jueves, 28 de septiembre de 2017

Entre la vergüenza y el miedo

Esta mañana me he despertado entretejiendo pensamientos sobre el monotema conversacional de los últimos meses: la cuestión catalana. Mientras urdía argumentos al hilo de mis reflexiones en torno a las aristas y vertientes que ofrece un problema tan viejo como complejo, he abierto en la tableta una página del diario El País y me he encontrado con la habitual viñeta de Andrés Rábago, El Roto. He contemplado durante unos minutos la enésima muestra del talento de esta luminaria patria, que nos tiene acostumbrados a sus genialidades. En este caso, la ilustración muestra una venerable figura que se asemeja a una especie de “lama”, ataviado con unos ropajes impropios que, mirando al observador, sentencia con rotundidad: “Los conflictos hacen grandes a los pequeños, y hacen pequeños a los grandes”.

Viñeta de El Roto (El País, 26 septiembre)
Me parece una acertada metáfora de la situación que hoy vivimos en este país plural, que incluye tan variopintas realidades e interpretaciones territoriales (nacionalidades, regiones, comunidades autónomas, ciudades con autonomía…). Por un lado, el elemento grande, el Estado, el gigantesco aparato burocrático-político-económico-policial que cada día que pasa empequeñece su dignidad, mal dirigido por una clase política que no merece tal nombre, cuya impericia y/o ‘torticería’ la desacreditan para gestionar y representar a una ciudadanía infinitamente más decente. Con la excusa del secesionismo, está acabando de laminar derechos fundamentales que todavía permanecían en pie después de la magna campaña de demolición que acompañó y acompaña a la última gran crisis económica. A cuenta de ella se han allanado multitud de derechos laborales, buena parte de las conquistas sociosanitarias y algunas libertades. Elementos, todos, fundamentales para que los ciudadanos sean seres autónomos, protagonistas y dueños de sus vidas y sus destinos. Hoy, por desgracia, hemos hipotecado buena parte de todo ello ad infinitum. Hasta el punto de que es difícil aventurar qué generación futura acabará de pagar, si logra hacerlo, la terrorífica deuda pública que han contraído los gobernantes malandrines, que siguen acrecentando sin recato para mayor preocupación y escarnio de todos, y para mayor lucro de los pocos impresentables (especuladores, titulares de fondos buitre, gentes sin alma) que se reparten a manos llenas la tarta que todos producimos. Esa gente que es  dueña de las emisiones de deuda pública y de los principales valores económicos patrios (IBEX 35), adquiridos a precio de saldo, que les confieren derechos y atribuciones que harán valer algún día, arrodillándonos y obligándonos a atender sus exigencias (¿de qué soberanía, pues, hablamos?).

Por si todo lo anterior no fuera suficiente, ahora, con la excusa del secesionismo, se están allanando otros derechos fundamentales. ¿Acaso significa otra cosa la suspensión de facto de la autonomía en Cataluña? El Estado, sin remilgo alguno, ha intervenido asuntos esenciales del autogobierno como la actividad económica (nadie puede gestionar un euro sin el control del Gobierno Central), el orden público (subordinando la jerarquía de los Mossos d’Esquadra a la de la seguridad del Estado), la tutela judicial (vehiculada a través de la fiscalía y casi siempre sumisa a las indicaciones de tribunales especialmente politizados, como el Supremo y el Constitucional) o la libertad de expresión (cada día con mayores cortapisas y limitaciones). Con la excusa del independentismo se está empequeñeciendo a una velocidad de vértigo la talla de la civilidad que debiera amparar un Estado de Derecho que, bien al contrario, se desmonta día a día, de tapadillo y por la vía de los hechos consumados, sin luces ni taquígrafos y sin garantías ni controles parlamentarios. Dos pruebas incontrovertibles de ello son el desmantelamiento del pacto territorial establecido en la Constitución, generado por la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut (2010), que está en el origen del actual desorden institucional y que el constitucionalista Pérez Royo ha documentado ampliamente. La otra es la aplicación del artículo 155 de la Constitución por la vía de los hechos, sin las formalidades y las garantías requeridas por semejante excepcionalidad, eludiendo el control parlamentario de la actividad gubernamental mandatada por aquella.

Por otro lado, estoy convencido de que, más allá de los números que manejan los interesados de uno y otro lado, los catalanes independentistas son los que son. Llevando las cosas al extremo, creo que no alcanzan el millón ni por asomo. Y debemos recordar que en Cataluña viven más de cinco millones y medio de personas con derecho a voto. Por tanto, aun suponiendo que solo la mitad de ellas ejerciera su prerrogativa de voto, sus respectivas opciones, que nunca serían a favor de la independencia, duplicarían en número a quienes optan por ella.

