jueves, 28 de septiembre de 2017

Entre la vergüenza y el miedo

Esta mañana me he despertado entretejiendo pensamientos sobre el monotema conversacional de los últimos meses: la cuestión catalana. Mientras urdía argumentos al hilo de mis reflexiones en torno a las aristas y vertientes que ofrece un problema tan viejo como complejo, he abierto en la tableta una página del diario El País y me he encontrado con la habitual viñeta de Andrés Rábago, El Roto. He contemplado durante unos minutos la enésima muestra del talento de esta luminaria patria, que nos tiene acostumbrados a sus genialidades. En este caso, la ilustración muestra una venerable figura que se asemeja a una especie de “lama”, ataviado con unos ropajes impropios que, mirando al observador, sentencia con rotundidad: “Los conflictos hacen grandes a los pequeños, y hacen pequeños a los grandes”.

Viñeta de El Roto (El País, 26 septiembre)
Me parece una acertada metáfora de la situación que hoy vivimos en este país plural, que incluye tan variopintas realidades e interpretaciones territoriales (nacionalidades, regiones, comunidades autónomas, ciudades con autonomía…). Por un lado, el elemento grande, el Estado, el gigantesco aparato burocrático-político-económico-policial que cada día que pasa empequeñece su dignidad, mal dirigido por una clase política que no merece tal nombre, cuya impericia y/o ‘torticería’ la desacreditan para gestionar y representar a una ciudadanía infinitamente más decente. Con la excusa del secesionismo, está acabando de laminar derechos fundamentales que todavía permanecían en pie después de la magna campaña de demolición que acompañó y acompaña a la última gran crisis económica. A cuenta de ella se han allanado multitud de derechos laborales, buena parte de las conquistas sociosanitarias y algunas libertades. Elementos, todos, fundamentales para que los ciudadanos sean seres autónomos, protagonistas y dueños de sus vidas y sus destinos. Hoy, por desgracia, hemos hipotecado buena parte de todo ello ad infinitum. Hasta el punto de que es difícil aventurar qué generación futura acabará de pagar, si logra hacerlo, la terrorífica deuda pública que han contraído los gobernantes malandrines, que siguen acrecentando sin recato para mayor preocupación y escarnio de todos, y para mayor lucro de los pocos impresentables (especuladores, titulares de fondos buitre, gentes sin alma) que se reparten a manos llenas la tarta que todos producimos. Esa gente que es  dueña de las emisiones de deuda pública y de los principales valores económicos patrios (IBEX 35), adquiridos a precio de saldo, que les confieren derechos y atribuciones que harán valer algún día, arrodillándonos y obligándonos a atender sus exigencias (¿de qué soberanía, pues, hablamos?).

Por si todo lo anterior no fuera suficiente, ahora, con la excusa del secesionismo, se están allanando otros derechos fundamentales. ¿Acaso significa otra cosa la suspensión de facto de la autonomía en Cataluña? El Estado, sin remilgo alguno, ha intervenido asuntos esenciales del autogobierno como la actividad económica (nadie puede gestionar un euro sin el control del Gobierno Central), el orden público (subordinando la jerarquía de los Mossos d’Esquadra a la de la seguridad del Estado), la tutela judicial (vehiculada a través de la fiscalía y casi siempre sumisa a las indicaciones de tribunales especialmente politizados, como el Supremo y el Constitucional) o la libertad de expresión (cada día con mayores cortapisas y limitaciones). Con la excusa del independentismo se está empequeñeciendo a una velocidad de vértigo la talla de la civilidad que debiera amparar un Estado de Derecho que, bien al contrario, se desmonta día a día, de tapadillo y por la vía de los hechos consumados, sin luces ni taquígrafos y sin garantías ni controles parlamentarios. Dos pruebas incontrovertibles de ello son el desmantelamiento del pacto territorial establecido en la Constitución, generado por la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut (2010), que está en el origen del actual desorden institucional y que el constitucionalista Pérez Royo ha documentado ampliamente. La otra es la aplicación del artículo 155 de la Constitución por la vía de los hechos, sin las formalidades y las garantías requeridas por semejante excepcionalidad, eludiendo el control parlamentario de la actividad gubernamental mandatada por aquella.

Por otro lado, estoy convencido de que, más allá de los números que manejan los interesados de uno y otro lado, los catalanes independentistas son los que son. Llevando las cosas al extremo, creo que no alcanzan el millón ni por asomo. Y debemos recordar que en Cataluña viven más de cinco millones y medio de personas con derecho a voto. Por tanto, aun suponiendo que solo la mitad de ellas ejerciera su prerrogativa de voto, sus respectivas opciones, que nunca serían a favor de la independencia, duplicarían en número a quienes optan por ella.

