lunes, 24 de julio de 2017

Great expectations

Estoy convencido de que uno de los mejores años de nuestras vidas es aquel en que nacemos. No sólo porque en él se produce la irrepetible ventura de que nos alumbren al mundo, sino porque además compartimos tamaña dicha con otros congéneres, que en mi caso llegan a ser 148.865, según dicen. Un placer que difícilmente tiene réplica en cualquier otro episodio de la existencia, que todavía alcanza mayor dimensión si se enfoca desde la perspectiva de lo que significa sincronizar la hora de nuestro nacimiento con otras seis mil personas. Nunca tan multitudinarias coincidencias fueron tan de mi agrado.

En esta sociedad numérica que me apabulla, nacer es posicionarse –tal vez con mayor trasparencia que nunca– en el ranking ecuménico del Planeta. ¿Quién no se ha preguntado por el lugar que ocupa en el mundo? ¿Quién no ha reflexionado sobre su posición en el catálogo de las personas vivas? No me parecen interrogantes artificiosos o retóricos, al contrario, considero que son interpelaciones relativamente frecuentes, para las que probablemente no encontramos respuestas satisfactorias. Al menos es lo que sucedía hasta hace relativamente poco. Sin embargo, de unos años acá, existe la posibilidad de conocer esos y otros detalles a través de una web, Population.io, que aspira a hacer de la demografía una materia accesible para la mayoría de las personas, ya que la empresa que la patrocina –World Data Lab– considera que las estadísticas demográficas juegan un papel importante en la comprensión de los avances socioeconómicos contemporáneos.

Así pues, gracias a esa aplicación, sé que en el momento que escribo esto soy la persona viva del Planeta que hace el número 6.888.023.173. Lo que equivale a decir que soy mayor que el 92% de la población del mundo y que el 80 % de la gente que vive en España. Poco más de seiscientos millones de personas me sobrepasan en edad. En síntesis, soy un auténtico privilegiado. Y mucho más si atiendo a otros datos de la referida web que informan de que todavía me quedan alrededor de veinte años de vida, porque sus cálculos les permiten aventurar que debo fallecer en torno al 17 de julio del año 2037. La verdad es que firmaría ya mismo por ello, sin más exigencias ni protocolo; especialmente si me garantizan que cobraré la pensión (más o menos actualizada) hasta entonces y que disfrutaré de una salud medianamente regular.

¿Quién me lo iba a decir a mí, que nací el año que acababa el “racionamiento”, trece años después de que finalizase la guerra y se implantasen las celebérrimas cartillas? Y así fue, llegué al mundo justo cuando uno de los Consejos de Ministros de la Dictadura aprobaba un nuevo régimen de producción, venta y precio de los artículos que habían estado intervenidos durante más de una década por la Comisaría de Abastecimientos y Transportes. ¿Cómo podía imaginar entonces mi madre que acababa de alumbrar a un niño con una expectativa vital de más de ochenta años, cuando la esperanza de vida del momento apenas rebasaba los sesenta?

Cartillas de racionamiento individual
Cuando concluyó la Guerra Civil había una extremada escasez de alimentos y de otros artículos de primera necesidad. El gobierno de la Dictadura optó por el reparto de esos bienes, intentando racionalizar el suministro, garantizar su distribución y evitar la especulación. Sin embargo, como sabemos, la realidad fue bien diferente. A la sombra de las reglamentaciones fue creciendo el fenómeno del estraperlo en el mercado negro, convirtiéndose en uno de los mayores problemas de la sociedad española de posguerra. Un fenómeno que apenas sufrieron las clases pudientes que, a base de influencias y de pagar precios inflados, lograban los productos que estaban vetados a los demás. En ese contexto, la Comisaría de Abastecimientos y Transportes, creada en marzo de 1939, se encargaba de proporcionar semanalmente, a precios tasados y previa presentación de la correspondiente cartilla, alimentos como garbanzos, pan negro, boniato, aceite, azúcar, bacalao o tocino y, de vez en cuando, algunos productos especiales como el dulce de membrillo o el jamón. Por supuesto, todo ello estaba (in)adecuadamente racionado y se vendía a precio tasado, satisfecho previamente. Sólo eran de venta libre las hortalizas, las frutas y el pescado.

