domingo, 27 de agosto de 2017

Serpientes de verano

Como se sabe, con esta expresión se alude a las noticias irrelevantes o sorprendentes que publican los diarios para llenar sus páginas durante el verano, cuando la gente está de vacaciones y menudean los sucesos interesantes, aunque no sea precisamente este año. No sé si ello tendrá que ver con que los veranos, como tantas otras cosas, han dejado de ser lo que fueron: temporadas en las que las ciudades se vaciaban casi por completo y se llenaban las playas de familias que llegaban en el seiscientos  y atiborraban los apartamentos alquilados.

Uno de ellos fue el de 1990. Doce años después de que Dire Straits –la famosa banda de los hermanos Knopfler, que significa algo así como “grandes  apuros”– grabase Sultans of Swing, título de su histórico, homónimo y primer álbum, que nada tiene que ver con lo que aquí se cuenta. Concretamente, el veintisiete de julio los teletipos de las agencias de noticias y los diarios de mayor tirada destacaban la muerte inducida, mediante inyección letal, de Sultán, un semental canadiense de raza frisona, por el que el Gobierno de Cantabria, presidido a la sazón por el inefable Juan Hormaechea  –primer dirigente de una comunidad autónoma condenado por gravísimos delitos cometidos en el ejercicio de su cargo– pagó un millón de dólares dos años antes. El animal era un portento que medía más de tres metros de longitud y pesaba más de una tonelada antes de que se rompiese, cual si de un deportista de élite se tratase, el ligamento cruzado del corvejón izquierdo. Y no precisamente por causa de un accidente sobrevenido en un lance del juego sino practicando la mejor de sus habilidades: el “salto”, es decir, lo más parecido a la cubrición de una vaca; por cierto, placer del que nunca se le permitió gozar realmente. Trasladado a la Policlínica Veterinaria de San Vicente del Raspeig fue atendido como un rey. Sin embargo, pese a ser tratado con una avanzadísima terapia complementaria de rayos láser y microondas, en pocos meses sufrió un grave deterioro que lo dejó con apenas 500 kilos, situación que decidió a las autoridades cántabras a sacrificarlo y a disecar su cabeza y su pata trasera izquierda. ¿Por qué esta y no cualquier otra? Lo desconozco.

Durante su permanencia en España, Sultán fue padre de unos 30.000 terneros y proporcionó otras 50.000 dosis de esperma, por lo que su progenie siguió incrementándose tras su fallecimiento. Como el Cid Campeador, después de muerto ha ganado infinitas más batallas que aquél. Durante el año y medio que el prolífico animal estuvo produciendo dosis seminales, a razón de unas mil por semana, consiguió cambiar la fisonomía y el valor económico de la cabaña cántabra y también la mentalidad de los ganaderos. En los prados de la región aún pastan decenas de “sultanas”, como se conoce a sus hijas, además de centenares de nietas y  bisnietas. Pero no fueron solo bondades la herencia que dejó Sultán, también aportó aumento de la consanguinidad, así como problemas genéticos y de otra índole que los estudiosos han investigado ampliamente.

Viene esta larga digresión a cuenta de una de las serpientes de este verano de 2017 que resume el encabezado de un artículo publicado por el diario El País el pasado 25 de agosto: “Un superdonante de semen con más de 100 hijos asombra a Holanda”. Se decía allí que un solo donante, que ha recorrido sin cortapisas más de una decena de centros de fertilidad del referido país, es el padre confirmado de al menos ciento dos niños. Por otro lado, parece que no se trata de un caso único, porque se menciona a otro potente macho holandés que decidió repartir sus dádivas entre un par de clínicas y acumula también una notoria descendencia. Entre ambos suman una cifra desorbitada de retoños, que ha alarmado a autoridades y especialistas y ha reabierto el debate sobre la necesidad de crear un registro nacional de donantes que evite estos fraudes, que son tales porque la ley holandesa limita a veinticinco los servicios que los donantes anónimos de semen pueden ofrecer a una misma clínica, a razón de otros tantos euros por donación. La norma es clara, pero al no existir registro de donantes se produce una laguna legal que posibilita el fraude. De ahí que los especialistas hayan pedido reiteradamente al Gobierno que agilice la implantación del registro oficial.