Sin embargo, hoy, el independentismo parece –o se presenta como– una auténtica fuerza de la naturaleza, un fenómeno que asemeja alcanzar proporciones formidables. Por diferentes motivos, se ha generado un estado de cosas que facilita que se incluya en el mismo saco lo que le pertenece por derecho propio y también, paradójicamente, las opciones de otras muchísimas personas que nada tienen que ver con las expectativas independentistas. Se agranda así la sombra de lo pequeño, que algunos interpretan como símbolo inequívoco de que cae el crepúsculo.

Llegados a este punto, es inevitable preguntarse: ¿cómo se han podido hacer tan mal las cosas? ¿O es que, por el contrario, se han hecho muy bien dependiendo de según qué intereses? Porque, en mi opinión, este guirigay solo beneficia a los posicionados en los extremos, a quienes situados en polaridades opuestas ansían por igual la anomia y el autoritarismo, dado que lo único que les importa son sus propios intereses.

Nos encontramos en una encrucijada que expresa el mayor de los dislates, estamos posicionados en el despropósito más inverosímil. Una situación que aparenta ser un callejón sin salida y que, bien al contrario, puede tener muchas. Si se convocase un concurso de ideas al respecto aflorarían decenas de soluciones originales, imaginativas y eficientes. A vuelapluma, se me ocurren al menos dos. Si tuviese en mis manos la responsabilidad de intentar resolver este conflicto, aplicaría dos tentativas de solución que ya han sido experimentadas en otros contextos. La primera sería remedar, adaptándola, la llamada “Ley de claridad” canadiense. En síntesis, sería algo así como asegurar a los cinco millones y medio de ciudadanos catalanes con derecho a voto la oportunidad de pronunciarse con garantías respecto a la independencia de Cataluña y de sus particulares territorios. Más allá de que varios centenares de miles de ellos optasen legítimamente por la independencia, debería darse la opción a la autodeterminación a toda la colectividad catalana, llevando este principio a sus últimas consecuencias. De modo que, de la misma manera que Cataluña podría independizarse de España, cualquier otro espacio territorial catalán, fuese provincia, ciudad, población o comarca, podría hacerlo de Cataluña. De manera que mientras unos podrían optar por independizarse como país, otros podrían decidir lo contrario, o algo diferente con relación a su vínculo con el hipotético nuevo Estado. De modo que si una provincia, veinte ciudades o trescientos pueblos no optasen por la alternativa independentista podrían desvincularse de la nueva realidad territorial, permaneciendo donde corresponda según lo que preestablezca una previa y reformada Constitución, que, por cierto, debería incorporar algunas otras cautelas fundamentales, como la exigencia de mayorías cualificadas para adoptar decisiones tan trascendentales o contar con la aprobación previa de los respectivos parlamentos.

Otra solución posible sería pactar, sin más argumentos, un referéndum sobre la autodeterminación, con todas las garantías y a tres o cuatro años vista. Un tiempo más que suficiente para sosegar los ánimos, cambiar los actores de reparto y que las diversas opciones tengan sobrada oportunidad de hacer campaña, pedagogía, demagogia, etc. sobre las virtualidades de sus respectivas alternativas.

Siento una profunda vergüenza cuando leo o escucho cada mañana, en esa especie de patio de vecindad ‘customizado’ que conforman las redes sociales, decenas de ocurrencias y chirigotas que ofrecen revisiones interesadas de la historia de España y de Cataluña, que nada tienen de Historia pero que contribuyen, y mucho, a agrandar la enorme ceremonia de la confusión existente, construida sesgadamente sobre la formidable ignorancia que todavía embarga a la población del país. Me restriego los ojos no dando crédito a lo que observo en los vídeos tomados últimamente a las puertas de las comisarías, que reproducen despedidas “épicas” que se dan a funcionarios policiales que parece que se acaban de enrolar en fuerzas expedicionarias y se disponen a combatir a un hipotético y feroz enemigo. Cuando simplemente se dirigen a cumplir sus obligaciones reglamentarias, limitadas a garantizar el orden público en la provincia de al lado o un poco más allá (lugares en los que, por cierto, hasta hoy no se han producido particulares desórdenes), eso sí ardorosamente envueltos en los símbolos patrios, arengados por algún mando montaraz y espoleados por grupitos de ciudadanos y por colegas que parecen más preocupados por defender sus provechos que el interés general, que es para lo que cobran sus salarios con cargo al erario público, al que presuntamente contribuimos todos.

