domingo, 23 de julio de 2017

Miradas mudas

Algunas miradas parecen no ver nada, solo quienes las poseen saben lo que ven, suponiendo que quieran ver algo. María es una mujer que asocio a una silla de tijera de color azul en la que permanece sentada largas, larguísimas horas, casi siempre en el mismo sitio, o al menos me lo parece. Cada vez que paso por el barrio, allí está, sola, sobre la acera, a la izquierda del portal que presumo que da acceso a su vivienda, bajo una estrecha ventana malprotegida por una reja herrumbrosa y enclenque. Largas horas sentada en su silla, pegada a la pared, sin recostarla, sin despegar del respaldo su envarada y desgastada anatomía. De pelo canoso y ensortijado, no cumplirá los setenta, aunque aparenta bastante más edad.  Su desmangado y estampado vestido deja ver unos brazos de piel oscura y ajada, que alarga de vez en cuando para echarle mano a una botella de agua que parece esperar pacientemente que decida llevársela a la boca. Posee una mirada extraviada, casi perdida en el restringido espacio que delimita una calle con coches aparcados a ambos lados y aceras de metro y medio. Un territorio relativamente angosto e incómodo que conoce como la palma de su mano, aunque no lo transite y apenas lo vea. Allí permanece horas y horas, días y días, semanas y semanas, dirigiendo su anhelante mirada –paradójicamente perdida y anodina hacia las escasas personas que transitan el precario escenario que delimita su existencia, expuesta a la intemperie de calimas y fríos. Ese es el lugar sobre el que esparce diariamente su mirada sorda, el breve habitáculo que acoge su insustancial e imperceptible biografía.

Caravaggio, Entierro de Santa Lucía
Lo que se ofrece ante la mirada de Juan es la engañosa inmensidad de un exiguo parque de barrio. Un espacio vacío a estas horas de la mañana, apenas poblado por una docena de gorriones, una pareja de mirlos y cuatro gatos que se desperezan al sol. Es difícil aventurar qué particular perspectiva le ofrece ese pequeño territorio. Tal vez por ello permanece inmóvil, sentado en su silla articulada, luciendo una camisa oscura de manga corta, recién planchada, que acentúa su blanca cabellera y la mirada desentendida de un ser ausente. Sentado, como cada vez que sale a la calle, en una poltrona que aborrece y de la que no puede disociarse. Un artilugio que penosamente empuja su mujer, persona de cierta edad, como él, de pelo corto y teñido con tinte oscuro, de cuyo hombro cuelga un bolso que guarda los escasos pertrechos que les acompañan en sus diarios paseos. Una mujer que hace tiempo que perdió la ilusión por acicalarse, por salir a la calle como le gustaría. Una señora que en los últimos años ha restringido radicalmente su espacio vital, limitándolo a la servidumbre del acompañamiento a quien apenas acierta a acompañarse a sí mismo. Los he encontrado a dos pasos de la línea divisoria que proyectaba la sombra de un edificio sobre el suelo ardiente de una plaza desértica. Como si estuviesen esperando que una nube efímera apagase fugazmente la despiadada solanera, permitiéndoles atravesar con desahogo el espacio que media entre los extremos del parque. Como si no encontrasen el camino adecuado para soslayar exitosamente las dificultades del intrincado itinerario que recorren desde hace algún tiempo.

Cada vez encuentro más Juanes y Marías por la calle. Me sorprende a menudo la cantidad de personas que parecen haber perdido la alegría, cuyos rostros y ademanes revelan las dolientes circunstancias que seguramente atraviesan. No sé si ello es causa del creciente envejecimiento de la población o es consecuencia de la involución del conjunto de la sociedad, que parece regresar paulatinamente al horizonte pretérito de hace pocos siglos, cuando carecía de sentido una aspiración que hoy, por lo menos en las sociedades occidentales, se ha consolidado como un derecho irrenunciable de las personas: aspirar a ser felices. Sorprendentemente, apenas unos centenares de años han sido suficientes no solo para hacer de la felicidad un emocionante derecho sino incluso para convertirla en una mercancía, en un objeto de consumo, que hay que adquirir para evitar ser un paria.

No sé si es porque la felicidad está de moda o porque los humanos somos seres forjados para lograrla, pero de la misma manera que veo Marías y Juanes cuyos rostros reflejan el sufrimiento de sus vidas, también observo otros Juanes y Marías que no aparentan que subsisten en auténticos valles de lágrimas. Desconozco si ello se debe a que, como dicen los expertos, un tercio de la felicidad se debe a la genética; o si obedece a que, como aseguran otros, las mayores tasas de felicidad se concentran en los veinte primeros años de vida y en los que siguen a los cincuenta/sesenta. O tal vez sea que, aunque la felicidad se asocia en exceso a que las cosas rueden bien, algunos, muy inteligentemente, entienden que no todo depende de ello, y ni siquiera de nosotros mismos. Estos saben que debemos poner mucho de nuestra parte para encarar los desafíos que nos plantea la vida. Y es que, pese a que algunos se empecinen en negarlo, nadie puede ser feliz a todas horas. Quizá hay muchos más Juanes y Marías de los que pensamos, que aprendieron que en el camino para lograr la felicidad no solo se encuentran las satisfacciones sino que también crecen las emociones negativas y no pocos sinsabores que es imposible evitar.

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