sábado, 9 de septiembre de 2017

Blue velvet

She wore blue velvet
bluer than velvet was the night
softer than satin was the light
from the stars
[B. Vinton] 

Bobby Vinton, cantante estadounidense conocido como “el príncipe polaco”, que además de esos ascendientes también tiene otros lituanos, es el autor de la popularísima Blue Velvet, canción que versionada por el incombustible Tony Bennett alcanzó nada más y nada menos que el número uno del Billboard Pop Singles Chart, en 1951. Un tema que, además de emocionar durante décadas a decenas de millones de personas, sirvió de inspiración a la película homónima, escrita y dirigida por David Lynch en 1986. Un clásico que lanzó a su director al estrellato internacional.

Como tantos otros de sus colegas, es probable que el autor de Blue Velvet jamás imaginase que la popularidad de su tema llegaría a donde lo ha hecho. No solo nos ha turbado a millones de personas, acompañándonos en algunos de nuestros momentos más inolvidables, sino que, como he dicho, inspiró a Lynch para crear uno de los grandes temas de su universo visual, que muestra las imbricaciones entre realidad e irrealidad, entre luz y oscuridad, entre mal y  bien, entre sueños y vigilia. Una película que nos brinda su magistral visión de la América profunda, ese mundo idílico construido sobre un ideal dogmático que se estremece cuando se confronta con la realidad. Probablemente Vinton todavía podía imaginar menos que su emblemática canción llegaría a convertirse en uno de los acompañamientos del erotismo homosexual jamás visto hasta entonces en el cine, como el que se ofrecía en la película Scorpio Rising (1964), de Kennet Anger.

En Alicante –el pequeño universo donde algunos encontramos prácticamente cuanto necesitamos– hay una tienda rotulada con el sugerente título de Blue Velvet. Sobre su entrada, en un sencillo panel de color terracota, situado sobre una persiana metálica en la que se reproduce una pareja cinematográfica que desconozco, se destaca en letras amarillentas ese rótulo fluyendo de la bocina de un viejo gramófono y anunciando la compraventa de discos, libros y compactos. Ya se sabe: las pequeñas argucias de los comerciantes para evitar que los grafiteros se enseñoreen de las persianas de sus escaparates.

Desconozco si tal establecimiento continúa abierto porque no percibo últimamente signos de actividad allí. En cualquier caso, más allá de que hubiese entre sus existencias un viejo vinilo con reminiscencias de terciopelo azul, la propia fachada del edificio es una cuajada alegoría de ese color. Y no de un matiz de azul cualquiera, sino de un vistoso tono océano, que combina divinamente con otros vivos colores con los que se han pintado algunas casas colindantes (ocres amarillos y rojos, azul cobalto, verde veronés…).

La fachada a la que aludo corresponde a un respetable número de viviendas que conforman un edificio que ocupa la esquina que delimitan la calle Campos Vasallo y la Plaza de los Hermanos Pascual. Este último es un pequeño espacio de la ciudad sobre el que haré algún comentario, que va más allá de la razonable propuesta de los munícipes para cambiar su denominación, afectada plenamente por la aplicación de la Ley de la Memoria Histórica. Se ha propuesto que en lo sucesivo se conozca con el nombre de Plaza de José Estruch, en homenaje al profesor y dramaturgo, largamente exilado, que acabó siendo docente en la Escuela de Arte Dramático de Madrid durante el tardofranquismo.

Tal vez lo que debería destacarse, en primer lugar, es que el espacio al que me refiero no es realmente una plaza. Es, más bien, una especie de peana troncopiramidal, que ha servido para nivelar y facilitar el uso de un pequeño terraplén de la cara sur del redundante Monte Tossal. Cuando paso por allí, cosa que hago a menudo, esa apacible placeta me sugiere una especie de metáfora de lo que es la propia ciudad.

Por un lado es recoleta, amable, acogedora, fantástica. Un espacio mínimo que dispone de una gran pérgola que cubre parcialmente una magnífica buganvilla de color fucsia, que da una extraordinaria sombra y a cuyo resguardo se descansa maravillosamente tras el paseo matinal. Y, sin embargo, apenas deslizas la mirada unos metros hacia delante, encuentras los artefactos de un parque infantil que desmerece en el entorno en que se ha instalado. Y lo que es peor, algunos pasos más allá rechina una presuntuosa y mínima pseudoreserva ecológica, habilitada para acoger las micciones y deposiciones de los canes, que debiera ser ajena a la plaza, y mucho más a los niños que juegan a escasa distancia de ella.

Por otro lado, en los extremos de las colindantes y vetustas edificaciones, recientemente pintadas y adecentadas, se observan fachadas de casas descuidadas, degradadas y semiabandonadas, que contrastan estridentemente con aquéllas y que son exponente de la dejadez que invade crecientemente la trama urbana en este y otros barrios de la ciudad. Es más, junto a ambas conviven pequeñas viviendas unifamiliares, algunas bien conservadas, que lindan con altas torresde apartamentos, dándole un aire anárquico a este tramo de la particular y primigenia ronda de circunvalación que conforma la avenida de Pérez Galdós.  

De alguna manera, este pequeño rincón, que pudo ser el penúltimo reducto romántico del centro urbano, reproduce los méritos y deméritos de su reciente historia urbanística, caracterizada por una constatación irrefutable: nunca tuvimos un modelo definido de ciudad. Durante la historia reciente las ideas subyacentes a planes y ordenanzas urbanísticas jamás han respondido a un modelo científico y racional, simplemente han aportado sesgadas inspiraciones acordes con los dictados interesados de los mandamases de turno. Así lo fue en el primer franquismo, cuando el pensamiento totalitario de inspiración falangista impregnó el orden arquitectónico y urbanístico de las plazas de la Montañeta y del Ayuntamiento, que materializan la antítesis de lo que hoy se entiende por espacio público. Nada tienen que ver con un uso de esa naturaleza porque son simples y descarnadas escenografías del poder dominante. Algo que José R. Navarro nos recuerda, de vez en cuando, apoyándose en las teorías de Henri Lefebvre, que sostiene que el espacio vacío en la ciudad construida es una representación del poder; o, dicho de otro modo, el espacio público no es un espacio producido para ser usado, sino para ser “leído”.

Como decía, la pequeña plaza también hace honor, a pequeña escala, a otros hitos de la historia urbana de Alicante que, años después, en la década de los sesenta, permitió y autorizó la construcción de edificios de gran altura que marcaron y marcan su paisaje. El urbanismo de la época tiene el triste honor de representar el paradigma de las irregularidades e ilegalidades de la época del desarrollismo (de todas las épocas, habría que decir), que ni siquiera se ocultaban, al contrario, se exhibían sin pudor justificándolas con argumentos como los esgrimidos por Agatángelo Soler, alcalde de la ciudad desde 1954 a 1963, en respuesta a un largo y crítico escrito del presidente del Colegio de Arquitectos, que recogía el diario Información el 8 de septiembre de 1968: “Lo que había que hacer, con estudios minuciosos y lentos, era incompatible con la explosión de vitalidad que se nos venía encima y que Alicante no podía desaprovechar. Mientras no se pusieran al día las ordenanzas, había que dar facilidades, aunque fuese en precario, para que Alicante construyera y construyera, y se adelantara a la invasión del turismo”.

En fin, nada tiene que ver pero, por aquello de que habrá que concluir, Alacant a part, Josevicente Mateo. En blue, añado.

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