que me gustaba mucho practicar el dibujo.

Un segundo y más breve cuaderno responde a las mismas características, acogiendo las cinco ultimas láminas que copié durante ese curso. Entre sus hojas  han emergido, distraídos, tres modelos originales, impresos con los mismos objetos aunque de menor tamaño, que acreditan que lo realizado en el cuaderno es una copia y no un calco del original. Esas cinco últimas láminas corresponden a una serie histórica (banderas y yelmos), ciencias naturales (peces y paisajes) y una última que anuncia el dibujo lineal. Supongo –porque no lo recuerdo– que una vez acabado el curso y aprobada la asignatura utilicé a discreción algunas de las láminas sobrantes. En estos voluntaristas escarceos, cuando ya tenía diez años, intenté copiar del natural una silla escolar en diferentes posiciones, con desigual acierto. También hice un esbozo de casa, utilizando la perspectiva caballera, y ensayé una copia del escudo de Chiva, que permanece inacabada. Finalmente, dibujé un imaginario campo de futbol, que inscribe una jugada de ataque que acaba en gol. Se trata del tanto que supongo que hizo encajar el Valencia C.F. de entonces al Real Madrid, jugando en un campo abarrotado en el que, según hace constar el dibujante, había nada menos que 1.283.240 espectadores, cifra que habla por sí misma de la ponderación y de las habilidades estimatorias del susodicho.

Dos son, también, los cuadernos de dibujo cumplimentados en el segundo curso de Bachillerato, ambos de gusanillo y papel Canson, en este caso del número 23. La tapa gris del primero contiene una reproducción de la catedral de Burgos y el rótulo Dibujo Artístico. En él se contienen una veintena de láminas, que son copia a lapicero y mano alzada de los correspondientes originales. La secuencia de los contenidos es similar a la del primer curso, si bien se complican los modelos que, en este caso, abarcan piezas de porcelana, motivos históricos (tiaras y coronas), cenefas, aeroplanos, motivos vegetales, marineros, insectos y peces tropicales de gran formato. El segundo cuaderno, que regresa a las tapas amarillas, contiene 7 láminas que reproducen una máscara de carnaval, un enorme caracol, el típico frutero valenciano, la cabeza y cornamenta de un ciervo, un esquema gráfico de un hipotético viaje con distintos medios de locomoción desde Valencia a Zaragoza, finalizando con un conejo y una postrera reproducción de una composición con herramientas. Detrás de todo ello aparece el que, probablemente, fue mi primer intento de pintar una acuarela, una reproducción del Santuario de la Virgen del Castillo de Chiva que seguramente copiaría de alguna postal. Le sigue un inacabado dibujo a lapicero de S. Pedro y dos simplísimas acuarelas, con esquematizadas imágenes del Ave María, que dan paso a unos postreros bocetos de equinos.

Del tercer curso de Bachiller conservo un único cuarderno, también de tapas amarillas y hojas de papel de hilo, que confeccioné durante el curso 63-64. Lo integran 25 láminas de las 31 que componen el “Método de dibujo lineal”, que elaboró y editó el catedrático de Dibujo del Instituto Luis Vives, de Valencia, A. Blanco. La copia de las veinte primeras responde al aprendizaje de la resolución de problemas fundamentales de la expresión gráfica de la Geometría. Se trata de dibujos de dificultad creciente que exigen la utilización de escuadra, cartabón, compás, tiralíneas, lápiz duro, tinta china y transportador. Se empieza por la representación de puntos para avanzar con el trazado de líneas auxiliares, ejes, datos, líneas de construcción definitiva, ocultas y cotas, que se vinculan a ángulos, polígonos, líneas mixtas, etc. Todo ello dibujado primeramente a lapicero y repasado después con tinta china. Las siete últimas láminas son ejercicios de trazado de arcos adintelados, obeliscos, pedestales, pináculos, ánforas, etc.

Pues bien, mientras repaso ese rosario de trabajos infantiles me redescubro en un universo de aprendizaje necesariamente precario, potencialmente limitado al exiguo impulso energético que podía proporcionarle una pequeña población de poco más de cuatro mil habitantes y un claustro de profesores probablemente tan voluntarista como deprivado de recursos y formación pedagógica. Y, sin embargo, a medida que escribía he ido evocando recuerdos de aquel tiempo que, paradójicamente, viví como una inmensa oportunidad. Entonces, Chiva y el Colegio Luis Vives eran, respectivamente, una población boyante y un proyecto con gran futuro, todo lo contrario de lo que se podía decir de Gestalgar.

Mis primeras inquietudes artísticas y culturales nacieron allí. Y algunos de los rasgos que hoy me definen también. Es justo que concluya con un cariñoso recuerdo para Manolo Mora, cuya técnica pictórica, de reminiscencias impresionistas y amplio trazo, he admirado siempre. Él que, en cierta medida, como artista que era y se sentía, vivía un tanto “a su bola”, pero que, voluntaria o involuntariamente, me enseñó cosas importantes como la devoción por nuestros respectivos pueblos, por sus gentes y sus cosas. También me contagio la inquietud por investigar nuestros pasados y me hizo comprender la importancia que tiene preservar el patrimonio y conservarlo convenientemente. Además, como dije, me enseñó a paladear dos grandes entretenimientos: pasear en moto y admirar el buen fútbol. Mi gratitud para Manolo, y también para sus colegas de aquel vetusto y, tal vez, olvidado Colegio.