Estos anónimos superdonantes explican con desparpajo su experiencia, asegurando que lo único que persiguen es hacer feliz a la gente. Y para ello, además de recorrer los centros de fertilidad y los bancos de esperma, han ofrecido sus servicios en las redes sociales, lo que sin duda acrecienta la probabilidad de que su prole sea bastante más numerosa de lo referido con anterioridad. A la vista de ello, la Asociación Nacional de Ginecólogos ha exigido que dejen de usarse las muestras de ambos y la Ministra de Sanidad en funciones ha abierto una investigación cuyas consecuencias no parecen a priori muy halagüeñas dado que el país continúa sin gobierno seis meses después de las últimas elecciones. Porque debe recordarse que en Holanda las donaciones de semen dejaron de ser anónimas en 2004; sin embargo, periódicamente salen a la luz casos como el descrito que evidencian prácticas alegales cuando no claramente delictivas, como la de un famoso médico de Rotterdam que inseminó en secreto con su semen a decenas de mujeres en su propia clínica. Tal fue el tamaño de sus desatinos que, además de ser padre legal de veintidós hijos, pudo tener de forma ilegal más de un centenar.

En España tampoco existe un Registro Nacional de Donantes, pese a que la Ley de Reproducción Asistida, de 2006, preveía en su artículo 21 su creación. De modo que hoy por hoy, no se sabe muy bien quién dona, dónde lo hace y cómo acaban esas células reproductivas. Es cuanto menos sorprendente que no haya un registro de donantes de semen humano y sí exista de sus homónimos animales. No deja de ser un contrasentido que nos preocupen los efectos de la consanguinidad o los problemas genéticos sobre la cabaña vacuna de una región o comunidad autónoma y nos inhibamos de los que pudieran aquejar a la población de un determinado territorio, con centenares, miles de ciudadanos, sin saber quién es su padre o sus hermanos, con las consecuencias de toda índole que derivan de tan magro asunto.

Mas allá de la gratitud que merecen los/las desprendidos/as machos/hembras donantes del producto de su virilidad/femineidad, más allá de la ilusión que seguramente embarga a muchas de las receptoras de tan preciosas y baratas ofrendas, creo que deberíamos hacérnoslo mirar. Se trata de que ellos y ellas, sus hijos e hijas y la sociedad en general tengamos certezas imprescindibles. No sé si esta especie de comercio tolerado constituye la enésima frivolidad de la vorágine consumista, pero me parece que se actúa irresponsablemente y sin control en asuntos muy serios, permitiendo malas prácticas que una sociedad avanzada no debería consentir. Alguien debe poner el cascabel al gato para atajar lo que hoy puede parecer una inocua serpiente de verano, pero que a la larga puede convertirse en una auténtica calamidad.

viernes, 18 de agosto de 2017

La casa Suay

Ya nada es lo que era,
nuevos paisajes, nuevas fronteras,
delimitando mis gestos, mis costumbres.
Otra lumbre iluminará mis versos,
otros muertos mis soledades,
otras felicidades mis fiestas,
otras dudas mis certezas. 

[Ismael Serrano, Ya nada es lo que era]


Nada es lo que parece, nada es lo que era. Todo cambia, nada permanece. Hoy es dieciocho de agosto. Hace años ello equivalía a decir que se habían acabado las fiestas. Eran tiempos en los que las celebraciones en honor de la Asunción y San Roque duraban tres o cuatro días a lo sumo. Hoy no se sabe cuánto, depende del año, de las ganas del personal y de otras muchas cosas. Entonces, pocos días de festejos conducían inexorablemente al inicio de la temporada de la garrofa.

En el montaraz territorio donde nací y me crié, en aquel tiempo –y mucho antes– la recolección de la algarroba era una de las tareas más importantes del año agrícola. Los vecinos tenían depositadas en ella y en la vendimia las mayores esperanzas económicas. De ambas dependían sustancialmente sus precarísimas economías domésticas. Una mala cosecha podía sobrellevarse, aunque fuese a base de penurias, pero fracasar en ambas casi era la garantía de un desastre de proporciones inasumibles. Las inclemencias atmosféricas, el rigor de las tareas del campo, la fragilidad de las minúsculas explotaciones y la depreciación de los productos agrícolas han influenciado históricamente la despoblación de los pueblos serranos.

Así pues, como se trataba de asegurar una de las principales cosechas, no se regateaban esfuerzos en los preparativos, lo que originaba una gran movilización y un ajetreo perceptibles en todo el pueblo. Durante las semanas previas a las fiestas de agosto se habilitaban los pertrechos necesarios para llevar a cabo la recolección. Se preparaban las cañas de gancho para hacer caer a tierra las algarrobas que todavía permanecían en las ramas de los árboles, los sacos para envasarlas y los cordeles para anudarlos, se recuperaban y remendaban los capazos y las espuertas para recolectarlas y se preparaban los carros (varales, delanteras, tablas, teleras…) y los animales (reforzando su alimentación con avena y algarrobas), así como los sombreros, los botijos, etc. De modo que, acabadas las solemnidades, todo estaba listo para iniciar la recolección en las zonas limítrofes del pueblo, situadas a menor altura, en las que maduraban los frutos más tempranamente. Concluidas las cercanías, empezaba la tarea en los espacios más montaraces, un proceso que ya he descrito en alguna otra entrada de este blog. Así que hoy me limitaré a rememorar cómo viví ciertos aspectos de ese particular acontecimiento, cuando apenas era un niño de pocos años.