A partir de 1950 comenzó a ampliarse la lista de productos liberalizados. Sin embargo, fue durante el mes de febrero de 1952 cuando se desató rumor de la supresión del racionamiento y del control de los precios, especialmente del tabaco. A finales de marzo, cuando yo aún no había cumplido el primer mes de vida y no consumía otra cosa que no fuera la leche que me proporcionaban los pechos de mi madre, todos los periódicos anunciaban en primera página el fin de racionamiento del pan con efectos del uno de abril. Se autorizaba la libertad de producción y venta, aunque con alguna intervención provisional de los precios. Desde entonces la población podía adquirir libremente este artículo en las panaderías sin necesidad del previo corte de los cupones, ni limitación de cantidad alguna. De hecho se autorizaba la fabricación de piezas de 150, 250, 500 y 1000 gramos para facilitar el abastecimiento y la comodidad de los consumidores. Al mismo tiempo se suprimió el racionamiento del aceite y de la carne de ganado vacuno, lanar y de cerda.

Evidentemente, si en algo no pensaba el Gobierno de turno era en que adoptando tales medidas favorecería la nutrición de la población y en que ello redundaría en el incremento de su esperanza de vida. Simplemente, pretendía fomentar la producción y lograr una cierta normalización del comercio, tras largos años de aislamiento y de feroz autarquía, aprovechando la ayuda internacional que se recibía y un ciclo favorable de cosechas agrícolas. Adicionalmente, se logró el control del mercado negro y del estraperlo de los productos racionados. En apenas diez años se duplicó el consumo de carne per cápita y se triplicó el de azúcar y luz. Sin solución de continuidad, alumbraba el desarrollismo y venía otro tiempo, que afortunadamente pude vivir en primera persona.  

Volviendo al inicio y retomando la expectativa vital que me atribuye la web referenciada que, como decía, sitúa en los aledaños del año 2037, confieso que tomo la predicción con mucha cautela y con bastante incredulidad. Creo que nunca mejor dicho aquello de “vivir para ver”. Y, por tanto, es lo que pienso: ¡ya veremos!

domingo, 23 de julio de 2017

Miradas mudas

Algunas miradas parecen no ver nada, solo quienes las poseen saben lo que ven, suponiendo que quieran ver algo. María es una mujer que asocio a una silla de tijera de color azul en la que permanece sentada largas, larguísimas horas, casi siempre en el mismo sitio, o al menos me lo parece. Cada vez que paso por el barrio, allí está, sola, sobre la acera, a la izquierda del portal que presumo que da acceso a su vivienda, bajo una estrecha ventana malprotegida por una reja herrumbrosa y enclenque. Largas horas sentada en su silla, pegada a la pared, sin recostarla, sin despegar del respaldo su envarada y desgastada anatomía. De pelo canoso y ensortijado, no cumplirá los setenta, aunque aparenta bastante más edad.  Su desmangado y estampado vestido deja ver unos brazos de piel oscura y ajada, que alarga de vez en cuando para echarle mano a una botella de agua que parece esperar pacientemente que decida llevársela a la boca. Posee una mirada extraviada, casi perdida en el restringido espacio que delimita una calle con coches aparcados a ambos lados y aceras de metro y medio. Un territorio relativamente angosto e incómodo que conoce como la palma de su mano, aunque no lo transite y apenas lo vea. Allí permanece horas y horas, días y días, semanas y semanas, dirigiendo su anhelante mirada –paradójicamente perdida y anodina hacia las escasas personas que transitan el precario escenario que delimita su existencia, expuesta a la intemperie de calimas y fríos. Ese es el lugar sobre el que esparce diariamente su mirada sorda, el breve habitáculo que acoge su insustancial e imperceptible biografía.

