sábado, 28 de octubre de 2017

Andante, ma non troppo

Como se sabe, la memoria genética es un concepto controvertido y todavía nada científico que podría definirse como una reminiscencia, presente desde el nacimiento, que existe en ausencia de experiencia sensorial y que se incorpora al genoma durante el transcurso de largos periodos de tiempo. Noción utilizada y debatida en numerosas obras literarias, audiovisuales y películas de ciencia ficción, en cierto modo viene a presuponer que los individuos –también los humanos– no solo podemos adquirir o mejorar determinados caracteres físicos durante nuestra vida y transmitirlos a nuestra descendencia, sino que tenemos la capacidad adicional de incorporar nuestra personalidad y nuestras experiencias al código genético. De modo que cada uno arrastraríamos las memorias y personalidades de nuestros antepasados, que podrían ser recuperadas bien por urgencias inconscientes o mediante el uso de la tecnología o el adiestramiento adecuados.

Por otro lado, hace aproximadamente cuatro millones de años que el hombre se puso de pie. Al menos es lo que aseguran estudios científicos realizados del carpo de la muñeca de fósiles de australopithecus y de primates actuales. Las comparaciones que han hecho los paleontólogos entre las tomografías computerizadas de alta resolución del hueso capitatum de ambos han alumbrado modelos virtuales del desarrollo de los huesos de la muñeca, que permiten constatar rasgos diferenciales entre unos y otros. Se ha contrastado, por ejemplo, un desarrollo distintivo del hueso central, que es más robusto en las especies con conductas arbóreas que en las que practican la vida terrestre y la bipedación, que trasladan esa hipertrofia al dedo pulgar.

Los estudios referidos han permitido comprobar que la morfología de las extremidades inferiores del australophitecus anamensis, hallado en Kanapoi (Kenia), donde vivió hace  4,2 millones de años, evidencia que practicaba la bipedación terrestre, compatibilizándola con conductas arbóreas residuales. En cambio, el análisis de los fósiles del australophitecus afarensis, de hace 3,5 millones de años, acredita que ya no trepaba a los árboles. Ambas verificaciones son elementos que refuerzan la hipótesis de que la consolidación de los ancestros de la bipedación humana se debió producir en un intervalo que se extiende entre hace 4,2 y 3,5 millones de años. Dato que habla por sí mismo de la enormidad del espacio de tiempo que los humanos empleamos en tomar la decisión de caminar de pie y empezar a ver el mundo desde otra perspectiva. Nada menos que 700.000 años, es decir, cien veces la duración de la protohistoria y la historia juntas, o sea, el periodo de tiempo que media entre los vestigios conocidos de los primeros pueblos con nombre propio (sumerios, egipcios…) y la actualidad.

Nada tengo a favor o en contra de la verosimilitud de la memoria genética, aunque, la verdad, si la especie humana empleó milenios en adoptar la bipedestación, no deja de sorprender que los actuales humanos consumamos poco más de un año para adoptar idéntica decisión. Claro que ello puede ser el resultado de un proceso evolutivo consolidado que se muestra a través de resultados que son la consecuencia lógica del mero progreso biológico, pero ¿por qué desechar que el genoma pudiera replicar ciertas reminiscencias personales o experienciales de nuestros antepasados?

Ya se sabe que hoy la línea que separa la vida real y la homónima digital es crecientemente difusa. Para no poner ejemplos ajenos, señalaré que mi nieto nació hace dieciséis meses y ya conservo en mi teléfono una media de cuatro fotografías/vídeos diarios, que dan inequívoca fe de que existe. Apostillaré, entre comas, que me colma de satisfacción tal circunstancia porque me permite verlo casi diariamente aunque viva a cuatrocientos kilómetros de distancia. Pues bien, entre esos miles de testimonios gráficos, uno de mis preferidos es el vídeo que recoge  sus primeros ensayos para caminar erguido. Esa rutina tan común que pasa completamente inadvertida para la mayoría, excepto para quiénes tienen impedimentos insoslayables para practicarla y también para algunos expertos que la han escudriñado desde diferentes puntos de vista, algunos con objetivos tan peregrinos como descubrir en ella los rasgos de la personalidad. Sus conclusiones aseguran, por ejemplo, que caminar de forma enérgica y con pasos largos expresa felicidad; que deambular con paso lento o arrastrando los pies evidencia tristeza, miedo o incertidumbre; que caminar con las manos en los bolsillos supone confesar implícitamente que no estamos satisfechos con la imagen que proyectamos; o que justamente sucede todo lo contrario cuando nos movemos como si estuviésemos participando en un desfile de moda.