Alucino con la pequeñez con que se muestra ante nuestros ojos la enorme maquinaria del Estado, que cuatro chiquilicuatres han convertido en un auténtico esperpento. Me restriego los ojos para acabar de despertarme e intentar entender cómo ha sido posible que una minoría independentista haya logrado aglutinar en tan breve espacio de tiempo semejante pandemónium de intereses contradictorios, que probablemente tiene el mismo futuro que un caramelo a la puerta de un colegio.

Y todo ello, junto y separadamente, me produce vergüenza y preocupación. Y si se me apura, hasta miedo. Como sugiere El Roto: Grande pequeño, y viceversa. Paradojas del tiempo que nos toca vivir. ¡Ojalá llegue noviembre sin que suceda ninguna catástrofe!

viernes, 22 de septiembre de 2017

Dialogar

El diccionario de la RAE ofrece dos acepciones para el término dialogar. La primera de ellas corresponde al verbo intransitivo “hablar en diálogo”; la segunda, al verbo transitivo “escribir algo en forma de diálogo”. El mismo Diccionario contiene tres significados para la palabra diálogo. El primero alude a la “plática entre dos o más personas, que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos”; el segundo se refiere a la “obra literaria, en prosa o en verso, en que se finge una plática o controversia entre dos o más personajes”; finalmente, el tercero apunta a la “discusión o trato en busca de avenencia”. Hoy me interesa subrayar la primera acepción de la palabra dialogar y la tercera del término diálogo, porque de lo que quiero hablar es del sentido que tiene este cuando se orienta a resolver los conflictos.

De entre las diversas tipologías del diálogo, en este momento me importa especialmente aquella en la que los participantes actúan con la intención de llegar a acuerdos que les satisfagan. Desecho abordar otras modalidades conversacionales y desde luego renuncio a analizar el denominado diálogo de merluzos o, si se prefiere, el que utilizan los sordos presuntuosos que solo buscan con él satisfacer sus mediocres ambiciones personales o enrocarse en el poder. Y todavía me interesa menos el pretendido diálogo que, con apariencia de tal, es un simple remedo del monólogo crispado, radical y sectario, que carece de empatía y está preñado de odio y de rechazo visceral por el oponente.

Quiero referirme en concreto al diálogo en su expresión más genuina, a la interlocución que las partes intervinientes perciben como herramienta con capacidad para transformar positivamente las delicadas o complicadas situaciones que les afectan. No cabe duda de que la intensidad y la complejidad de los conflictos sociales son grandes desafíos para las estrategias de diálogo y para las habilidades personales de quienes participan en él, pero ello no debe ser obstáculo para iniciarlo, siempre asegurando previamente unos principios básicos que constituyen un punto de partida indispensable para llevar a cabo un diálogo auténticamente transformador. Para que este se produzca debe elegirse y organizarse minuciosamente el espacio donde se llevará a cabo, deben identificarse nítidamente los elementos generadores de las controversias y es absolutamente indispensable que las partes adopten una actitud constructiva y de confianza mutua.

Hoy vivimos en el país un conflicto social gravísimo, con orígenes remotos, larga trayectoria y difícil solución. Pero más allá de su complejidad, de los posicionamientos antagónicos o de las consecuencias de las muchas meteduras de pata que se han producido a lo largo del tiempo –muy especialmente en los últimos años–, creo firmemente en la eficacia del diálogo para resolver los problemas sociales. Es más, me parece que no existe medio más eficaz a tal efecto. El diálogo es clave para llegar al fondo de los problemas y alcanzar soluciones asentadas en amplios consensos. Es más, por encima de todo ello, estoy convencido de que la propensión al diálogo ayuda enormemente a evitar la violencia, que es la primera premisa para resolver los conflictos.

Un proceso de diálogo auténtico exige conformar escenarios que generen confianza y disipen las resistencias de los participantes. Espacios que propicien abordar con franqueza y aclarar los malentendidos, desvanecer los prejuicios, identificar las pocas o muchas concomitancias entre las partes y, por encima de todo ello, asegurar la toma de conciencia por los participantes de que los problemas son de todos y a todos afectan; y, por tanto, solo es posible encontrar vías para su solución conjuntamente.

Otra premisa imprescindible del diálogo auténtico es la inclusión de todas las voces concernidas. Nadie de cuantos protagonizan o tienen interés legítimo en el conflicto puede quedar o permanecer al margen. Todos forman parte del problema y todos deben intervenir en su solución.