No es la Casa Suay, pero se parece a lo que acabó siendo.
Cuando llegaba la época de la recolección de la garrofa mis padres se mudaban de domicilio. Dejaban la casa del pueblo y se iban a vivir durante unas semanas a la denominada Casa Suay. Subrayo lo de que “se iban” porque ciertamente era así. Se desplazaban a una casona que teníamos a cinco kilómetros del pueblo, en la carretera de Chiva, y se llevaban con ellos hasta las gallinas. Era una casa de campo, grande, tosca, ramplona, sin ningún tipo de comodidad contemplada desde la perspectiva actual, pero con lo necesario para vivir razonablemente bien con arreglo a los parámetros de aquel tiempo. Tenía adosado un corral de ganado, una especie de majada, en el que se guarecían durante el invierno los rebaños de ovejas que venían de Cuenca a pasar el invierno. Nosotros les ofrecíamos el cobijo de las teñadas (corralizas cubiertas) y el confort de la paja y ellas nos correspondían con el inmejorable abono orgánico que producían, que mi padre denominaba “girle”

Obviamente, desde la ensoñación que pudo distorsionar mi imaginación de niño de pueblo y desde la recreación y las reconstrucciones posteriores, más o menos idealizadas, que sin duda habré materializado, recuerdo aquella casa como el gran paraíso perdido, un lugar fascinante donde podían suceder cosas inimaginables en el pueblo.

Aquél caserón, en cuyas inmediaciones mi padre se dejó la piel durante cincuenta años, se estructuraba en dos alturas adaptadas a la ligera pendiente que le servía de asiento. Un gran portalón de madera daba acceso a la planta baja. A la entrada, inmediatamente a la derecha, se abría un amplio vano que daba acceso a la cuadra. Antes de acceder a ella, un viejo trabuco permanecía recostado sobre la pared, cual vigilante mudo. Siempre estuvo allí, hasta que un día desapareció, no se por qué, y jamás volví a verlo. Los trabucos eran buenos compañeros en aquellos espacios apartados y a la intemperie, en tiempos en los que eran imprevisibles los acontecimientos. Aquél debió acabar en las manos de algún gitano transeúnte, que seguramente le ofrecería a mi padre los veinte duros de rigor. Probablemente lo pillaría en alguna de las habituales penurias y optó por deshacerse de una de las reliquias de la familia, haciendo valer aquel viejo adagio de “primum vivere, deinde filosofare”. La vida misma, aunque las actuales circunstancias nos hagan verla de distinto color.

A continuación del espacio que ocupaba la cuadra, una puerta desvencijada daba acceso a la habitación donde dormían mis padres sobre unos viejos somieres,  apoyados en muelles y protegidos por colchones rellenos de ‘pellorfas’ de maíz, que tenían una musicalidad característica. Los niños dormíamos en una pequeña alcoba de esa misma habitación, de la que a su vez partía una estrecha escalera que daba acceso al piso superior, o cambra, donde se guardaban provisionalmente algunas cosechas, ciertos aperos y diversos materiales empleados en las tareas agrícolas. A esta estancia también se podía acceder directamente por una puerta que daba a una era, que se extendía en la parte superior de la pendiente sobre la que se asentaba la casa. En su día, allí debió trillarse porque llegué a conocer un rulo de piedra, apartado en un lateral, aunque nunca vi realizar allí esa tarea.

Regresando a la parte inferior de la casa, frente a la entrada estaba dispuesto el hogar, compuesto por una amplia chimenea y una especie de frontis que acogía un horno moruno que me fascinaba. Mi madre cocía allí el pan que ella misma elaboraba artesanalmente cada semana y también otros guisos que llenaban la estancia de unos aromas que jamás he vuelto a percibir. Recuerdo el olor que emanaba de aquellas hogazas mientras se cocían o el perfume que desprendían las hortalizas asándose de aquel modo tan rudimentario y tan natural, que las hacía tan exquisitamente únicas, aunque debo apostillar que la exigencia de las tareas agrícolas en las que colaborábamos y lo menguado de las raciones alimenticias seguramente contribuyeron a acrecentar mi aprecio por sus bondades.