jueves, 22 de junio de 2017

La fiesta y el silencio



La vida está repleta de paradojas y contrastes. Ayer era 21 de junio y, como solemos hacer desde hace años, pusimos pies en polvorosa. La ciudad estaba que ardía y, particularmente, la zona en que vivimos rebosaba ruido y ‘despipote’ a cualquier hora del día. Además del fragor fogueril, nuestro distrito acoge una atronadora feria, que desde hace lustros machaca los tímpanos del vecindario diez o doce horas diarias, desde que empieza la siesta hasta que concluye la música de la barraca popular, hacia las cuatro de la mañana. A los incontrolados, incesantes y hasta estremecedores truenos, masclets, cañitas, tracas chinas… de niños y jovencitos y a las  autoconsideradas ‘estrellas del karaoke’ –que, ‘entonadas’ tras la mascletá y el aperitivo, monopolizan los micrófonos de las barracas para malograr con sus berridos la siesta de los vecinos– se añaden los bocinazos, sirenas y demás reclamos de las denominadas atracciones de feria (autos de choque, pulpos, látigos, trenes fantasma y demás especímenes), que inmisericordemente se instalan todos los años en el descampado que colinda con la hoguera y con nuestras casas, para mayor gloria y/o lucro de quiénes las contratan y/o autorizan, sin otro miramiento que no sea hacer caja y/o lo que apetezca a la concurrencia, sin reparar en los seguros perjuicios que produce a terceros.

Y es que ya se sabe que la fiesta es para vivirla, para participar en ella. Vista desde la distancia pierde buena parte de su sentido y de su encanto. Por otro lado, debo decir que en casa nunca hemos sido especialmente festeros, aunque es verdad que cuando éramos más jóvenes nos involucrábamos más. Ahora vivimos anotando en el debe muchos más enteros que en el haber, y por ello hace años que vamos huyendo de las fiestas, especialmente de las denominadas mayores.

Tras soportar la primera noche de verbena, nos despertamos a buena hora para desayunar y terminar de recoger la casa. Eran poco más de las diez cuando estábamos en la carretera. Como siempre, nos dirigimos al pueblo utilizando la autovía interior hasta su enlace con la proveniente de Albacete, en los alrededores de Xàtiva. Desde allí, atravesando la Costera y la Ribera Alta, seguimos hasta el bypass que circunvala el área metropolitana de Valencia recorriendo los diez o doce quilómetros que llevan al enlace con la autovía de Madrid, que transitamos hasta la salida de Cheste. Tras media hora comprando en el establecimiento de Mercadona, provistos de los víveres necesarios, nos dirigimos a la rotonda que enlaza con la carretera local CV177, cuyos veinte kilómetros de sinuoso trazado remataron el viaje.

Apenas sería la una y media del mediodía cuando dejábamos la carretera y nos introducíamos por la calle Valencia. No encontramos en ella una sola alma, pese a recorrerla de cabo a rabo, atravesar la Plaza y proseguir un centenar de metros por la calle Larga hasta llegar a la puerta de nuestra casa. Casi medio kilómetro sin atisbar señal alguna de vida humana. Es verdad que el termómetro del coche señalaba entonces 34 grados al sol y que era la hora de comer según la costumbre del lugar, pero siempre te queda la esperanza de que por lo menos encontrarás abierto el bar de la Cooperativa Agrícola, que está junto a la plaza, donde a esa hora suele apurar sus cervezas y refrescos su vetusta y fidelísima clientela. Pues bien, esta vez no era así. Estaba cerrado a cal y canto, sin señal alguna de vida. Supones que les habrá surgido algún imprevisto a las personas que lo regentan. Deduces que hoy el servicio de último recurso para los devotos de la caña que habitan esta zona del pueblo será el Hogar del Jubilado, que se encuentra a escasos cincuenta metros del bar de la Cooperativa. Y vuelves a errar porque también tiene echado el cerrojo. Sigues sin ver a nadie, como si transitases por un lugar fantasmagórico.

No es la primera vez que me sucede algo así. Hace años, cuando trabajaba en la inspección educativa, viajaba a Valencia a menudo por requerimientos de la profesión. En algunas ocasiones debía permanecer allí dos o tres días consecutivos y, para ahorrarme un desplazamiento de casi cuatrocientos kilómetros diarios, optaba por pernoctar en la casa del pueblo, que dista de la capital menos de cincuenta. Tras cometer algún error de bulto, impropio de quien conoce la vida de allí, que me dejó sin cenar alguna noche, aprendí con presteza que debía proveerme de un par de bocadillos o de algún plato precocinado antes aventurarme a llegar a casa con lo puesto, so pena de tener que dormir en ayunas. Pues bien, en algunos de esos viajes, que fundamentalmente realizaba en invierno, entraba al pueblo a las ocho de la tarde y salía a la misma hora de la mañana siguiente sin encontrarme con nadie, como si se tratase de un pueblo abandonado, inmerso en la quietud que caracteriza a los objetos inanimados, solo quebrada en aquellas madrugadas –que ya no– por el traquetreo que originaba la noctámbula actividad del hornero de la esquina y los maullidos lastimeros y esporádicos de los cortejos nocturnos de los gatos.