La resolución de los conflictos sociales exige también recurrir a mediadores independientes que convoquen a las partes, que propongan el funcionamiento del proceso dialógico y logren que se acuerden los procedimientos de manera consensuada. Ese proceso debe incorporar reglas inequívocas que garanticen el respeto mutuo y el uso ponderado de la palabra, debe estimular la búsqueda de soluciones y asegurar la adecuada redacción de los acuerdos alcanzados, que resumirán e incorporarán la voluntad de las partes, estableciendo plazos y responsables de su cumplimiento. No debe olvidarse el principio fundamental de que un acuerdo que no se cumple es un conflicto que retorna.

Evidentemente, un diálogo como el que se propone debe incluir un sistema de evaluación del proceso negociador que ayude a identificar sus fortalezas y debilidades y a introducir los mecanismos correctores, que coadyuvarán a legitimar y profundizar la idoneidad del mecanismo dialógico como herramienta para resolver los conflictos sociales.

Las retóricas trasnochadas y los intereses espurios quedan al margen en un procedimiento de esta naturaleza, que en último término no persigue otra cosa que coadyuvar a asegurar el interés general de la ciudadanía española y catalana, catalana y española. A las puertas de la sala de negociación deben quedar las mochilas cargadas con patrioterismos, intereses partidistas, apasionamientos, maniqueísmos, presunciones y falsas verdades. Empecinarse en resolver los conflictos utilizando las herramientas punitivas o la fuerza no es otra cosa que contribuir a prolongarlos en el tiempo y/o a agravarlos. Las soluciones a los problemas sociales jamás han sido universales ni eternas, pero es evidente que las construidas sobre el acuerdo y el pacto han sido más duraderas y sólidas que las conformadas sobre las imposiciones. Una sociedad democrática está obligada a utilizar el diálogo como vía fundamental para resolver los conflictos que surgen en ella. Caer en la tentación de atajarlos con otros procedimientos más expeditivos o demagógicos, además de menoscabar la calidad democrática del funcionamiento institucional, tiene otros riesgos que la mayoría de los ciudadanos ni deseamos ni queremos asumir.

sábado, 9 de septiembre de 2017

Blue velvet

She wore blue velvet
bluer than velvet was the night
softer than satin was the light
from the stars
[B. Vinton] 

Bobby Vinton, cantante estadounidense conocido como “el príncipe polaco”, que además de esos ascendientes también tiene otros lituanos, es el autor de la popularísima Blue Velvet, canción que versionada por el incombustible Tony Bennett alcanzó nada más y nada menos que el número uno del Billboard Pop Singles Chart, en 1951. Un tema que, además de emocionar durante décadas a decenas de millones de personas, sirvió de inspiración a la película homónima, escrita y dirigida por David Lynch en 1986. Un clásico que lanzó a su director al estrellato internacional.

Como tantos otros de sus colegas, es probable que el autor de Blue Velvet jamás imaginase que la popularidad de su tema llegaría a donde lo ha hecho. No solo nos ha turbado a millones de personas, acompañándonos en algunos de nuestros momentos más inolvidables, sino que, como he dicho, inspiró a Lynch para crear uno de los grandes temas de su universo visual, que muestra las imbricaciones entre realidad e irrealidad, entre luz y oscuridad, entre mal y  bien, entre sueños y vigilia. Una película que nos brinda su magistral visión de la América profunda, ese mundo idílico construido sobre un ideal dogmático que se estremece cuando se confronta con la realidad. Probablemente Vinton todavía podía imaginar menos que su emblemática canción llegaría a convertirse en uno de los acompañamientos del erotismo homosexual jamás visto hasta entonces en el cine, como el que se ofrecía en la película Scorpio Rising (1964), de Kennet Anger.

En Alicante –el pequeño universo donde algunos encontramos prácticamente cuanto necesitamos– hay una tienda rotulada con el sugerente título de Blue Velvet. Sobre su entrada, en un sencillo panel de color terracota, situado sobre una persiana metálica en la que se reproduce una pareja cinematográfica que desconozco, se destaca en letras amarillentas ese rótulo fluyendo de la bocina de un viejo gramófono y anunciando la compraventa de discos, libros y compactos. Ya se sabe: las pequeñas argucias de los comerciantes para evitar que los grafiteros se enseñoreen de las persianas de sus escaparates.

Desconozco si tal establecimiento continúa abierto porque no percibo últimamente signos de actividad allí. En cualquier caso, más allá de que hubiese entre sus existencias un viejo vinilo con reminiscencias de terciopelo azul, la propia fachada del edificio es una cuajada alegoría de ese color. Y no de un matiz de azul cualquiera, sino de un vistoso tono océano, que combina divinamente con otros vivos colores con los que se han pintado algunas casas colindantes (ocres amarillos y rojos, azul cobalto, verde veronés…).

