sábado, 21 de enero de 2017

Adjetivar.

¿Alguien puede creer que una persona sensata pase sin dormir una noche entera buscando un adjetivo? Pues dicen que Gustave Flaubert, el autor de Madame Bovary, lo hacía; aseguran que escudriñaba incansablemente en los diccionarios y en su memoria “le mot juste”, la palabra exacta, para acoplarla a sus personales relatos literarios. Otra extravagancia de gente desocupada y despreocupada, con largo patrimonio y abundantes rentas que disfrutar, es lo primero que se te ocurre pensar. Al menos, eso creía yo. Pero la cosa tiene bastante más miga.

Desde hace algún tiempo me interesan los adjetivos, especialmente desde que leí un artículo sobre ellos en el blog de Jaime Fernández, periodista, escritor y autor de ensayos literarios, que desconozco. Por favor, no vaya a creerse que me preparo para ser  escritor o algo parecido. Ni aspiro a ello, ni muchísimo menos. Me parece algo tan difícil que ni me atrevo a intentarlo. De hecho, me sorprende relativamente un fenómeno habitual en los últimos tiempos, cual es la capacidad que tienen algunos jóvenes para escribir centenares, miles de páginas, con las que conforman largas sagas de novelas exitosas. Me asombra que personas con tan corta experiencia vital atesoren tamaña capacidad de inventar y/o recrear relatos históricos o ficticios. Pero, bueno, eso es harina de otro costal.

Por lo que he podido averiguar, adjetivar es una de las recurrentes preocupaciones de los escritores. Tan es así que Azorín, por ejemplo, dijo en cierta ocasión que la literatura está en el adjetivo. Opinión que comparten otros, como Josep Pla, que aseguraba que el gran problema de la literatura es precisamente adjetivar las cosas. Y lo decía desde el convencimiento de que la forma es lo único que perdura en ella. Calificar con propiedad supone un arduo proceso, que se inicia cuando el escritor se acerca al objeto que pretende describir para analizarlo sin prisas y con detenimiento durante un cierto tiempo, y que completa a posteriori cuando se aleja de él para recordarlo y desentrañarlo. Porque el adjetivo se oculta en las entrañas del objeto y debe esclarecer su esencia desde la distancia que establece su memoria. Por tanto, podría decirse que lo auténticamente genuino de un creador es descubrir en los objetos atributos diferentes de los que han percibido y escrito otros anteriormente. Adjetivar con precisión no equivale a yuxtaponer muchos epítetos a un sustantivo sino a adjuntarle aquél que englobe el máximo número de ellos. O dicho de otro modo, antes que añadir un segundo adjetivo conviene estudiar la posibilidad de que sea absorbido por el primero.

Quienes escribimos y no somos escritores –también muchos que se supone que lo son, todo hay que decirlo– tenemos una debilidad casi invencible por el adjetivo, por utilizarlo excesiva e indiscriminadamente, desoyendo las sugerencias de quiénes saben de literatura.  Porque el adjetivo es una tentación que los escritores que pueden considerarse tales se reprimen constantemente, sabiendo que vale más una descripción sumaria que otra cargada de aquéllos, palabras escritas en caliente, que conviene dejar que se enfríen para podarlas y dejarlas en su justa medida. Es entonces, en el ejercicio retrospectivo, cuando el escritor toma conciencia de su relativa inutilidad, consciente de que tal vez lo único que realmente consigue el uso prolífico del adjetivo es aburrir a los lectores, abrumándolos con esa especie de tiniebla que pone ante sus ojos, que les hurta la posibilidad de recrear, de imaginar aquello que se ha escrito. Porque es indudable que una descripción sin adjetivos despierta más la imaginación del lector que otra saturada de ellos, que apenas le deja margen para interpretar el relato.

Desde otra perspectiva, el adjetivo puede considerarse como una especie de bisutería expresiva. Lo realmente literario es la contención y la elipsis. El amigo Flaubert lo reflejaba con la precisión que le caracteriza cuando aseguraba que “el talento de escribir no consiste sino en la elección de las palabras. La precisión es la que hace la fuerza. En el estilo es como en la música: lo más hermoso y lo más raro que hay es la pureza del sonido”.