Nada de todo lo dicho tiene que ver con la conducta de mi nieto, que apenas alcanza a lograr el delicado equilibrio que exige desplazarse a pie. Cada vez que visiono la secuencia que mencionaba rememoro su epifanía en la bipedación. Las seis o siete decenas de raudos e inconscientes pasos que ensayó cuando cumplía los catorce meses, persiguiendo a su huidizo y estimulante padre entre lloros inconsolables, seguramente producto de su propio asombro al descubrirse involuntario practicante de arriesgadas conductas. Deslumbrado por una perspectiva que le alejaba de las que le habían proporcionado hasta entonces las seguras atalayas urdidas por los amorosos brazos de sus padres y abuelos, por las manos bienhechoras de los amigos de sus familiares, o por la cercanía de la tierra firme al reptar o gatear. El nuevo e ingrávido altozano que alcanzamos cuando nos ponemos de pie por primera vez seguramente nos induce un vértigo enorme, nos hace percibirnos frente a un abismo que nos sobrecoge. Probablemente el llanto desconsolado de mi nieto fue su espontánea reacción a la sensación que estaba experimentando. Nunca sabré, por otro lado, si fue expresión de lo atónito que se sintió o de la alegría que experimentó. Lo cierto es que desde entonces no hay marcha atrás. A partir de ahora verá la vida de otro modo. Lo importante es que la vea desde una perspectiva sana, feliz, larga y provechosa. Al menos es lo que yo deseo.

domingo, 22 de octubre de 2017

Pascual Ruso

A veces un detalle nimio motiva hermosas reflexiones. Hoy mismo, el titilante reflejo de la bombilla de un downlight sobre la superficie del café con leche del desayuno me ha traído a la memoria el recuerdo de un personaje rutilante que ocupa un lugar preeminente en mi galería personal: Pascual Ruso. No es ajeno a tal recuerdo el hecho de que nos viésemos ayer con motivo de la inauguración de la exposición “100 Artistas Solidarios”, en el Museo del Mar de Santa Pola, su pueblo. Durante aproximadamente una hora tuvimos ocasión de reencontrarnos y ponernos al día relativamente. Casi acordamos, incluso, el próximo encuentro de la amistad que, según sus previsiones, acogerá esta magnifica villa a primeros de noviembre.

Como suele decirse y he dicho en otras ocasiones, cuando su madre lo parió rompió el molde. Todos conocemos a dos o tres personas excepcionales, esos rarísimos seres que se pueden inventariar con la mitad de los dedos de una mano. Entre los que considero privativos, está él. Desde siempre. Lo conocí el año 1967, cuando empezamos los estudios de Magisterio en el vetusto edificio del monte Tossal, triste e incomprensiblemente abandonado por la Academia, huérfano de estudiantes desde que las Escuelas de Magisterio se transformaron en Facultades de Educación, no estoy seguro si para bien.

Pascual era entonces un alumno brillante, que culminó la carrera incrustado entre lo mejor de aquella magnífica promoción de maestros a la que me enorgullece pertenecer. Un estudiante reconocido por la práctica totalidad de sus profesores por su dedicación, su rendimiento académico y sus grandes capacidades. Un compañero ejemplar, divertido, íntegro y virtuoso, a juicio de la mayoría de sus condiscípulos. Entonces lucía una poblada cabellera que coronaba un cuerpo esbelto, permanentemente bien vestido. Siempre supo lucir sin estridencias una elegancia natural que parecía haber mamado en la cuna. Vestía pantalones perfectamente planchados, con la raya bien marcada y se enfundaba jerséis de cuello vuelto y rebecas impecables. Sus gafas de concha oscura le daban un cierto aire de Peter Sellers, con sus incombustibles “Oliver Glodsmith”. Como él, siempre rodeado de bellísimas jovencitas para envidia de todos sus amigos.