Pese a todo, la impresión de aislamiento que me ha embargado hoy ha sido mayor que las que recuerdo del pasado. Cuando he dejado el coche en el garaje de mi hermana, mientras he recorrido bajo un sol de justicia los escasos ciento cincuenta metros que separan su casa de la nuestra, me he detenido en dos ocasiones para cerciorarme cabalmente de que lo que percibía era verídico. Y es que por no oírse, ni se oía el canto de los gorriones y de los estorninos. ¡No piaban ni los pájaros! Incluso he llegado a pensar si no habrían decidido esconderse o marcharse como parecía que habían acordado las personas. Afortunadamente, en la segunda parada he descubierto prendidas de un cable del alumbrado a dos golondrinas silenciosas, que parecían resignadas a respetar el sigilo reinante. He respirado tranquilo y me he dicho a mi mismo: ¿No querías tranquilidad? ¡Pues aquí tienes el inasible, ansiado y casi intimidante silencio!

martes, 20 de junio de 2017

Disrupción digital

Domingo 18. Se impone la disciplina de leer la prensa en formato papel. Tras el septenario de gloria ‘podemita’, llega el weekend estelar de quienes todavía se consideran paladines de la socialdemocracia. Repaso los periódicos que algunos llaman “de la reacción”, entre ellos El País, un medio que últimamente detestan buena parte de sus históricos lectores. Quo vadis País? ¿Tiene futuro la prensa escrita?

Tras la primera ojeada, me detengo en la sección Economía y negocios, que incluye una entrevista al presidente de Telefónica encabezada por un titular que merece una reflexión: "La revolución digital necesita un marco universal de valores", un rótulo que sintetiza acertadamente la entrevista que le hace Jorge Rivera. El máximo responsable de una de las veinte mayores empresas del país considera que “la disrupción tecnológica que estamos viviendo –aunque no nos enteremos, añado–, objetivamente, no tiene precedentes” porque multiplica por cuatro el impacto que tuvo la revolución industrial en el PIB per cápita y porque lo está cambiando todo, desde el orden económico y empresarial al social, afectando radicalmente a la cultura, a la política o al deporte. Asegura que vivimos una explosión de tecnología en torno al mundo de los datos. La vieja revolución de Internet es lo de menos porque lo que se nos echa encima y nos arrambla inevitablemente es el tsunami de la inteligencia artificial, de los sistemas cognitivos que generan redes como Telefónica, que inducen por sí mismos un potencial de información brutal. Son el nuevo rayo que no cesa porque ni descansan, ni duermen, ni se cansan de generarla.

Emerge un nuevo mundo que requiere de otros valores porque todo va a estar conectado a Internet, generando y emitiendo información. Prácticamente ya no existen restricciones ni para almacenar los datos ni para procesarlos. De modo que está cerca el día en que conoceremos el IPC o podremos tomar el pulso social y político a un determinado país en tiempo real. En opinión del máximo jerarca de Telefónica, ello define una nueva dimensión que exige marcos legales específicos que regulen la nueva realidad que genera un cambio tecnológico imparable. La revolución de la inteligencia artificial que se nos viene encima demanda nuevos debates sobre los límites que se le deben o se le quieren poner a la robotización. La revolución digital necesita un marco de valores y de regulaciones. Se impone una constitución digital que, por definición, debe ser universal. Siempre que ha ocurrido una disrupción de este tipo, una revolución de alcance trascendente, han emergido en algún lugar los valores que luego han compartido los demás. Y Europa no debiera desperdiciar esta nueva oportunidad aprovechando que históricamente ha sido crisol en el que se han forjado los principales valores que sustentan el mundo occidental.

Por otro lado, en el suplemento de Economía del mismo diario, Joseph Reger, responsable tecnológico de Fujitsu para Europa, África, Oriente Medio e India, aborda algunas respuestas a las grandes cuestiones que se plantean a la humanidad del siglo XXI, en una conversación con un grupo de periodistas internacionales reunidos con motivo del Fujitsu World Forum, en mayo pasado, en Tokio. Asegura que el conocimiento es cada vez menos importante y que debemos entrenar la creatividad y vigilar que los políticos sepan de tecnología porque su presencia en nuestras vidas va a crecer de forma exponencial. Considera que el futuro puede sorprendernos a todos y recomienda abrir un debate social profundo sobre qué esperamos de la inteligencia artificial. Porque se nos viene encima un problema que no tiene fácil solución. Con el aprendizaje automático –machine learning–y la inteligencia artificial nunca se sabe exactamente qué es lo que la máquina ha aprendido y en qué se basa para tomar decisiones. Y ese problema es previo a los dilemas éticos. Por tanto, en su opinión, debemos llegar a un acuerdo sobre lo que es aceptable. Necesitamos unas reglas que no tenemos, y para eso es necesario un debate y un acuerdo en el seno de la sociedad, que será distinto según qué países.

Porque al final la automatización y la inteligencia artificial afectarán a todos los sectores. Se ganará en eficiencia, pero a la vez se destruirá empleo. Si miramos hacia atrás, comprobaremos que las revoluciones precedentes han generado más trabajo y oportunidades que han destruido, pero nadie garantiza que suceda lo mismo en el futuro. Hoy por hoy no tenemos respuesta sobre lo que sucederá. Por tanto, no estaría mal debatir también acerca de qué se podría hacer si no existiese trabajo suficiente para los ciudadanos. Inclusive sobre como vertebrar una sociedad sin trabajo.

Además, los nuevos escenarios originan problemas colaterales. Por ejemplo, es una evidencia que el sistema universitario reacciona muy lentamente a las transformaciones. De hecho, en las universidades lo que prima es la transmisión del conocimiento, se entrena escasamente a los estudiantes para que desarrollen trabajos creativos. Sin embargo, en opinión de Reger, todo indica que en el futuro los conocimientos serán mucho menos relevantes porque serán infinitamente más accesibles; lo que importará esencialmente será la creatividad para solucionar los problemas. Por otro lado, actualmente y en el pasado, la democracia se limita prácticamente al ámbito de lo político. Sin embargo, en el futuro las decisiones democráticas van a pivotar cada vez más sobre las tecnologías, sobre sus consecuencias y sobre su influencia en la sociedad. Y por eso se necesita la alfabetización tecnológica de la clase política. Y, naturalmente, también de la ciudadanía.

