sábado, 24 de junio de 2017

El baúl de los recuerdos (1)

En la vida de muchas personas existe un baúl de los recuerdos que adquiere múltiples formatos. A veces se trata de un pequeño cofre repujado en el que se guardan minúsculas alhajas y piezas de bisutería que recuerdan puntuales momentos de felicidad. Otras adopta la forma de cajas de cartón forradas con papeles o telas amables que arropan epistolarios pretéritos. Algunos son pequeños petates que esconden fetiches y trofeos cobrados en incruentas batallas infantiles. Por no mencionar el famoso baúl de la Piquer, las colecciones de Louis Vuitton o el infinito muestrario de cofres, arcas, arcones, arquetas y bargueños que decoran mansiones, castillos y palacios. Hasta Karina confesó que tenía su propio baúl de los recuerdos, en el que buscaba y buscaba entre melancólica y esperanzada.

El mío lo conservo en el pueblo. Se trata de un rudimentario cajón de madera, con una cabida de apenas un hectolitro, en el que guardo cosas que ni siquiera recuerdo del tiempo que hace que las deposité en su interior. Ese pequeño baúl está en el zaguán de la casa de la tía Carmen, colindante con la nuestra. Allí permanece desde hará unos quince años, acompañando a tinajas, sillas, cantareras y otros enseres, que con la casa nos legó mi tía y que mi mujer ha ido transformando con el paso de los años en un pequeño y humilde museo etnográfico que acoge centenares de antiguos enseres y utensilios, que han perdido su funcionalidad en beneficio de los plásticos y de los artilugios tecnológicos que se enseñorean hoy de los hogares y de casi todo. 

Hoy he decidido abrir ese pequeño baúl y escudriñar en su interior. Empezaré por decir que, aunque está rodeado de otros muebles roídos por la carcoma, se mantiene inaccesible al temido coleóptero. He girado la pequeña llave que acciona la cerradura que retiene la tapa que lo cierra, y la he levantado apoyándola sobre la verticalidad de la pared. Inmediatamente, he redescubriendo un cofre a medio llenar, con documentación, libros y otros pequeños objetos. Más o menos, he encontrado lo que vagamente recordaba que tenía allí. He separado lo que había en la parte superior (rollos, cuadernos, escritos…), que no son pertenencias privativas sino que llegaron a mis manos a través de los parientes o porque alguien me las proporcionó. Tal vez otro día hable de ellas. Pero lo que andaba buscando no eran esas cosas, sino algo que recordaba depositado en el fondo del arcón. Apenas he despejado un poco la superficie, cuando he descubierto cinco cuadernos de dibujo que cumplimenté entre los años 61 al 64 del pasado siglo, cursando la materia de ese nombre que formaba parte del plan de estudios del Bachillerato Elemental, y que nos impartía en el Colegio Libre Adoptado Luis Vives, de Chiva, Manuel Mora Yuste, ilustrado e ilustre pintor que, además de mi profesor, era familia política por haber matrimoniado con mi prima Amparo Corachán.

Manuel Mora Yuste
Manolo Mora, como todos le conocían y le conocen (que falleció prematuramente, si no me falla la memoria, hará un par de décadas), además de inculcarme el interés por el dibujo y la pintura, fue también el culpable de mi afición futbolística, dado que los domingos me llevaba “de paquete” en su vespa al campo que el Club Deportivo Chiva tenía en la partida de Vista Alegre. Allí empecé a interesarme por ese deporte y a seguir a un equipo de aficionados que jugaba la liga de segunda regional, algo que en mi pueblo ni sabíamos que existía.

Pues bien, he abierto un primer cuaderno de gusanillo, con una tapa amarilla en la que figura impresa la efigie de la Dama de Elche –probablemente la primera noticia que tuve de ella– sobre un rótulo que reza: “Dibujo”. Lo integran veinte láminas de papel semi-canson, número 304, rematadas por una contratapa acartonada y marrón. Se estructura en una secuencia que se inicia con hojas que incluyen trazos a mano alzada de líneas (perpendiculares, paralelas, curvas…) y continua con otras en las que se copian signos, siluetas de hojas, escudos, animales domésticos, etc. A estas les suceden otras copias de dibujos sencillos y esquemáticos, así como cuerpos geométricos a los que se intenta dar volumen con el sombreado. Más adelante se incluyen láminas que reflejan un esquema astronómico y la señalización de un cruce de caminos, rematando el álbum una especie de marina que replica la playa de la Concha, algunas flores y pájaros y, finalmente, una espectacular tromba marina que se abate sobre un faro, con nubes de desarrollo y arco iris incluidos.

Obviamente, son dibujos de un niño de nueve/diez años que revelan su impericia con los lapiceros, que trasluce el dorso de cada lámina, cuyas hendiduras y marcas testifican las múltiples correcciones y sudores que costó su elaboración. Eso sí, al final, contaron con la aprobación del profesor, como acredita la rúbrica que estampó en todas y cada una de ellas, acompañada de la fecha en que fueron supervisadas. Pese a la exigencia del maestro, que entonces me desagradaba aunque después he agradecido, y pese a la dificultad de la tarea, recuerdo que me gustaba mucho practicar el dibujo.

