sábado, 2 de diciembre de 2017

Espectros

Anoche me dormí inusualmente tarde. Abstraído en la lectura y arropado por las páginas del libro que Chaves Nogales le escribió a Juan Belmonte para contar su biografía. Habría que decir que se trata de la biografía belmontina por antonomasia, porque Juan no sería quien es si no se hubiese escrito ese texto. ¿Acaso puede imaginarse que saliese de su boca la definición del toreo que se le atribuye? Semejante clarividencia es propia de las entendederas de narradores excepcionales, como lo fue su biógrafo. Es indudable que solo a Juan Belmonte corresponde la peculiar y novedosísima concepción del toreo, que, como bien explica, ejercitó primero en los cerrados de la dehesa sevillana de Tablada (donde la pergeñó) y, luego, entre las talanqueras de los pueblos de poca monta y en los alberos de plazas de primera. Pero no concibo en los labios de Juan Belmonte una definición tan precisa de lo que significó su manera de torear, que es lo mismo que la quintaesencia del toreo actual.

Reflexionando a propósito de la inolvidable corrida que se celebró en Madrid el 2 de mayo de 1914, en la que alternaban Rafael Gómez “El Gallo”, su hermano “Gallito” y Juan Belmonte  (aquella sí que fue la auténtica corrida del siglo), cuando Juan explica el modo en que se abstraía de la enorme presión ambiental que vivía tras el clamoroso triunfo de Joselito en el quinto toro, Chaves Nogales pone en su boca lo que le sugirieron los primeros lances que le dio al sexto de la tarde, el de su apoteosis. Que no es ni más ni menos que la mejor definición del toreo que conozco: “Torear es la maravilla de convertir la pesada e hiriente realidad de una bestia en algo tan inconsútil como el velo de una danzarina”.

La biografía de Chaves Nogales está sembrada de las lindezas que acompañaron al inigualable Juan Belmonte a lo largo de su vida, reinterpretadas y reformuladas por un virtuoso de la palabra, que no solo las pone de relieve sino que les da un empaque que jamás imaginó su genial protagonista. A propósito de su primer viaje transatlántico, pone en su boca aquello de que: “Nueva York no me gustó. Demasiado grande y demasiado distinto. Ni aquellas simas profundas eran calles, ni aquellas hormiguitas apresuradas eran hombres, ni aquel hacinamiento de hierros y cemento, puentes y rascacielos era una ciudad. Va un hombre por una calle de Sevilla pisando fuerte para que llegue hasta el fondo de los patios el eco de sus pasos sonoros, mirando sin tener que levantar la cabeza a los balcones, desde donde sabe que le miran a él, llenando la calle toda con su voz grave y bien entonada cuando saluda a un amigo con quien se cruza: ¡Adiós, Rafaé…!, y da gloria verlo y es un orgullo ser hombre y pasar por una calle como aquella y vivir en una ciudad así. Pero aquí, en Nueva York, donde un hombre no es nadie y una calle es un número, ¿cómo se puede vivir?”.

O esta otra anécdota referida al día de su alternativa en Madrid, el 16 de octubre de 1913, formando terna con Machaquito y El Gallo. Una corrida accidentadísima en la que salieron del chiquero hasta once toros. El público estaba caliente. Llegó un momento en que parecía que  iba a despedazar a los diestros y quemar la plaza. Belmonte veía a la multitud encrespada y se acongojaba imaginando cómo podía terminar aquello. Asegura en el libro que en lo más impresionante del tumulto se le ocurrió lo siguiente: “Dentro de dos horas será de noche, y esto tiene que haber cesado. Se habrán muerto, nos habrán matado, lo que sea. Pero es indudable que dentro de dos horas todo estará tranquilo y silencioso. Es cuestión de esperar. Dos horas pasan pronto” Desde aquel día esa es la reflexión que le ayudó a sobrellevar los momentos de presión de algunas tardes, en las que quince o veinte mil almas aullaban como fieras en el tendido.