En Europa, la mitad de las grandes compañías están embarcadas en proyectos de transformación digital porque han comprendido que el proceso que vivimos es diferente a todo lo anterior. Es mucho más disruptivo y puede destrozar cualquier modelo de negocio. Joseph Reger se muestra optimista. Cree que la tecnología es una fuerza nacida para hacer el bien, que proporcionará a las personas más ayuda que cualquiera de los descubrimientos precedentes. Ahora bien, advierte de que las cosas van a cambiar dramáticamente en el futuro y que hay que prepararse para ello.

A la vista de las perspectivas que ofrecen los señores Álvarez-Pallete y Reger, uno observa perplejo las fotos que resumen el debate parlamentario de la última moción de censura y los hitos congresuales del fin de semana. Ahonda su perplejidad cuando repasa el contenido de las controversias que sostienen los legisladores, las resoluciones congresuales y el organigrama de la nueva ejecutiva del PSOE. Mira alucinado los abrazos, abucheos y poses, revisa los discursos programáticos, relee el anecdotario, contempla la escenografía y concluye preguntándose: ¿en qué mundo vive esta gente?

jueves, 15 de junio de 2017

Elogio de la siesta y del civismo

Ador, (del árabe ad-dūr; “las casas”) es un pequeño municipio del suroeste de la comarca de la Safor, situado al pie de la sierra del mismo nombre, justo donde confluye con el río Serpis. Actualmente lo pueblan alrededor de 1300 habitantes, que viven fundamentalmente de la agricultura, y muy especialmente de los naranjos. Obviamente, no son tan ramplonas características las que han puesto a esta pequeña localidad en el mapa de la notoriedad, sino una vetusta costumbre de sus vecinos que, aunque es ampliamente compartida por los de otros muchos pueblos y ciudades, aquí sigue siendo casi una religión: la siesta.

Para facilitarla, desde hace casi tres décadas, cuando se acerca el verano, aproximadamente a las 13:30 h. de cada día, el polifacético guardia municipal recuerda por la megafonía pública el bando de la alcaldía que insta a los vecinos a mantener a los niños en casa y a bajar a niveles aceptables el volumen de sus televisores y equipos de música, desde las 14 a las 17 horas. Alcalde, vecinos y empleado municipal aseguran que el edicto tiene una gran aceptación y que se respeta por parte de todos.

Sin embargo, los expertos opinan que a veces los ayuntamientos españoles parecen obsesionados por regular los comportamientos de los ciudadanos hasta detalles delirantes. Ponen como ejemplo cierto bando que prohíbe dar portazos a la hora de la siesta y se preguntan por la etiología de este frenesí regulador, que unas veces atribuyen a la presión social y otras a un trasnochado paternalismo. En general, consideran que el ‘ordenancismo’ es poco eficaz y que apenas contribuye a mejorar la convivencia.

Jordi Beltrán, El sentido del civismo
No hace mucho que una investigadora de políticas públicas y de seguridad de la Universidad Autónoma de Barcelona aseguraba que con la excusa de asegurar el civismo nos lo estamos cargando.  Argumentaba al respecto que, tradicionalmente, si el vecino tenía la música alta, subías a su casa, tocabas a la puerta, le explicabas que tenías que levantarte temprano y le pedías que bajara el volumen. Normalmente él lo entendía, lo hacía y todo quedaba resuelto. Sin embargo, hoy te dicen que ese asunto está regulado y te recomiendan que llames a la policía. Evidentemente, suele ser así. Pero probablemente ello obedece a que en algunos barrios de las ciudades no está el asunto como para subir al piso de arriba y decirle al vecino que modere sus impulsos.

La misma investigadora refiere que cada vez hay más políticos que vinculan la seguridad con el incivismo para obtener réditos electorales. Pretensión de la que, según ella, son cómplices, voluntarios e involuntarios, los medios de comunicación, que amplifican la difusión de esa tendencia. A su juicio, la ‘sobrecobertura’ mediática de pequeños sucesos o de conflictos, bien entre culturas o bien intergeneracionales, genera una ‘sobreatención’ política que activa una alarma social sin base objetiva porque, según ella, ni han aumentado los delitos ni las víctimas. No dudo que globalmente sea así pero, en mi opinión, no puede negarse que en ciertos lugares no lo parece. Recuérdense si no territorios estigmatizados como Salou, Magaluf, Benidorm y otros municipios ribereños del Mediterráneo, las plazas mayores de muchas ciudades, o la calle Castaños de Alicante, sin ir más lejos.

Por otro lado, algunos investigadores del tema consideran que con la mejor de las voluntades a veces se logra exactamente lo contrario de lo que se pretende. Insisten en que en España, replicando lo que sucede en otros países europeos, existe una voluntad evidente de controlar los comportamientos en el espacio público, pese a que la eficacia de esas normas es más que cuestionable. Aseveración con la que estoy de acuerdo. Por eso, defienden que los políticos deben decidir si ello es una herramienta útil. Yo opino lo mismo y apostillo, además, que las normas cuyo cumplimiento no se puede o no se quiere garantizar es mejor no promulgarlas. Aunque ellos todavía van más allá y advierten que la promesa de seguridad nunca se puede cumplir porque es como vender el alma al diablo: te salva un rato, pero te hunde después. En esto, no estoy de acuerdo. Creo que se puede estimar perfectamente hasta donde es posible comprometerse, y cumplir con lo prometido.