Caravaggio, Entierro de Santa Lucía
Lo que se ofrece ante la mirada de Juan es la engañosa inmensidad de un exiguo parque de barrio. Un espacio vacío a estas horas de la mañana, apenas poblado por una docena de gorriones, una pareja de mirlos y cuatro gatos que se desperezan al sol. Es difícil aventurar qué particular perspectiva le ofrece ese pequeño territorio. Tal vez por ello permanece inmóvil, sentado en su silla articulada, luciendo una camisa oscura de manga corta, recién planchada, que acentúa su blanca cabellera y la mirada desentendida de un ser ausente. Sentado, como cada vez que sale a la calle, en una poltrona que aborrece y de la que no puede disociarse. Un artilugio que penosamente empuja su mujer, persona de cierta edad, como él, de pelo corto y teñido con tinte oscuro, de cuyo hombro cuelga un bolso que guarda los escasos pertrechos que les acompañan en sus diarios paseos. Una mujer que hace tiempo que perdió la ilusión por acicalarse, por salir a la calle como le gustaría. Una señora que en los últimos años ha restringido radicalmente su espacio vital, limitándolo a la servidumbre del acompañamiento a quien apenas acierta a acompañarse a sí mismo. Los he encontrado a dos pasos de la línea divisoria que proyectaba la sombra de un edificio sobre el suelo ardiente de una plaza desértica. Como si estuviesen esperando que una nube efímera apagase fugazmente la despiadada solanera, permitiéndoles atravesar con desahogo el espacio que media entre los extremos del parque. Como si no encontrasen el camino adecuado para soslayar exitosamente las dificultades del intrincado itinerario que recorren desde hace algún tiempo.

Cada vez encuentro más Juanes y Marías por la calle. Me sorprende a menudo la cantidad de personas que parecen haber perdido la alegría, cuyos rostros y ademanes revelan las dolientes circunstancias que seguramente atraviesan. No sé si ello es causa del creciente envejecimiento de la población o es consecuencia de la involución del conjunto de la sociedad, que parece regresar paulatinamente al horizonte pretérito de hace pocos siglos, cuando carecía de sentido una aspiración que hoy, por lo menos en las sociedades occidentales, se ha consolidado como un derecho irrenunciable de las personas: aspirar a ser felices. Sorprendentemente, apenas unos centenares de años han sido suficientes no solo para hacer de la felicidad un emocionante derecho sino incluso para convertirla en una mercancía, en un objeto de consumo, que hay que adquirir para evitar ser un paria.

No sé si es porque la felicidad está de moda o porque los humanos somos seres forjados para lograrla, pero de la misma manera que veo Marías y Juanes cuyos rostros reflejan el sufrimiento de sus vidas, también observo otros Juanes y Marías que no aparentan que subsisten en auténticos valles de lágrimas. Desconozco si ello se debe a que, como dicen los expertos, un tercio de la felicidad se debe a la genética; o si obedece a que, como aseguran otros, las mayores tasas de felicidad se concentran en los veinte primeros años de vida y en los que siguen a los cincuenta/sesenta. O tal vez sea que, aunque la felicidad se asocia en exceso a que las cosas rueden bien, algunos, muy inteligentemente, entienden que no todo depende de ello, y ni siquiera de nosotros mismos. Estos saben que debemos poner mucho de nuestra parte para encarar los desafíos que nos plantea la vida. Y es que, pese a que algunos se empecinen en negarlo, nadie puede ser feliz a todas horas. Quizá hay muchos más Juanes y Marías de los que pensamos, que aprendieron que en el camino para lograr la felicidad no solo se encuentran las satisfacciones sino que también crecen las emociones negativas y no pocos sinsabores que es imposible evitar.

viernes, 21 de julio de 2017

Quién huye del mal gusto cae en el hielo

Hoy no tengo nada que decir, pero quiero decir. Y he decidido decir con lo que dice otro, que no es cualquiera, ni siquiera cierta otrora referencia, es alusión obligada y atemporal. Y dijo el otro y, con él, digo yo:

Es muy conveniente, en ciertas horas del día o de la noche, observar profundamente los objetos en descanso: las ruedas que han recorrido largas, polvorientas distancias, soportando grandes cargas vegetales o minerales, los sacos de las carbonerías, los barriles, las cestas, los mangos y asas de los instrumentos del carpintero. De ello se desprende el contacto del hombre y de la tierra como una lección para el torturado poeta lírico. Las superficies usadas, el gasto que las manos han infligido a las cosas, la atmósfera a menudo trágica y siempre patética de estos objetos, infunde una especie de atracción no despreciable hacia la realidad del mundo. La confusa impureza de los seres humanos se percibe en ellos, la agrupación, uso y desuso de los materiales, las huellas del pie y los dedos, la constancia de una atmósfera inundando las cosas desde lo interno y lo externo.