Los consejos de los maestros en el arte de escribir apuntan hacia la austeridad, algo que no practico porque, además de no ser escritor, soy dado a la exuberancia y a la voluptuosidad. Alguien ha dicho que para cualquier cosa que se desee contar "existe una sola palabra para expresarla, un verbo para animarla y un adjetivo para calificarla”. Otros insisten en que el escritor debe buscar hasta dar con esa palabra, ese verbo y ese adjetivo, y no contentarse jamás con algo aproximado, recurriendo a supercherías y equilibrios lingüísticos que no significan otra cosa que huir de la dificultad. Azorín, Borges, Cortázar, Maupassant, etc. son partidarios de no cargar a un sustantivo con dos adjetivos si solo precisa de uno, porque ese innecesario emparejamiento no significa otra cosa que la esterilidad del pensamiento. En última instancia podríamos mencionar la recomendación del catedrático de Harvard Raimón Lira, maestro de Vargas Llosa, que insistía en sus clases en que “los adjetivos se han hecho para no usarlos”.

Por otro lado, Alejo Carpentier consideraba los adjetivos como "las arrugas del estilo". Decía que si se les otorgan dignidades y categorías se convierten en surcos que no anuncian otra cosa que la decrepitud. Según él, cada época tiene sus perecederos adjetivos, como tiene sus modas y sus chismes. En su opinión, los grandes estilos se caracterizan por la extrema parquedad en el uso del adjetivo, acotando privativamente algunos muy concretos, simples, directos, definidores de calidad, consistencia, estado, materia y ánimo, que, en último término, son los preferidos por quienes redactaron obras como El Quijote o la Biblia.

Pese a todo, pienso, como otros, que no está mal adjetivar las cosas, especialmente si se hace con gracia e ingenio, porque ello supone ensayar una tentativa para construir un lenguaje propio, relativamente independiente del lenguaje común. El estado positivista que nos envuelve y abruma, en el que el apresuramiento y el parloteo priman en la comunicación, ha relegado decididamente el adjetivo porque choca con su tendencia uniformadora. Y ello no es lo peor, lo auténticamente preocupante es que no solo desaparecen los adjetivos en la interrelación sino que las personas pierden la facultad de observar con la más elemental atención.

De modo que confesaré que soy más como Pío Baroja. En mis pacatos escritos, ensarto los adjetivos "como burro que suelta pedos", pese a las recomendaciones de los próceres de la literatura. Ello no empece que comparta la opinión de quienes consideran que adjetivar bien debe ser una tarea precisa, inteligible y clara y, si es posible, graciosa. Vamos, algo que justifica liar y fumarse un cigarrillo mientras se toma la decisión de colocar un adjetivo antes o después del sustantivo.

Canetti desconfiaba de los adjetivos porque “albergan sentimientos”. Contrariamente, yo confío en ellos consciente de que, como él mismo decía, “siempre que me asaltan los adjetivos, me vuelvo ridículo”. Y es que, en suma, pienso que la clave está en lo que confesaba Bábel (una vez auto-reinterpretado): en la escritura lo esencial está “en espigar las palabras que son en primer lugar significativas, en segundo lugar sencillas y en tercer lugar hermosas”.

lunes, 16 de enero de 2017

¡Come y calla!

Es una obviedad que el acto de comer es un hecho biológico, natural. Sin embargo, ni en todos los países, ni en todos los tiempos, se ha comido lo mismo. Es más, la historia avala que las formas culturales de comer condicionan la necesidad biológica de hacerlo, como lo demuestra el hecho de que a lo largo de la historia de la humanidad hayan muerto de hambre muchas personas, pese a tener a su alcance alimentos que no eran considerados tales por sus respectivas culturas. No me extenderé en detalles.

