miércoles, 7 de febrero de 2018

Seducción

Una de las máximas aspiraciones de cualquier ser humano es gustar a los demás. Tan es así que ese anhelo lleva a algunas personas a intentar conseguir por cualquier medio que todo el mundo ansíe su amistad, su compañía, su cuerpo, su inteligencia o cualquier otro de sus atributos y/o habilidades. Ciertamente, quienes logran cosechar fama por méritos propios consiguen tales indulgencias, que suelen ir aparejadas con el hecho de ser conocidos por gestas o particularidades que los hacen populares. Pero no es menos cierto que muy pocos son quienes alcanzan la gloria. De modo que la inmensa mayoría de los mortales estamos predestinados a engrosar el descomunal ejército de los buscadores del minuto o trocito de gloria. Una quimera en la que algunos empeñamos casi lo que sea. Incluso vendemos nuestras vergüenzas a cualquier postor y/o, lo que es peor, las exhibimos pública y descarnadamente.

La semana pasada estuvimos en tierras extremeñas, participando en uno de los viajes del IMSERSO. La base de operaciones radicaba en Mérida, la insigne ciudad erigida sobre la colonia Iulia Augusta Emerita, que fundó, por encargo de Augusto, Publio Carisio con objeto de asentar en ella a los soldados licenciados (eméritos) de las legiones X Gemina y V Alaudae, excombatientes de las guerras cántabras. Entre la infinidad de restos arqueológicos, espacios históricos, museos y, ¿por qué no decirlo?, bares y restaurantes donde delectar el paladar con chacinas y caldos de la Ribera del Guadiana, una anécdota contingente, que alude a un viejo vecino de la ciudad, sedujo mi interés. La narración no es otra cosa que el relato de la biografía, inequívocamente legendaria, de un atleta poco conocido que, sin embargo, ocupa por derecho propio un espacio merecidísimo en el olimpo de los deportistas más admirados y ricos de la historia. Su nombre: Cayo Apuleyo Diocles.

Diocles fue un auriga hispanorromano, natural de la provincia de Lusitania, al que cabe el honor de ser el más notable del Mundo Antiguo en su especialidad. El celebérrimo Antonio García Bellido lo etiquetó como el "héroe de las muchedumbres más apasionadas, ídolo de un pueblo que cifraba su felicidad en estas dos solas palabras: panem et circenses”. Su carrera deportiva fue inusualmente larga, alcanzando los veinticuatro años, cuando la mayoría de sus adversarios morían o quedaban desahuciados mucho antes por la frecuencia de los accidentes. Cuando tenía dieciocho, probablemente tras imponerse en competiciones locales, que ya eran de primer nivel, emigró a Roma. Allí las “escuderías” del momento se denominaban “facciones”, con seguidores tan fanáticos como los actuales hooligans.

Según consta en el testimonio epigráfico más importante que existe sobre las carreras de carros, cuyo original se ha perdido –y, por tanto, solo se conocen los detalles que menciono a través de copias–, Diocles comenzó a correr a los 18 años por la facción blanca, cambiando a la verde a los 24 y, finalmente, a la roja a los 27, donde siguió corriendo hasta retirarse a los 42 años, una edad muy excepcional. Compitió en 4.257 carreras y obtuvo 1.462 victorias, quedando en segundo o tercer puesto en otras 1.438 carreras. Su porcentaje de triunfos es superior al 34 %. Unos registros estratosféricos que prácticamente nadie alcanzó. Bien es verdad que, como hacía M. Schumacher con los bólidos de Ferrari, conducía seleccionadas colleras de caballos lusitanos, que se dice que eran los mejores del momento. Debió ser así porque la tradición asegura que a las yeguas lusitanas las engendraba el viento. Algunos de ellos fueron tan famosos que sus nombres estaban en boca de los aficionados. Es el caso de Cotino, Gálate, Abigeio, Lúcido o Pompeyano, ancestros reputadísimos de Northern Dancer, Secretariat, Phar-Lap, Sea Bird, Man o'War, Citation, Nijinsky o Spectacular Bid, todos purasangres que se adueñaron de los hipódromos a lo largo del último siglo.

Esta semana se inició con la celebración de la 52 edición de la Super Bowl (partido final del campeonato profesional de fútbol americano), el mayor evento deportivo que existe en el mundo actual, que aúna los ingredientes que caracterizan el deporte de alta competición: espectáculo, polémica, pasión… dinero; en suma, deporte y capitalismo, o viceversa. Un show metadeportivo que disputaron los New England Patriots y los Philadelphia Eagle, cuya victoria final se apuntaron los últimos contra pronóstico. Las cifras que mueve el evento marean: 120 millones de espectadores solo en EE.UU y más de 200 cadenas de todo el mundo retransmitiendo el partido, que agregan 100 millones de espectadores adicionales. El dinero que concita la Super Bowl es descomunal. Los Eagles, dueños del Vince Lombardi 2018 (trofeo de la competición), recibirán un premio de 112 mil dólares por cada jugador, que para los de los Patriots será de 56.000. A estas cantidades hay que sumar los 79 mil dólares que ambos equipos consiguieron al vencer en los dos partidos de playoffs de sus respectivas conferencias. Una fortuna que, como otras, tiene eco en la revista Forbes, que desde la neoyorkina Quinta Avenida publica anualmente, desde 1986, su lista de las personas más ricas del mundo. Según ella, en el ámbito del deporte, los cracks mejor pagados en 2017 fueron Ronaldo (93 millones de dólares), LeBron James (86), Messi (80), Federer (64) y Kevin Durand (60,6). Es decir, dos futbolistas, dos jugadores de baloncesto y un tenista.

Pues bien, estas descomunales ganancias, cuya magnitud supera mi capacidad de apreciación, apenas son nada comparadas con la fortuna que amasó el amigo Diocles. Según los cálculos que ha realizado el investigador Peter Struck, profesor de Estudios Clásicos en la Universidad de Pensilvania, ganó a lo largo de su carrera 35.863.120 sestercios –el equivalente a 15.000 millones de dólares–, cifra lejos del alcance de cualquiera de los megacraks mencionados que, por otro lado, está acreditada en la inscripción monumental que le dedicaron sus admiradores y compañeros de profesión cuando murió.

Y es que alrededor de este auriga se creó una aureola gracias a la cual sus ingresos económicos se multiplicaron. De su fortuna solo tenemos noticia de las rentas consolidadas por las carreras ganadas. Pero no todo acababa ahí. Debe tenerse en cuenta que el merchandising de la época en torno a gladiadores y aurigas incluía todo tipo de objetos: lámparas de aceite con la efigie del deportista, que se vendían en mercados y en los propios eventos; mosaicos conmemorativos equivalentes a los posters actuales; estelas; estatuillas... Incluso los nombres de los caballos se incluían en estos elementos. Para hacernos una idea de cómo eran las cosas, baste recordar que el emperador Calígula nombró cónsul a su caballo favorito, Incitatus. Así pues, ya entonces la capacidad de movilización de fans y seguidores generaba importantes ingresos adicionales a los premios, lo mismo que lo hacían las apuestas y el material promocional de los deportistas, que es fácilmente reconocible en los yacimientos de la época.

Nihil novum sub sole. Al final del camino, tutto cambia perché nulla cambi: imperio, panem et circenses, merchandising... El cinismo de los que siempre prefieren las cosas a las personas, como Lampedusa. Puestos en este trance, me seduce mucho más la versión atlética, original y analógica, encarnada por Diocles, que la de sus remedos tecnologizados de la era de globalización.

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