Comparto más otras opiniones que abogan por que haya pocas leyes, pero que se apliquen y se cumplan. Dicho de otra manera, entre la tolerancia cero y la impunidad me decanto por la solución que propone un profesor de la Universidad de Lleida que recomienda la tolerancia tres, es decir, contar hasta tres y actuar con contundencia si la cosa es grave, pero ofrecer antes la oportunidad de rectificar a quienes se han podido equivocar, y preguntarse por qué ocurre para tratar de evitarlo. Un proposición que me parece no solamente aplicable a la convivencia en los municipios, sino a las relaciones familiares, a la vida en las ciudades y hasta al conjunto de los comportamientos ciudadanos en cualquier territorio.

Lo cierto es que no parece que sea ese el espíritu de las ordenanzas al uso, que coinciden en afanarse en desmenuzar la regulación del consumo de alcohol, la prostitución, la mendicidad, los patines, balones y grafitis, el ruido o las necesidades fisiológicas, copiándose por lo general unas de otras. Por otro lado, además de incluir una prolija relación de comportamientos variopintos y asimétricos (molestos, alegales e ilegales), incluyen definiciones tan amplias que, al final, es el agente de la autoridad o el alcalde en cuestión quien acaba siendo el encargado de interpretar las conductas y decidir si son sancionables. Dicho de otro modo: las decisiones administrativas y cívicas se supeditan al criterio moral de la autoridad competente, cosa que evidentemente no es de recibo en un estado de derecho.

¡Qué complejo es casi todo en la vida ciudadana! Con lo sencilla que resulta la rutina diaria en las pequeñas localidades, como Ador: un simple bando recuerda una decisión razonable que beneficia a la inmensa mayoría, y problema solucionado. Pero se dirá aquello de que una cosa son los pueblos y otras las grandes urbes. Sin duda, pero también se puede argüir que a cada cual lo suyo. ¿Por qué, entre otras muchas cosas, no hacer que la gestión del interés general y de la convivencia en las ciudades se simplifique y se asemeje a la de los pueblos pequeños? ¿Por qué no acercar parte de los recursos y las ventajas que tienen las ciudades a las pequeñas localidades? ¡Ah, claro!, porque eso sería ordenar o planificar el territorio con la vista puesta en el interés general. ¿Cómo se me habrá ocurrido plantear semejante dislate en un país de incuestionable vocación urbanita, atávicamente desgobernado, políticamente insensible y que se ofrece sin desmayo ni rebeldía a los recalcitrantes abusos y saqueos de pícaros, especuladores y rufianes?

miércoles, 14 de junio de 2017

Cuando el maíz se llama canaria

Cuentan que antes de la llegada de Quetzalcóatl los aztecas solo se alimentaban de las raíces que recolectaban y de los animales que cazaban. Desconocían el maíz, que permanecía oculto detrás de las montañas. Aseguran que los antiguos dioses intentaron apartar las montañas para hacerse con él, cosa que nunca lograron pese a su colosal fuerza. Conocedor del endémico problema, Quetzalcóatl escuchó con cabal sensibilidad las rogativas de su pueblo prometiéndole que conseguiría el maíz. El reto al que se enfrentaba estaba a la altura de su proverbial astucia, de ahí que para admiración de su celestial corte decidiese recurrir a la picardía y no a la fuerza para sortear las montañas. A tal efecto, se transformó en una hormiga y marchó cara a ellas recorriendo un camino repleto de dificultades y fatigas, que no lograron quebrar su determinación, espoleado por el recuerdo de las penurias y miserias que acuciaban a su pueblo. De ese modo logró sobrepasarlas y llegar hasta donde estaba el maíz. Dado que su himenóptera corporeidad no le permitía otra cosa, tomó un grano maduro entre las mandíbulas y emprendió el viaje de regreso. Llegó a su tierra exhausto y entregó el prometido tesoro a los hambrientos indígenas que, evidenciando una vez más su acreditada sabiduría, en lugar de comérselo lo plantaron. Pocos meses después obtuvieron el fruto de tan preciado tesoro y  de su no menos lúcida decisión. A partir de entonces cosecharon sistemáticamente el maíz, aumentando sus riquezas, haciéndose más fuertes y logrando ser más felices. Desde entonces los aztecas veneraron al generoso Quetzalcóatl, el dios amigo de los hombres, que les trajo el maíz.

La palabra maíz nos ha llegado casi con la misma forma con que la utilizaban los aborígenes americanos –mahíz–, con un significado equivalente a algo así como “lo que sustenta la vida”, que habla por sí mismo de la importancia de un cultivo que conocían  inmemorialmente los pueblos indígenas de toda América y que junto al arroz, el trigo, la avena, la cebada, el centeno y el sorgo conforma las siete gramíneas que han alimentado a la humanidad a lo largo de la historia, y aún antes. Fue a partir de la conquista cuando lo importamos los europeos, extendiéndose su cultivo por el resto del mundo en pocas décadas. No se cuando llegó a Gestalgar, mi pueblo, aunque probablemente sería cuando lo poblaban los moriscos. Pese a la relevancia de su significado, allí el maíz no se llama tal, ni tampoco se denomina como en otros lugares de España, que lo mencionan con apelativos como danza, mijo, millo, oroña, panizo o zara, entre otros. Desconozco por qué, pero entre nosotros toda la vida de Dios se le feminizó el nombre, denominándolo “canaria”, de la misma manera que sucede en Villar del Arzobispo, Chelva o Domeño, todas ellas localidades serranas.

