viernes, 22 de septiembre de 2017

Dialogar

El diccionario de la RAE ofrece dos acepciones para el término dialogar. La primera de ellas corresponde al verbo intransitivo “hablar en diálogo”; la segunda, al verbo transitivo “escribir algo en forma de diálogo”. El mismo Diccionario contiene tres significados para la palabra diálogo. El primero alude a la “plática entre dos o más personas, que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos”; el segundo se refiere a la “obra literaria, en prosa o en verso, en que se finge una plática o controversia entre dos o más personajes”; finalmente, el tercero apunta a la “discusión o trato en busca de avenencia”. Hoy me interesa subrayar la primera acepción de la palabra dialogar y la tercera del término diálogo, porque de lo que quiero hablar es del sentido que tiene este cuando se orienta a resolver los conflictos.

De entre las diversas tipologías del diálogo, en este momento me importa especialmente aquella en la que los participantes actúan con la intención de llegar a acuerdos que les satisfagan. Desecho abordar otras modalidades conversacionales y desde luego renuncio a analizar el denominado diálogo de merluzos o, si se prefiere, el que utilizan los sordos presuntuosos que solo buscan con él satisfacer sus mediocres ambiciones personales o enrocarse en el poder. Y todavía me interesa menos el pretendido diálogo que, con apariencia de tal, es un simple remedo del monólogo crispado, radical y sectario, que carece de empatía y está preñado de odio y de rechazo visceral por el oponente.

Quiero referirme en concreto al diálogo en su expresión más genuina, a la interlocución que las partes intervinientes perciben como herramienta con capacidad para transformar positivamente las delicadas o complicadas situaciones que les afectan. No cabe duda de que la intensidad y la complejidad de los conflictos sociales son grandes desafíos para las estrategias de diálogo y para las habilidades personales de quienes participan en él, pero ello no debe ser obstáculo para iniciarlo, siempre asegurando previamente unos principios básicos que constituyen un punto de partida indispensable para llevar a cabo un diálogo auténticamente transformador. Para que este se produzca debe elegirse y organizarse minuciosamente el espacio donde se llevará a cabo, deben identificarse nítidamente los elementos generadores de las controversias y es absolutamente indispensable que las partes adopten una actitud constructiva y de confianza mutua.

Hoy vivimos en el país un conflicto social gravísimo, con orígenes remotos, larga trayectoria y difícil solución. Pero más allá de su complejidad, de los posicionamientos antagónicos o de las consecuencias de las muchas meteduras de pata que se han producido a lo largo del tiempo –muy especialmente en los últimos años–, creo firmemente en la eficacia del diálogo para resolver los problemas sociales. Es más, me parece que no existe medio más eficaz a tal efecto. El diálogo es clave para llegar al fondo de los problemas y alcanzar soluciones asentadas en amplios consensos. Es más, por encima de todo ello, estoy convencido de que la propensión al diálogo ayuda enormemente a evitar la violencia, que es la primera premisa para resolver los conflictos.

Un proceso de diálogo auténtico exige conformar escenarios que generen confianza y disipen las resistencias de los participantes. Espacios que propicien abordar con franqueza y aclarar los malentendidos, desvanecer los prejuicios, identificar las pocas o muchas concomitancias entre las partes y, por encima de todo ello, asegurar la toma de conciencia por los participantes de que los problemas son de todos y a todos afectan; y, por tanto, solo es posible encontrar vías para su solución conjuntamente.

Otra premisa imprescindible del diálogo auténtico es la inclusión de todas las voces concernidas. Nadie de cuantos protagonizan o tienen interés legítimo en el conflicto puede quedar o permanecer al margen. Todos forman parte del problema y todos deben intervenir en su solución.

La resolución de los conflictos sociales exige también recurrir a mediadores independientes que convoquen a las partes, que propongan el funcionamiento del proceso dialógico y logren que se acuerden los procedimientos de manera consensuada. Ese proceso debe incorporar reglas inequívocas que garanticen el respeto mutuo y el uso ponderado de la palabra, debe estimular la búsqueda de soluciones y asegurar la adecuada redacción de los acuerdos alcanzados, que resumirán e incorporarán la voluntad de las partes, estableciendo plazos y responsables de su cumplimiento. No debe olvidarse el principio fundamental de que un acuerdo que no se cumple es un conflicto que retorna.

Evidentemente, un diálogo como el que se propone debe incluir un sistema de evaluación del proceso negociador que ayude a identificar sus fortalezas y debilidades y a introducir los mecanismos correctores, que coadyuvarán a legitimar y profundizar la idoneidad del mecanismo dialógico como herramienta para resolver los conflictos sociales.

Las retóricas trasnochadas y los intereses espurios quedan al margen en un procedimiento de esta naturaleza, que en último término no persigue otra cosa que coadyuvar a asegurar el interés general de la ciudadanía española y catalana, catalana y española. A las puertas de la sala de negociación deben quedar las mochilas cargadas con patrioterismos, intereses partidistas, apasionamientos, maniqueísmos, presunciones y falsas verdades. Empecinarse en resolver los conflictos utilizando las herramientas punitivas o la fuerza no es otra cosa que contribuir a prolongarlos en el tiempo y/o a agravarlos. Las soluciones a los problemas sociales jamás han sido universales ni eternas, pero es evidente que las construidas sobre el acuerdo y el pacto han sido más duraderas y sólidas que las conformadas sobre las imposiciones. Una sociedad democrática está obligada a utilizar el diálogo como vía fundamental para resolver los conflictos que surgen en ella. Caer en la tentación de atajarlos con otros procedimientos más expeditivos o demagógicos, además de menoscabar la calidad democrática del funcionamiento institucional, tiene otros riesgos que la mayoría de los ciudadanos ni deseamos ni queremos asumir.

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