Concluimos nuestros estudios y seguimos itinerarios profesionales diferenciados. Él se incorporó a una escuela en Santa Pola, en la que ejerció un excepcional magisterio durante una larga década. Yo me quedé en Alicante, inicialmente en la Escuela Aneja a la Normal y después en otros centros. Durante ese tiempo volvimos a coincidir en el antiguo CEU –Centro de Estudios Universitarios de Alicante; el embrión de la actual Universidad– cursando Geografía e Historia (única opción posible entonces) en horario nocturno (cuando lo permitían nuestras ocupaciones principales), inquietos por completar una formación que presumíamos exigua para lo que parecía que nos demandaría el tiempo que se avecinaba. Fue más o menos al final de este periodo cuando se decidió a emprender la primera fase de su gran aventura italiana, recalando en el Liceo Español, de Roma, donde me consta que desplegó una espléndida labor profesional.

Años después regresó a casa y nuevamente el destino nos emparejó. Esta vez desempeñando tareas de inspección educativa en la Dirección Territorial de Alicante. Cuatro o cinco años extraordinarios para él, para mí y para algunos otros compañeros y amigos, que trabajamos codo con codo, sin descanso y sin desmayo. Tiempos excepcionales. Creo que no he conocido persona más disciplinada, diligente y grata en el cumplimiento de sus obligaciones laborales. En ese tiempo empezaba a perder el  tupé y a ganar volumen, aunque mantenía intacta la elegancia.  Definitivamente, quedaba claro que era algo consustancial a él.

Arreciaron los vientos y aparecieron otras circunstancias que le hicieron tomar nuevas decisiones. Una vez más se arremangó y, sorprendentemente, con inusitada osadía, emprendió la segunda etapa de su aventura italiana, dándose una nueva oportunidad para conquistar la felicidad, una de sus sabias e irrenunciables aspiraciones. Este definitivo viaje contribuyó a metamorfosearlo, dándole casi la imagen que nos ofrece hoy que, de alguna manera, parece haber mimetizado con la pátina característica de los imaginarios habitantes de la ciudad que le acogió. Porque realmente Pascual muestra actualmente la fisonomía de un auténtico patricio romano, del pater familias que nunca fue, que ha customizado muy inteligentemente con una vestimenta desenfadada, que le quita años y le añade interés.

A estas alturas del relato es fácil deducir que cualquier pretensión de describir a nuestro personaje exige la utilización de calificativos de largo alcance, porque es persona profesionalmente brillante, coherente, considerada, curiosa, diligente, diplomática, discreta, eficiente, elegante, fiable, hábil, imaginativa, inteligente, perseverante, positiva, práctica, prudente, responsable, sagaz, sensible, talentosa… Personalmente es un ser afectuoso, amable, apasionado, atento, atrevido, avispado, cordial, culto, divertido, educado, encantador, energético, entusiasta, extravertido, generoso, interesante, modesto, pasional, sincero, simpático, sofisticado y hasta valiente. Y mucho más.

Podría extenderme ampliamente en enumerar las cualidades que adornan a alguien fuera de lo común, amigo fidelísimo y colega irrepetible. Muchas son las páginas necesarias para glosar sus polifacéticos y vastísimos logros, como los fervores que ha despertado entre las personas que lo han conocido y en los lugares por los que ha transitado. Cuenta por cientos sus amistades y lo recuerdan dondequiera que haya estado. En fin, ¿qué añadir? Creo que sobran los argumentos. Solamente agregaré un pequeño rótulo que deseo poner al pie de su retrato: felicidad y larga vida, queridísimo Pascual.

lunes, 16 de octubre de 2017

Medianías

Hace años que llamó mi atención un término que emplean habitualmente las mujeres y los hombres del tiempo: medianías. Atrajo mi interés entonces y me agrada cada vez que lo vuelvo a escuchar. Durante algún tiempo me limité a imaginar su significado, hasta que un día decidí mirar en la enciclopedia y salir de dudas. Descubrí que medianías es el nombre que se da en las Islas Canarias al territorio comprendido entre los 600 y los 1500 m. de altitud sobre el nivel del mar, una zona intermedia de algunas islas en la que la circulación atmosférica genera un manto casi continuo de estratocúmulos que reduce la insolación y la evaporación (el llamado “mar de nubes”, o la “panza de burro”, como prefieren denominarlo los isleños). Panza o mar como se desee que aporta un significativo suplemento de agua al territorio a través de la genuina “lluvia horizontal” que producen las nieblas, en una cuantía equivalente a la pluviosidad media anual que precipita sobre nuestras tierras.