Sin embargo, hoy, el independentismo parece –o se presenta como– una auténtica fuerza de la naturaleza, un fenómeno que asemeja alcanzar proporciones formidables. Por diferentes motivos, se ha generado un estado de cosas que facilita que se incluya en el mismo saco lo que le pertenece por derecho propio y también, paradójicamente, las opciones de otras muchísimas personas que nada tienen que ver con las expectativas independentistas. Se agranda así la sombra de lo pequeño, que algunos interpretan como símbolo inequívoco de que cae el crepúsculo.

Llegados a este punto, es inevitable preguntarse: ¿cómo se han podido hacer tan mal las cosas? ¿O es que, por el contrario, se han hecho muy bien dependiendo de según qué intereses? Porque, en mi opinión, este guirigay solo beneficia a los posicionados en los extremos, a quienes situados en polaridades opuestas ansían por igual la anomia y el autoritarismo, dado que lo único que les importa son sus propios intereses.

Nos encontramos en una encrucijada que expresa el mayor de los dislates, estamos posicionados en el despropósito más inverosímil. Una situación que aparenta ser un callejón sin salida y que, bien al contrario, puede tener muchas. Si se convocase un concurso de ideas al respecto aflorarían decenas de soluciones originales, imaginativas y eficientes. A vuelapluma, se me ocurren al menos dos. Si tuviese en mis manos la responsabilidad de intentar resolver este conflicto, aplicaría dos tentativas de solución que ya han sido experimentadas en otros contextos. La primera sería remedar, adaptándola, la llamada “Ley de claridad” canadiense. En síntesis, sería algo así como asegurar a los cinco millones y medio de ciudadanos catalanes con derecho a voto la oportunidad de pronunciarse con garantías respecto a la independencia de Cataluña y de sus particulares territorios. Más allá de que varios centenares de miles de ellos optasen legítimamente por la independencia, debería darse la opción a la autodeterminación a toda la colectividad catalana, llevando este principio a sus últimas consecuencias. De modo que, de la misma manera que Cataluña podría independizarse de España, cualquier otro espacio territorial catalán, fuese provincia, ciudad, población o comarca, podría hacerlo de Cataluña. De manera que mientras unos podrían optar por independizarse como país, otros podrían decidir lo contrario, o algo diferente con relación a su vínculo con el hipotético nuevo Estado. De modo que si una provincia, veinte ciudades o trescientos pueblos no optasen por la alternativa independentista podrían desvincularse de la nueva realidad territorial, permaneciendo donde corresponda según lo que preestablezca una previa y reformada Constitución, que, por cierto, debería incorporar algunas otras cautelas fundamentales, como la exigencia de mayorías cualificadas para adoptar decisiones tan trascendentales o contar con la aprobación previa de los respectivos parlamentos.

Otra solución posible sería pactar, sin más argumentos, un referéndum sobre la autodeterminación, con todas las garantías y a tres o cuatro años vista. Un tiempo más que suficiente para sosegar los ánimos, cambiar los actores de reparto y que las diversas opciones tengan sobrada oportunidad de hacer campaña, pedagogía, demagogia, etc. sobre las virtualidades de sus respectivas alternativas.

Siento una profunda vergüenza cuando leo o escucho cada mañana, en esa especie de patio de vecindad ‘customizado’ que conforman las redes sociales, decenas de ocurrencias y chirigotas que ofrecen revisiones interesadas de la historia de España y de Cataluña, que nada tienen de Historia pero que contribuyen, y mucho, a agrandar la enorme ceremonia de la confusión existente, construida sesgadamente sobre la formidable ignorancia que todavía embarga a la población del país. Me restriego los ojos no dando crédito a lo que observo en los vídeos tomados últimamente a las puertas de las comisarías, que reproducen despedidas “épicas” que se dan a funcionarios policiales que parece que se acaban de enrolar en fuerzas expedicionarias y se disponen a combatir a un hipotético y feroz enemigo. Cuando simplemente se dirigen a cumplir sus obligaciones reglamentarias, limitadas a garantizar el orden público en la provincia de al lado o un poco más allá (lugares en los que, por cierto, hasta hoy no se han producido particulares desórdenes), eso sí ardorosamente envueltos en los símbolos patrios, arengados por algún mando montaraz y espoleados por grupitos de ciudadanos y por colegas que parecen más preocupados por defender sus provechos que el interés general, que es para lo que cobran sus salarios con cargo al erario público, al que presuntamente contribuimos todos.

Alucino con la pequeñez con que se muestra ante nuestros ojos la enorme maquinaria del Estado, que cuatro chiquilicuatres han convertido en un auténtico esperpento. Me restriego los ojos para acabar de despertarme e intentar entender cómo ha sido posible que una minoría independentista haya logrado aglutinar en tan breve espacio de tiempo semejante pandemónium de intereses contradictorios, que probablemente tiene el mismo futuro que un caramelo a la puerta de un colegio.

Y todo ello, junto y separadamente, me produce vergüenza y preocupación. Y si se me apura, hasta miedo. Como sugiere El Roto: Grande pequeño, y viceversa. Paradojas del tiempo que nos toca vivir. ¡Ojalá llegue noviembre sin que suceda ninguna catástrofe!

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