Me dormía consumiendo las páginas en las que se relata cuando, ya en 1918, esperaba en Panamá a su mujer, con la que se había casado por poderes en Lima y con la que viajaría inmediatamente a Buenos Aires, dejando a su mozo de espadas junto al Canal, estragado y convencido que de que no sabría volver a su Triana natal; seguro de que se moriría allí sin dar con el camino para regresar a España.

Hoy ha amanecido un día helador. Las temperaturas se han desplomado estrepitosamente. Al abrir las ventanas del dormitorio hemos comprobado que había llegado de verdad el invierno, seguramente para quedarse durante algunos días. Tras desayunar y completar las tareas rutinarias que exige el mantenimiento doméstico, he dado una vuelta por el mercadillo para comprar unas zapatillas de estar por casa y algunos olvidos. Hoy estaba concurrido y efervescente, estimulado por una climatología poco común. Todos andábamos presurosos. En pocos minutos he concluido mis propósitos y he vuelto a casa dispuesto a dar mi habitual paseo matinal.

Un recorrido a buen paso por los viales del PAU 2 me ha hecho sentir en el rostro la “rasca” de la mañana, tan cara de ver por estos pagos. Un viento frío del noroeste, con la intensidad justa, espabilaba las mientes y alegraba el paso. Las avenidas se ofrecían especialmente despejadas de vehículos y viandantes. No estaba la mañana para bromas. Así, disfrutando de esas frescas y soleadas horas mañaneras, he trazado un recorrido que habitualmente recorro con mi amigo José Joaquín y su perro Lula.

Ya había encarado el último tramo del itinerario cuando me he cruzado con una especie de espejismo, que me ha recordado a otro pasaje del libro de Chaves. No es que lo que he visto sea una imagen ignota porque he contemplado otras similares, aunque menos impactantes. En ocasiones me he cruzado con aguerridos progenitores que hacían footing empujando los carritos de sus bebés, blandiéndolos cual arietes a lo largo de las aceras. He visto en los paseos marítimos y en algunas avenidas esas sorprendentes imágenes, que he asociado a improvisaciones lúdicas de padres entusiastas que, probablemente llevados de inclinaciones atléticas tardías, parecían satisfacerlas e inculcarlas incipientemente a sus vástagos. Pero lo que hoy he visualizado supone una vuelta de tuerca más. Se trataba de un carrito de bebé ‘customizado’ ex profeso, con tres ruedas enormes y neumáticas, cual remolque de bicicleta para niños, que un orgulloso y trotón padre blandía como protuberancia abriéndose paso por las aceras que bordean las avenidas del PAU 2.


Al ver a ese prohombre empuñando el artefacto en que viajaba su hijo dormido no he podido evitar transportarme repentinamente a uno de los lances que incluye la biografía de Juan Belmonte, intitulado “la pantasma”. Cuenta el torero que una especie de fantasma, envuelto en una sábana y con una luz en la cabeza, atravesaba solemnemente algunas noches la Cava de los Civiles, una zona del barrio de Triana que frecuentaba cuando era niño. Ni él ni sus amigos, como tampoco los habitantes del barrio, osaban ponerse en su camino. Sin embargo, una noche que un ganadero encerraba una piara de toros, cuando atravesaba por la calle de S. Jacinto, los muchachos apartaron un torete de la manada y lo callejearon por las calles de la Cava para desconcierto de los trasnochadores. En una de esas carreras, los torerillos descubrieron una sombra blanca, encaramada en la reja de una ventana. Era “la pantasma”, como llamaban en el barrio a aquel atrabiliario personaje, al que se le había caído el puchero que llevaba en la cabeza y cuya ridícula calva y asustado rostro afloraban entre los pliegues de la sábana que tenía arrollada al pescuezo. Aquel lance hizo que le perdieran el respeto porque un fantasma que se asustaba de los toros y no sabía torear no podía ser serio y respetable. ¡Cómo han cambiado los tiempos! No solo nos parece respetabilísimo el peculiar paseo a ritmo de footing que el hombretón del carrito daba a su hijo, sino que a buen seguro pronto se convertirá en una tendencia.

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