La fachada a la que aludo corresponde a un respetable número de viviendas que conforman un edificio que ocupa la esquina que delimitan la calle Campos Vasallo y la Plaza de los Hermanos Pascual. Este último es un pequeño espacio de la ciudad sobre el que haré algún comentario, que va más allá de la razonable propuesta de los munícipes para cambiar su denominación, afectada plenamente por la aplicación de la Ley de la Memoria Histórica. Se ha propuesto que en lo sucesivo se conozca con el nombre de Plaza de José Estruch, en homenaje al profesor y dramaturgo, largamente exilado, que acabó siendo docente en la Escuela de Arte Dramático de Madrid durante el tardofranquismo.

Tal vez lo que debería destacarse, en primer lugar, es que el espacio al que me refiero no es realmente una plaza. Es, más bien, una especie de peana troncopiramidal, que ha servido para nivelar y facilitar el uso de un pequeño terraplén de la cara sur del redundante Monte Tossal. Cuando paso por allí, cosa que hago a menudo, esa apacible placeta me sugiere una especie de metáfora de lo que es la propia ciudad.

Por un lado es recoleta, amable, acogedora, fantástica. Un espacio mínimo que dispone de una gran pérgola que cubre parcialmente una magnífica buganvilla de color fucsia, que da una extraordinaria sombra y a cuyo resguardo se descansa maravillosamente tras el paseo matinal. Y, sin embargo, apenas deslizas la mirada unos metros hacia delante, encuentras los artefactos de un parque infantil que desmerece en el entorno en que se ha instalado. Y lo que es peor, algunos pasos más allá rechina una presuntuosa y mínima pseudoreserva ecológica, habilitada para acoger las micciones y deposiciones de los canes, que debiera ser ajena a la plaza, y mucho más a los niños que juegan a escasa distancia de ella.

Por otro lado, en los extremos de las colindantes y vetustas edificaciones, recientemente pintadas y adecentadas, se observan fachadas de casas descuidadas, degradadas y semiabandonadas, que contrastan estridentemente con aquéllas y que son exponente de la dejadez que invade crecientemente la trama urbana en este y otros barrios de la ciudad. Es más, junto a ambas conviven pequeñas viviendas unifamiliares, algunas bien conservadas, que lindan con altas torresde apartamentos, dándole un aire anárquico a este tramo de la particular y primigenia ronda de circunvalación que conforma la avenida de Pérez Galdós.  

De alguna manera, este pequeño rincón, que pudo ser el penúltimo reducto romántico del centro urbano, reproduce los méritos y deméritos de su reciente historia urbanística, caracterizada por una constatación irrefutable: nunca tuvimos un modelo definido de ciudad. Durante la historia reciente las ideas subyacentes a planes y ordenanzas urbanísticas jamás han respondido a un modelo científico y racional, simplemente han aportado sesgadas inspiraciones acordes con los dictados interesados de los mandamases de turno. Así lo fue en el primer franquismo, cuando el pensamiento totalitario de inspiración falangista impregnó el orden arquitectónico y urbanístico de las plazas de la Montañeta y del Ayuntamiento, que materializan la antítesis de lo que hoy se entiende por espacio público. Nada tienen que ver con un uso de esa naturaleza porque son simples y descarnadas escenografías del poder dominante. Algo que José R. Navarro nos recuerda, de vez en cuando, apoyándose en las teorías de Henri Lefebvre, que sostiene que el espacio vacío en la ciudad construida es una representación del poder; o, dicho de otro modo, el espacio público no es un espacio producido para ser usado, sino para ser “leído”.

Como decía, la pequeña plaza también hace honor, a pequeña escala, a otros hitos de la historia urbana de Alicante que, años después, en la década de los sesenta, permitió y autorizó la construcción de edificios de gran altura que marcaron y marcan su paisaje. El urbanismo de la época tiene el triste honor de representar el paradigma de las irregularidades e ilegalidades de la época del desarrollismo (de todas las épocas, habría que decir), que ni siquiera se ocultaban, al contrario, se exhibían sin pudor justificándolas con argumentos como los esgrimidos por Agatángelo Soler, alcalde de la ciudad desde 1954 a 1963, en respuesta a un largo y crítico escrito del presidente del Colegio de Arquitectos, que recogía el diario Información el 8 de septiembre de 1968: “Lo que había que hacer, con estudios minuciosos y lentos, era incompatible con la explosión de vitalidad que se nos venía encima y que Alicante no podía desaprovechar. Mientras no se pusieran al día las ordenanzas, había que dar facilidades, aunque fuese en precario, para que Alicante construyera y construyera, y se adelantara a la invasión del turismo”.