Finalmente, saliendo al exterior de la casa, a la derecha se encontraba un amplio portón que daba acceso al corral. Este se estructuraba en un amplio deslunado rectangular, flanqueado en tres de sus lados por sendas teñadas que protegían al ganado del frío y de la lluvia durante el invierno. Una  pequeña habitación, que ocupaban los pastores y en donde dejaban sus pertenencias, completaba esta parte de la casa. A menos de cincuenta metros, hacia el norte, en una zona muerta que separaba unas parcelas de olivos, había un pozo con una profundidad de entre quince y veinte metros y un diámetro de aproximadamente dos. Aunque en general replicaba la estacionalidad de las lluvias, habitualmente tenía agua, que era potable y sin sanguijuelas, así como excelente para beber y cocinar. Aunque el pozo no tenía morcones ni polea, junto al brocal había una pila de piedra donde mi madre fregaba los platos y los utensilios de cocina.

Hace más de tres décadass que destejaron la Casa Suay, con nocturnidad y alevosía. Dado lo oneroso de la reposición de la cubierta y la nula rentabilidad de la explotación agrícola, optamos por no reponerla, lo que acarreo su ruina progresiva, acelerada por el maltrato que la gente desaprensiva suele dar a cuanto encuentra en su camino, especialmente si está deshabitado. Al cabo de pocos años, aquella casona se había convertido en un espacio ruinoso y peligroso, y opté por allanar las ruinas para evitar males mayores. Y así permanece hoy el solar, llano y casi mimetizado con la maleza que ha crecido sobre lo que algún día fue nuestro segundo hogar.

En fin, como canta Ismael Serrano, Ya nada es lo que era,/nuevos paisajes, nuevas fronteras…

martes, 15 de agosto de 2017

Elogio del desorden

Silvia es la persona que nos ayuda con la limpieza de la casa. Es una mujer que aún no alcanza los cuarenta años, de pequeño tamaño, enjuta, fibrosa, dispuesta, y hasta frenética en ocasiones. Un puro nervio, una persona con una fortaleza –no solo física– envidiable y con una grandísima disposición de ánimo. Una mujer honrada a carta cabal, un espécimen extraordinario del que te puedes fiar a pies juntillas, que no es poca cosa en los tiempos que corren.

Obviamente, no la encontramos en la calle. Hace años que fue alumna de mi mujer en el centro de adultos al que asistía para obtener el título de graduado en E. Secundaria. Porque, como es de imaginar, Silvia podría encarnar a la perfección un ejemplo paradigmático del dramático fracaso escolar que aflige a nuestra juventud desde hace décadas, sin que nadie le ponga remedio. Afortunadamente, en este caso, la quiebra académica no conllevó el consiguiente fiasco vital aunque, haciendo honor a la verdad, las prodigalidades de la vida no se han cebado precisamente con ella, exceptuando el incalculable tesoro que posee, personalizado en su queridísima hija.

Como he dicho, Silvia es casi una fuerza de la naturaleza. Así la percibimos cuando pone el pie en casa y saluda a voz en grito a cuantos allí nos encontramos. Aún no ha concluido los cumplidos y ya se ha cambiado de ropa. Inmediatamente todo se transforma en una revolica: artilugios y productos de limpieza, electrodomésticos, trapos, etc. campan por doquier. Da lo mismo que te vayas a la terraza o al baño, que intentes acceder al salón o a un dormitorio. Todo está patas arriba, como invitándote a largarte de allí (cosa que, por cierto, solemos hacer últimamente)

Tan es así que, cuando se marcha, nada en la casa ocupa el lugar donde estaba cuando llegó. Lo que permanecía a la derecha está en la izquierda, lo que estaba arriba ahora está debajo, lo que reposaba en su sitio ha sido desplazado, lo que perduraba décadas ordenado en las estanterías merodea en otros espacios. Es más, lo que estaba de pie se ha vencido, lo que se hallaba enhiesto se ha encorvado, en fin, lo que parecía completo ahora se percibe fragmentado.

Piaget, en su despacho.
(Fundación J. Piaget)
El jueves o viernes de cada semana, cuando Silvia llega a casa, se me activan determinadas neuronas haciéndome recordar una vieja fotografía que le tomaron al insigne profesor Jean Piaget en su despacho. Se trata de una instantánea realizada el año 1979, apenas un año antes de que falleciese. No voy a redescubrir el Mediterráneo reiterando que a Piaget le debemos una de las categorizaciones más reconocidas –si no la que más–  de los periodos del desarrollo cognitivo de los seres humanos. No en balde es el padre de la denominada epistemología genésica. Sin duda, alguien capaz de materializar semejante labor evidencia amplias dotes para la observación, la investigación, la sistematización y la transmisión del conocimiento científico.

