jueves, 2 de noviembre de 2017

Apología de los viejos insultos

Los profesionales de la psicología suelen decir que el insulto tiene una función reguladora de las emociones. Aseguran que recurrimos a los insultos (incluidos los pretendidamente afectuosos y entrañables) cuando percibimos, consciente o inconscientemente, que algo amenaza nuestras pretensiones y somos incapaces de responder o argumentar de otra manera. Cuando reaccionamos con un insulto a una amenaza o a una frustración, real o subjetivamente percibida, intentamos recuperar el estatus que creemos haber perdido pese a que ello no mejora nuestra posición; al contrario, el insulto es un comportamiento reactivo y poco exitoso cuando se pretende erosionar la posición del insultado.

Realmente los insultos vienen a ser desahogos, reacciones primarias, cuya intención perciben los demás inmediatamente. En cierto modo son como las frases hechas o los refranes: facilitan la comunicación a base de simplificar las cosas o de empobrecer la expresión. A veces, son ocurrencias de quienes viven la vida desde el ‘postureo’, queriendo demostrar permanentemente a los demás que son de lo más guay, sin reflexionar sobre los efectos que pueden ocasionar sus infantiles, descabellados e irresponsables comportamientos. En ocasiones, sus ocurrencias –que solo ellos celebran– afectan intensamente a las personas que les rodean, haciéndoles sujetos pasivos de sus despropósitos que, a veces, suponen monumentales meteduras de pata de las que suelen salir indemnes, beneficiándose de una norma no escrita, aunque muy común en la sociedad desregulada, extremadamente permisiva con los excesos y radicalmente restrictiva con los derechos.

Por otro lado, aunque los insultos contribuyan a aliviar las tensiones o a regular las emociones ello no les convierte, necesariamente, en procedimientos idóneos para conseguir tales finalidades. Existen otros mecanismos que constituyen respuestas más ajustadas para lograr esos propósitos. Pondré un ejemplo: es más recomendable intentar racionalizar las amenazas percibidas utilizando técnicas como la afirmación positiva, la detención del pensamiento, el cambio de perspectiva o el ensayo mental, que “tirar por el camino de en medio” y optar por el insulto, que no es otra cosa que una respuesta improvisada e irreflexiva, una nadería comparada con cualquiera de las réplicas anteriores, que son respuestas serenas e incomparablemente más pertinentes para el logro de la finalidad perseguida.
               
Ciertos estudiosos han intentado clasificar los insultos, agrupándolos en categorías. Básicamente organizan el elenco de los improperios en cuatro grandes grupos: los destinados a desmerecer o infravalorar (inútil, zopenco), los que atribuyen estupidez o deprivación intelectual (idiota, mongolo), aquellos que aluden al vicio y/o la depravación (degenerado, drogota), y, finalmente, los que atribuyen cualidades que contravienen o se apartan de las normas o convenciones sociales (gordinflas, marrano).

Los insultos, como parte que son del lenguaje, evolucionan con él. Cada época histórica tiene los suyos, aunque exista un poso que trasciende las modas y asegura en cierto modo la pervivencia de la tradición en el uso del improperio. A veces son auténticas metáforas, recurso que no solo es artificio genuino de la imaginación poética o de la ornamentación retórica sino que también forma parte del lenguaje común. Porque las metáforas no son simples medios formales; al contrario, constituyen vehículos para el pensamiento y la acción. Muchos consideran que podemos arreglárnoslas perfectamente sin metáforas, sin embargo, creo que están profundamente equivocados porque nuestro sistema conceptual, el que posibilita que pensemos y actuemos, es radicalmente de naturaleza metafórica. Cómo interpretar si no befas como truhán, malandrín o granuja, que son cariñosas maneras de etiquetar a personas astutas, ligeras y enredadoras, incluso estafadoras, cuyos comportamientos asociales o delictivos difieren radicalmente de los de otros especímenes actuales como los corruptos, los rufianes o los depravados.

Los insultos seguirán formando parte de las lenguas y evolucionando con ellas. De modo que siendo ello inevitable, y pese a que existen recursos más eficientes para desfogarse, yo abogaría por combatir el simplismo y la impericia, también en este ámbito. Propondría que se promocionase el uso de insultos con clase, con pedigrí, en lugar de recurrir a la torpeza del uso constante de los diez o doce que integran el actual top ten de la especialidad, que incluye bobadas como gilipollas, idiota o mamón; burro, calientapollas y capullo; o puta, payaso y cabrón.

El “arte de insultar” es complicado y no está al alcance de cualquiera. Todos los días escuchamos insultos vulgares, innobles, chabacanos, inoportunos e innecesarios. Son pocos los proferidos con calidad, con actitud distante, utilizados en el momento oportuno, bien pensados y trabados con símiles, metáforas o hipérboles, que producen cien veces más efecto que las socorridas mediocridades vociferadas con alusiones a los muertos o a la profesión de la madre de turno. Por tanto, si decidimos insultar, no trivialicemos y por lo menos hagámoslo con gracia. Incorporemos a nuestros falsarios requiebros recursos estilísticos que aliviarán su tosquedad. Y si nuestras habilidades expresivas o nuestra imaginación son romas, al menos echemos mano de términos que den cierta enjundia a conductas tan poco edificantes. Ahí va una propuesta de vademécum de bolsillo que tal vez sea útil para ese propósito: botarate, papanatas, chiquilicuatre, abrazafarolas, cenutrio, pimpín, gualtrapa, mangurrian, alfeñique, petimetre, mascachapas, mamacallos, gaznápiro, verriondo, pelafustán, badulaque, zahorro, estafermo, perdulario, pisaverde, zurumbático, harón, arracacho, malquisto… Es un decir, claro.

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