martes, 15 de agosto de 2017

Elogio del desorden

Silvia es la persona que nos ayuda con la limpieza de la casa. Es una mujer que aún no alcanza los cuarenta años, de pequeño tamaño, enjuta, fibrosa, dispuesta, y hasta frenética en ocasiones. Un puro nervio, una persona con una fortaleza –no solo física– envidiable y con una grandísima disposición de ánimo. Una mujer honrada a carta cabal, un espécimen extraordinario del que te puedes fiar a pies juntillas, que no es poca cosa en los tiempos que corren.

Obviamente, no la encontramos en la calle. Hace años que fue alumna de mi mujer en el centro de adultos al que asistía para obtener el título de graduado en E. Secundaria. Porque, como es de imaginar, Silvia podría encarnar a la perfección un ejemplo paradigmático del dramático fracaso escolar que aflige a nuestra juventud desde hace décadas, sin que nadie le ponga remedio. Afortunadamente, en este caso, la quiebra académica no conllevó el consiguiente fiasco vital aunque, haciendo honor a la verdad, las prodigalidades de la vida no se han cebado precisamente con ella, exceptuando el incalculable tesoro que posee, personalizado en su queridísima hija.

Como he dicho, Silvia es casi una fuerza de la naturaleza. Así la percibimos cuando pone el pie en casa y saluda a voz en grito a cuantos allí nos encontramos. Aún no ha concluido los cumplidos y ya se ha cambiado de ropa. Inmediatamente todo se transforma en una revolica: artilugios y productos de limpieza, electrodomésticos, trapos, etc. campan por doquier. Da lo mismo que te vayas a la terraza o al baño, que intentes acceder al salón o a un dormitorio. Todo está patas arriba, como invitándote a largarte de allí (cosa que, por cierto, solemos hacer últimamente)

Tan es así que, cuando se marcha, nada en la casa ocupa el lugar donde estaba cuando llegó. Lo que permanecía a la derecha está en la izquierda, lo que estaba arriba ahora está debajo, lo que reposaba en su sitio ha sido desplazado, lo que perduraba décadas ordenado en las estanterías merodea en otros espacios. Es más, lo que estaba de pie se ha vencido, lo que se hallaba enhiesto se ha encorvado, en fin, lo que parecía completo ahora se percibe fragmentado.

Piaget, en su despacho.
(Fundación J. Piaget)
El jueves o viernes de cada semana, cuando Silvia llega a casa, se me activan determinadas neuronas haciéndome recordar una vieja fotografía que le tomaron al insigne profesor Jean Piaget en su despacho. Se trata de una instantánea realizada el año 1979, apenas un año antes de que falleciese. No voy a redescubrir el Mediterráneo reiterando que a Piaget le debemos una de las categorizaciones más reconocidas –si no la que más–  de los periodos del desarrollo cognitivo de los seres humanos. No en balde es el padre de la denominada epistemología genésica. Sin duda, alguien capaz de materializar semejante labor evidencia amplias dotes para la observación, la investigación, la sistematización y la transmisión del conocimiento científico.

Y justo aquí emerge la aparente paradoja. Porque difícilmente puede imaginarse que un individuo capaz de atesorar los variopintos y complejos recursos que exige la formalización del conocimiento científico muestre, al menos en apariencia, la más absoluta incapacidad para ordenar su propio despacho. La fotografía que custodia la Fundación Jean Piaget lo muestra prácticamente envuelto por montañas de libros y papeles. Delante de la ventana ennegrecida apenas queda espacio para que entre la luz. En una mesa ínfima, confundiéndose con libros y carpetas, reposan un termo de color rojo y algunas tazas de café o de té, que parecen haber encontrado un mínimo resquicio donde apoyarse, junto al reborde de la mesa. El fondo de la estancia lo ocupa una estantería sobre cuyas baldas permanecen, aparentemente desordenados, montones de volúmenes, algunos apoyados sobre sus lomos con una relativa ordenada disposición, otros supuestamente amontonados de cualquier manera. A su izquierda se adivina una especie de bancada auxiliar sobre la que yace un ingente volumen de papeles: libros apoyados en dosieres, carpetas descansando sobre libros, cajas de cartón desvencijadas encima de sobres y envoltorios... Y como remate de ese caótico anaquel una pequeña manta, con la que presumo que el señor Piaget cubría sus extremidades cuando las sentía destempladas.

Dicen los que saben que el orden es una obsesión contemporánea. Y es cierto, en nuestro tiempo se ha impuesto una ley no escrita que establece que ser ordenado es lo correcto y, por tanto, lo socialmente aceptable. De ahí que, por ejemplo, los grandes almacenes estén repletos de secciones de organizadores para todo: para decorar las cocinas, para organizar las habitaciones de los niños y las oficinas, para poner orden en dormitorios y armarios, en los frigoríficos o en los trasteros. Una moda que ha invadido, también, los teléfonos y los ordenadores, que incorporan aplicaciones para intentar sistematizar el caos que inunda nuestras vidas. Sin embargo, algunos expertos aseguran que la organización y el orden no nos hacen mejores. Es más, en muchas ocasiones, constituyen dispendios innecesarios, con un coste que les despoja de su hipotética rentabilidad. De modo que, en contra de lo que parece de sentido común, dicen que una moderada desorganización hace más eficientes y creativas a las organizaciones y a las personas.

No hay duda de que Piaget compartía este pensamiento, aunque por lo visto lo practicaba con mayor radicalidad. Cuando en cierta ocasión se le preguntó acerca de cómo podía sobrevivir en un lugar como su despacho, se refugió en el pensamiento de Bergson, el filósofo de la intuición, atribuyéndole la certeza de que no existe el desorden, sino dos tipos de orden: el geométrico y el vital. Desde esta perspectiva, Piaget aseguró a quienes le preguntaron que el suyo era inequívocamente un orden vital.

Algo parecido debe pensar mi admirada Silvia porque el desorden, como la belleza, depende de los ojos desde los que se contempla. No solamente existe la teoría del caos sino que muchas personas caóticas defienden a capa y espada que su caos responde a una estructura. Y seguramente no mienten. Estoy convencido de que despachos desordenados como el de Piaget están repletos de indicios que ayudan a sus moradores a controlar donde están las cosas y a utilizarlas con eficiencia. Ahora bien, otra cosa bien diferente es que nos veamos forzados a trabajar o a vivir en medio del desorden que provocan otros. Ahí ni valen pistas, ni sutilezas relevantes: te vuelves loco, y punto. Solo advierto una ventaja en ello: supone un acicate extraordinario para intentar devolver cada cosa a su sitio lo antes posible y recuperar de nuevo el orden, aunque sea un obstáculo para la creatividad.

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