Así sea la poesía que buscamos, gastada como por un ácido por los deberes de la mano, penetrada por el sudor y el humo, oliente a orina y a azucena, salpicada por las diversas profesiones que se ejercen dentro y fuera de la ley. Una poesía impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición, y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia, profecías, declaraciones de amor y de odio, bestias, sacudidas, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos.

La sagrada ley del madrigal y los decretos del tacto, olfato, gusto, vista, oído, el deseo de justicia, el deseo sexual, el ruido del océano, sin excluir deliberadamente nada, sin aceptar deliberadamente nada, la entrada en la profundidad de las cosas en un acto de arrebatado amor, y el producto poesía manchado de palomas digitales, con huellas de dientes y hielo, roído tal vez levemente por el sudor y el uso. Hasta alcanzar esa dulce superficie del instrumento tocado sin descanso, esa suavidad durísima de la madera manejada, del orgulloso hierro. La flor, el trigo, el agua tienen también esa consistencia especial, ese recuerdo de un magnífico tacto.

Y no olvidemos nunca la melancolía, el gastado sentimentalismo, perfectos frutos impuros de maravillosa calidad olvidada, dejados atrás por el frenético libresco: la luz de la luna, el cisne en el anochecer, «corazón mío» son sin duda lo poético elemental e imprescindible. Quien huye del mal gusto cae en el hielo.


Pablo Neruda, Sobre una poesía sin pureza, 1935

martes, 11 de julio de 2017

Lunes

De nuevo, lunes. Vuelta a la normalidad después de un largo fin de semana en la capital. Hacia más de un mes que no veíamos al nieto y tocaba compartir unos días con él y con sus padres. La ocasión pintaba calva porque se celebraba en Madrid la segunda edición del Mad Cool Festival. Dicen que es uno de los mejores festivales celebrados el pasado año en España, en el que actuó gente como The Who, Neil Young o Vetusta Morla. Esta vez se anunciaba un gran plantel de grupos, como Foo Fighters, Green Day, Kings of Leon, Wilko, Fuel Fandango, etc., que actuaron en la Caja Mágica las tres tardes/noches del fin de semana. Como nuestros hijos son muy aficionados a esos acontecimientos, consideraron que era una buena ocasión para esparcirse, despegarse mínimamente de su pequeño retoño y vivir un poco la noche madrileña. Así que la situación se presentaba pintiparada para que nos ofreciésemos a atender al pequeño durante esas veladas. De modo que nos plantamos en la villa y corte con los escasos pertrechos necesarios para pasar un revuelto y primaveral weekend atmosféricamente hablando con profusión de tormentas y temperaturas agradables.

Apenas habíamos puesto el pie en Madrid, comprobamos que las cuatro o cinco semanas transcurridas desde la última vez que vimos al nieto ha sido tiempo suficiente para que haya perfeccionado numerosas habilidades y recursos. Ha dejado de arrastrarse y ha aprendido a gatear, a incorporarse y a ponerse de pie cogiéndose a cualquier asidero, sea cesto, trona, silla o mano adulta próxima. Gatea que se las pela recorriendo las estancias de su casa, que no son todas las que desea porque sus padres acotan el terreno para evitarle peligros evidentes. Disfruta, por ejemplo, subiendo y bajando las escaleras que conducen al piso superior cogido de las manos de cualquier adulto. En tierra firme, avanza, detiene la marcha, toma asiento, mira en derredor mientras recupera fuerzas y reemprende con renovado vigor sus particulares circuitos de gateo, que disfruta especialmente cuando los demás simulamos ostentosamente que le perseguimos y le jaleamos. Cogiéndole de las manos camina a buen paso, yo diría que hasta con “marcialidad”. Con la misma fe y determinación afronta el ascenso y descenso de las escaleras de su casa, con las que tiene una auténtica –y esperemos que pasajera– fijación. Estaría medio día subiéndolas y bajándolas, infatigablemente, deslomando a padres, abuelos y a quien se presente. Por otro lado, consigue mantener el cuerpo erguido y en equilibrio sujetándose con una mano a un punto de apoyo cualquiera, sea un mueble o el junquillo de una ventana. De modo que no parece lejano el día en que se decidirá a caminar autónomamente, que muy probablemente llegará antes de que finalice el verano.

