lunes, 24 de julio de 2017

Great expectations

Estoy convencido de que uno de los mejores años de nuestras vidas es aquel en que nacemos. No sólo porque en él se produce la irrepetible ventura de que nos alumbren al mundo, sino porque además compartimos tamaña dicha con otros congéneres, que en mi caso llegan a ser 148.865, según dicen. Un placer que difícilmente tiene réplica en cualquier otro episodio de la existencia, que todavía alcanza mayor dimensión si se enfoca desde la perspectiva de lo que significa sincronizar la hora de nuestro nacimiento con otras seis mil personas. Nunca tan multitudinarias coincidencias fueron tan de mi agrado.

En esta sociedad numérica que me apabulla, nacer es posicionarse –tal vez con mayor trasparencia que nunca– en el ranking ecuménico del Planeta. ¿Quién no se ha preguntado por el lugar que ocupa en el mundo? ¿Quién no ha reflexionado sobre su posición en el catálogo de las personas vivas? No me parecen interrogantes artificiosos o retóricos, al contrario, considero que son interpelaciones relativamente frecuentes, para las que probablemente no encontramos respuestas satisfactorias. Al menos es lo que sucedía hasta hace relativamente poco. Sin embargo, de unos años acá, existe la posibilidad de conocer esos y otros detalles a través de una web, Population.io, que aspira a hacer de la demografía una materia accesible para la mayoría de las personas, ya que la empresa que la patrocina –World Data Lab– considera que las estadísticas demográficas juegan un papel importante en la comprensión de los avances socioeconómicos contemporáneos.

Así pues, gracias a esa aplicación, sé que en el momento que escribo esto soy la persona viva del Planeta que hace el número 6.888.023.173. Lo que equivale a decir que soy mayor que el 92% de la población del mundo y que el 80 % de la gente que vive en España. Poco más de seiscientos millones de personas me sobrepasan en edad. En síntesis, soy un auténtico privilegiado. Y mucho más si atiendo a otros datos de la referida web que informan de que todavía me quedan alrededor de veinte años de vida, porque sus cálculos les permiten aventurar que debo fallecer en torno al 17 de julio del año 2037. La verdad es que firmaría ya mismo por ello, sin más exigencias ni protocolo; especialmente si me garantizan que cobraré la pensión (más o menos actualizada) hasta entonces y que disfrutaré de una salud medianamente regular.

¿Quién me lo iba a decir a mí, que nací el año que acababa el “racionamiento”, trece años después de que finalizase la guerra y se implantasen las celebérrimas cartillas? Y así fue, llegué al mundo justo cuando uno de los Consejos de Ministros de la Dictadura aprobaba un nuevo régimen de producción, venta y precio de los artículos que habían estado intervenidos durante más de una década por la Comisaría de Abastecimientos y Transportes. ¿Cómo podía imaginar entonces mi madre que acababa de alumbrar a un niño con una expectativa vital de más de ochenta años, cuando la esperanza de vida del momento apenas rebasaba los sesenta?

Cartillas de racionamiento individual
Cuando concluyó la Guerra Civil había una extremada escasez de alimentos y de otros artículos de primera necesidad. El gobierno de la Dictadura optó por el reparto de esos bienes, intentando racionalizar el suministro, garantizar su distribución y evitar la especulación. Sin embargo, como sabemos, la realidad fue bien diferente. A la sombra de las reglamentaciones fue creciendo el fenómeno del estraperlo en el mercado negro, convirtiéndose en uno de los mayores problemas de la sociedad española de posguerra. Un fenómeno que apenas sufrieron las clases pudientes que, a base de influencias y de pagar precios inflados, lograban los productos que estaban vetados a los demás. En ese contexto, la Comisaría de Abastecimientos y Transportes, creada en marzo de 1939, se encargaba de proporcionar semanalmente, a precios tasados y previa presentación de la correspondiente cartilla, alimentos como garbanzos, pan negro, boniato, aceite, azúcar, bacalao o tocino y, de vez en cuando, algunos productos especiales como el dulce de membrillo o el jamón. Por supuesto, todo ello estaba (in)adecuadamente racionado y se vendía a precio tasado, satisfecho previamente. Sólo eran de venta libre las hortalizas, las frutas y el pescado.

A partir de 1950 comenzó a ampliarse la lista de productos liberalizados. Sin embargo, fue durante el mes de febrero de 1952 cuando se desató rumor de la supresión del racionamiento y del control de los precios, especialmente del tabaco. A finales de marzo, cuando yo aún no había cumplido el primer mes de vida y no consumía otra cosa que no fuera la leche que me proporcionaban los pechos de mi madre, todos los periódicos anunciaban en primera página el fin de racionamiento del pan con efectos del uno de abril. Se autorizaba la libertad de producción y venta, aunque con alguna intervención provisional de los precios. Desde entonces la población podía adquirir libremente este artículo en las panaderías sin necesidad del previo corte de los cupones, ni limitación de cantidad alguna. De hecho se autorizaba la fabricación de piezas de 150, 250, 500 y 1000 gramos para facilitar el abastecimiento y la comodidad de los consumidores. Al mismo tiempo se suprimió el racionamiento del aceite y de la carne de ganado vacuno, lanar y de cerda.

Evidentemente, si en algo no pensaba el Gobierno de turno era en que adoptando tales medidas favorecería la nutrición de la población y en que ello redundaría en el incremento de su esperanza de vida. Simplemente, pretendía fomentar la producción y lograr una cierta normalización del comercio, tras largos años de aislamiento y de feroz autarquía, aprovechando la ayuda internacional que se recibía y un ciclo favorable de cosechas agrícolas. Adicionalmente, se logró el control del mercado negro y del estraperlo de los productos racionados. En apenas diez años se duplicó el consumo de carne per cápita y se triplicó el de azúcar y luz. Sin solución de continuidad, alumbraba el desarrollismo y venía otro tiempo, que afortunadamente pude vivir en primera persona.  

Volviendo al inicio y retomando la expectativa vital que me atribuye la web referenciada que, como decía, sitúa en los aledaños del año 2037, confieso que tomo la predicción con mucha cautela y con bastante incredulidad. Creo que nunca mejor dicho aquello de “vivir para ver”. Y, por tanto, es lo que pienso: ¡ya veremos!

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