Y justo aquí emerge la aparente paradoja. Porque difícilmente puede imaginarse que un individuo capaz de atesorar los variopintos y complejos recursos que exige la formalización del conocimiento científico muestre, al menos en apariencia, la más absoluta incapacidad para ordenar su propio despacho. La fotografía que custodia la Fundación Jean Piaget lo muestra prácticamente envuelto por montañas de libros y papeles. Delante de la ventana ennegrecida apenas queda espacio para que entre la luz. En una mesa ínfima, confundiéndose con libros y carpetas, reposan un termo de color rojo y algunas tazas de café o de té, que parecen haber encontrado un mínimo resquicio donde apoyarse, junto al reborde de la mesa. El fondo de la estancia lo ocupa una estantería sobre cuyas baldas permanecen, aparentemente desordenados, montones de volúmenes, algunos apoyados sobre sus lomos con una relativa ordenada disposición, otros supuestamente amontonados de cualquier manera. A su izquierda se adivina una especie de bancada auxiliar sobre la que yace un ingente volumen de papeles: libros apoyados en dosieres, carpetas descansando sobre libros, cajas de cartón desvencijadas encima de sobres y envoltorios... Y como remate de ese caótico anaquel una pequeña manta, con la que presumo que el señor Piaget cubría sus extremidades cuando las sentía destempladas.

Dicen los que saben que el orden es una obsesión contemporánea. Y es cierto, en nuestro tiempo se ha impuesto una ley no escrita que establece que ser ordenado es lo correcto y, por tanto, lo socialmente aceptable. De ahí que, por ejemplo, los grandes almacenes estén repletos de secciones de organizadores para todo: para decorar las cocinas, para organizar las habitaciones de los niños y las oficinas, para poner orden en dormitorios y armarios, en los frigoríficos o en los trasteros. Una moda que ha invadido, también, los teléfonos y los ordenadores, que incorporan aplicaciones para intentar sistematizar el caos que inunda nuestras vidas. Sin embargo, algunos expertos aseguran que la organización y el orden no nos hacen mejores. Es más, en muchas ocasiones, constituyen dispendios innecesarios, con un coste que les despoja de su hipotética rentabilidad. De modo que, en contra de lo que parece de sentido común, dicen que una moderada desorganización hace más eficientes y creativas a las organizaciones y a las personas.

No hay duda de que Piaget compartía este pensamiento, aunque por lo visto lo practicaba con mayor radicalidad. Cuando en cierta ocasión se le preguntó acerca de cómo podía sobrevivir en un lugar como su despacho, se refugió en el pensamiento de Bergson, el filósofo de la intuición, atribuyéndole la certeza de que no existe el desorden, sino dos tipos de orden: el geométrico y el vital. Desde esta perspectiva, Piaget aseguró a quienes le preguntaron que el suyo era inequívocamente un orden vital.

Algo parecido debe pensar mi admirada Silvia porque el desorden, como la belleza, depende de los ojos desde los que se contempla. No solamente existe la teoría del caos sino que muchas personas caóticas defienden a capa y espada que su caos responde a una estructura. Y seguramente no mienten. Estoy convencido de que despachos desordenados como el de Piaget están repletos de indicios que ayudan a sus moradores a controlar donde están las cosas y a utilizarlas con eficiencia. Ahora bien, otra cosa bien diferente es que nos veamos forzados a trabajar o a vivir en medio del desorden que provocan otros. Ahí ni valen pistas, ni sutilezas relevantes: te vuelves loco, y punto. Solo advierto una ventaja en ello: supone un acicate extraordinario para intentar devolver cada cosa a su sitio lo antes posible y recuperar de nuevo el orden, aunque sea un obstáculo para la creatividad.

jueves, 10 de agosto de 2017

Desde mi guarida

En estos primeros días del ferragosto mi casa se ha convertido en una especie de madriguera, diría que casi en un improvisado sepulcro custodiado pretorianamente por el sacrosanto aire acondicionado. Nada consigue sacarnos de tan artificioso cenotafio, ni siquiera las noches, que no parecen tales, a fuer de ser tan agotadoramente tórridas y repulsivas. Permanecemos enclaustrados desde que el Sáhara decidió trasladarse a vivir más al norte, quizás para avisarnos, siquiera por unos días, de lo que nos espera a la vuelta de la esquina si persistimos en calentar el cotarro.