A poco que reflexionemos, constataremos que en algo tan básico y natural, como es el acto de comer, confluyen un conjunto de variables que no pueden soslayarse. Por un lado están las estrictamente biológicas, como las necesidades y capacidades del organismo y las características de los alimentos. Por otro, emergen los elementos ecológicos y/o demográficos, que tienen que ver con sus circuitos de producción, distribución y consumo. En tercer lugar deben considerarse las cuestiones sociopolíticas, es decir, el acceso efectivo a la comida que tienen los diferentes grupos sociales, sea a través de sistemas de mercado, de control gubernamental, o de otra naturaleza. No pueden eludirse, finalmente, los ingredientes culturales, es decir, las categorizaciones que determinan en cada cultura qué es comida y qué no lo es; qué, cuándo y con quién se debe comer, cómo debe ser la dieta para las diferentes edades, etc.

Estas dimensiones socioculturales de la alimentación, que no pueden desvincularse de la estricta y subjetiva perspectiva del comensal, hacen de ella una realidad que está a caballo entre la biología y la práctica social. Por tanto, comer es, cuanto menos, un hecho complejo que nos vincula y articula a cada uno de los humanos con nuestra sociedad y con nuestro tiempo. Las costumbres alimentarias no son simples hábitos individuales porque son inconcebibles aisladamente del contexto psicosociocultural en que se practican. Me cuento entre los que creen que, más que hábitos alimentarios, lo que existen son sistemas culinarios, es decir, estructuras culturales del gusto que engloban prácticas sociales cargadas de sentido. Por eso, pretender cambiar las formas de comer, la alimentación de una colectividad, significa ambicionar modificar sus valores, sus gustos y hasta su delicado y complejo equilibrio.

Retaurante Eat, Greenpoint (NY)
No es ningún secreto que, como sucede con todos los bienes escasos, el silencio empieza a ser altamente valorado en las ruidosas sociedades occidentales. No solo para ayudar a la gente a conocerse mejor sino incluso como estrategia para acercarse unos a otros. Muy especialmente en el mundo anglosajón, y a ambos lados del Atlántico, cada vez hay más cafés llenos de gente que lee en silencio a lo largo de una o dos horas para, después de ese tiempo de placer autónomo, compartir otro charlando con los demás, mientras se ingiere el último combinado de moda. Hasta se ensayan nuevas formas de relación mediante citas rápidas y silentes, intermediadas por empresas especializadas, en las que priman los gestos, las sonrisas, las miradas, es decir, cualquier lenguaje, excepto el verbal. Parece como que esta gente se hubiese propuesto acabar con la vetusta tradición que circunscribía las relaciones sin palabras al ámbito de los cortejos. Y es que muchos aseguran que este nuevo (?) mutismo tiene un efecto positivo sobre el organismo, dado que ayuda a rebajar los niveles de estrés y a relajarse.

Hace ahora una década que la artista británica Honey Ryan creó en Berlín las llamadas “zonas silenciosas”. En este caso se trataba de compartir menús veganos en los que había que respetar unas normas muy sencillas: una pareja compartiendo mesa, no hablar ni escribir, hacer el menor ruido posible, no interactuar con aparatos tecnológicos y permanecer en tan singular escenografía al menos 2 horas. Aquella iniciativa tiene actualmente múltiples réplicas. Una de ellas es el restaurante Eat, en Greenpoint (NY), que ofrece una dominical y silente propuesta de hora y media bajo el lema “come y calla”. Un local reducido y estrecho, sin música y con poca luz, en el que un cocinero veinteañero y un par de pinches sirven a una treintena de personas platos presuntamente compuestos con productos orgánicos locales (?), sin elección ni opinión posibles. Sin duda, un lujo barato (unos 45 dólares, más propina) en la exclusiva y estrepitosa rutina neoyorquina, una nueva curiosidad en una ciudad obsesionada con la pose de estar a la última en excentricidades.

Para su artífice, la experiencia es una performance de base filosófica. Asegura que su propuesta tiene que ver con nuestra relación con lo otro. Dice que de la misma manera que sucede con el sexo, la psicología o el lenguaje, introducir algo externo en nuestro cuerpo, que es lo que hacemos cuando comemos, supone siempre un compromiso profundo. Y por eso apuesta por productos ecológicos, afirmando que “si no sabemos de dónde viene la comida, cómo se produce, cómo ha afectado la tierra a sus cualidades nutritivas, cuando llega a nosotros tenemos una relación alienante con ella". Sin comentarios.