En fin, nada tiene que ver pero, por aquello de que habrá que concluir, Alacant a part, Josevicente Mateo. En blue, añado.

martes, 5 de septiembre de 2017

Caracoles

El episodio de lluvias acaecido la semana pasada dejó cincuenta o sesenta litros por metro cuadrado en Alicante y aledaños. Una excepción en agosto y, a la vez, una auténtica bendición para la tierra, para la mar y para los animales y plantas que las habitan. También para las personas que, por fin, hallamos un pequeño desahogo en este soporífero verano ¿cuántos son ya?. Las bondades de la eventual lluvia estival han alcanzado a todo el mundo, incluido un pequeño grupo de animales invertebrados, los moluscos, habitantes de cualquier espacio en el que more una minúscula planta.

Los solares y las viejas y abandonadas parcelas agrarias de las afueras están sembrados de estos pequeños, rastreros y silenciosos seres, que únicamente precisan el rocío de una noche desembarazada de nubes y nieblas, o las párvulas gotas de un esporádico ‘aguarrujo’, para expandir su pie y desplazar el abultado caparazón que lo preserva por los tallos de las barrillas y los hinojos, por la hojarasca que reposa al pie de algarrobos y olivos desairados que sobreviven de aquella manera, por las hojas coriáceas de plantas como el ‘ensopegall’, el cantueso o la orquídea pobre. En ese efímero ecosistema, reseco y abrasado, engrudados a los tallos de hinojos, cardos y bledos, o encubiertos en las oquedades que acogen las raíces de los arbustos, sobreviven durante meses estos pequeños moluscos, que aprovechan las lluvias circunstanciales para alimentarse de la ruda y exigua vegetación que les ofrece la rala pradera que constituye su hábitat. En este caso, dado que han sido varios los días en que las nubes han vertido su preciosa carga, han gozado de una oportunidad excepcional para pacer a sus anchas y llenar a rebosar su aparato digestivo, como previendo el largo ayuno que seguramente les espera.

Conozco en los alrededores del entrañable barrio de Rabasa pequeños rincones con las características mencionadas, que todavía permanecen ajenos a las micciones y deposiciones de los chuchos paseantes y a los desechos que producen las necesidades y apreturas –también el incivismo– de algunas cuadrillas de visitantes dominicales, que pasan el día a la sombra de los pocos árboles que quedan.

¡Ay, los caracoles! Una de las viandas que, junto con las vísceras, menos apetece hoy a la gente. Encontrar un puesto de casquería en cualquier mercado es casi una quimera. Solamente algunas carnicerías ofrecen limitadísimas vísceras, prácticamente reducidas al hígado y poco más. Es evidente que con el desarrollismo cambiaron los hábitos alimentarios. Simultáneamente a la proliferación de los establecimientos de comida rápida, sobre todo pizzerías y hamburgueserías, han menguado los menús a base de platos de cuchara y casi han desaparecido las casquerías que ofrecían en sus expositores mollejas, zarajos, entresijos, gallinejas, criadillas, sangre, cabecitas  y manitas de cordero o cabrito, riñones de cerdo, sesos, morro, careta, asadura, lengua de ternera, etc. Mencionar a niños y jóvenes cualquiera de estos productos –y explicarles lo que son, porque desconocen la mayoría de ellos– equivale a provocarles muecas de aprensión y repugnancia. ¡Cómo hemos cambiado!

Actualmente la comercialización de los caracoles silvestres es ilegal porque escapa a todo control sanitario y su ingesta puede provocar intoxicaciones si están contaminados por helicidas y productos fitosanitarios, o se conservan en mal estado. Una ley de 2007 prohíbe genéricamente su recolección, permitiendo exclusivamente la venta de los criados en granja que dispongan de registro sanitario. Por otro lado, la recogida para el autoconsumo ha dejado de ser la práctica ancestral que fue. En nuestra tierra, un decreto del Consell, de 2012, limita esa práctica a un kilogramo por persona y día, si se trata de caracoles comunes; y solamente a 300 gramos para la variedad denominada iberus gualterianus, más conocida como  ‘vaqueta’ o ‘serrana’.

Así pues, la venta de caracoles está muy reglamentada, lo que hace que su comercialización se circunscriba a mercados y grandes superficies, donde se venden convenientemente envasados y con todas las garantías sanitarias. No obstante, de vez en cuando, en los aledaños de los mercadillos y fuera de toda regulación y control, algunas personas ofrecen caracoles que presuntamente han recolectado, sin garantía alguna, lo que desaconseja su adquisición y su consumo.