Sin embargo, lo que pudiera parecer una perspectiva sombría –me refiero a la que delimitan los angostos y lúgubres espacios que definen cuatro paredes tenuamente desnudas y otras tantas ventanas cegadas por las persianas–, no lo es tanto. Desde la protección que procura la penumbra, como si de un ejercicio de voyeurismo se tratase, a través de las rendijas que dejan las lamas que ocluyen los vanos, se puede escrutar y hasta llegar a descubrir encuadres interesantes, que son como claraboyas personalizadas mostrando realidades imaginarias o imaginadas realidades, que sazonan el tedio y apartan la desmotivación que acompaña a la obligada y deprimente reclusión estival.

Plano 1. Así, llevado del bochornoso y mórbido ambiente, te aflojas y optas por dirigir la mirada al primer resquicio que ofrece la persiana. Detectas a la izquierda, en primer plano, un ventilador negro. En contraste con él, destaca un inmaculado embellecedor del conducto del aire acondicionado que asciende verticalmente y ribetea una pared de ladrillo, recortando un bloque de apartamentos situado en un segundo plano, al otro lado de la calle, cuyas ventanas cubren toldos listados de marrón y amarillo, sin anomalías  evidentes. En el mismo plano, a la derecha, descansan tres macetas sobre una mesa que sostiene un pie metálico de forja cuyo tablero decoran arabescos de traza original. La superficie vaporosa y ardiente del toldo se ofrece como telón de fondo de la terraza, sujeto en su extremo inferior a una barandilla cilíndrica pintada de amarillo caléndula. Una torre de focos perpendiculares emerge en los contornos de un deshabitado estadio de atletismo. Las farolas trepan hacia las alturas en ambos lados de la calle. Una piscina rodeada de pinos y palmeras pone su contrapunto, insolente y fresco, a esta especie de naturaleza muerta que es una suerte de obligado plano medio que fija la atención que ha dispersado un escenario tan avasalladoramente tórrido. La cubierta de una singular construcción metálica, desvaída en el horizonte, que descansa bajo los pies verdes y húmedos del único edificio que se avista hacia el sur, sobre el Tossal, brinda la imaginaria y recortada silueta de un enigmático unicornio azul.

Plano 2. Un visillo traslúcido vela la imagen que encuadra la rendija de otra ventana delatando el defectuoso cierre de la persiana. A través de los cristales entreabiertos de ese doble tragaluz orientado al norte se vislumbra la superficie rectangular de una piscina grande, con una lámina de agua artificiosamente tintada de un hiriente azul celeste, enmarcado por una alfombra de un mullido césped que alterna múltiples tonalidades de verde. Pocas personas se bañan pese a la canícula reinante. Un pequeño jardín triangular señala la línea de fuga que corresponde a una parcela secundaria, sembrada con espaciadas sombrillas vegetales. Tras él, un trozo de carretera, sin apenas circulación, trunca la continuidad de la perspectiva. Solo el esqueleto de un edificio en construcción, flanqueado por dos grúas que se elevan en paralelo, inmóviles y pobladas de gaviotas, parece dar sentido a su pretenciosa proyección sobre el plano imaginario ideado desde el punto de fuga que materializa el ojo del taimado observador apostado en la penumbra. Como contrapunto, un bloque rojo y gris cierra el plano de conjunto por el lado derecho, mientras a la izquierda se aprecia, desleído, el contorno de los primeros repechos del Cabeçó d’Or, cuya cumbre hace meses que perdimos de vista mientras crecían las alturas del nuevo edificio. “Ciega la vida nueva, es como un verso al revés, como amor por descifrar, como un dios en edad de jugar”. (S. Rodríguez)

Plano 3. Una puerta corredera de una sola hoja cuartea la perspectiva en esta pieza que mira al sur. El suelo de losas cuadrangulares extiende, al frente, sus tonalidades pardas a lo largo de siete metros. Al fondo, una ventana entreabierta, con cristales traslúcidos, permite enfocar una celosía de hechuras figurativas que fragmenta y transforma en ficticias piezas de puzzle las fachadas del bloque de viviendas del otro lado de la avenida. A la izquierda, en primer plano, armarios y electrodomésticos se alinean con el banco de la cocina sobre el que reposan cacharros variopintos. A la derecha, las puertas del frigorífico dan paso a otra bancada sobre la que descansan una báscula digital, algunas cajas metálicas de galletas, perolas de hierro y una tostadora supuestamente retro. Una puerta corredera de aluminio lacada en blanco, protegida por una cortina china de encajes vegetales, cierra una pieza que custodia la sombra de un viejo y colosal vagabundo.