Desde mi niñez, y mucho más desde que estrené la adolescencia, tengo asociada la canaria a estas fechas finales de la primavera y al verano. En este tiempo menudeaban en la huerta los pequeños maizales que tenían como principal objeto atender una parte de la alimentación de los animales de corral, esencialmente gallinas, pollos, pavos y cerdos. Rara era la familia que no sembraba porque quién más y quién menos necesitaba de su imprescindible aporte a la subsistencia doméstica. De modo que en estos meses los mozalbetes, calzón en ristre, nos disponíamos a esclarecer los maizales por encargo expreso de nuestros padres, al tratarse de una faena sencilla que no consiste en otra cosa que en arrancar a mano las plantas que tras la siembra han crecido con menor prestancia, preservando la más robusta, que gana así espacio y condiciones para crecer sin competencia y con lozanía. Es decir, algo equiparable a una selección desnaturalizada.

A esa primera labor que se hacía tras la siembra, y además del riego, le seguía otra más cansina que se dilataba a lo largo de la estación estival hasta pocas semanas antes de la recolección, cuando el porte de las plantas hacía imposible realizarla sin perjudicarlas. Esa tarea no era otra que ‘rascar’ la canaria, una faena consistente en arañar superficialmente el suelo del bancal con una pequeña azada, para despojarlo de las hierbas que crecen espontáneamente en perjuicio de la labor, fundamentalmente ‘sorrejes’, verdolagas, ‘junza’, ‘escorihuela’…, cuyos nombres científicos y correctos sigo desconociendo. Algo similar hacíamos con las cebollas, casi siempre descalzos, porque así trabajábamos con mayor esmero, sintiendo en los pies desnudos el tacto de las plantas, tanto de las que debían preservarse como de las que había que prescindir. Aunque, todo sea dicho, de vez en cuando también percibíamos otras sensaciones menos agradables como los agudos pinchazos de algún que otro cardo, el escozor de las sempiternas ortigas y las “caricias” de otros afilados especímenes vegetales que nos sorprendían y espabilaban nuestras mientes.

Recuerdo con distante agrado los enormes sudores que acompañaban al repaso minucioso y superficial que con las pequeñas azadas hacíamos de los infinitos laberintos que dibujaban los surcos y los plantones. Retengo la caricia benévola que recibían los pies de aquel cernido mantillo, resultado de mil labores precedentes. Evoco el frescor de la humedad que brotaba de las entrañas de la tierra y que abducían las ardorosas y desnudas extremidades juveniles, también aliadas y visitantes frecuentes de las aguas que acompañaban permanentemente las acequias que construyeron nuestros antepasados en las cabeceras de las parcelas. Recuerdo aquel picor insufrible del polen que caído de las espiguillas se mezclaba con el sudor e irritaba sobremanera las doblegadas y juveniles espaldas, mucho antes de que el reloj del campanario anunciase el mediodía.

Rememoro las lluviosas jornadas invernales deshaciendo el maíz recolectado. Aquellas faenas en las que participábamos cuantos vivíamos en casa, cada cual con sus fuerzas, todos ‘panojón’ en ristre, erosionándonos las yemas de los dedos mientras desgranábamos las mazorcas que habían pasado el otoño oreándose en la cambra. Recuerdo los párvulos y precarios regalos enterrados por mi madre cada noche de reyes en los montones de aquel maná granulado y amarillo.

Como todos los años, cuando despuntan los primeros rigores del verano, me gusta andar descalzo por casa, sintiendo en los pies el frescor de las losas del suelo, que ellos agradecen muy especialmente, libres de la reclusión en que viven permanentemente entre calcetines y zapatos. Aunque hace muchas décadas que no practico las viejas faenas, cuando llegan estas fechas y me descalzo un tanto a hurtadillas, suelo recordar la proverbial frescura de aquellos campos de maíz, que además fueron proveedores de las hojas –chalas las denominan en algunos lugares de América, ‘callorfas’ en mi pueblo– con que se rellenaron algunos de los colchones que acogieron mis sueños adolescentes.

sábado, 10 de junio de 2017

De tontos y embusteros, o de ambas cosas

Las Aventuras del Barón de Münchhausen es un libro breve que se lee de una sentada y que consigue dibujarnos en la cara una sonrisa permanente, solo interrumpida de vez en cuando por las carcajadas que provocan las fantásticas y descabelladas peripecias que cuenta el protagonista, uno de los héroes más ingenuos y embusteros imaginable: Karl Friedrich Hieronymus, un barón alemán que en su juventud fue paje del duque de Brunswick-Luneburgo y que posteriormente se alistó en el ejército ruso, sirviendo en él hasta 1750 tras participar en dos campañas militares contra los turcos. A su regreso relató algunas de sus aventuras con amplias dosis de imaginación. Contó hazañas tan asombrosas como que había cabalgado sobre una bala de cañón, matado varios pares de patos de un solo tiro, viajado dos veces a la Luna, vuelto del revés a ciertas fieras, recorrido el fondo del mar o escapado de una ciénaga tirando de su propia coleta. Tomando como pretexto esos relatos, Rudolf Erich Raspe, bibliotecario, escritor y estafador alemán, creó un personaje literario a caballo entre el superhombre y el antihéroe, entre la comicidad y la bufonada, que se consagró como mito de la literatura infantil, siguiendo en cierta manera la tradición de El Quijote o de Gulliver, a través del relato de las disparatadas aventuras de uno de los héroes más farsantes que conocemos.