Luego, la carta que ofrecen es realmente espléndida: pan de trigo con mantequilla, sopa de zanahoria con especias, ensalada de lombarda cruda, puchero de porotos con papas, nabo y boniato, para los veganos; y abadejo con tomate picante acompañado de col silvestre y ajo, para el resto. De postre, helado con sal marina y quinoto. Menú tan exquisito debe aderezarse con una extrema timidez al mover los cubiertos para evitar que colisionen estrepitosamente contra la vajilla artesana creada por el dueño del local, cuyo tintineo matizarán siempre los leves chasquidos de las hojas de lombarda sucumbiendo a la presión de los molares de los comensales.

Los testimonios de algunos participantes son auténticamente sobrecogedores: "Me he sentido aliviada porque normalmente hablo mucho, pero también fue un gran descanso saber que puedo estar callada en presencia de otra gente", dijo una de ellas, que confiesa que cuando fue al baño habló ante el espejo. "Al principio estaba muy nerviosa. Cuando llegamos, hacer cualquier ruido era terrible. La sopa estaba caliente y estaba soplando, pero no quería hacer ruido cuando lo hacía... pero, en cualquier caso, luego me relajé", dice otra, que sufrió un ataque de risa frente a la tercera en discordia, que no terminó ninguno de los platos pero hasta el final no pudo aclarar si no le gustaban o, simplemente, no tenía hambre. "Mis expectativas culinarias han sido totalmente satisfechas. La comida era increíble", decía otro, después de haber estado con los ojos cerrados en modo de meditación la mayor parte de la cena. "El silencio me permitió volver a experiencias en retiros espirituales que había hecho", aseguraba un hombre dedicado a negocios de estética.

La verdad es que no sé qué decir, o tal vez sí. Revuelto en mis disquisiciones, de repente me acucian unas infinitas ganas de que llegue el próximo 17 de febrero, en que compartiré ágape con mis amigotes en Muro. Allí comeremos lo que debemos y lo que no, hablaremos de lo que consideremos oportuno y de lo que no, cantaremos lo que nos apetezca y lo que se tercie, y nos querremos como sabemos y como solemos. Y, además, creeremos ciegamente que estamos haciendo lo que toca, y que somos felices, aunque no comamos callados junto al puente de Brooklyn, o en la Isla de los Museos.

sábado, 14 de enero de 2017

Antonio Martín Lillo, in memoriam.

Hoy, las secciones de obituarios de la prensa local recogen de manera destacada el fallecimiento de Antonio Martín Lillo. “Adiós a un histórico comunista”, “un hombre de gran valía política y humana”, “muere un político que no cesó en su lucha”, etc. En las redes sociales también son innumerables las referencias a quien ha sido importante referencia de la izquierda en la ciudad y más allá.

Me apresuraré a decir que ni fui, ni soy, ni creo que seré comunista. Por tanto, no es el apego ideológico lo que me ha vinculado con Antonio Martín Lillo. Mi relación con él y con su familia se inició como consecuencia de una amistad común. Desde hace muchos años, han compartido con nosotros el afecto de unas excelentes personas a las que conocimos por motivos diferentes. Justamente a partir de los comentarios y testimonios de esas personas, empecé a saber de los detalles de la vida de la virtuosa familia que conforman Antonio, Blanca, Víctor, Tina y el pequeño y bienquerido Víctor. Unas referencias entre las que, obviamente, predominaban las relativas al cabeza de familia por razón de su activismo político, de su compromiso social y de su proyección pública. Muchos años después, esta relación intermediada se complementó con otra mucho más directa cuando me incorporé a la Comisión Cívica de Alicante para la Recuperación de la Memoria Histórica. Así pues, en estos últimos tiempos he tenido la oportunidad de compartir con él los espacios de debate, discusión, compromiso y civilidad que enmarcan la actuación de este colectivo, del que fue activo fundador.

Sería absurdo que insistiese en los valores ideológicos o políticos de una persona que conozco hasta cierto punto, y cuyas cualidades otros, con mayor conocimiento de causa, han reseñado en los medios de comunicación y en las redes sociales. Pero ello no merma ni un ápice mi interés por subrayar algunos rasgos de su personalidad que, en mi criterio, justifican de sobra esta entrada y que comparto por ser inherentes a mi particular manera de entender la vida.