Hemos contrastado que ha incrementado su capacidad lingüística que se limita, obviamente, a la emisión de sonidos intencionados para establecer relaciones sociales, que además apoya en gestos elocuentes, especialmente uno que utiliza a menudo que no es otro que señalar con el dedo índice lo que quiere coger o hacia donde desea ir. A esta función interaccional de su particular lenguaje se añade la instrumental y regulatoria que subyace a determinados balbuceos, sollozos  y gritos, que expresa con la inequívoca intención de satisfacer algunas de las necesidades básicas que siente y, también, para controlar comportamientos propios y ajenos, como comer y beber, salir de su parque o negarse a subir al carro de paseo.

Sigue experimentando con el balbuceo, que ha adquirido cierto ritmo y entonación. Expresa a las claras placer o malestar sin palabras y repite algunos bisílabos (caca, papa, yaya…). Muestra indicios de que comprende algunos términos referidos a objetos y contextos concretos y repetitivos. Cada vez son más las los ensayos que prodiga para intentar articular sus primeras palabras intencionadas, que a buen seguro no tardará en pronunciar.

Ha perfeccionado muchísimo sus habilidades motrices, ofreciendo una coordinación muy precisa de las distintas partes del cuerpo. Sorprende el cuidado con el que cambia de la posición erecta a la sedente y viceversa, o la escrupulosidad con que ase cada utensilio, cubierto o juguete por la parte que debe, sea el mango, el asa o la empuñadura.

Hemos comprobado que sigue ejercitando sin desmayo su afán por comer y crecer. Es como una pequeña lima que goza ingiriendo lo que sea a cualquier hora del día. Pese a ello, no está obeso porque sus progenitores evitan que se exceda ya que, si fuese por él, no dejaría de comer, bien sea lo que le toca en cada comida o un trozo de pan, una galleta, un colín o lo que se tercie. Obviamente tiene sus preferencias. Entre ellas el yogur ocupa un lugar muy destacado, tanto que lo antepone a  cualquier otra vianda, que relega ipso facto a poco que se descuide quien le dé la comida y le muestre simultáneamente ambos alimentos. En este momento de su proceso evolutivo parece, como decía Freud, que todo el conocimiento lo adquiere a través de la boca, a la que acaba llevándose cualquier objeto que cae en sus manos. La boca es el principal origen de su placer (chupar, morder, masticar) y al mismo tiempo de sus conflictos y frustraciones cuando las personas que lo cuidan evitan que chupe o mordisquee lo que no debe. Ahora empiezan a interesarle otras partes de su cuerpo, como sus genitales, pero su atención sigue centrada esencialmente en la actividad oral.

Nos ha sorprendido cómo ha adquirido en tan poco tiempo algunas habilidades comunicativas. Ya sabe, por ejemplo, mostrar “vergüencitas” y hacer carantoñas, fruncir el ceño e incluso aparentar con cierto “cinismo” que está risueño cuando busca que los demás aprueben sus conductas. Simultáneamente, ha desarrollado la autonomía en el juego, entreteniéndose en su parque durante un tiempo considerable explorando una caterva de juguetes, activando sus mecanismos visuales y sonoros, cambiándolos de lugar o indagando táctil y oralmente en sus respectivos contenidos. Mención especial merece su habilidad con los mandos de la TV que, a poco que te descuides, toma, acciona y dirige hacia la pantalla con la naturalidad y habilidad que lo hacemos los adultos, cambiando fortuitamente los menús o los canales para sorpresa de propios y extraños.