Por otro lado, en el castellano son numerosas las frases despectivas para aludir a las personas con mermada inteligencia o evidente simpleza. Personajes como “el Tonto del bote”, “Perico el de los palotes”, “el Bobo de Coria” o “Abundio” son producto de la mordacidad de las gentes para designar a personajes, reales o imaginarios (que de todo hay), que forman parte de la tradición o del folklore en tanto que prototipos de la estupidez. Desde Navarra a Sevilla, pasando por Madrid y otras provincias, estos involuntarios cómicos ejemplifican diferentes grados y matices de la ingenuidad o de la simpleza.

La pulsión creativa de la humanidad no cejará mientras exista. Las historias que  diariamente protagonizan las personas engrosan y agradan el acervo cultural o el anecdotario, filtradas por los particulares anteojos que cada contexto histórico hace valer para preservar lo que las circunstancias afloran como significativo o definitorio de una determinada coyuntura.

Este dilatado preámbulo viene a cuento de las reflexiones que me ha motivado la reciente sentencia del Tribunal Constitucional, declarando inconstitucional la amnistía fiscal promulgada por el gobierno del PP en marzo de 2012. Para no hacerme excesivamente pesado, para argumentar su alcance, utilizaré con brevedad cuatro datos que comentaba eldiario.es, en abril de 2015.

Primero. Un honrado ciudadano español que tenga la suerte de trabajar paga en el impuesto de la renta entre el 20% y el 47% de su salario. Un inversor que viva de las rentas de su capital, entre el 20% y el 24%. A estos porcentajes hay que sumar el IVA, el IBI, la gasolina y unos cuantos impuestos más. ¿Cuánto paga un defraudador? La amnistía fiscal del Gobierno de Rajoy permitió perdonar el fraude a cambio de abonar el 10%. Y lo peor es que este insultante porcentaje ni siquiera fue verdad porque el Gobierno rebajó aún más esa ridícula penalización. En vez de un 10% de todo el dinero sin declarar, Montoro lo dejó en el 10% de los intereses que hubiese generado ese dinero negro durante los últimos tres años. Evidentemente, no es igual ni mucho menos.

Segundo. El Gobierno permitió también que el dinero en efectivo se pudiese acoger a la amnistía fiscal. Bastaba con declarar que tenías los fajos de billetes desde antes de 2010. Obviamente, fue un enorme agujero por el que se coló fundamentalmente dinero del narcotráfico, de la trata de personas, de la venta de armas, de la corrupción y de todo tipo de actividad criminal... porque el trabajo honorable no suele producir semejantes tesoros.  

Tercero. El Gobierno al que pertenece el ínclito ministro Montoro esperaba recaudar con su genial idea 2.500 millones de euros. La cifra real no llegó ni a la mitad porque, para pasmo de propios y extraños, Hacienda solo recolectó 1.191 millones de los 40.000 millones de euros que se “regularizaron” con la amnistía.

Cuarto. Los defraudadores “perdonados” por Montoro (entre los que se encuentran personas honorables como Rato, Bárcenas, los Pujol…) solo pagaron al fisco un 3% de media. Es decir, hasta cuando los ciudadanos compramos una barra de pan, que se grava con el IVA superreducido del 4%, pagamos más que los mangantes  amparados por el PP.

Por si esto no fuera suficiente, y pese a declarar enfáticamente en la misma sentencia que “la amnistía fiscal supone la abdicación del Estado ante su obligación de hacer efectivo el deber de todos de sostener el gasto público”, la resolución del Tribunal Constitucional no modifica en absoluto los efectos de la referida amnistía de 2012, haciendo prevalecer el principio de seguridad jurídica sobre el deber constitucional de contribuir al sostenimiento del Estado. Ingenuamente, en mi tontuna, me pregunto: si nadie contribuye al sostenimiento del Estado, ¿para qué queremos la seguridad jurídica si acabará por no existir ni Estado ni nada quese le parezca y que se pueda asegurar? ¿O es que no es eso, sino que todo se fía a la incontrovertible certeza de que siempre habrá una legión de tontos silenciosos que seguiremos manteniendo al Estado para que unos cuantos listos y sinvergüenzas se aprovechen de él?

Las ocurrencias de Abundio, llevando uvas de postre cuando iba a vendimiar o vendiendo el coche para comprar gasolina, son trivialidades comparadas con las tragaderas que hemos desarrollado los ciudadanos de este país para con la clase política y con la administración de justicia. La capacidad de resignación y autoengaño de la ciudadanía –que cada vez dudo más que merezca tal nombre– deja en mantillas las ocurrencias del Bobo de Coria cuando construía puentes sobre ríos inexistentes, o la desvergüenza del Barón de Münchhausen intentando hacer creíbles sus inconcebibles aventuras. Me queda la esperanza de que algún conspicuo compatriota encuentre alguna frase chusca que, incorporada al acerbo popular, haga pasar a la historia, como merecen, al señor Montoro, al PP y a algunos eximios tribunales de este país.