El primero es su coherencia ideológica y política. Frivolidades al margen, creo que en este aspecto en lo único que se equivocó Antonio es en el “equipo” que eligió para “jugar”. Obviamente, él y todos sus camaradas piensan justamente lo contrario. Sin embargo, digo esto porque cualquier otra organización política de izquierdas se hubiese lucrado, en el sentido más decente del término, de contar entre los suyos con un militante absolutamente coherente con la ideología de la organización, honrado, cabal, discreto, disciplinado e inasequible al desaliento. Un lujo para cualquier partido político, sindicato, asociación u organización. Antonio es una de esas personas singulares que explican por sí mismas la histórica –y, a veces, hasta insultante- supremacía moral de la que se ufanan los militantes de las formaciones políticas autoconsideradas “de izquierda auténtica” frente a los que se alinean en opciones progresistas más moderadas. Verdaderamente, poder presumir públicamente de las virtudes personales y políticas de personas como Antonio Martín, sin temor a equivocarse o a tener que desdecirse casi inmediatamente, es un lujo al alcance de muy pocos.

La segunda cuestión que quiero destacar es su compromiso político. Ha pasado toda su vida militando activamente en el PCE. En la clandestinidad y en la cárcel, durante el franquismo, en el exilio y en la sociedad democrática. En este tiempo líquido en que vivimos, en el que paradójicamente prima el pensamiento débil, la posverdad post-truth–, que para mi significa simplemente la “mentira”, el transfuguismo, la descapitalización ideológica o la práctica de la golfería a cualquier nivel político e institucional, no tiene precio compartir militancia con una persona incorruptible y consecuente con sus compromisos.

Un tercer atributo que debe destacarse de Antonio y su gente es la enorme capacidad que poseen para forjar un denso núcleo familiar. Es tan vigoroso el flujo de apegos que existe en esa parentela que el espacio privativo de sus querencias más próximas irradia nítida y espontáneamente al exterior, llegando sus destellos a los demás y haciéndonos percibir el enorme caudal de afección que los vincula. Tampoco me parece éste un asunto baladí.

En suma, durante el tiempo y las circunstancias que he compartido con él he tenido la oportunidad de comprobar que, además y por encima de las anteriores consideraciones, era un hombre bueno y una persona honrada y ejemplar. En mi léxico particular no existen mejores atributos. Larga vida, Antonio, en nuestro imperecedero recuerdo.

miércoles, 4 de enero de 2017

Una aclaración necesaria.

Cualquier lector perspicaz que ojee este blog reparará con presteza en sus pocas etiquetas. Más allá de la estricta consideración numérica, incluso es probable que unas le parezcan más seductoras que otras, y que hasta llegue a pensar que tal vez existe un marcado desequilibrio en las entradas que acoge cada una de ellas. Si está relativamente familiarizado con la bitácora, es posible que especule con que el autor ha dedicado escaso tiempo a evocar los personajes que poblaron sus paisajes vitales, cuyas descripciones y glosas se ofrecen más pródigas que las virtudes y provechos de aquéllos. Inclusive, puede conjeturar con que sea persona de pocas amistades o de escasa parentela. Y no le faltaría razón a ese curioso observador porque, efectivamente, solo se encuentran en el blog dos etiquetas que genéricamente engloban la parcela de los afectos y de los parientes, rotuladas como “personajes de mi galería” y “con nombre propio”, que no sólo acogen la mayoría de las observaciones relativas a los apegos y progenies del gacetillero, sino también reflexiones que aluden a sus amistades, a sus colegas profesionales y hasta a algún que otro espécimen.

No sería de extrañar, por tanto, que cualquier atento lector se preguntase si no faltarán personajes o nombres propios en la profusa relación de entradas, que abordan aspectos que tienen menor calado en la vida de las personas, como las vivencias fortuitas, algunos paisajes y territorios bosquejados, y hasta otros avatares accesorios. Y no le faltaría razón a ese cualificado leedor porque, efectivamente, son muchos, muchísimos, los personajes no incluidos en las mencionadas etiquetas. Recontándolos, se echan a faltar, injustificadamente, menciones merecidísimas a multitud de seres que han habitado campiñas y predios que moldearon las hechuras del autor, pese a que muchos de ellos no hayan reparado en semejante circunstancia.