Un segundo y más breve cuaderno responde a las mismas características, acogiendo las cinco ultimas láminas que copié durante ese curso. Entre sus hojas  han emergido, distraídos, tres modelos originales, impresos con los mismos objetos aunque de menor tamaño, que acreditan que lo realizado en el cuaderno es una copia y no un calco del original. Esas cinco últimas láminas corresponden a una serie histórica (banderas y yelmos), ciencias naturales (peces y paisajes) y una última que anuncia el dibujo lineal. Supongo –porque no lo recuerdo– que una vez acabado el curso y aprobada la asignatura utilicé a discreción algunas de las láminas sobrantes. En estos voluntaristas escarceos, cuando ya tenía diez años, intenté copiar del natural una silla escolar en diferentes posiciones, con desigual acierto. También hice un esbozo de casa, utilizando la perspectiva caballera, y ensayé una copia del escudo de Chiva, que permanece inacabada. Finalmente, dibujé un imaginario campo de futbol, que inscribe una jugada de ataque que acaba en gol. Se trata del tanto que supongo que hizo encajar el Valencia C.F. de entonces al Real Madrid, jugando en un campo abarrotado en el que, según hace constar el dibujante, había nada menos que 1.283.240 espectadores, cifra que habla por sí misma de la ponderación y de las habilidades estimatorias del susodicho.

Dos son, también, los cuadernos de dibujo cumplimentados en el segundo curso de Bachillerato, ambos de gusanillo y papel Canson, en este caso del número 23. La tapa gris del primero contiene una reproducción de la catedral de Burgos y el rótulo Dibujo Artístico. En él se contienen una veintena de láminas, que son copia a lapicero y mano alzada de los correspondientes originales. La secuencia de los contenidos es similar a la del primer curso, si bien se complican los modelos que, en este caso, abarcan piezas de porcelana, motivos históricos (tiaras y coronas), cenefas, aeroplanos, motivos vegetales, marineros, insectos y peces tropicales de gran formato. El segundo cuaderno, que regresa a las tapas amarillas, contiene 7 láminas que reproducen una máscara de carnaval, un enorme caracol, el típico frutero valenciano, la cabeza y cornamenta de un ciervo, un esquema gráfico de un hipotético viaje con distintos medios de locomoción desde Valencia a Zaragoza, finalizando con un conejo y una postrera reproducción de una composición con herramientas. Detrás de todo ello aparece el que, probablemente, fue mi primer intento de pintar una acuarela, una reproducción del Santuario de la Virgen del Castillo de Chiva que seguramente copiaría de alguna postal. Le sigue un inacabado dibujo a lapicero de S. Pedro y dos simplísimas acuarelas, con esquematizadas imágenes del Ave María, que dan paso a unos postreros bocetos de equinos.

Del tercer curso de Bachiller conservo un único cuarderno, también de tapas amarillas y hojas de papel de hilo, que confeccioné durante el curso 63-64. Lo integran 25 láminas de las 31 que componen el “Método de dibujo lineal”, que elaboró y editó el catedrático de Dibujo del Instituto Luis Vives, de Valencia, A. Blanco. La copia de las veinte primeras responde al aprendizaje de la resolución de problemas fundamentales de la expresión gráfica de la Geometría. Se trata de dibujos de dificultad creciente que exigen la utilización de escuadra, cartabón, compás, tiralíneas, lápiz duro, tinta china y transportador. Se empieza por la representación de puntos para avanzar con el trazado de líneas auxiliares, ejes, datos, líneas de construcción definitiva, ocultas y cotas, que se vinculan a ángulos, polígonos, líneas mixtas, etc. Todo ello dibujado primeramente a lapicero y repasado después con tinta china. Las siete últimas láminas son ejercicios de trazado de arcos adintelados, obeliscos, pedestales, pináculos, ánforas, etc.

Pues bien, mientras repaso ese rosario de trabajos infantiles me redescubro en un universo de aprendizaje necesariamente precario, potencialmente limitado al exiguo impulso energético que podía proporcionarle una pequeña población de poco más de cuatro mil habitantes y un claustro de profesores probablemente tan voluntarista como deprivado de recursos y formación pedagógica. Y, sin embargo, a medida que escribía he ido evocando recuerdos de aquel tiempo que, paradójicamente, viví como una inmensa oportunidad. Entonces, Chiva y el Colegio Luis Vives eran, respectivamente, una población boyante y un proyecto con gran futuro, todo lo contrario de lo que se podía decir de Gestalgar.

Mis primeras inquietudes artísticas y culturales nacieron allí. Y algunos de los rasgos que hoy me definen también. Es justo que concluya con un cariñoso recuerdo para Manolo Mora, cuya técnica pictórica, de reminiscencias impresionistas y amplio trazo, he admirado siempre. Él que, en cierta medida, como artista que era y se sentía, vivía un tanto “a su bola”, pero que, voluntaria o involuntariamente, me enseñó cosas importantes como la devoción por nuestros respectivos pueblos, por sus gentes y sus cosas. También me contagio la inquietud por investigar nuestros pasados y me hizo comprender la importancia que tiene preservar el patrimonio y conservarlo convenientemente. Además, como dije, me enseñó a paladear dos grandes entretenimientos: pasear en moto y admirar el buen fútbol. Mi gratitud para Manolo, y también para sus colegas de aquel vetusto y, tal vez, olvidado Colegio.

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