miércoles, 7 de junio de 2017

Mi cuarto a espadas

Quienquiera que me conozca, cualquiera que me haya tratado mínimamente y que por lo que sea lea estos párrafos, pensará que me he trastornado o que algo gordo me ha debido suceder para hacerme desvariar así. Nada más lejos de la realidad. Lo que ahora mismo siento y pienso, lo que quiero argumentar y defiendo es que probablemente vivimos en la encrucijada vital más inestable que ha conocido la especie humana. Reparemos, si no, en las decenas de evidencias que lo demuestran. Señalaré solo una, la penúltima de las amenazas contra la supervivencia de la humanidad que ha protagonizado ese fulano llamado Trump (y los que con él van), ese energúmeno, permanentemente disfrazado de no sé qué, que de un día para otro, impulsado por intereses incalificables y espoleado por una gerontocracia repugnante, ha decidido hacer dejación de las ineludibles obligaciones que le impone el Acuerdo de París (2015), que firmó su predecesor en la presidencia de los Estados Unidos en el marco de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, que establece medidas para la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero a través de la mitigación, adaptación y resiliencia de los ecosistemas a efectos del calentamiento global a partir del año 2020, cuando finalice la vigencia del anterior Protocolo de Kioto (1997).

Este fulano, que no se sabe muy bien si está loco o solamente lo parece, ha decidido unilateralmente, como suele hacer su prepotente calaña, que va a seguir los dictados de su principal competidor comercial, la República Popular China. Como si la nación a la que representa –todavía la más poderosa del mundo (tal vez de ahí provenga su indecente lema electoral: First America!)– fuese equiparable a ese inmenso territorio en el que malviven y hasta ‘infraviven’ infinidad de gentes, atávicamente sometidas a las dictaduras y, tal vez por ello, inevitablemente condenadas a subsistir en un estado de ánimo general en el que importa lo mismo dos que veintidós. A ellos, el cambio climático les debe sonar como a mi el rosario de la aurora o el sursuncorda. ¡Cómo si no tuviesen otra cosa en qué pensar! Ya tienen suficiente con arreglárselas para respirar cada mañana, para echarse algo a la boca cada día, para encontrar un mínimo espacio en el que descansar unas horas o para remedar involuntariamente la vida de los gusanos, cuyo único leitmotiv es seguir respirando aún careciendo de pulmones y corazón.

Centenares de miles de años intentando progresar, ambicionando mejorar la vida de las generaciones futuras, para llegar a este aparentemente fatídico destino que desnaturaliza y despoja de sentido cualquier pretensión de la humanidad. Parece como que hoy todo vale nada porque se ha impuesto la perspectiva de que el mundo acaba mañana. Por si semejante dislate fuese poco, hemos depositado el futuro del planeta, el provenir de la especie, la posibilidad de seguir vivos y de compartir los inconmensurables recursos y las mil culturas que hemos engendrado los humanos en manos de un personaje cuyo mayor atributo es la maraña amarilla que corona su cabeza, que a veces parece una ensaimada y otras un alborotado y ralo penacho de crin vegetal.

No es necesario ser un premio nobel en Humanidades o Economía, ni un estratega político de campanillas para saber que sobran recursos en la tierra para asegurar comida y techo a la humanidad entera sin necesidad de esquilmar el planeta. No es la supervivencia del globo lo que está en juego sino la insaciable y desmesurada ambición de unos pocos, contagiada a una legión de idiotas, que solo ansían el lucro personal importándoles tres rábanos la vida de propios y extraños. El planeta existe todavía porque ha prevalecido a lo largo de su historia la ley de la supervivencia, que impulsa y protege la vida de cualquier ser animado por primario que sea. Lo terrible es que parece que muchísimos humanos nos hemos trastornado de verdad y no en apariencia, como yo. Sencillamente hemos dejado de pensar en el futuro, hemos olvidado el significado de la misma supervivencia: sin futuro no hay ni vida, ni esperanza, ni nada. 

Y si estas son las cartas con las que debemos jugar, además de discrepar radicalmente de las condiciones en que se juega la partida e intentando encontrar alguna salida plausible a tan disparatada timba, echo mi cuarto a espadas en una alternativa que considero incomparablemente más sensata y mejor que la ruleta rusa o cualquier otra aleatoria disyuntiva a la que nos sojuzgue el desgobierno planetario que sufrimos. Propongo que se someta al juicio de mil enfermos terminales, elegidos mediante muestreo aleatorio y proporcional a las personas que pueblan los cinco continentes, qué debe hacer la humanidad para intentar asegurar su futuro. Propongo que se les pregunte por el principal valor del ser humano que debe preservarse a toda costa y también por el legado que primordialmente desean dejar a sus hijos y a sus nietos. Y que los resultados de esa consulta, y las consecuentes disposiciones para materializarlos, sean vinculantes para todas las naciones, constituyendo la parte dispositiva de un único e inamovible compromiso universal sobre el futuro del planeta. Abogo por una actitud ecuménica de esta naturaleza que, aunque sea solamente por esta vez, haga primar por encima de cualquier otro interés una suerte de compromiso definitivo por la supervivencia. 

Si ello no fuera posible, desconozco cuál podría ser la salida del atolladero en que nos encontramos. No sé cómo lograr resolver la enorme paradoja de un presente con la mayor riqueza y poder jamás imaginados que, sin embargo, nos aboca a la simplista estupidez de acabar con nosotros mismos, haciendo inútil el potencial de unos recursos abrumadores, que vuelven a devenir tan embarazosos como el oro que Dionisos concedió al rey Midas. Como dijo en alguna ocasión mi admirado Francisco Ayala, “éstas son incógnitas que la divina providencia, la fortuna o la pura casualidad deberán despejar, ya que los hombres no parecemos dispuestos ni siquiera a intentarlo con los recursos del ingenio y de la buena voluntad”.