Empezaré por los más próximos, que son quienes integran mi parentela. El linaje del que provengo y la corta familia que he logrado constituir han influenciado muy significativamente mi pensamiento, mi afectividad, mis convicciones y aspiraciones, y muchos de mis rasgos característicos. Tengo un tremendo pudor para expresar públicamente el caudal de pensamientos, sentimientos y emociones que he tenido y tengo, que he sentido y siento, que he dispensado y dispenso o que he recibido y recibo del núcleo fundamental de las personas que me son más próximas. Hoy por hoy, no quiero expresar abiertamente lo que significan para mí, porque considero que es asunto que me pertenece privativamente. Sin embargo, en más de una ocasión me he visto tentado a decirles a las claras lo que pienso y lo que siento de y por cada uno de ellos, para que lo escuchasen, sin suposiciones, brotar directamente de mi boca. La verdad es que siempre me he retraído en el último instante. Por otro lado, estoy convencido de que lo saben y que decírselo no sería más redundar en algo que conocen de sobra, aunque a nadie le desagrada que le regalen el oído con buenas palabras y lisonjas, especialmente si son sinceras.

Pero, más allá del pudoroso reconcomio con que preservo mis pensamientos y afectos a los familiares más próximos, debo advertir a quienes pudiesen pensar que mi vida está falta de otros personajes que se equivocan de plano, porque está cuajada de interlocutores de toda naturaleza. A unos me vinculan y vincularon los afectos, a otros los admiro o admiré por sus capacidades y su inteligencia, existen terceros a los que preferiría no haber conocido y, por haber, hasta existen personajes singulares que son o han sido parte del paisaje transitado en las seis décadas que llevo viviendo. Supongo que, como la mayoría, he conocido y conozco personas y personajes de todo tipo. Y no renuncio a conformar una elemental relación de ellos porque, aunque sé que olvidaré a muchos y que probablemente retomaré la relación en algún otro momento o capítulo de este cuaderno, merecen figurar en ella, como parte que son de mi vida y de mis recuerdos, que he elaborado y reelaborado con muchas de las vivencias, experiencias, sentimientos, dichas e incluso infortunios que he compartido en mayor o menor medida con ellos.  

En ese elenco de personajes que debieran figurar en mi galería no pueden faltar muchos habitantes del pueblo en que nací, particularmente mis vecinos más próximos, como la tía María la Gregoria, su marido, el tío Eugenio; su padre, el tío Jesús; y sus hijos Vicente, Eugenio y María Adela. El tío Vicente Fabián y su mujer, la tía María, una persona entrañable a la que hacían sus confidencias las mujeres de la vecindad. ¿Cómo olvidar a la Quintina, un personaje que superaba al más disparatado figurante de la mejor película de Berlanga? Mis tíos María y Simeón y sus hijas Maricarmen y Milagros. Mi abuela materna Magdalena (Malena, para todos) que dio nombre a la estirpe de sus hijas “malenas”, María, Carmen y Elisa, mi madre. La tía Liduvina y su marido, el tío Cortés, personas cordialmente unidas a la familia de mi madre. En fin, avanzando por la calle Valencia en dirección a la entrada de la población, encontraríamos otros muchos personajes que merecen al menos un apresurado boceto en esa galería de mis recuerdos. Me refiero al tío Estanislao, al tío Rafel, el hornero, al tío Ignacio el Carpintero, al tío Rubio, al tío Celestino o al tío Frasquito, entre otros. Y si enfilamos la calle en dirección a la plaza, hallaríamos también figurantes imprescindibles en mi relato: la tía María de Elías; Claudio el Cherano y Concha la Quirubina, su mujer; el tío Eliseo, buen aficionado taurino y gran amigo de mi padre; el tío Vicente el Rocho, el tío Caguetas, el Barbero; el tío Pepote, la tía Angelica de la tienda, el tío Pepe el Prisquilla, el tío Chulillano y la tía Carmen la Morica… 