Hoy, cuando daba mi paseo matinal y apenas había consumido la tercera parte del recorrido habitual, me ha dado un pronto y he tomado una deriva inusual estrenando un itinerario alternativo que me ha hecho evocar el referido término. He iniciado un nuevo camino que discurre por las alturas intermedias que enlazan los muros que coronan el castillo de San Fernando con los patios traseros de las viviendas de las calles más cercanas al piedemonte, que en estos rincones se presenta poblado de pequeñas arboledas de cipreses y otras especies importadas,  cuyos troncos conectan mangueras de riego de colores estridentes, que están a la intemperie, abandonadas por el desapego del sustrato orgánico que debió cubrirlas en otro tiempo, que la lluvia y otras inclemencias ambientales han debido arrastrar a otras latitudes.

Transitaba por esas calles mientras rememoraba viejas referencias a Berlín, Londres, Marrakech o Praga, todas apellidadas “ciudades de las mil caras”. No es que haciendo una transposición indecorosa me estuviese dejando llevar hacia un edén imaginario. Tampoco es que pretendiese reivindicar para Alicante un lugar propio en tan exclusivo elenco. Aunque, bien mirado, ¿por qué desdeñar tal aspiración? Tal vez una ciudad como la nuestra, tan expeditiva y drásticamente metamorfoseada, ha acopiado méritos suficientes para incorporarse a tan exclusivo repertorio. Obviamente, cada cual opinará lo que estime oportuno y conveniente, como dice el avieso Rajoy, pero nadie podrá negar que Alicante ofrece mil panorámicas en las que nos reconocemos sus habitantes.

Por otro lado, aunque nada tiene que ver con lo anterior, no sé por qué regla de tres, me ha venido a la mente la debilidad que tengo por los medios tiempos musicales. Dicen los profesionales que si hay un elemento que realmente afecta a la música es el tempo. Estoy plenamente de acuerdo porque su influencia añade variopintas sensaciones y hasta puede llegar a desfigurar una determinada obra. Es más, en ocasiones llega a trascenderla permeabilizando el ambiente e influyendo en la actitud, en el ánimo e incluso en el comportamiento de quienes la escuchan.

Tampoco tienen nada que ver las medianías con los medios tiempos musicales y, sin embargo, me inducen parecidas emociones. Tanto me entusiasma escuchar una pseudobalada como me complace otear las panorámicas de la ciudad desde el sinuoso recorrido que serpentea la vertiente sureste del castillo de S. Fernando. Desde el prolongado altozano que discurre a media altura del piedemonte sur del monte Tossal, que describe el firme de las calles Ronda y Camino del Castillo, se aprecian unas vistas que contrastan estrepitosamente con otras que retiene mi retina que pertenecen a la década de los sesenta y primeros años setenta, cuando no se había edificado ni la mitad del espacio actualmente urbanizado.

Sin embargo, sorprendentemente, el paseo también me ha hecho rememorar imágenes muy similares a las de antaño. He divisado un gran crucero anclado en el espigón de Levante que me ha recordado los viejos paquebotes que enlazaban en los años setenta la Estación Marítima con Palma de Mallorca. E incluso he llegado a percibir imágenes anteriores de buques que cubrían la línea Alicante-Orán-Argel, como el Sidi Mabrouk, el Sidi Obka; o el Victoria y el Virgen de África, repatriando los pied-noirs tras el triunfo de la revolución argelina.

Por enésima vez he reparado en la imponente presencia del edificio Riscal proyectándose sobre la mar, alzándose artificiosamente por encima de una base de edificación compuesta por terrazas destartaladas, patios interiores, edificios retejados y espacios heterogéneos. Nada tiene que ver esta híbrida y desolada perspectiva con los exuberantes bosques laurifolios que ocupan el cinturón nuboso de las islas macaronésicas o con la extraordinaria abundancia de especies vegetales y animales que los habitan. Tal vez la radicalidad de los contrastes, que únicamente mi retina y mi mente percibían, me ha hecho recordar, reactivamente, viniese o no a cuento, el término medianías.