Como puede comprobarse, para gozo de sus progenitores y de sus abuelos, nuestro nieto es un ejemplo paradigmático de un bebé que raya su primer año. Por lo que dice el pediatra, el repertorio sus capacidades y habilidades se corresponde globalmente con el estándar de la fase evolutiva por la que atraviesa. Pese a ello, como supongo que les sucederá a los demás abuelos primerizos, no dejan de sorprendernos porque son progresos que teníamos casi olvidados. De modo que, durante estos días, hemos disfrutado mucho contrastando los rapidísimos avances de una criatura que afortunadamente se cría sana y bien. Eso sí, para disgusto de sus padres, se ha hecho un poquito más madrugadora de lo que era porque raramente le dan durmiendo las siete de la mañana.

Por lo demás, a veces muestra signos inequívocos de que “tiene genio”, e incluso ofrece algún gesto que denota una cierta “mala leche”, como se suele decir. Especialmente cuando se le insiste en que haga algo que no desea. Aunque ello nos suceda a todos, no deja de asombrar tal conducta en una criatura tan pequeña. No obstante, al margen de estos puntuales furores, ha aprendido peculiares zalamerías, como mirar con ojos cariñosos y sonrisa pícara, fingir pequeñas vergüenzas o hacerse el encontradizo, con las que nos regala impagables instantes de felicidad.

domingo, 2 de julio de 2017

Tormenta de verano

Hace dos semanas que estamos ardiendo, o casi. Las mujeres y los hombres del tiempo, con sus apariencias, posmodernas o carpetovetónicas, que de todo hay, se esfuerzan en disimular su atribulado desconcierto y publicitan casi diariamente la inusual proliferación de alertas naranja en este debut de la temporada estival. 

Cuando todavía no hemos metabolizado el reflujo del precoz verano, cuando intempestivamente, tal vez para confundirnos, sobreviene la primera tormenta, que ni siquiera puede calificarse de tal porque ni la hoja del calendario, ni la hora en que ha precipitado, ni el impacto que ha producido aportan méritos suficientes para acreditarla, aquí estamos: un año más viejos y con un punto añadido de perplejidad. No sé si como consecuencia de las ironías de la naturaleza, que jamás dejará de sorprendernos, o porque ya nada es lo que era; y todavía lo será mucho menos si seguimos empecinándonos en tocarle los inciertos ovarios/cataplines a la madre naturaleza o al padre clima, como se prefiera.

Ahora bien, como invoca el viejo refrán, no hay mal que por bien no venga. Pocas cosas intimidan como lo hace el chasquido del rayo o la rimbombante majestuosidad del trueno, del repentino estruendo que amedrenta campos y ciudades mientras se pierde en la levedad de la atmósfera. Pocas son las sensaciones equiparables a la lluvia precipitándose hirientemente sobre el rostro, aguijoneándolo y haciéndonos sentir la desabrida –y, paradójicamente, complaciente– crudeza de la intemperie. Pocas impresiones tan placenteras como la del chaparrón inesperado que lo inunda todo y empapa las ropas, que nubla la vista y aturulla el movimiento, que turba pasajeramente el curso cotidiano de las cosas.

Siempre me asombra que en tan pocos minutos la brisa que mecía plácidamente las ínfimas hojas de los pinos o las airosas ramas de las palmeras, el hálito que hacía temblar la amarillenta tonalidad de las flores de las acacias, se mude en racha huracanada que desaira a lo que se le opone y arrambla con cuanto interfiere en su camino. Me fascina y me acobarda a partes iguales. Y todavía me sorprende más que, minutos después, lo que percibía como amenaza cierta -que tantas veces acaba siendo muchísimo más que un infortunado augurio- se torne en quietud y templanza, tantas veces obscenamente sobrepuestas a paisajes desolados por el brutal impacto de las efímeras tempestades.