Mi familia carnal merece otro capítulo de menciones: mis abuelos Vicente y Carmen, a quienes apenas llegue a conocer pero a los que siempre he sentido cercanos a través de los relatos de mi padre y sus hermanas Vicenta y Carmen. Mis tíos y primos Leoncio, Josefina, Voro y Joselín; mi tío Eusebio y sus hijas Doloricas y Eusebia. Mis abuelos maternos Esmeraldo y Malena, junto a la saga de mis tíos maternos: Germán, Miguel, María, Carmen y Vicente, con la consiguiente retahíla de primos que, además de las referidas MariCarmen y Milagros, incluye a Miguel, Rupertina, Carmen, Manolita, Vicente, Ernesto y Angelita. 

No puedo olvidar los amigos y amigas de mis padres. El tío Merienda, compañero de divertimentos y de muchas fatigas agrícolas, pues echaba muchos jornales ayudando a mi progenitor. El tío Cañamizas y el tío Juan de Longinos, el tío Faustino el Capador o el tío Antonio de Ruperto. Y las tías Regina, María de Lino y Palmira, amigas de juventud de mi madre. Tampoco quiero obviar otras amistades inmemoriales de mi familia como el tío Félix de Rita o el tío Claudio de las Higuericas, cuyas familias siempre estuvieron próximas a la mía. ¿Y cómo descuidar la mención a la matrona sin título que asistió a mi madre –y a tantas otras mujeres– en sus partos, la inefable tía Rufina, a la que nos enseñó a querer como a una más de la familia, lo mismo que a sus hijas Lola y Elia?

Tampoco quiero olvidar a mis amigos de la infancia: a Paco el Custodio, a mi primo Joselín, a Eugenio el Panarra, a Vicente Quirubín, a Paco Marín, a José María o a Salvador Domingo. Una relación que debo acrecentar con otros convecinos de alguna generación anterior como Paco el Guerra, Gerardo Torres, Pepe el Portugués o Juanchán el mayor, o la de Rambla, Batiste, Piquete y otros, que nos enseñaron a jugar al fútbol con balón de reglamento. Por último, debo mencionar algunos personajes cuyo recuerdo, por diversas razones es, además de patrimonio personal, pertenencia de la ciudadanía de Gestalgar, como es el caso de Chicago, la tía Cabera, el tío Alguacil, Ignacio el Mimí, el Chato Baldomero o el tío Royo Pellejas, entre otros.

Debo referenciar en esta entrada a mi familia chivana, a la que me vincula un afecto imperecedero que mis ancestros supieron alimentar. La tía María la Corachana (tía de todos los “Corachanes”), mis tíos Bernardo y Amparo; Fernando y Pura; Antonio y Amparo. Mis primos Amparín, Manolo, Emilia y Bernardo; Fernando y Alfredo; Amparín, Pura y Fina. Y la tía Doloricas, entrañable hermana de mi tío Bernardo. 

No puedo olvidar a los compañeros de fatigas de aquel Colegio Libre Adoptado Luis Vives, de Chiva: Aniceto y Paco Tarín Herráez, José Vicente García, los Juan Vicentes Muñoz y Hernández, Juanjo Tarín, Armando Boullosa… Silvia, Maricarmen, Merceditas, Matilde, María Luisa, Bienve… Las mil y una aventuras en aquel desvencijado “establecimiento educativo” y los inefables personajes que probablemente soñaron con domeñarnos, sin conseguirlo: Don José Morera, don Juan, doña Amparito, doña Maruja, don Fernando Galarza… 

Todos ellos, que tan solo enmarcan el retrato de mis primeros quince años, merecen como mínimo un apunte a lápiz de su figura, aunque la mayoría podrían reclamar un retrato a la acuarela. Otros serían justos pretendientes de una tela al óleo que hiciese justicia a sus virtudes y méritos. Algunos incluso deberían lucir sus galas encuadrados en una escenografía de alegorías singulares que reclaman la solidez de sus méritos y contribuciones.

Espero tener tiempo y salud para pergeñar los retratos de estos personajes, que han hecho merecimientos más que sobrados para estar incorporados a mi galería y para figurar con nombre propio no solo en este blog sino en otras crujías de mayor enjundia.