De modo que los caracoles silvestres se han convertido en un producto casi proscrito, categorización que en absoluto me disuade de la propensión que siento hacia ellos. Por eso, en ocasiones, cuando caen cuatro gotas, me falta tiempo para perderme en esos espacios aledaños de la ciudad y atrapar una pequeña cosecha de moluscos, que eclosionan su vida a la luz de las aguas. Anteayer, por ejemplo, aún sin llover, lo hice y con estimable fortuna, pues recogí bastantes de pequeño tamaño y otros más medianos, que se habían animado a salir de sus escondrijos por efecto del ambiente relativamente húmedo, fruto de la continuidad de la lluvia en los días precedentes.

Completé alrededor de tres cuartos de kilo e impaciente, nada más llegar a casa, me apresuré a prepararlos de acuerdo con una sencilla y vieja receta que aprendí de mi madre. Desoyendo su primera y fundamental instrucción –confinarlos en una malla o bolsa transpirable durante unos días para que ayunen y vacíen sus intestinos–, preso de la precipitación por el ansia de saborearlos, los enjuagué exhaustivamente dándoles bastantes aguas, los deposité en una olla con agua fría y los puse “a engañar” a fuego lento. Estimulados por la humedad y el suave calorcito que les llegaba del fogón, fueron sacando lentamente sus mollas y cayendo en la apacible y mortífera trampa que les había preparado. Entretanto fui preparando la salsa para condimentarlos, a base cebolleta bien picada, un par de dientes de ajo, una hojita de laurel, un par de pellizcos de hierbabuena, tres cucharadas soperas de tomate y una pizca de cayena para dar un toquecito picante a un producto que por sí solo resulta bastante insípido.

Ambas tareas concluyeron casi simultáneamente. De modo que sólo restaba lavar nuevamente los caracoles ya "engañados" y mezclarlos con la salsa en la olla, añadir agua hasta cubrirlos y dejarlos cocer a fuego lento por espacio tres cuartos de hora. Excuso decir el festín que me dí en el aperitivo de ayer y el que pienso darme este mediodía. Además, todavía sobrará una pequeña reserva que congelaré para consumirla en otra ocasión. Solo un pero que ponerle a la faena: no haber tenido paciencia para condimentarlos pasados unos días, cuando hubiesen ayunado lo suficiente. Con los caracoles pequeños este detalle apenas tiene relevancia, pero los de mayor tamaño requieren esa cautela, que mi impaciencia eludió indebidamente. Más allá de ese pequeño contratiempo, estaban deliciosos.

Cada vez que voy a recolectar caracoles, da igual si lo hago cerca de la ciudad o en la soledad de una sierra, no puedo evitar que se reaviven en mi ciertas sensaciones. Por una parte, y pese a que respeto lo reglamentado, tengo la impresión de que soy casi un furtivo, o al menos un pequeño granuja que se apropia de bienes que no le pertenecen, aunque realmente tampoco sean de nadie. Por otro, me agrada sobremanera tomar con mis manos, directamente en su hábitat, los productos que voy a consumir porque es algo que cada vez me resulta más difícil hacer realidad. Finalmente, me relaja extraordinariamente vagar por el campo, hurgar entre los matojos, descubrir las oquedades… Entonces, tengo la impresión de que se para el reloj y olvido cuanto sucede a mi alrededor. Y eso, a ratos, no tiene precio.

domingo, 3 de septiembre de 2017

Pesimismo vs. optimismo

Hace meses que queríamos vernos con unos buenos amigos. A unos y a otros nos entretienen unas y otras cosas, haciendo que a veces pasen las semanas y los meses sin que se tercie la oportunidad de compartir algunas horas. Ayer tuvimos la ocasión de hacerlo en un lugar agradable, junto al mar, ocupando un par de ellas en una conversación distendida, despaciosa e interesante, como era de esperar. Tras un rápido repaso a las cuestiones de salud, familia y amigos comunes, abordamos el comentario de otras facetas del día a día: oportunidades de ocio, proyectos inmediatos, situación social y política del país y del mundo, etc. En uno de sus últimos comentarios, mi amigo Ramón aseguraba, no sin cierto resabio, que es pesimista cara al futuro. Le respondí que compartía su pesimismo porque la mayoría de los indicios que percibo no auguran precisamente la proximidad de una nueva primavera gozosa. Ni para el empleo, ni para las perspectivas económicas de las familias, ni para la mejora de la felicidad de la gente; más bien parece todo lo contrario. Lo que atisbo que llega es más resignación, más renuncias, más obligado conformismo, más inmediatez en los planteamientos vitales y menos perspectivas de futuro, pese a lo que anuncian los voceros del gobierno de turno de los gobiernos, en general que hace tiempo que, permítaseme la grosería, no solo nos mean sino que quieren que digamos que llueve.