Me desconcierta oír el aterrador chasquido del rayo, la luz cegadora de su fulgurante destello precipitándose sobre el pararrayos. Me excita el apresuramiento de la gente sorprendida por los primeros goterones y sus atribuladas reacciones para guarecerse de la lluvia. Me conmueve ver a las personas hurgar en sus bolsos rebuscando nerviosamente, descubrirlas intentando habilitar con impericia ínfimos y destartalados paraguas, o porfiar por ocupar las marquesinas de las paradas del autobús, o correr atropelladamente intentando llegar a los vehículos que les esperan mal estacionados. Me asombra que, de repente, se imponga el desasosiego, la improvisación, la nerviosidad. Es como si se instituyese un estado de atónita incredulidad, como si triunfase un monstruoso aturdimiento, como si se obnubilasen las entendederas de la mayoría de las personas, desencadenándose un auténtico happening: unos intentando escapar de lo que se les viene encima, otros guareciéndose prudentemente a la espera de que escampe el zafral; los más, montados en sus vehículos, impertérritos, ajenos a la amenaza de la tempestad, como si no fuese con ellos, trazando con los neumáticos de sus motorizados corceles huellas infinitas sobre el agua que cubre las arterias de asfalto.

Absorto y resguardado en la terraza de casa, en pocos minutos observo cómo se diluyen las escenificaciones. Una pareja que avanzaba con paso apresurado se detiene y se desentiende de un añejo paraguas dejandolo junto al contenedor de basura. Los pájaros deponen sus astutas actitudes y se abandonan a la distracción que les proporcionan los omnipresentes charcos. La gente recupera la vaguedad untuosa de la cotidianeidad. Sólo habrá que esperar unos minutos más, las nubes se disiparán, escampará y todo volverá a ser lo mismo.

sábado, 1 de julio de 2017

De apodos, sobrenombres y alias

Todos tenemos conocidos y amigos a los que aludimos y recordamos más por sus apodos que por sus propios nombres. No es infrecuente que en el curso de una conversación mencionemos a alguna de esas personas y que, inmediatamente, nos preguntemos por su olvidado y auténtico nombre. Patrimonializar un apodo no supone nada particularmente especial, aunque no todo el mundo lo tenga, ni lo viva de la misma manera. Algunas personas aparentan estar satisfechas con que se les conozca con el mote que su propia familia o sus amigos le atribuyeron en la infancia o en la adolescencia. En cambio, otras pugnan con denuedo por eludir un atributo que desaprueban y que les resulta molesto.

Los apodos, sobrenombres o motes son maneras aparentemente cariñosas de discriminar a los demás, pero, a la vez, son artificios sutiles para agredirlos. Porque quienes endosan sobrenombres a otros, remarcando alguno de sus rasgos, defectos o características, aparentes o auténticos, en el fondo no pretenden otra cosa que humillarlos, situarlos en un plano de inferioridad respecto a ellos. Poner apodos significa ejercitar una conducta, inconsciente e irreflexiva, cuyos resultados pueden acompañar a otra persona toda su vida causándole perjuicios más o menos graves, ya que, además de ser una determinación ajena a su voluntad –porque jamás se le consulta–, de algún modo busca ridiculizarla y en ocasiones llega a degradarla. La atribución de los sobrenombres responde a un proceso que arraiga de la convicción –más o menos consciente y/o intencionada– de que cuanto mayor sea el fracaso de quienes nos rodean y más torpes se muestren, mejor nos sentiremos quienes nos percibimos mermados de atributos que nos enorgullezcan. Dicho de otro modo, generalmente, quienes “ponen” motes a los demás suelen ser individuos con poca personalidad, baja autoestima, escasas capacidades y/o desequilibrios socioemocionales.

Es evidente que los apodos afectan a la autoestima, generan problemas de identidad y, si son discriminatorios o señalan defectos personales (físicos o psíquicos), llegan a ser ofensivos y degradantes. En ocasiones hasta dejan una huella profunda a nivel neuronal que condiciona la conducta, especialmente cuando son la familia o las personas queridas quienes asignan el alias, desencadenando una presión emocional que acaba convenciendo al sujeto de que jamás logrará ser alguien diferente.