Una postrera visión ha quebrado por fin mi ensoñación, sacándome del ensimismamiento en que me hallaba y devolviéndome a la realidad. No ha sido otra que la contemplación del lamentable estado en que se encuentra el baluarte troncocónico del extremo suroeste del castillo, agrietado como una breva madura y amenazando con derrumbarse. Es la enésima constatación del deterioro de una obra que, como tantas otras de este país, fue cara, militarmente inútil (no tuvo tal uso jamás) y se construyó deprisa y mal, pues al poco tiempo de su edificación empezó a mostrar deficiencias que no han cesado hasta hoy.

He contrastado una vez más la proverbial desidia de nuestros munícipes, acostumbrados a mirar hacia el lado ajeno a sus obligaciones. En este caso abandonando a su suerte a uno de los emblemas de la ciudad, que cualquier día nos dará un disgusto sin que nadie parezca tener intención de remediarlo. He visto cerca senderos abandonados, espacios de tránsito y descanso repletos de despojos de animales y de personas que vejan el asombroso recorrido que ofrece la ladera sureste de uno de los exoesqueletos de la ciudad, permitiendo al paseante ahondar en su fisonomía y calar en su identidad. Ninguna ciudad –mucho menos sus ciudadanos– merece semejante maltrato.

viernes, 6 de octubre de 2017

Crónicas de la amistad: La Vila (20)

Víspera de luna llena. Veinte ya los encuentros. Noches para emociones, insomnios y nostalgias, que no tenemos. Se consumió un verano ardoroso, que empezamos extraviando la suerte en la lotería y ganando los arrullos amorosos de la primera nieta de la familia Cascant. El regusto de los últimos chocolates vileros de Tomás y Rosana impregnó los primeros compases del estío. Antonio Antón casi se despedía del Camino Jacobeo en Portomarín y Pascual saludaba la nueva estación desde un chiringuito de su pueblo, con Tabarca al fondo, cual decorado de lujo. Domingo disfrutando de las recónditas calas ibicencas gozo privativo de los ‘pitiusos’ y animando el grupo con guasaps y ocurrencias. Alfonso doctorándose en ebanistería fina, mientras Antonio García promocionaba la oferta estival de los tatoos de su hijo. Apenas sin darnos cuenta se nos echaron encima les festes de la Vila, los nardos y el espectacular desembarco. Y pocos días después el inefable Misteri, con Antonio Antón y Pito, el hijo de Guti y Luis, y tantos otros conciudadanos materializando tan espléndido y anual milagro sacro-musical, declarado por la UNESCO patrimonio inmaterial de la Humanidad hace más de cinco lustros. Ardió Ibiza y tronó en el Vinalopó. Aparecieron los primeros “verderols” en la Vila, a la vez que algunos estrenaban la temporada de paellas “amb conill, cigrons y pebrera vermella”. Y un año más, hubo guerra de carretillas en Elx, y multitud de perjudicados.

Restaurante El Pagell
Casi no habían concluido las representaciones del Misteri cuando sobrevino la catástrofe en las Ramblas de Barcelona, que dejaron de ser la calle más bonita del mundo, en la que, como dijo Federico GL, vivían juntas a la vez las cuatro estaciones del año. Acabó otro agosto aciago con tímidas lluvias que animaron el renacer de las flores anunciando la proximidad del otoño. Se aplazaba nuestro encuentro, o quedada, como le llaman los jóvenes. Sobrevenía  el percance de Pascual. Y el cataclismo del uno de octubre (1-O). Y el descarte de Luis a última hora.

Llegó el día. Apenas despuntaba el alba cuando enviaban sus misivas los ausentes. “Seguro que lo pasaréis bien, como siempre. Seguro que Tomás hará de excelente anfitrión. Disfrutad de vuestra compañía y de los manjares y libaciones. El resto ausente estará, sin duda, con vosotros, sintiendo el no poder hacerlo y deseando ya el próximo encuentro. Una vez más sentiréis que el tiempo es una farsa porque, en este caso, no ha existido su paso para ajar los afectos. Os quiero. Feliz día”, decía Pascual. Y apostillaba Luis: “Ánimo Pascual. En la próxima nos tomaremos la revancha. Carpe diem". Imposibles mejores augurios.