Ciertamente, el pesimismo es la propensión a ver y juzgar las cosas en su aspecto más desfavorable. Una perspectiva que actualmente comparten millones de conciudadanos, espantados con las noticias que día a día nos machacan desde hace años a nivel nacional e internacional. Domésticamente, la mayoría sociológica que expresan los resultados de las últimas confrontaciones electorales se pregunta, por ejemplo, qué más debe suceder en el país –además de que nos roben a manos llenas, nos mientan compulsivamente, quebranten las leyes, hipotequen el futuro de las dos próximas generaciones, etc.–  para que quienes nos representan en el Parlamento desalojen al gobierno. Si miramos al exterior, lo que sucede en África o América, por poner dos ejemplos, incluida la aventura Trump, no son precisamente motivos para la euforia.

Optimismo y pesimismo son actitudes aprendidas y contagiosas y, por tanto, susceptibles de ser revisadas y reeducadas. No son algo que adquirimos puntualmente durante el proceso de formación de nuestra personalidad, sino que se alcanzan y se cultivan a lo largo de toda la vida. Sabemos por experiencia que el pesimismo no es el mejor compañero de viaje porque deprime, además de sumir en la tristeza, limitar la voluntad e infundir preocupación y ansiedad. Es más, cuando nos abandonamos en sus brazos, claudicamos ante la inactividad y la inconstancia. Y aún teniendo razón en lo que defendemos o en la motivación de nuestra desesperanza nos sentimos mal, y hasta fracasan nuestras tentativas para prosperar porque desistimos buenamente ante cualquier adversidad. Incluso, a veces, nos ocasiona quebrantos importantes en la salud.  

Por otro lado, hoy está de moda el optimismo. En los últimos años se ha expandido una especie de pseudocultura que algunos han llamado ”optimismo en píldoras”. De manera muy esquemática podría decirse que esta corriente defiende que la solución a todos los males es adoptar la “actitud adecuada”. El denominado “pensamiento positivo” vende libros de autoayuda, consagra gurús y llena twitter de frases hechas, seguramente tan bienintencionadas como inútiles para la mejora de la vida de las personas. Están por acreditarse los éxitos atribuibles a las que podrían denominarse “emociones del buen rollo”, mientras que, en el ámbito profesional, por ejemplo, los factores clave del desarrollo y el éxito nada tienen que ver con ese “pensar bien” sino con dos comportamientos concretos: definir objetivos claros, ajustados y motivadores para la persona en cuestión; y la dedicación, el esfuerzo y la resistencia a la frustración adquiridos a través de las experiencias educativas y vitales.

De otra parte no todo es negativo en el pesimismo. Al fin y al cabo, nuestro desarrollo personal no es sino el fruto de la permanente tensión dicotómica entre el optimismo y el pesimismo. Pocas personas están instaladas en uno de los polos permanentemente. También, aunque parece acreditado que quienes son optimistas suelen actuar mejor y consiguen mayores éxitos, es indudable que el pesimismo refuerza el sentido de la realidad, facilitando actuar con ponderación y precisión. De modo que no es desaconsejable adoptar un moderado pesimismo porque ayuda a evitar los actos irreflexivos, las decisiones apresuradas o las temeridades.

Por tanto, reflexionando sobre la confidencia de mi amigo Ramón, entiendo que de la misma manera que no elegimos cómo nos sentimos en un determinado momento, contrariamente, sí está en nuestra mano optar por lo que podemos hacer para encontrarnos mejor. Así que, más que intentar controlar las emociones, los pensamientos y las actitudes, tal vez deberíamos concentrarnos en organizar mejor nuestras vidas y las cosas que nos rodean. El optimismo de boquilla o de píldora, sin determinaciones rigurosas y esfuerzo, lleva poco lejos. A mi me convence más lo que podría denominarse el pesimismo estratégico, que no equivale a instalarse en la negatividad y en el desasosiego, sino en prepararse para lo peor intentando ampliar las posibilidades de disfrutar de lo mejor. No negaré que en tiempos difíciles, como los actuales, se necesitan personas optimistas. En todo caso, no me parece que sirva cualquier tipo de optimismo sino específicamente aquél que se asienta sobre la realidad y aspira a transformarla, con determinación y esfuerzo. Quizás lo mejor de estas visiones del pesimismo estratégico y del optimismo realista es que coinciden en idénticos principios: realismo, actuación planificada y esfuerzo. Es más, con tales premisas los enfoques emocionales de uno y otro me parecen irrelevantes.