Nadie debería ejercitar la potestad de llamar a los demás como le dé la gana. Cada cual tiene su nombre, que generalmente han elegido sus progenitores según sus gustos y las particulares circunstancias que concurren en cada caso. Y, al menos en las sociedades democráticas, todos tenemos la capacidad de cambiárnoslo si no nos agrada. Antes de intentar poner un sobrenombre, cualquier persona debería reflexionar mínimamente al respecto, intentando ponerse en el lugar del otro y tomando conciencia cabal de que puede estar asignándole un carga que le acompañará buena parte de su vida. Aunque, evidentemente, no siempre es así. En algunas ocasiones los alias no son servidumbres sino ingeniosidades que acompañan a las gentes, aunque no se les haya consultado para su atribución.

Otra cosa son los apodos que asignan los padres o familiares a sus retoños. En estos casos debieran tomarse en consideración ciertos detalles. Convendría preguntarse, por ejemplo, si el niño se sentirá a gusto con el sobrenombre elegido, si le evocará aspectos positivos o desagradables, si añadirá elementos de estrés a su desarrollo, o si afectará a sus crisis identitarias. En general, son poco recomendables las conductas improvisadas e irreflexivas, o el seguidismo acrítico de las modas eventuales (reclamar la atención de los niños con estridencias, reconvenirles con modales autoritarios, estimularles con griteríos y aspavientos, etc.) Bien al contrario, lo que parece pertinente es permanecer atentos a lo que demanda su proceso evolutivo. Y si el afectado muestra desagrado con su alias, por mencionar un detalle, debe optarse, sin ambages ni dilación, por desechar su uso en beneficio del propio nombre.

Es indiscutible que a veces, cuando se acierta en la maneras de apelar a las características físicas, étnicas o psicológicas de alguien de manera cariñosa o perspicaz, los apodos son divertidos y añaden un matiz psicológico saludable a la vida de cualquier persona. Pero no siempre es así. En otras ocasiones esas apelaciones –incluso las bienintencionadas– pueden dar lugar a formas de intimidación, de erosión de la autoestima. Y ello debe evitarse porque no tienen justificación. No se puede tolerar que se ofenda o se destruya la autoestima de quién se siente negativamente aludido, bien por su propia sensibilidad o por lo ofensivo del apodo.

Créanme, sé de lo que hablo. Tendría dieciséis o diecisiete años cuando alguno de mis compañeros de promoción determinó que me cuadraba el apodo de “Chulo”, uno más que añadir a los cuatro o cinco que arrastraba “de familia” y desde el pueblo. Con ese sobrenombre me conocieron y me conocen ellos, y otras gentes que frecuenté y con las que interaccioné entonces y después. Inicialmente, tal vez por la fuerza de lo inevitable, acepté con cierta complacencia tan prepotente apelativo. Para que se entienda mi discordante actitud, insistiré en la edad que tenía cuando me lo atribuyeron, en que era el menor de cuantos compartíamos aula, en que acababa de llegar a una ciudad con más de doscientos mil habitantes desde un pueblo con apenas mil trescientos, etc.  Comprenderán que el epíteto “chulo”, como carta de presentación, no era mala cosa para intentar hacerme con un lugar respetable en este, para mi entonces, “territorio comanche”.

Obviamente, creo que también se entenderá que algunos años después, felizmente alcanzada la “normalidad”, no me sintiese ni particularmente identificado, ni justamente ponderado con ese calificativo. Es más, una vez adaptado al nuevo ecosistema y habiéndome rodado las cosas razonablemente bien, pasé lustros tratando de desproveerme de un título que no me gustaba, ni me complacía, porque casi siempre he creído que no me hacía justicia. Eso sí, con cautela y con calculada circunspección. Y creo que lo conseguí en buena medida, aunque ciertamente, a estas alturas de la vida, me da lo mismo porque mi condición de sexagenario es incompatible con tales fruslerías. Ahora bien, aviso para navegantes: cuidado con las frivolidades, pueden hacer mucho daño.