Como así fue. Apenas rayaban las once y media cuando ya estábamos todos congregados en la terraza del bar Diego, una especie de oficina muy particular que tiene Tomás enfrente de su casa, en la que despacha los asuntos urgentes y otros que lo son menos. Una cervecita bien tirada, acompañada de aceitunas y almendras, sirvió de tentempié para estrenar el programa que tan cuidadosamente había preparado nuestro anfitrión. Los nada protocolarios saludos, a base de sentidos abrazos, miradas y gestos de complicidad, y un breve descanso nos llevaron casi sin solución de continuidad a emprender la primera actividad: la visita al Vilamuseu, una novísima instalación museística, estrenada hace apenas dos años, que ocupa el solar en el que antes estuvo el colegio Dr. Esquerdo, en la calle Colón, cuya fachada original han conservado con excelente criterio. El proyecto ha sido trazado de acuerdo con los parámetros del denominado diseño inclusivo –design for all–, que lo convierte en uno de los museos más accesible de Europa por su comodidad, facilidad de comprensión, amenidad y seguridad para todas las personas. Y esa es su mayor originalidad. Existen muy pocos ejemplos en el mundo que, como este, atiendan la diversidad humana por razón de edad, capacidades, cultura, etc.

El edificio Vilamuseu ocupa unos cuatro mil metros cuadrados dedicados a exposiciones, talleres de trabajo abiertos al público, así como almacenes y laboratorios. Cuenta con un laboratorio de arqueología subacuática que permite la desalación y tratamiento de ánforas y otros materiales procedentes del pecio romano hallado en aguas de La Vila, denominado Bou Ferrer, y de cualquier otro yacimiento subacuático que se excave en el futuro. El proyecto fue redactado por el arquitecto vilero Tomás Soriano. Malena Lloret nos ha acompañado gentilmente en nuestro paseo a lo largo, ancho y profundo de unas magníficas instalaciones, explicándonos magistralmente los detalles de su interesantísimo contenido.

Bar Calavera
Finalizado el programa cultural, cuando apenas eran las dos, nos hemos dirigido al bar Calavera. Un clásico en el que algunos han degustado sendos nardos y otros cervezas y refrescos, maridándolos con una ‘picaeta’ a base de hueva de atún regada con aceite de la tierra y “fetge amb creïlles”, una especialidad ignota en cualquier otro lugar. Un excelente tentempié que nos ha reconfortado y dotado de energía para emprender el camino de la Ermita. Allí nos esperaba con un menú excepcional Juan, el Pagell, amigo de Tomás.

¿Qué se puede decir del Pagell? Seguramente todo: malo, regular y bueno. Nosotros, hoy, no podemos optar por otra alternativa que no sea la última; es más, incluso deberíamos reconocer que muy bueno. Juan nos ha tratado magníficamente, ofreciéndonos una comida copiosísima y valiosa, a base de tomates trinchados con mojama y anchoas, cigalas espectaculares, chipirones extraordinarios, gamba a la plancha magnífica y arròs a banda excelente, aunque “sentidito”. Y para rematar, una fritura de randera espléndida. Y a un precio que mejor omitir porque quienes opinan de otro modo probablemente no le darán crédito. Un fantástico menú, regado con las libaciones habituales: café licor, cervezas y buen vino.

Por lo demás, hemos sido bien recibidos y acogidos. Nos hemos sentido bien acompañados y hasta consentidos por el regente de un establecimiento que no suele dejar indiferente a la clientela. En semejante ecosistema, no sólo hemos dado buena cuenta de los manjares que componían el menú, rematado por higos verdales y melón, sino que, al rescoldo de las copas, hemos desgranado infinidad de canciones coreando de aquella manera a nuestro incombustible Antonio Antón, que hoy se acompañaba con una guitarra de la casa. Los fumadores han consumido sus cigarrillos en un despejado comedor, en el que hemos permanecido sin limitación alguna hasta que hemos decidido marcharnos envueltos en las mejores atenciones. Y todo ello gracias a los buenos oficios de Tomás, una excepcional persona que deja amigos por donde pasa.

Así concluyó el vigésimo cónclave de la amistad. Despidiéndonos entre abrazos en el aparcamiento del restaurante cuando empezaba a caer la tarde. Planificando el próximo encuentro y estirando el recuerdo de Pascual y Luis, que allí estarán. Era jueves, 5 de octubre, víspera de la luna llena, de la fase que activa especialmente la comunicación y el afecto, dimensiones en las que estamos particularmente entrenados. ¡Ojalá que podamos seguir disfrutándolas muchos años!