Plano 4. Me engullen los vértices de rectángulos múltiples. A la izquierda, enmarcado por una puerta corredera, un paralelepípedo ortogonal acoge bancos, mesas y sillas que se proyectan sobre una superficie diáfana. A la derecha, un largo rectángulo, mórbidamente iluminado, da acceso a dos puertas y a un recibidor que se abren indolentemente a miradas sin inspiración. A primera vista se entrevé un sofá de tonos enfoscados y una mesa de centro con objetos diversos. En primer plano sobresale un pequeño mueble con numerosas fotografías y discos. Al fondo, un espacio paralelepipédico conforma una habitación poblada de libros y cuadros, custodiados por un ventilador desvencijado y blanco, que descansa indolentemente sobre el suelo de terrazo. Alea jacta est.

¿Quién se atreve a ningunear el atractivo de la opacidad de un ferragosto doméstico más que especial? Porque si así fuese, amenazo con contar de inmediato una historia diferente, igualmente cierta y verdadera.

domingo, 6 de agosto de 2017

34 añazos

Dicen que el tiempo vuela y que el tiempo presente, al mencionarlo, ya es ausente. Otros comentan que con el mal tiempo desaparecen los falsos amigos y las moscas. Terceros aseguran que el tiempo y la marea ni se paran, ni esperan. Por otro lado, dicen que el dinero va y viene, pero que el tiempo ido no vuelve. También aseguran que el día de ayer, nadie lo volverá a ver. Muchos practican aquello de “a mal tiempo, buena cara”, mientras otros comentan que con el tiempo y la paciencia se adquiere la ciencia y hasta hay quienes afirman que a su tiempo maduran las uvas. Algunos declaran que el tiempo todo lo alcanza, a la corta o a la larga. Y hay quien dice que tiempo que viene despacio, en irse también es reacio, e incluso que el tiempo cura más que el sol. Dicen, en fin, que vuela el tiempo de corrida, y tras él va nuestra vida. Se dicen tantas cosas…

Esta misma tarde, una añeja y apreciada alumna, Mari Carmen Abellán, aseguraba en uno de los centenares de guasaps que inundan el grupo que ella misma creó hace unos meses y reactivó hace pocos días que: “A la mayoría [de sus compañeros] no los he visto desde el colegio…, hace 34 añazos”. Lo siento por la ciencia, pero tengo para mí que, en determinadas ocasiones, el tiempo no es la variable continua que por definición se asegura que es. Cuando leo esos cientos de guasaps y observo algunas de las fotografías que han insertado quienes fueron mis alumnos, mi percepción del tiempo se reduce a un dígito, o mejor dicho, a la ausencia de dígitos, es decir, a la nada. Parece que fue ayer cuando convivíamos en el vetusto colegio Ruperto Chapí –un edificio “desechable” que se construyó provisionalmente para 10 años, y ahí sigue, en pie y en uso– y han transcurrido ya más de tres décadas de aquella formidable aventura.

Grupo alumnos/profesores Ruperto Chapí (Alicante), 1997
Como medida profiláctica, tengo por costumbre silenciar los grupos de guasap en los que se me incluye. No es que esté en decenas de ellos pero, la verdad, cuando por la circunstancia que sea se desata la euforia en uno, resulta agotador escuchar el avisador que anuncia el sinfín de los mensajes, que a veces se prolonga horas y horas. No obstante, silenciar el grupo no equivale a dejar de prestarle atención. Como el icono de la aplicación revela la profusión de los mensajes, resulta casi imposible sustraerse a la curiosidad que genera. De modo que he ido leyendo la intensa malla de fotografías, comentarios, opiniones, chascarrillos y ocurrencias que han ido tejiendo este fantástico ramillete de mozos y mozas que fueron mis alumnos y que hoy bordean la cincuentena.

Unos mensajes que, en general, hablan por sí mismos, a las claras, de cada uno de ellos. Como si los tuviese delante, sentados en los pupitres que ocupaban en las aulas del ala este del primer piso del colegio. Aún a riesgo de olvidarme de algunos y de equivocarme y molestar involuntariamente a otros con mis comentarios, sinceramente, sigo apreciando al bueno de Ignacio Minaya, con su porte circunspecto y su carita de niño compasivo y aplicado. Advierto la delicadeza de Ana Maravillas, con su rostro casi níveo, sus ojos claros y sus largos cabellos rubios. Me subyuga la jovialidad de Antonio Velasco, ahora desprovisto de aquella asalvajada y oropelada melena. Admiro el talante conciliador y la filantropía de personas como Mari Carmen Abellán, la gran hermana mayor. Contemplo la bonhomía de gentes como Manuel Jesús Martí y también de su hermana Asun, si no estoy equivocado, que espero que esté tan bien como él. Continuo rindiéndome ante la enorme humanidad de los dos mayores “armarios” del colegio, Antonio y Manolo, cuyos corazones no les caben en el pecho. Me gana el trasto de José Manuel Murcia, el espigado y perspicaz chaval que las mata a la chita callando. ¿Y qué decir de Margarita? La hija que todos quisiéramos tener. O de la buena de Loli Alonso, siempre tan voluntariosa y tan trabajadora. Emilio Sarrión y Javaloyes, dos excelentes personas ya cuando eran niños, que estoy seguro habrán mejorado, aunque el segundo ya no emule a Nino Bravo en privado. No les iba a la zaga José M. López Lafuente, un mozo espigado, aplicado y bonachón, que nunca nos dio un mal de cabeza. ¿Cómo olvidar la madurez de muchachas como Yolanda Sáiz, Nati o Amparo? Tres personas educadas y magníficas. Como lo eran y seguirán siéndolo Yolanda Bermúdez (a cuyos hermanos trato a través de otro grupo de guasap, igual que al hermano de Pepe Maciá), Cristina L. Morales, Mari Carmen Medina, Mari Ángeles Berenguer, María José o Loli Toro, a la que casi reconozco. Todas ellas gentes de bien.

Quienes me sigan dirán: este se está dejando lo mejor para el final. Y de alguna manera así es, aunque no exactamente. Probablemente me quedan por mentar algunos de los que hicieron más méritos para ser recordados. No sé si estoy en lo cierto, pero ¿cómo olvidar a Ernesto o a Jesús Rubio, si son quiénes pienso que son? ¿O a Juanfran y a Paredes? ¿Cómo desairar a la fuerza de la naturaleza que ha sido y seguro que continuará siendo Gemma Richart? ¿O a la “cola de lagartija” que fue Loli Muela, tan inteligente como poco entusiasta de las tareas intelectuales? Finalmente –al menos por el momento, porque habrá omisiones y olvidos involuntarios que prometo enmendar cuando tome conciencia de ello–  recuerdo a Luis Munera. Sigue siendo el mismo crack que cuando era niño. Listo, ocurrente, comunicador, muñidor…, un gran tipo con unas enormes habilidades sociales, de esos que se bastan por sí mismos para animar cualquier cotarro y que son una bendición para los grupos en los que caen. En fin, seguro que me olvido de algunas y de algunos. Estad seguros que no lo hago conscientemente. Tal vez las fotos que vais “subiendo” y algún encuentro futuro me ayuden a recobrar la memoria. Todos, los mencionados y los que he podido omitir, tenéis mi afecto y mi agradecimiento.

Dije en otra ocasión que “en pocos momentos de mi vida he sentido tan intensamente la profesión como en los años que trabajé con Manolo [Gomis] en el colegio Ruperto Chapí, y en algún otro. En esa época tenía continuamente la sensación de que estábamos haciendo lo que debíamos, cuando correspondía y de la manera que convenía que se hiciese. El nuestro era un ejercicio profesional impregnado de sentido, de convicción y, por qué no decirlo, de pasión por lo que hacíamos. Pocas veces he disfrutado personal y profesionalmente tanto como lo hice entonces. La tarea diaria fluía con naturalidad, sin retóricas, artificiosidades o imposturas. Era habitual la coherencia entre lo que pensábamos, lo que se sentíamos y lo que hacíamos. Los otros, nuestros alumnos y sus familias, y muchos compañeros, lo percibían y lo vivían con idéntica intensidad y simultaneidad. Aquella realidad no era flor excepcional, producto de un día de trabajo inspirado, sino un eje conductor que vertebraba nuestro ocupación docente a lo largo de las semanas, los meses y los cursos académicos. Hay centenares de testigos que ratificarán lo que digo”. Gemma, sin ir más lejos, lo corroboraba en un reciente guasap, cuando decía “¡Qué suerte tuvimos en encontrar a esos profesores con ganas y energía! Que nos transmitieron esa alegría en aquellos tiempos tan difíciles. Tengo ganas de verlos de nuevo y darles las gracias”. Pues bien, creo que este grupo es una excelente muestra de los resultados de aquella tarea. Gracias, queridos amigos, por ser como sois y por enseñarnos las cosas que antes no habíamos aprendido en los libros, ni nos enseñaron nuestros profesores. Dice una colega de profesión que el oficio de maestro es aprender. Y tiene razón. Algunos aprendimos mucho de vosotros, aunque os cueste creerlo. Muchas gracias por ensenárnoslo.